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viernes, junio 30, 2006

LA IMAGEN DE ESPAÑA

En su despedida del Instituto Cervantes de Nueva York, Antonio Muñoz Molina ha hecho inteligentes observaciones sobre la imagen exterior de España y su relación con la promoción de la lengua y la cultura o, dicho de otro modo, cómo la deficiente imagen de nuestro país se convierte en un hándicap para los que tienen la tarea de trabajar en nuestro primer instituto cultural allende las fronteras, compitiendo con otras ofertas. Sobre el mismo tema, encuentro este artículo en el diario Expansión. Como se ha apuntado en múltiples ocasiones por expertos y gente interesada, el español, la lengua de mayor potencial de entre las grandes, se encuentra tarada por una deficiencia compleja de superar: la carencia de prestigio científico, económico y cultural de las naciones de las que es idioma oficial, y en particular de España como solar patrio.

Se dirán ustedes que a cuento de qué viene sacar este tema tan interesante pero extemporáneo con la que está cayendo. La respuesta, evidente, es que siempre es pertinente tratar de algo que, como el español, es, sin duda, la primera riqueza nacional –un petróleo sin problemas ecológicos, en afortunada expresión de Muñoz Molina- cuya aportación al producto interior bruto es creciente y podría ser muy superior. Pero es que, además, la muy mejorable imagen exterior de España está muy relacionada con “lo que está pasando”.

Como se apunta en el artículo de Expansión que cito, la imagen exterior del país es también un problema interior. Es cierto que España choca, en la ardua tarea de fabricar una marca exitosa, con el lastre heredado de una leyenda negra que ha demostrado ser mucho más rotunda que la propia potencia a la que pretendía combatir. Nuestros adversarios, inventores de la guerra psicológica, siguieron alanceando al moro muerto, ya inofensivo e incapaz de dar más la tabarra. Por si eso fuera poco, las campañas turísticas de los sesenta giraron en torno a la explotación del tópico y, para nuestra desdicha, crearon una impresión algo más que coyuntural –no hay ingreso sin coste, y está visto que la millonada de turistas que empezaron a visitarnos y a llenar nuestras maltrechas arcas nos dejaron algo más que un urbanismo deleznable en las costas.

Todo lo anterior es verdad, sí. Y es verdad, también, que el país no ha destacado, a lo largo del último siglo y medio, por dar buenas noticias al mundo. Nuestra exigua nómina de premios nobel da fe de ello. Con todo, nada sería igual si los españoles tuvieran la confianza en sí mismos que su desempeño como país se merece. Aunque esto de las estadísticas es muy variable, puede decirse que somos la novena potencia económica mundial y, con toda seguridad, uno de los veinte o veinticinco países más desarrollados del planeta, desde todos los puntos de vista. Pues bien, sólo la Alemania lastrada por el trauma de la Segunda Guerra Mundial ofrece al mundo un perfil tan desequilibrado (aquella historia del “gigante económico y enano político” que sólo ahora empieza a corregirse, y siempre teniendo mucho cuidado de no sacar pecho en exceso).

Un país en crisis de identidad permanente transmite muy malas sensaciones al entorno. Sea cual sea el ámbito en el que nos desenvolvamos, se verá que las campañas institucionales aparecen trufadas de “pluralidad”, “novedad”, “juventud”... Aspectos todos ellos asociados a la noción de “país recién llegado” que permiten, con todo rigor, que la prensa extranjera siga refiriéndose a España como una “joven” o “nueva” democracia. Es decir, en los mismos términos que se emplean para hablar, por ejemplo, de las naciones del Este de Europa, a las que llevamos casi veinte años de ventaja en esta materia.
Cuenta Ignacio Cembrero en su libro Vecinos Alejados (sobre la complicada convivencia entre España y Marruecos, asunto en el que el veterano periodista de El País es un auténtico experto) que la crisis de Perejil puso a Aznar ante una difícil disyuntiva. Lo que el mundo hubiera esperado de España es el recurso a medios acordes con su perfil, es decir, una búsqueda de una mediación o algún tipo de salida amistosa (de hecho, la contrariedad de diarios como el Financial Times ante la decisión española fue muy ilustrativa – y aún más las opiniones que se recogieron en su sección de cartas al director), auspiciada, claro, por potencias que, de haberse visto en la misma situación hubieran reaccionado en un lapso de tiempo entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas (en realidad, la situación no pasa de ser un ejercicio teórico, porque al Rey de Marruecos ni se le hubiera pasado por la imaginación hacer un acto de fuerza sobre un territorio en disputa con Francia, el Reino Unido o la misma Italia). La reacción española –intermedia y, por eso, acorde con el peso real (no el aparente) del país, es decir, contundente pero no inmediata, ni mucho menos- llamó la atención a propios y extraños. No se reflexionó, a mi juicio, suficientemente sobre ese asunto y su tratamiento en la prensa española y extranjera. Hubiera sido muy ilustrativo.

Pongámonos en la piel de un corresponsal extranjero para el que, siguiendo la pauta general, una buena noticia jamás será noticia. ¿Qué sensación pueden estar transmitiendo ahora? ¿Qué puede decirse de un país con evidentes problemas para tratar con sus símbolos nacionales? ¿Qué puede decirse de un país en el que siguen corriendo ríos de tinta sobre asuntos como el del derecho de autodeterminación de algunas regiones, que en otras naciones igualmente plurales no merecerían ni la más mínima atención? Es verdad que algunos columnistas alaban la “sanidad” de nuestra democracia y elogian nuestra capacidad para tratar de asuntos trascendentes de manera abierta y sin partirnos la cara como antaño. Pero, además del tono de insufrible paternalismo, ¿qué opinarían si semejantes debates se dieran en sus propias naciones?

Nuestro empeño en sacar buenas notas, en que nada se nos pueda reprochar, en no salir nunca en las listas, en no ser considerados malos demócratas, dan fe de nuestro complejo, de nuestra necesidad de avales externos que la trayectoria de nuestro país no necesita.

Especialmente por parte de algunos, se dice que el español es una lengua de pobres. Ciertamente, no es así en España. Con todo, esto es lo de menos. Lo de más es que es una lengua acomplejada, discutida y discutible.

jueves, junio 29, 2006

TENDRÁ QUE SER BARAKA, PORQUE SENTIDO COMÚN...

Veamos.

Como ya se ha expuesto atinadamente por algunos autores, es falaz que negociar con terroristas sea como hacerlo con violadores o con delincuentes comunes. La peculiar estructura criminológica del terrorismo, y la existencia de motivaciones que los criminales entienden como políticas, simplemente, hacen que el problema sea susceptible de ser tratado políticamente. Esa característica no se da en otras formas de criminalidad, que excluyen otra solución que la estrictamente policial y represiva. Esto es tan evidente como que la negociación se ha intentado, con éxito o sin él, infinitas veces en infinitos escenarios del mundo.

Es, también, evidente, que la negociación con los terroristas implica, de suyo, un sufrimiento de las estructuras del estado de derecho, de manera que afirmar que el fin del terrorismo no tendrá “precio político”, bien implica una declaración firme de voluntad –equivalente a decir que el terrorismo tendrá el fin que como crimen le corresponde, sin excepciones- bien un soberano insulto a la inteligencia o, en el mejor de los casos, una frase hecha. El precio político existe, y lo que se habrá de determinar es si será menor o mayor.

Dicho todo lo anterior, se ha instalado en la sociedad española una idea, a mi juicio peligrosa, que es que la negociación “debe intentarse” siempre que sea posible. De ahí se siguen asertos como el de que la oposición –la sociedad en general- está obligada a apoyar al Gobierno que, a su vez, se ha llegado a insinuar, “está en la obligación”, cuando no “tiene un derecho” de explorar. Creo que esto en absoluto es cierto. La negociación no tiene por qué aplicarse siempre que sea posible. Se deberá aplicar siempre que sea conveniente a los intereses del Estado, que es cosa bien diferente.

Personalmente, creo que la negociación política con el mundo de ETA es un error, precisamente por ser inconveniente. Porque existían unas vías probadamente eficaces para combatir al terrorismo en todos los frentes que en ningún caso habían agotado, creo, su capacidad de dar réditos. Nadie ha justificado cumplidamente el porqué, o el por qué precisamente ahora. Con todo, esta no es más que mi opinión, quizá compartida por otros, pero que no debe, en absoluto, llevarnos a ignorar que hay una persona investida de la legitimidad para orientar la política antiterrorista en el modo que estime conveniente: esa persona es el Presidente del Gobierno. Nos cumple a todos, por tanto, respetar su iniciativa y su decisión, aunque sea desde la discrepancia de raíz.

Hecha esa declaración de principio –yo no estoy de acuerdo con Zapatero ni creo que tenga derecho a exigir que se esté de acuerdo con él (sí, desde luego, puede exigir que se respete su autoridad y no se obstaculicen de modo indebido sus iniciativas)- temo que tampoco estoy de acuerdo con lo que voy viendo. Entiendo, pues, que el Presidente yerra doblemente: en la decisión y en el plan de acción, y conste que, por razones obvias, nada me gustaría más que equivocarme del todo en este asunto.

Además de haber partido de un cambio en una política antiterrorista exitosa no suficientemente explicado, Zapatero viene cometiendo una serie de torpezas que pueden ser indicativas de una peligrosa confusión de ideas y, desde luego, han tenido importantes costes para él. La primera y más importante de esas torpezas ha sido permitir que el apoyo de Rajoy se volatilizara –para los peor pensados, servirle en bandeja su deserción-. La sucesión de acontecimientos, la evidencia de la escasa lealtad con la que el Partido Socialista se ha venido conduciendo en los últimos años, sobre todo durante la vigencia del Acuerdo por las Libertades, pueden indicar que, realmente, Zapatero nunca quiso ese apoyo. Si es así, el error brilla por sí solo.

El segundo de esos errores es el de haber permitido que se instale, en un amplio sector de la opinión, la impresión de que es el mundo etarra el que lleva la iniciativa, por no decir que el gobierno va del ronzal.

Pero es que, además –y hemos, necesariamente, de hablar desde la conjetura, porque nadie ha dado ni siquiera pistas coherentes (y lo que se ha podido oír en el Congreso da pie a las más hondas preocupaciones-, parece evidente a estas alturas que Zapatero tiene previsto ofrecer una suerte de “paz por territorios” o, mejor dicho, “paz por marco político” (y, por favor, que no se me escandalicen los correctos ni empiecen a darse golpes de pecho, que ya tiene poco sentido disimular). No me interesa, ahora, criticar la fórmula desde el punto de vista ético o político, aunque mi opinión al respecto es fácilmente imaginable. Me interesa hablar de su posibilidad.

Creo que Zapatero cree poder ser capaz de domesticar al nacionalismo radical vasco (el complejo ETA-Batasuna) con armas muy semejantes a las que ha empleado en el debate catalán (¿acaso ese “respetaré lo que digan los vascos” no trae a la memoria aquella promesa del Sant Jordi de infausto recuerdo, aquel “apoyaré el estatuto que elabore el Parlamento de Cataluña”?). La tesis ha sido expuesta en otras ocasiones, bajo diferentes enunciados que se resumen en un “meter a la izquierda abertzale en las instituciones”. Se entiende que bajo la doble promesa de cambios en el marco institucional y de convertirse en un potencial partido de gobierno, naturalmente aliado del PSOE. Todos ganan: la izquierda abertzale su sustento para los siglos, el PSOE una impagable contribución a la hegemonía política y los españoles, claro “la paz”. El sacrificio de dignidad es descomunal, pero es un planteamiento.

Un planteamiento que, de ser cierto, peca de un voluntarismo difícil de exagerar. Porque ni Euskadi es Cataluña, ni el PNV es CiU ni, por supuesto, ETA-Batasuna es ERC. ¿Quién es el Artur Mas vasco que viajará en coche a Madrid a librar al presidente de la pesada losa de la nueva promesa del Sant Jordi? Es muy cuestionable que Txapote y sus muchachos sean seres humanos –más allá de una presunción iuris tantum que les protege- con lo que es perfectamente imaginable su querencia por los forentinismos dialécticos. En cualquier caso, una ETA-Batasuna rearmada y oxigenada –con los fondos allegados por su próxima reentrada en las instituciones- es un interlocutor muy poco fiable pero, sobre todo, es un interlocutor muy poco acostumbrado a negociar, en el sentido más común de ese verbo.

Un servidor se declara algo más que escéptico. Suerte, señor Zapatero, porque es lo único que puede asistir al que se deja en casa el sentido común.

martes, junio 27, 2006

CON UN GOBIERNO DECENTE, VALDRÍA

Los italianos, pueblo sabio y veterano donde los haya, han rechazado por mayoría la propuesta federalizante que se les planteó este fin de semana. Contra lo que pueda pensarse, el rechazo ha sido general. Llamativamente, aunque el “sí” gozó de una mínima ventaja en la Lombardía y el Véneto, las capitales, Milán y Venecia votaron como el resto del país (en el caso de Milán, se puede encontrar una explicación en la gran cantidad de inmigrantes –infiltrados del Mezzogiorno- que minan la identidad nacional padana pero, ¿Venecia?)

Italia se suma así a la ola de escepticismo sobre las virtudes de la descentralización que, salvo la España fuera de onda, parecen estar de moda en Europa, ahora que el estado alemán pide más competencias en detrimento de los länder y tras otros hitos como la Constitución helvética de 2000, en la que el poder de la Federación salió reforzado de suerte que ya lo de “confederación” es más recuerdo que otra cosa. Recordemos también el fracaso de las iniciativas portuguesas de regionalización (sin duda muy influidas por el desmadre español, que ya se sabe que España, además de malos vientos y malos matrimonios, según el dicho, exporta también útiles ejemplos para no seguir). En todas partes, salvo en España, los ciudadanos eligen ser primero ciudadanos, y sólo luego nacionales u oriundos de un determinado lugar, y parecen querer que sus poderes públicos se orienten conforme a ese elemental principio.

Las razones para el escepticismo están bien fundadas.

La descentralización, política o administrativa –es difícil fijar la frontera- es una técnica orientada al cumplimiento de dos fines.

El primero es, claro, la eficiencia. El famoso principio de “mejor cuanto más autogobierno”, que conoce formulaciones más elegantes como la del principio de subsidiariedad comunitario, parece obedecer a la lógica de que cuanto más cerca esté del problema el llamado a resolverlo, mejor. Esto parece claro. La complejidad de los aparatos administrativos de los estados contemporáneos se compadece mal con la macrocefalia. En principio, esta supuesta justificación de la descentralización podría ser de aplicación en cualquier país relativamente grande y, por tanto, nada tiene que ver con la mayor o menor homogeneidad del cuerpo político.

La segunda razón a favor de la descentralización del estado tiene que ver con su supuesta idoneidad a la hora de casar la nación cívica unitaria, cuyo trasunto político personalizado es el estado como ente único, con la realidad multiforme y heterogénea del conjunto de ciudadanos que la forman, y que se adscriben a distintos grupos de nivel inferior, incluidas naciones étnicas –esto es, definidas por patrones no políticos, sino sociológicos, como los de homogeneidad lingüística, afinidad cultural, etc.- allí donde las haya. En particular, la descentralización –llámese federalización o lo que sea- se ha visto como una especie de bálsamo de fierabrás antinacionalista. Allí donde prende la llama del nacionalismo, concédanse autonomías y descentralícense estructuras, a ver si así se consigue salvar el estado.

Pues bien, las tesis favorables a la descentralización soslayan a menudo que, para cualquiera de las dos funciones, la técnica presenta deficiencias y taras que no siempre la hacen aconsejable o no la hacen aconsejable más allá de un cierto grado.

En cuanto al primero de sus objetivos, la ganancia de eficiencia no está exenta de costes. A menudo, los entusiastas del principio de subsidiariedad olvidan que el enunciado completo del mismo implica reconocer que una política va mejor servida cuando, desde la instancia superior comunitaria, es posible eludir los costes del fraccionamiento. Existen procesos y mecanismos que requieren un nivel mínimo para funcionar decentemente. Descuellan, entre ellos, algunos elementos básicos del control democrático, como los medios de formación de opinión pública, que sufren, y mucho, de una excesiva “cercanía” al poder.

Por otra parte, aunque es cierto que, en muchas ocasiones, la omnipresencia del estado y su miríada de actividades lo hacen ingestionable de manera centralizada, esto debería verse como un argumento a favor de la reducción del estado en general, no de su fraccionamiento.

Mucho más delicado es el segundo aspecto: la descentralización como fórmula de articulación de sensibilidades que haga viable un estado, una nación cívica superpuesta a una potencial infinidad de lealtades y preferencias personales. Es verdad que, en ocasiones, el estado unitario es imposible, porque la realidad subyacente, sencillamente es eso, realidad, y las estructuras políticas no pueden ignorarla. Un estado descentralizado se revela como la única fórmula de conciliación y, por tanto, como la única manera en que el estado puede existir.

Ahora bien, no es menos cierto que, cuando el nacionalismo anda de por medio, la medicina es paliativa, no curativa. En otras palabras, la conciliación plena es rigurosamente imposible. La dosis óptima, de muy difícil determinación, sólo puede ser aquella que, manteniendo un grado de unidad que permita al estado una existencia viable –un cumplimiento de los fines que se le hayan asignado- no suponga una exacerbación de los problemas locales. Ciertamente, entre la mera ignorancia oficial de los hechos y la reducción del elemento central a un nivel testimonial hay multitud de estadios intermedios. Y eso sin ignorar que, a veces, muchas veces, el paliativo hace más mal que bien. Lo que algunos entienden como un paso hacia la solución, otros lo ven como una concesión arrancada, que sólo evidencia que, perseverando, se conseguirá más.

¿Puede la federalización contribuir a resolver alguno de los problemas de Italia? Esa es la pregunta que debieron hacerse los italianos. Y, partiendo de que los problemas de Italia no son necesariamente los problemas de Bossi, han concluido que no. La experiencia les dicta que, antes de probar con una legión de pequeños gobiernos, quizá fuese bueno ensayar la posibilidad de tener uno solo, pero decente.

Siendo un pueblo tan sabio, no me explico cómo inventaron la Democracia Cristiana.

lunes, junio 26, 2006

¿HASTA CUÁNDO?

Por si quedaban dudas de que el nacionalismo es la peste de las ideologías contemporáneas, y por si quedaban dudas de que los nacionalistas son tramposos, ahí está el bocazas de Umberto Bossi para ejemplificarlo: “si gana el “no” –habla de la propuesta de reforma constitucional italiana- será la prueba de que el país no cambiará democráticamente” ¿ergo? “habrá que ir a vías no democráticas”. He ahí otra muestra, por si faltaran, de la inutilidad de los procedimientos, por valientes que sean, para apaciguar al que, en suma, ni es demócrata ni lo será nunca. Quienes creen que un referéndum sería la panacea, el remedio de todos los males, yerran. A menos que el referéndum tenga dos posibilidades: sí o sí, a lo que los nacionalistas de turno propongan.

No cabe solución transada alguna, porque el desacuerdo es radicalmente de principios. Bossi no quiere ninguna vía de convivencia con el resto de los italianos precisamente por eso, porque son “el resto de”, los ajenos, los otros, los inferiores.

Empieza a estar uno harto de impertinencias, de boutades, de amenazas, del “o yo o el caos” , de “dramas”. El patético llamado de ETA a la reversión de la Revolución francesa, el aire apayasado de un Bossi al que nadie se toma en serio, no dejan de ser las muestras más esperpénticas de una forma de hacer política basada en la intimidación. Porque soy más rico, porque tengo armas, porque dependes de mí... Por la razón que sea me tienes que atender, tienes que escucharme, tienes que plegarte a mis deseos. Mi voluntad tiene que ser realidad, por el solo hecho de que yo soy capaz de concebirla. Como ese Rubert de Ventós protoprogre que, harto ya de la incapacidad castellana para “comprender” decidió perdonarnos a todos la vida y hacerse independentista.

Siempre la misma historia. Siempre el infantilismo, siempre la manipulación. En España, en Francia, en Italia, en Yugoslavia. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo se va a seguir aguantando en Europa la ficción de que estos tíos son normales? ¿Hasta cuándo se va a seguir diciendo que ser nacionalista es como ser de izquierdas, de derechas o de centro? ¿Hasta cuándo?

Insisto, ETA lo dijo bien claro en su mensaje a la república francesa –con el que es de esperar que la república francesa haga lo mismo que de costumbre-: quieren que se dé marcha atrás en todo el proceso posterior a la Revolución. Quieren que el mundo se pare y que la cabeza vuelva a servir únicamente para atornillarse la boina. Quieren que la escuela vuelva a ser reemplazada por el púlpito y la historia por las sagas. Si no hubiera pistolas de por medio sería para descojonarse. Así de claro. De puro ridículo, de puro absurdo, de puro imbécil.

Con todo, lo grave es que tanta gente siga quebrándose la cabeza para dar satisfacción a toda esta patulea. El caso de España alcanza niveles auténticamente patológicos, pero también dan el coñazo en Italia –en Yugoslavia ya no, ya se la cargaron-, lo dieron todo lo que pudieron, y lo seguirán dando, en Canadá. Y en muchos otros sitios. Y siempre hay alguien que les toma en serio. Alguien que sigue pensando que esto es negociable, que existe un punto de equilibrio en el que, a base de renuncias, será posible llegar a un acuerdo satisfactorio para todos. Y además, un acuerdo estable en el tiempo. Y dos huevos duros.

Pues lo siento, pero la enfermedad está archidiagnosticada. Y no tiene cura. Si se prefiere, el parecido entre el nacionalismo y las doctrinas hijas de la Ilustración es como entre los neandertales y los cromañones. Los segundos son nuestros ancestros, los primeros son otra especie. No es lo mismo ser antiliberal que antiilustrado, antigriego, antitodo. Ni siquiera el marxismo era algo tan ajeno.

domingo, junio 25, 2006

Y MÁS SOBRE EL CENTRO

El debate es algo viejo, y por viejo algo aburrido. Sin embargo, es crucial para la derecha española y, por extensión, para nuestra democracia. Me refiero, cómo no, a la “búsqueda del centro”.

El esquema del razonamiento vendría a ser el siguiente: el electorado español es un electorado escorado de natural hacia el centro-izquierda, así pues, y de entrada, la derecha debe siempre ser consciente de ese hándicap. De ahí que se eluda, incluso, la propia etiqueta de derecha, optando por las más tibias de centro-derecha o “centro reformista”. Partiendo de ese estado de cosas, la derecha debe intentar, en todo caso, retener a sus votantes más próximos a la izquierda –los de derecha-derecha se consideran, por obvias razones de falta de alternativa, cautivos- a través de un discurso moderado en la forma y en el fondo, que no dé una imagen extremosa y que, por supuesto, no deje al Partido Popular (que ése es el nombre de pila del invento) como un outsider permanente.

Quienes así razonan siguen tirando del hilo: aun cuando todos somos perfectamente conscientes de los enormes riesgos que la actual coyuntura comporta para nuestro país, y aun cuando sabemos que todo el modelo constitucional está siendo puesto en cuestión, hemos de tirar de “cintura” e intentar nadar en esta agua tumultuosas con un perfil bajo. Al menos, se concluye, hasta que sea posible recuperar el poder y, desde ahí, lanzar la regeneración que el país necesita.

Así pues, nos encontramos, de nuevo, ahora desde el lado diestro, ante una reedición del “el fin justifica los medios” o el París bien vale una misa. Sacrifiquemos el discurso de principios y conceptos rotundos, precisamente para que, llegados de nuevo al gobierno, podamos ponerlo en práctica. Unos llaman a eso táctica, otros cinismo.

Y un servidor, en cualquier caso, lo llama error, error craso, además. Porque lo menos que puede esperarse de un táctico o de un cínico que te pide que te metas tus principios donde te quepan, aunque sea por un tiempo, es que sepa lo que hace. Y creo que buena parte de los inspiradores del discurso de la derecha no lo saben.

Aceptemos por un momento dos premisas: la primera, sin discusión, es que conviene ser moderado en la expresión, porque eso es una regla de la buena educación que ninguna coyuntura debe abolir. Se pueden decir cosas muy fuertes sin perder las formas, eso es evidente. La segunda premisa que vamos a aceptar en nuestro análisis es que, en efecto, convenga asegurar el voto de “centro”.

Y ahora pregunto yo, ¿de qué “centro” estamos hablando? ¿qué es eso del centro? Se supone que el centro es ese espacio sociológico en el que convive una masa de indecisos que, en principio, podría decantarse por cualquiera de los dos grandes partidos, y que muchas veces lo hará por simple descarte. Un votante ideológicamente poco marcado. Pues bien, hay varios matices que hacer al respecto.

El primero es que, hoy por hoy, el partido socialista no representa ninguna alternativa moderada o, al menos, más moderada que el Partido Popular. Ha quedado más que evidenciado a lo largo de estos dos años y pico en qué consistía el famoso “talante” y lo poco que da de sí. Por tanto, nuestro votante de centro ideológicamente poco marcado, si tiene las características que de él se predica, no debe encontrarse muy a gusto con la alternativa socialista (otra cosa es que sea un votante socialista más o menos convencido y, por consiguiente, sólo oscilante entre su partido y la abstención – pero jamás votante de derecha).

El socialismo está abandonando a su suerte grandes espacios políticos que nada tienen de “radicales”, salvo que los propios socialistas quieran motejar así posturas que ellos mismos defendían hasta no hace mucho. Así pues, el Partido Popular no tendría ninguna necesidad de viajar hacia el centro, porque el centro estaría viajando hacia él.

En realidad, podría darse la paradoja de que, en su búsqueda de un votante de centro, el PP perdiera muchos de los que ya tiene o a los que no les queda más remedio. Los liberales, por ejemplo. Hoy por hoy, hemos de aceptar un partido de derecha con desagradables ribetes clericales y muy dudosas convicciones liberales en lo económico porque es el único que nos garantiza un discurso firme en tres o cuatro cosas de comer. Si el PP elige gallardonear, o buscar su sitio en la neoespaña zapateril, nos encontraremos con un cuadro que, además de apestar a sotana, nos presente un perfil equívoco en lo fundamental. Servidor se va de najas a la abstención, casi seguro que para no salir más. Y me temo que no sería el único.

Rajoy y compañía pueden elegir. Es posible que el discurso de la firmeza institucional y el compromiso con una reforma constitucional que frene el desmadre en el que se está convirtiendo nuestro país y conjure el peligro de que España se convierta en una agregación de territorios y no en una comunidad de ciudadanos le reste algún voto, aunque tengo para mí que quienes no gustan de ese discurso no iban a votar al PP nunca, pero puede dar por hecho que la tibieza le va a costar una auténtica sangría.

Lamentablemente, algunos sí tenemos memoria, y recordamos perfectamente en qué queda eso de “primero, el poder, luego la regeneración”. José Mª Aznar llegó al Gobierno con la promesa de una regeneración democrática. En ocho años, ni se atisbó. Así pues, ¿qué cabe esperar cuando ya todo se fía a una futura vuelta a la poltrona? Es verdad que los políticos mienten, y que las promesas electorales no tienen valor contractual pero, ¿qué esperar cuando ni siquiera en la oposición se atreven a llamar a las cosas por su nombre?

Ellos sabrán.

viernes, junio 23, 2006

SI NO FUERA POR ESA TOS...

Curioso artículo de Antonio Hernández Mancha en El País, titulado “España no se rompe”. Curioso no, por supuesto, por las tesis de don Antonio, que son perfectamente respetables, sino por la forma de argumentarlas. Creo, y esto es de mi cosecha, que Hernández Mancha se apunta también al carro de la moderación y el discurso calmado. Pero lo hace reclamando al tiempo nada menos que una reforma constitucional, como también hacemos otros.

Es verdad que España no se rompe. O, si se prefiere, son exagerados e inexactos todos esos retruécanos demagógicos que dan a nuestro país por extinguido. Y tienen toda la razón los críticos que reclaman algo más de moderación, siquiera porque semejante lenguaje puede hacer más mal que otra cosa y desacreditar al que lo emplea. Pero hay que reconocer que no es fácil, tampoco, transmitir de manera serena la gravedad de nuestras preocupaciones sin caer en recursos que, como mínimo, ahorran tiempo.

Es verdad, insisto, que España no se rompe, al menos como comunidad, como nación. En este sentido, más bien, se deshilacha. La unidad nacional no va a quebrarse de la noche a la mañana. Más bien se irá deshaciendo por desdén. Nadie en su sano juicio va a proclamar la semana que viene la independencia de ninguna parte del territorio, más que nada porque quien hiciese semejante cosa se quedaría solo, o con muy poca compañía. Es mejor, como se hace, optar por la mucho más lenta, pero mucho más segura, táctica de ir levantando barreras, de ir extrañando a unos españoles de otros. Se trata, por ejemplo, de que los catalanes vayan viéndose a sí mismos como algo distinto al resto de los españoles – y también, por supuesto, sobre todo gracias al hartazgo, de que los demás españoles pierdan todo interés y todo aprecio por catalanes, vascos o por quien toque.

Así pues, Hernández Mancha tiene razón en su aserto de que la muerte de España es un poco pronto para certificarla, y quien proclame que nuestro país es un cadáver exagera, y al exagerar, claro, miente. Pero, entonces, ¿cuál es la base para apoyar algo tan rotundo como una reforma constitucional? (cree, además, el autor, que dicha reforma debe proponerse en forma acabada, con texto articulado).

Pero, aunque solo sea por mor de la precisión, quizá don Antonio debió haber matizado que una cosa es España como nación y otra bien distinta el régimen constitucional. España como estado. Gabriel Cisneros, muy gráficamente, ha dicho que el estatuto de Cataluña representa el cierre. Que se puede decir tranquilamente que Constitución española: 1978-2006.

En realidad, y si nos ponemos puristas, esto también es falaz, porque, en rigor, habría que decir “régimen de la Constitución de 1978”: 1983-2006. Porque en la medida en que nuestro sistema está configurado no sólo por la Constitución, sino por otras normas que son materialmente constitucionales, sólo puede tenerse a éste por nacido el día en que salió a la luz la última de esas leyes (los estatutos del año 83, a falta del fleco de Ceuta y Melilla, resuelto en fecha más reciente).

Lo que algunos venimos denunciando con insistencia es que el estatuto de Cataluña, independientemente de que pueda transgredir la Constitución formal implica el inicio de una serie de cambios profundos en la constitución material. Esos cambios en la constitución material –por el carácter eminentemente creador de realidades que revisten las normas constitucionales- determinará, a la larga, cambios en el cuerpo político, cambios en la nación española, de manera inevitable, además. La insistente reclamación de consenso –completamente ignorada por el gobierno y sus adláteres- no obedece a ninguna clase de capricho, sino a esa constitucionalidad material de la que hablamos. Es evidente que uno de los grandes errores de nuestros constituyentes fue hacer de ciertas leyes simples leyes orgánicas como las demás. Pero para corregir ese error estaba la costumbre constitucional, que también es fuente de derecho, lábil, pero fuente.

Por tanto, lo que algunos deseamos, y reclamamos de don Mariano Rajoy es no ya que conjure ese riesgo, sino que enmiende este yerro –el riesgo lo era hasta el domingo- mediante la única posibilidad que ya existe, que es un cambio de la viga maestra del edificio, la norma que es constitucional tanto material como formalmente, es decir, la Constitución propiamente dicha. La única vía que tenemos para lograr dos objetivos.

El primero de esos objetivos es tener, por fin, un debate en la sede adecuada sobre una cuestión tan trascendente como la del modelo de estado. Sólo por el hecho de ser discutida, una propuesta de reforma, cualquiera que fuese su contenido –si se articula razonablemente y va precedida de los pertinentes debates- es valiosa.

El segundo es cerrar, de una vez y para siempre, la vía indirecta de cambios en nuestras normas fundamentales. Evitar que lo que está sucediendo en estos días –cambios a diestro y siniestro de estatutos que, insisto, implican mutaciones constitucionales fundamentales y ocurren por el puro y simple capricho de una clase política fuera de control- siga adelante y suceda más veces.

Últimamente, oímos muchas llamadas al orden en el terreno de la derecha, mucha autocrítica bien fundada y justificada. Diríase que el Partido Popular no aguanta bien la tensión. Es verdad, insisto, que España no se rompe. No se va a romper como si reventara una presa. Pero su destino inexorable, si no se hace algo y se hace pronto, es deshilacharse, dejar de existir por abandono. Por desgracia, en plena era de los partidos de masas, los medios de comunicación planetarios y las noticias de medio minuto, es muy difícil hacer llegar un discurso que, siendo mesurado al tiempo, ponga de manifiesto los terribles peligros a los que se enfrenta nuestro orden jurídico-político.

La gente tiene la mala costumbre de no escuchar cuando se la amenaza con males que se concretarán dentro de años. Cualquier buen envenenador sabe que las dosis hay que proporcionarlas poco a poco para que el crimen quede impune, camuflado como una dolencia de larga evolución. Bien estarían las llamadas a la moderación si no sirvieran para ser cómplices de la vileza de quienes, sabedores de que el futuro es inquietante, piden que nos concentremos en el presente, y solo en el presente.

Y el presente, sí, es que España sigue limitando al norte con Francia (al sur, hay quien dice que también), al oeste con Portugal, etc. Y que los españoles siguen reconociéndose como tales, salvo lo que hoy es una minoría –ya, por cierto, mucho más numerosa que hace treinta años, pero aún minoría-. Entonces, a dormir, ¿no? O cada uno a sus asuntos, que el cuerpo político goza de excelente salud.

Se le ve robusto, sí, si no fuera por esa tos...

miércoles, junio 21, 2006

LA DEUDA DE MARAGALL

Maragall se retira. El Presidente de la Generalitat da cumplimiento, se dice, a lo pactado. Y lo pactado es, parece, que el PSOE-PSC concurra a las elecciones no con el que, también se dice, es su mejor candidato, sino con otro con peores perspectivas. Zapatero, por tanto, rinde plaza y ofrece Cataluña como tributo a un Mas que se erige en gran beneficiario del naufragio del tripartito y del proceso estatuyente. Puede estar contento el ex conseller en cap. Se le devuelve lo que cree que siempre fue suyo y apenas se le exige nada a cambio. No tiene por qué dar ni un gramo más de lealtad. Todo, claro, salvo sorpresa mayúscula.

Ya dije en otra ocasión que la demonización de Maragall me parecía injusta. Se le ha reprochado ser un nacionalista so capa de izquierdoso, ser un niño bonito, vivir desconectado de la realidad. Se ha dicho que por sus desmanes nos vemos en este trance. Que sólo él cree en federalismos asimétricos y Españas plurales, que sólo él cree que puede salir una España reforzada de un estatuto en el que se asumen, sin matices, las bases fundamentales del nacionalismo. Esto es cierto sólo a medias. Maragall ha sido, solamente, un pésimo presidente de la Generalitat. No es poco, pero tampoco es como para cargar sobre sus hombros el peso de la desintegración de todo un estado. Esas cosas tienen otros responsables (pista: el máximo es de León).

Sigo sosteniendo que si algo debe reprochársele a Maragall no es lo que ha hecho (que también) sino, sobre todo, lo que no ha hecho. Una vez más, y quizá, bien pensado, no tenía sentido abrigar ninguna esperanza, la supuesta izquierda ilustrada se revela como lo que es: un inmenso fraude, una gran mentira.

Sólo el PSC de Maragall estaba en condiciones de dar el golpe de timón que Cataluña, y España con ella, por supuesto, necesitaba. Sólo él estaba en condiciones de sacar al Principado del autismo que imponen el nacionalismo y la autocomplacencia a él asociada. De recuperar un discurso moderno, fundamentado en la racionalidad. Eligió justamente lo contrario. Y, en su mutis, deja medio asegurado que lo que él no quiso hacer tampoco lo haga otro. Maragall tiene una deuda, y una deuda inmensa, con Cataluña y con España. Siguiendo su propia terminología, les ha fallado a la “nación” y a la “nación grande” (o, si se prefiere, recordando horas gloriosas: lo que es malo para Cataluña, es malo para España)

Gracias al impulso maragalliano, una vez más, Cataluña opta por profundizar en su ensimismamiento, renunciando a ejercer un papel que, por lógica, por peso y por historia, le correspondería. En esto, el nieto del poeta sigue a aquellos catalanistas de finales del diecinueve que, prestos, denunciaron los males del centralismo y la incapacidad, la incompetencia de “Castilla” –así se decía entonces- para seguir llevando el timón del Estado. Pero hasta ahí llegaron. Se quedaron en la denuncia. Fueron incapaces de contribuir a la construcción de nada. Antes al contrario, aportaron cuanta inestabilidad pudieron y se cebaron con ese cuerpo exangüe, moribundo que, en teoría, pudo recibir de ellos nuevos bríos. Mordaces en la crítica, fueron muy poco diligentes en el aportar ideas.

Ciento y bastantes años después, la historia se repite. La oportunidad que depararon las urnas fue en verdad histórica, porque el nacionalismo convergente parecía ir a perpetuarse para siempre. La ocasión, por primera vez en veintitrés años, de dar al ciudadano lo que le correspondía. De que esa famosa “sociedad civil catalana” –que, a estas alturas, se nos excusará si pensamos que no existe o que carece de los suficientes arrestos para afirmarse- saliera a la palestra.

Pero no. El tripartito no sólo deparó más de lo mismo, más “nación”, más “hacer país”, más cansino nacionalismo, sino que lo ha aderezado con una incompetencia y un nivel de esperpento sin precedentes. Al igual que el inquilino de la Moncloa nos ha hecho añorar a Felipe González, nada menos, el nieto del poeta nos ha obligado a echar en falta al omnipotente Ubú, que se nos hace un dechado de prudencia.

Si, como se prevé, Cataluña vuelve a manos de los de siempre, ya nada cabrá esperar. Es más, lo probable es que, a falta de votos suficientes, termine instalándose una gran coalición. Una inmensa alfombra para esconder la porquería acumulada por unos y por otros. La garantía de que Cataluña no puede esperar una regeneración democrática. El oasis seguirá con sus aguas bien estancadas.

Supongo que muchos catalanes tendrán ya sus aspiraciones reducidas al mínimo. Se conformarán con no hacer el ridículo. Dicen que su gran fracaso es el estatuto. Pero, en realidad, su gran fracaso es no haber librado a Cataluña de sus ataduras. Ni tan siquiera lo ha intentado.

martes, junio 20, 2006

EXPLICACIONES

En su comentario de ayer al resultado del referéndum catalán, Victoria Prego terminaba haciéndose una serie de preguntas retóricas. Algo así como que, toda vez que el desdén de los catalanes da cuenta del entusiasmo de los españoles por el proceso de reformas estatutarias (si es así en Cataluña, es perfectamente imaginable cuán interesados deben estar los españoles con menos tradición autonomista en este viaje a la plurinacionalidad), cómo va a explicar José Luis Rodríguez Zapatero lo que está haciendo. Cómo, en suma, va a justificar el despropósito que está apadrinando – por cierto con la inestimable ayuda de otros a los que no parece importar el chapoteo en la contradicción y a los que una estupidez les parece menos estupidez por el solo hecho de que esté consensuada.

Prego demuestra con esas reflexiones que ella es una periodista del siglo XX. Sinceramente, de su probadas sagacidad y experiencia hubiera esperado yo que ya hubiera caído en la cuenta de que Zapatero jamás explica nada. Jamás da cuenta de nada y jamás justifica nada, si por justificar ha de entenderse exponer unas bases mínimamente racionales que fundamenten sus acciones. Tampoco es que este pueblo nuestro haya destacado nunca por pedir demasiadas explicaciones, esa es la verdad.

Recuerdo haber leído a Alejo Vidal-Quadras que son muy pocos los políticos españoles que se toman la molestia de intentar formalizar un pensamiento. Siquiera cuatro ideas razonablemente bien hiladas que sirvan de sustento algo coherente al actuar político de uno. Esto es cierto a diestra y siniestra. Por supuesto hay excepciones, y el propio Vidal es una de ellas, muy señalada, además, pero no es menos cierto que la gente que sí dispone de un cierto aparato teórico o de la suficiente vergüenza torera para preocuparse de tener algo de lo que echar mano si algún día les dan para hablar algo más de 59 segundos, no suele ocupar las primeras filas, ni los primeros puestos de las listas. Antes al contrario, las preocupaciones intelectuales dan un aire profesoril que parece incapacitarlo a uno para pasar de secretario de estado o de diputado raso. El político profesional, el que no tiene más oficio que la cosa pública y aspira a vivir de ella para siempre, suele ir siempre muy ligero de equipaje conceptual, supongo que porque siempre se revela un lastre a la hora de hacer la necesaria mudanza.

Pero José Luis Rodríguez Zapatero representa un grado más en esta figura del político intelectualmente poco armado. En su caso, la carencia de un esquema teórico, de un armazón de ideas sustentante no obedece al simple oportunismo, a que las ideas estorban y no siempre le permiten a uno plegarse a la demoscopia sino, me temo, a la convicción sobre su inconveniencia, sobre su inutilidad. Si se prefiere, nuestro ZP haría del no tener ideas la idea fundamental, el eje de su quehacer político.

La inmensa mayoría de nuestros políticos, retomando el argumento de Prego, rehuyen las explicaciones. Intentan por todos los medios no verse en el trance de tener que dar cuenta razonada de sus actos; siempre es mejor la entrevista periodística que el artículo de fondo o la conferencia. Los insoportables laconismos de Aznar son un ejemplo de lo que estoy diciendo. Los “ahora no toca” y otras síntesis de la sabiduría presidencial –destilado de prudencia para sus hagiógrafos- resultaban ciertamente insufribles.

Ahora bien, hay una notable diferencia entre Zapatero y sus antecesores. Mientras que los demás son conscientes de que, en rigor, sí deberían dar explicaciones, e incluso hacen cuanto pueden por intentar disimular y por transmitir la idea de que sí, de que tienen un conjunto muy riguroso de principios –que ya se cuidan muy mucho de no hacer explícitos jamás-, de que hay mucha materia gris, muchas horas de reflexión y algunas lecturas tras sus decisiones, nuestro José Luis parece creer que todo eso no tiene sentido.

Es más, que es indeseable. Por eso no se esfuerza en disimular, sino todo lo contrario. A los cuatro vientos proclama que, a diferencia de otros, él cree que la esencia del asunto está en la cintura. No sólo no dispone de un aparato teórico, sino que se ufana de ello. La mayoría de nuestros políticos se indignarían mucho si se les espetara que carecen de modelo de estado, por ejemplo, aunque casi ninguno sería capaz de explicitar el suyo o de no despachar el asunto mediante al recurso a un tópico, desde luego sin justificación alguna. Zapatero, por el contrario, afirmaría orgulloso que, en efecto, no lo tiene.

Paradójicamente, su nihilismo absoluto, su relativismo, su renuncia a todo discurso estructurado se convierte en un modelo intelectual potente. Un modelo, por esencia, libre de contradicciones. Puesto que nada se opone a nada, puesto que lo más próximo a un plan pretrazado parece ser un cuadro de Jackson Pollock, nuestro Esdrújulo puede dormir por las noches a pierna suelta, libre de los insomnios que padecen quienes intentan conciliar su actuar político –sometido a contingencias y que se realiza en el terreno de la práctica- con sus convicciones. Los que intentan, en suma, dar un norte a su desempeño en la vida pública.
Quizá es que Zapatero, en suma, representa la versión más acabada del político de lista cerrada, aquel para quien la vida pública no ha de tener norte alguno, porque es en sí misma un norte. No creo que tenga una explicación lógica para el proceso que se está desarrollando, si por “explicación” ya digo, ha de entenderse algo más sólido que una simple justificación táctica. De hecho, ni siquiera creo que se lo haya preguntado.

lunes, junio 19, 2006

ORGULLOSOS ¿DE SER PASOTAS?

Por fin pasó. Eso es lo que le importa a la clase política catalana, me temo. Lo más indignante de este estatuto es la desvergonzada frivolidad con la que ha sido gestionado, para qué engañarnos. Ahora, a lo que realmente interesa, que es quién será el inquilino del Palacio de San Jaime para los próximos cuatro años, si la especie de comuna de okupas que aún lo habita o quienes se sienten sus dueños por derecho (histórico o divino, que viene a ser lo mismo).

Sobre el referéndum, poco que decir. Poco que no se supiera. Hay gente que se ufana –quien no se consuela es porque no quiere- de que abstención y el no sumen más que el sí. Por supuesto, es un tanto atrevido realizar semejante suma, pero en fin, sí es formalmente cierto lo que se dice de que la ley sale adelante sólo con el apoyo explícito de un tercio de los electores. Los portavoces de la derecha se muestran contentos del pasotismo de los catalanes. Creen que la escasa afluencia a las urnas muestra un claro desdén por ZP y su propuesta. Es posible que así sea pero, ¿es eso razón para estar contentos? ¿Alguien puede creer que el comportamiento de los catalanes fue “sabio”, como ya han destacado los habituales cobistas y los amantes de los lugares comunes?

Personalmente, y toda vez que considero que ese estatuto es una pésima ley y una espada de Damocles que, a partir de ahora, pende sobre nuestras cabezas asegurándonos conflicto para muchos años (quizá no tantos, porque no es descartable que el próximo paso no se haga esperar), todo lo que no sea un “no” rotundo me parece un soberano fracaso. ¿Es para estar orgulloso que un pueblo deje hacer? ¿Es para estar contento que los catalanes, simplemente, se vayan a la playa cuando están en juego tantas cosas? Sólo se me ocurren dos motivaciones aparentemente plausibles para alabar semejante comportamiento, ambas, me temo, erróneas.

La primera es que alguien crea, de veras, que la abstención “envía un mensaje” a la clase política catalana. Mejor dicho, que alguien crea que la clase política catalana va a acusar recibo. No digamos ya el inquilino de la Moncloa. Anoche se prodigaba mucho la frase hecha esta de que los políticos “tendrán que reflexionar”. No estaríamos aquí si tuvieran el más mínimo interés en reflexionar sobre nada. El resultado de ayer no es más que el calco de lo que vienen siendo las sucesivas “victorias” de ZP. Victorias válidas, por supuesto, plenamente legítimas, pero siempre por la mínima. Desde las generales del 2004 hasta el referéndum de ayer, pasando por la consulta, ya olvidada, que nos llevó a ser “los primeros en Europa”, el presidente recibe de las urnas, una tras otra, llamadas a la prudencia.

Llamadas que, sistemáticamente, ignora. Con toda probabilidad, ello le llevará al desastre en el medio plazo y, por supuesto, al país con él. Pero creer de veras que va a “entender el mensaje” es, a estas alturas, un ejercicio del más ingenuo de los voluntarismos.

La segunda de las explicaciones posibles es que los catalanes dejen hacer desde la convicción de que pueden permitirse el lujo porque este estatuto “no va a cambiar nada”. Este es el nuevo mantra. El de que, al fin y al cabo, esto no deja de ser el mismo estatuto de Sau, reescrito de manera más ampulosa y a la progre. Es de suponer que este punto de vista vaya ganando adeptos en los próximos días porque, en efecto, nada va a suceder de aquí a unas horas, y tampoco de aquí a unos meses. Vaya por delante que no deja de ser curioso que el personal esté convencido de que el estatuto ha sido una maniobra lampedusiana y, encima, se sienta aliviado por ello. Teniendo en cuenta que, para sacarlo adelante, ha sido necesario fracturar todos los consensos de la sociedad catalana y aun de la española en su conjunto, lo menos que debería derivarse de semejante conclusión es la indignación más absoluta, pero en fin...

Mas lo cierto es que sí pasa, y pasa mucho. Como mínimo, la consolidación de un paso más en el proceso que –y ya viene durando treinta años- tiene por norte romper, poco a poco, todos los lazos, primero sentimentales, luego jurídicos y políticos, entre los catalanes y sus conciudadanos. Además, ocurre que entra en vigor de un instrumento insensato, cuya generalización –inevitable salvo que se quiera afirmar rotundamente que está viciado de inconstitucionalidad por quebrar el principio de igualdad- conduce al estado español a la inviabilidad por asfixia financiera y al caos competencial. Por último, como hemos comentado en otras ocasiones, y esto es lo peor, sin duda, el enfermizo delirio que los nacionalistas llaman “su pensamiento” se cuela en Cataluña como auténtico sustrato axiológico de la norma fundamental.

Poca atención se ha prestado a esto último, y es lo más grave. Un ejemplo permitirá aclarar lo dicho. Anoche mismo oí de boca de un periodista catalán que se abona a las tesis del “aquí no ha pasado nada” que, por ejemplo, en materia lingüística, nada sucede, puesto que ya existe la ley de normalización que, al cabo, dice lo mismo. Pues bien, nuestro periodista deberá saber que existe un mundo de diferencia entre diseñar una política a través de una ley y elevarla a principio estatuído, nada menos. Multitud de elementos que el nacionalismo ha ido introduciendo, sea por vía de hecho, sea por vía legislativa, han alcanzado acogida en el proceso estatuyente al amparo del “nada cambia”. Sólo por ese hecho, multitud de aberraciones indeseables han quedado protegidas, petrificadas en una norma ultrarrígida (cuya modificación requiere todos los padecimientos que aún no hemos terminado de atravesar). Que Cataluña estaba enferma de nacionalismo de hecho era algo que nadie dudaba. Desde ayer lo está de derecho, y de derecho fundamental, además. Pero de nada sirve insistir, me temo.

Sólo un aspecto positivo veo en lo sucedido ayer. Que, quizá, visto que no hay ningún clamor que lo respalde, el Tribunal Constitucional se vea menos presionado si ha de proceder a anular algún párrafo del texto (de entre los muchos que lo merecerían). Es magra esperanza, las cosas como son, porque si los magistrados del constitucional son sospechosos de algo no es de miedo a las reacciones, sino de obediencias políticas, y estas están ahí, inalteradas por la votación.

Por lo demás, muy mal día, el de ayer. Y lo más triste, ya digo, es que, pasado el examen, ahora empieza lo que de verdad interesa. ¡Menudo negocio has hecho, Cataluña!

domingo, junio 18, 2006

UN RAYO DE ESPERANZA

Ya dije ayer que, con toda probabilidad, hoy va a ser una jornada funesta para los liberales españoles, por españoles y por liberales. Bien es verdad que no es la primera y temo que tampoco será la última. Por eso no me apetece insistir sobre el asunto. Repaso, pues, la semana, en busca de alguna buena noticia que glosar.

Y la encuentro.

La Comunidad de Madrid ha publicado el resultado de la evaluación que, por segundo año consecutivo, ha efectuado a los alumnos de 6º de Primaria de todos los colegios de la región. Recordarán ustedes que, ya el año pasado, la izquierda puso el grito en el cielo porque a nuestro ultrafacha gobierno se le ocurriera hacer una cosa tan primitiva, cromañónica, traumatizante y antipedagógica. Aparte, claro, de que nadie entendía cuál pudiera ser el interés de una prueba fundamentalmente encaminada a evaluar el progreso de los niños (y de las niñas, claro) en materias tan poco relevantes como las destrezas elementales de la lengua, el cálculo u otras habilidades por el estilo. Vamos, que la prueba era y es eminentemente franquista, con dictado y todo – discorde, claro, con los objetivos de las leyes de educación que, como todo el mundo sabe, siguiendo las doctrinas pedagógicas más avanzadas, no hacen de la adquisición de conocimientos el eje del sistema educativo. Pues bien:

Contra el pronóstico de los expertos, la tasa de suicidios infantiles no se ha disparado en fechas inmediatas a la prueba. Tampoco consta que los compañeros (y compañeras) se negaran, en el patio, a pasarle el balón al (a la) que salió peor parado (y parada). Sí que es cierto que, como efecto secundario, se han detectado casos de niños (y niñas) que salieron del examen contentos (y contentas) porque creían que les había salido bien. En casos extremos, casi orgullosos (y orgullosas). Nada que, con paciencia, no pueda corregirse a través de la oportuna orientación psicopedagógica y curricular. No vaya a ser que, después de todos los años de esfuerzo invertidos en lograr un sistema auténticamente democrático, algún niño (o niña), termine creyéndose algo porque sabe escribir “hebilla”, distinguir “vaca” de “baca” y otras tonterías por el estilo.

La nota media este año (un siete y pico) ha sido superior, en casi un punto, a la del año pasado. Comoquiera que no hay motivos para pensar que los criterios se hayan relajado, puede concluirse que... los chicos (y las chicas) han mejorado. La ultraderechista administración de la Comunidad Autónoma y la caverna blogosférica liberal, a buen seguro, intentarán concluir que la prueba ha contribuido en algo a semejante estado de cosas. Así pues, ya tenemos instalado, de nuevo, en nuestra región –cada vez más alejada del área de progreso que representan Castilla-La Mancha y Extremadura (Simancas dixit)- el esquema franquista: el examen es el estímulo que hace progresar a los estudiantes. Absurdo e intolerable.

Además, se constata que entre los diez colegios con mayor nota, hay de todo: públicos, privados y concertados. Y parece ser que el colegio que el año anterior quedó el último ha progresado de manera notable. De nuevo, el gobierno fascista de la Comunidad y sus corifeos tendrán la desvergüenza de concluir que la titularidad de un centro no supone, per se, una condena a la desventaja. Incluso dirán que, con esfuerzo, lo mismo puede mejorar un centro que otro.

Encima, parece ser que la Comunidad plantea la prueba no tanto como una evaluación de los alumnos sino, sobre todo, como una evaluación de los centros. Los padres conocerán (fíjate tú, ¡qué sabrán los padres de esto!) la posición relativa del centro al que va su hijo respecto a los de la misma zona –es decir, los centros que les son más accesibles- y respecto a la Comunidad entera. ¡Ahí les quería yo ver! ¡Esperanza Aguirre y su legión de ultras están introduciendo subrepticiamente la competencia entre centros e invitando a los padres a que lleven a sus hijos a aquellos que obtienen mejores calificaciones! Y encima, los centros, colaboracionistas ellos, reaccionan, en una espiral indeseable... ¡mejorando e igualando los rendimientos al alza! De seguir así, puede lograrse el horrible escenario de que esto no termine hasta que las diferencias entre centros sean inapreciables y la calidad sea homogénea del Puerto de Somosierra a Aranjuez.

Hay que dar la enhorabuena a la Comunidad de Madrid por dar este paso. Y por anunciar que aprovechará los resquicios que le deje la LOE para primar las materias troncales y generales. Quien esté en desacuerdo, siempre podrá marchar a las cercanas áreas de progreso de Castilla-La Mancha y Extremadura, pero tengo para mí que, en la eventualidad de que alcance el gobierno de la Comunidad, y salvo que el de la Nación se lo ordene, el PSM no nos incorporará de inmediato a esa área de progreso. Son demagogos, pero no tontos.

La Comunidad de Madrid es un rayo de esperanza (y no es un juego de palabras). Puesto que en el conjunto de España ya es imposible, quizá merezca la pena trabajar lo que se pueda por construir una sociedad libre en este pequeño rincón, que es zona, por el momento, desnazificada. Aun queda, no obstante, para lanzar las campanas al vuelo, pasar por otra alternancia. Es necesario que el Partido Socialista vuelva a gobernar en la Comunidad sin que ello signifique nada más que un cambio de gobierno. Está por ver. Cuando el ciclo de alternancia vuelva a completarse, el sistema estará consolidado.

Para entonces, los chicos de sexto de Primaria estarán cursando estudios universitarios. Si, año a año, se mantiene el mismo nivel de exigencia, el fracaso escolar comenzará a menguar. Entonces, cuando una generación criada en libertad, que haya conocido en su juventud gobiernos de distinto signo y haya recibido una formación digna de tal nombre llegue a la vida adulta, el proceso no tendrá vuelta atrás.

Porque serán ciudadanos libres. Y, entonces, los socialistas de todos los partidos pueden empezar a pensar en buscar, por primera vez, un empleo. En eso confiamos.

sábado, junio 17, 2006

A LAS PUERTAS DE UNA NUEVA DERROTA

No sé ustedes, pero yo ya me he hecho a la idea. Mañana me espera una doble derrota, como español y como liberal. En nada cambiará las cosas que la participación sea alta o baja, el porcentaje de síes y el porcentaje de noes. A buen seguro, en gran bodrio del zapaterismo recibirá menos apoyo que el estatuto de Sau, y es probable que la proporción de síes, medida sobre el censo con derecho a voto, sea como para enrojecer de vergüenza. Pero ya digo que da igual. En primer lugar porque las reglas de la democracia son conocidas, y tan válido es un sí abrumador como uno medio tísico, en tanto sume más que el no. Y en segundo lugar porque lo que quiere la patulea totalitaria que apadrina este esperpento es pasar página, cuanto antes. Les da exactamente igual el resultado, mientras dé los mínimos.

Derrota como español, en el plano sentimental, porque el texto es una consciente muestra de desdén hacia el resto de los españoles. Los catalanes –esa gente tan civilizada, tan europea, tan moderna... como ha quedado sobradamente demostrado en estos días, de conformidad con la tradición, por otra parte- no han considerado necesario dedicar, ni tan siquiera en el preámbulo (que, según ellos, carece de valor jurídico y, por tanto, ahí no hubiera molestado) una sola palabra de cariño no ya hacia quienes han compartido con ellos cientos y cientos de años de alegrías y sinsabores, sino ni tan siquiera hacia los más cercanos, los miles y miles de españoles de otros lados que, aunque por lo visto no pueden aspirar a presidir las instituciones autonómicas, sí han contribuido a hacer de Cataluña lo que es hoy (y, bien pensado, no sé por qué esto debería ser especialmente meritorio). Ni a la hora de la despedida pueden algunos ser elegantes, se conoce.

Pero lo anterior, en suma, es lo de menos. Lo de más es la derrota como liberal. Podrá pensar el lector que, a la vista de la experiencia, ya debía haber abjurado de mis convicciones y haberme pasado a otras con mejores perspectivas o haberme acostumbrado. No en vano la historia del liberalismo en España se reduce a una secuencia de sinsabores, desde el fracaso de la Constitución de Cádiz hasta la eclosión del neofascismo nacionalista. Hemos pasado por el fracaso en la implantación del derecho civil, dos dictaduras, una república antípoda de la democracia... ¿Acaso nos puede extrañar que, ahora, la región que más descuella por su antiliberalismo, se lance en brazos de la más enfermiza de las doctrinas y abrace con fervor el más antiliberal de los textos? ¿No es este el pueblo del “vivan las caenas”? Pues eso.

Refiriéndome al País Vasco, me he adscrito en alguna otra ocasión a la idea de que el nacionalismo de allá no sólo no representa la antiespañolidad, sino más bien la exacerbación del casticismo. Los vasco son, de hecho, archiespañoles, protoespañolazos, cabría decir. El precipitado de la resistencia numantina de todos nuestros demonios familiares, incapaces de irse por el sumidero de la historia. Como tantas otras veces, lo que no quiere irse, el arcaísmo, la antimodernidad, se acantona en los verdes valles de Euskadi, al abrigo de una romanización expansiva.

Si Euskadi es el gran fracaso del liberalismo clásico –ahí perviven los enemigos más tradicionales, el pleito decimonónico en carne viva-, Cataluña es la esencia de la España contemporánea o, si se prefiere, el ejemplo de la oportunidad perdida de la transición. Si el tránsito del estado corporativo franquista al estado “social” –es decir, la renuncia total a una pedagogía de la ciudadanía, a la asunción por parte de los españoles, de una vez y para siempre, de su rol como ciudadanos, con existencia propia independiente del estado- fue fácil en toda España, mucho más fácil resultó en una región perfectamente acomodada al antiguo sistema como Cataluña. La ausencia de una verdadera dialéctica gobierno-oposición en España, por la inferioridad de la derecha y su falta de carácter se sustituyó allí por el juego nacionalistas-socialistas, del que el liberalismo estaba, y está, completamente ausente.

Así pues, perderemos. Nada más lógico. Y no hace falta ninguna teoría conspirativa para explicarlo. Basta salir a la calle. Ojalá me equivoque, pero no lo creo. Mucho me temo que mañana, nuestros conciudadanos, esta vez los catalanes, nos van a decir, por enésima vez, que si queremos un público receptivo nos vayamos a Andorra, por ejemplo. Que no les interesa nada nuestro discurso sobre la libertad y la responsabilidad individuales. Que les importa un pito, que tienen otras cosas en qué pensar. Que sí, que quieren que les dirijan, manden, ordenen, ayuden, orienten... Que les digan cuándo y cómo tienen que nacer e, incluso, que les digan cuándo han de ser invitados a morir.

Se me dirá, claro, que la inmensa mayoría de los que van a votar mañana no han leído el estatuto. Sí, y ese mero hecho ya es un en sus manos encomendar el espíritu. La renuncia a pensar, la renuncia a exigir. La más plena y absoluta confianza en una clase política incapaz, corrupta, mentalmente indigente y de vergüenza ajena. Pero todo esto es público y notorio. No es ningún secreto. Habernos apuntado a otra cosa.

Pues eso. Que vivan las caenas.

viernes, junio 16, 2006

¿UN PARTIDO LIBERAL? QUIZÁ NO AHORA

En este artículo, Josep Mª Fàbregas expone claramente la, a mi juicio, idea esencial para entender el proceso político que está teniendo lugar en España desde 2004. De manera similar, y perdón por la autocita, un servidor ya había llegado a la misma conclusión, o muy parecida (aquí y aquí, por poner un par de ejemplos recientes). La cuestión es la siguiente: la victoria por mayoría absoluta del Partido Popular en el año 2000 llevó al mundo de la izquierda poco menos que a un ataque de nervios, entendiendo que aquello rebasaba, con mucho, el límite de lo tolerable. A partir de ahí, se lanza el proyecto de la “segunda transición”, destinada fundamentalmente a crear un orden jurídico-institucional en el que no sea posible, de ninguna manera, que se instaure una verdadera democracia de alternancia. El máximo tolerable se sitúa en esporádicos, breves, períodos de gobierno de la oposición.

Fàbregas liga este estado de cosas a un prejuicio en esencia ideológico, a la pervivencia del antifranquismo como leit motiv de la izquierda y la no aceptación, por sistema, de la derecha, a la que no se conceden credenciales democráticas. De ahí estas constantes apelaciones a la necesidad de “otra derecha”, etc. La izquierda se cree con todo el derecho de juzgar qué es lo que debe pensar la derecha y cómo debe actuar si es que quiere recibir el marchamo democrático, cuya concesión, por lo visto, le compete en exclusiva.

Es cierto que lo anterior existe, sobre todo entre el izquierdismo de base y cierta intelectualidad de izquierdas. Es ese poso de intolerancia lo que, para algunos, hace que el voto a la derecha se convierta en una suerte de apostasía. Para el votante socialista, dejar de votar a su partido, haga lo que haga, equivale a dejar de ser bueno, a volverse abyecto. Por eso no tiene un sentido excesivo intentar, en muchas ocasiones, que el convencido “caiga en la cuenta” de nada.

Pero tampoco hay que descartar, desde luego, el más crudo cálculo político, sobre todo por parte de las dirigencias. Se pretende evitar que exista alternativa, lisa y llanamente, porque se quiere seguir gozando del poder, a ser posible para siempre. Naturalmente que los dirigentes del Partido Socialista, por ejemplo, son conscientes de que el franquismo está más que muerto y, por tanto, de que el antifranquismo no puede ser la actitud inspiradora de nada. Esto es tan evidente como que –según hay sobradas pruebas- son conscientes, plenamente, de los enormes riesgos de la estrategia del zapaterismo. Pero tampoco tienen ningún interés en la estabilidad del país o en la democracia per se. El sistema ha de ser cambiado no porque sea malo, sino porque no les garantiza el usufructo permanente de las instituciones. Y están dispuestos a pagar un precio muy alto, si es necesario, para obtener semejante rédito. Así de simple.

Esto, y sólo esto, es lo que hay detrás de la “segunda transición” y los subprocesos que la integran, porque no existe, o no existía, ninguna demanda real ampliamente compartida que los justifique. Nadie, salvo los que nunca los han aceptado ni, previsiblemente, los aceptarán, cuestionaba seriamente la viabilidad de los acuerdos básicos en los que se venía fundando nuestra convivencia. Los consensos básicos de 1978 están en trance de revisión, por la elemental razón de que, de su mantenimiento, se derivan resultados indeseados, como la posibilidad real de que la derecha gobierne, en promedio, tantos años como la izquierda.

¿A qué toda esta reflexión? Viene al caso todo esto porque no deja de ser cierto que, con independencia de lo que diga la izquierda –incluso por alguna de las razones aducidas desde la propia izquierda, por qué no-, sería muy deseable que la derecha cambiara. Es evidente que, sobre todo en el mundillo liberal, hay una insatisfacción de fondo con el PP –la única derecha realmente existente-, que lleva a algunos a reclamar la reedición del viejo sueño, animados, quizá por experiencias como la de Ciudadanos de Cataluña, de un partido liberal en España.

Pues bien, estando yo claramente a favor de tal proyecto –sí, quisiera que ese partido existiera, más que nada porque no tengo muchas esperanzas de que el PP llegue, en efecto, a transformarse en un partido liberal-, creo que no es oportuno, precisamente por la coyuntura descrita más arriba. Primero, la democracia efectiva y la estabilidad del marco institucional, luego se verá.

Hoy por hoy, hemos de aceptar que nos vemos obligados a elegir entre males. Si se comparte el diagnóstico que acabo de exponer –y es evidente que no todo el mundo lo comparte, lo cual es muy respetable- se concluye que no estamos en trance de escoger, como hace todo el mundo civilizado, entre gobiernos. Nuestro problema es que hemos de elegir entre regímenes, entre mundos. Hemos de conseguir que la izquierda española se vuelva plenamente democrática, y eso sólo es posible mediando su desalojo del poder por tiempo suficiente como para que se desencadenen procesos de cambio en su seno que, evidentemente, no sucedieron en los ocho años de gobierno del PP (más bien sucedió todo lo contrario, es cierto, no sólo no se produjo una aceptación plena de las reglas del juego democrático sino que se asumieron el liderazgo quienes de ningún modo están por la labor). Esto es duro de aceptar, porque es duro descubrir que, al cabo de más de treinta años, se encuentra uno como al principio, poco más o menos, pero es la realidad que nos ha tocado vivir. Y la única herramienta que tenemos para operar ese cambio es el PP. Es una herramienta poco precisa, nada fiable y que no ofrece ninguna garantía de funcionar, pero esto es, también, un dato de la realidad.

La única razón que verdaderamente justificaría, como urgencia histórica inaplazable, la creación de una alternativa es, por el contrario, que el PP pretendiera encontrar “su lugar” en el nuevo sistema. Es un suicidio porque ese lugar no existe (véase lo que sucede en estos días en Cataluña y se verá, a las claras, cuál es el único partido excluido del ámbito de lo aceptable – y esto sólo es un anticipo de lo que pueden llegar a sufrir en las autonómicas de otoño), pero parece claro que hay quien piensa lo contrario en el seno de ese partido, y se trata de gente influyente. Naturalmente, es posible que no compartan el análisis que otros, como Vidal-Quadras (defensor, abiertamente, de un nuevo pacto constitucional) hacen, bien porque no perciban la gravedad de la situación, bien porque crean que el empeño del socialismo es imposible y que siempre les quedará un hueco en el nuevo esquema, cualquiera que este sea.

Si eso sucede, si, finalmente, también el PP abandona, o no asume con claridad, la defensa de una serie de principios mínimos –que no son nada esotérico, sino simplemente los reconocidos en el frontispicio de la Constitución y, desde luego, el protagonismo del ciudadano-, si también el PP se pasa a la “España de los territorios”, habrá llegado el momento de echar el resto e intentarlo por nuestra cuenta.

jueves, junio 15, 2006

¡AÚPA EL CONCEPTO DISCUTIDO Y DISCUTIBLE!

Nadie abre, que yo sepa, las ediciones de hoy con un “Concepto discutido y discutible, 4 – Ucrania, 0”. Hoy España es España, claro (salvo para algún nacionalista que no ha podido dejar pasar la ocasión de ponerse en ridículo). Y una marea rojigualda inunda portadas, telediarios y páginas interiores. Hoy, sí, todos con la selección, todos con los colores nacionales. Bien está. Es posible que termine pasando lo de siempre y nuestros jugadores tengan que volverse a casa antes de haber hecho que merezca, realmente, el calificativo de “histórico”, pero ya nos hemos llevado la primera sorpresa y la primera alegría, que es la de ver una selección auténticamente sólida, pasando el siempre complicado trance del primer partido sin complejos y sin agobios.

La prensa extranjera –la extranjera en sentido estricto, no la que hace méritos para serlo-, además, se deshace en elogios. Y es que, creo, fuera de nuestras fronteras, todos siguen preguntándose por qué no sucede lo que tendría que suceder, que España ocupe de una vez el lugar que, al menos en teoría, debería corresponderle en el concierto futbolístico de las naciones. Añado yo, por mi cuenta, que, en realidad, España se resiste a buscar su sitio en el concierto de las naciones, en general.

El otro día oí, en una tertulia futbolera, algo quizá un poco cursi, pero también puede que cierto. Que el fútbol es una metáfora de la condición humana. Yo no soy especialmente aficionado al juego este, pero sí le reconozco una capacidad adictiva muy superior a la de otros deportes que, probablemente, sí tenga algo que ver con esa cercanía a la vida real. Se resume diciendo que en el fútbol no siempre gana el mejor. En el fútbol todo es posible, como en la vida.

El pie no es el instrumento más perfecto para hacer malabares. A patadas, jamás seremos tan precisos como con otras herramientas mejor diseñadas, sobre todo la mano. Siempre, pues, hasta con la mejor preparación técnica, cabe el error, hay factores fuera de control. Cabe el lance de suerte, la mala tarde... y el pez grande se come al chico. No pasa todos los días, claro, y no normal es que el más fuerte, el mejor preparado, se alce con el éxito. Por eso los jugadores siguen ensayando, siguen entrenando y siguen intentando mejorar. Pero a sabiendas de que el resultado final no depende sólo de ellos. Insisto, como en la vida.

Más tópica que la metáfora general que liga fútbol y condición humana es la que convierte a nuestra selección en trasunto del propio país. Eterna promesa y continuo fracaso –si se prefiere, con las gestas siempre alejadas del presente. Es posible que sea cierto, sí. Es posible que la trayectoria del equipo nacional ejemplifique el decurso de la historia de nuestro país. Presente, siempre, al menos de un tiempo a esta parte, en todas las competencias, es incapaz de brillar en ellas.

También es verdad que hay quien dice que ese es “nuestro sitio”. Los cuartos de final. Acomodados en el mundo desarrollado, pero sin dar nunca el paso hacia la auténtica elite, hacia el grupo de países que deciden. ¿Y por qué, si “tenemos potencial” habríamos de acostumbrarnos? ¿Por qué habríamos de aceptar con resignación el quedarnos en los cuartos de final de la historia si podemos llegar a las semifinales, incluso a la final?

La cuestión es que estamos ante una pescadilla que se muerde la cola. La selección no despierta entusiasmo –los símbolos nacionales no producen identificación- porque no tiene un historial brillante –porque se asocian al fracaso-. Es cierto que los grandes dramas colectivos, como el 98, resultaron en el exacerbo de tendencias, como los nacionalismos, que son hijas de otros muchos factores. Pero, al final, la selección no es otra cosa que los jugadores, su orgullo, su raza... y su técnica y buen hacer (probablemente, falta esto más que la testosterona, superabundante en el país que tiene por símbolo el toro de Osborne – un poquito menos embestir y un poquito más pensar nos iría bien, creo). Como el desempeño histórico de España no es sino lo que los españoles han hecho de ella.

Una de las más grandes falacias que circulan por la piel de toro es la que permite a cierta gente situarse “fuera de la historia”. Es especialmente notorio, cómo no, en el caso de los catalanes y los vascos, que se permiten renarrar la historia de España como si ellos mismos no hubiesen sido parte de ella, y parte destacada, por lo demás. El colmo de la manipulación es, claro, la guerra civil, que parece haber sido librada por el resto de los españoles contra las victimizadas regiones periféricas. Así, Cataluña, por ejemplo, jamás habría estado en guerra civil sino que habría sido agredida por otros.

Supongo que es una tendencia plenamente humana. Adherirse a los éxitos e intentar, por todos los medios, desmarcarse de los fracasos. Nadie quiere que haya la menor duda en la identificación cuando se gana por cuatro a cero. Entonces no hay concepto discutido y discutible. El equipo ha ganado y es indiscutible que yo formo parte de él. No en vano dijo Napoleón que la victoria tenía mil padres y la derrota sólo una.

La asignatura pendiente se llama equilibrio. Equilibrio entre autoestima y autoexigencia. Si se prefiere, se llama patriotismo, en el único sentido sano de la palabra.

miércoles, junio 14, 2006

ASIMETRÍAS EN LA CONDENA

Mi artículo de ayer sobre la violencia ejercida contra los no nacionalistas y aquellos que la amparan ha recibido alguna réplica. Confieso que lo esperaba. No se trata, claro, de réplicas sobre el fondo de la cuestión sino, digamos, de la asimetría con la que este blog trata unos casos y otros. Rotundidad en la condena de la violencia “ajena” y levedad en la condena de la “propia”, vendría a ser la imputación. Ahora veremos qué significan ambas cosas.

Vaya algo por delante, por si a alguien el cupieren dudas. Un servidor tiene sus prejuicios, sus creencias, sus convicciones y sus manías y, desde luego, no aspira a la objetividad en modo alguno. No tengo el menor interés en recoger aquí otra opinión que la propia y, por consiguiente, tampoco puedo pretender acogerme a autoridad alguna. El debate, si es que se origina, estará más abajo, en los comentarios, absolutamente libres, que puedan hacer tirios y troyanos.

Digamos que suscribo claramente, eso sí, las palabras de Esperanza Aguirre sobre que la moderación es cuestión de forma, que no de fondo y, en este sentido, pretendo que las formas aquí empleadas sean asumibles por todo el mundo. No sé si lo consigo, pero creo que, en general, los artículos de este blog no ahuyentan a las primeras de cambio a quienes piensan diferente, y tampoco se ha convertido en visita obligada –se conoce que por aburrido- para los insultadores profesionales, que caen por aquí sólo muy de tarde en tarde. Me hago a la ilusión de que algo tendrá que ver el estilo, cuando gente elegante sigue pasando por aquí, aunque sea para dejar constancia de su discrepancia sin levantar la voz.

Uno de mis corresponsales se refiere al “pretendido halo de cientifismo” (engañoso, encubridor) que caracteriza a algunas de mis opiniones, y detecta en ellas contradicciones. Aun cuando no precisamente ahí donde quiere él apreciarlas –en el ejemplo que trae a colación- admito la mayor. Este es un blog de opinión (¿puedo decir que “periodístico”?) y no una colección de ensayos de ciencia política. Amén de las posibles concesiones a la retórica, mi forma de ver las cosas está, en efecto, trufada de contradicciones y de aspectos que no tengo claras. Nada más natural, me temo, que se note.

Este largo prólogo era, ni más ni menos, que una forma de aceptación de las críticas formuladas en líneas generales. Ahora bien, me temo que no puedo aceptar la crítica particular que se me desliza: la de mi asimetría en la condena de la violencia. No, no creo que existan una violencia buena ni una violencia mala, y no creo que la gente de izquierdas merezca la sima de los infiernos y la de derechas un pelillos a la mar. No creo que eso se deduzca de los muchos artículos que llevo escritos y me parece injusto afirmarlo.

A lo mejor mis corresponsales quieren ignorar que lo que es asimétrico es, precisamente, la violencia criticada. Desde que yo empecé a escribir esta bitácora allá por finales de 2004, se han vivido en España episodios muy desdichados. Y no, no puedo aceptar, de ninguna manera, que la carga esté equitativamente distribuida, y creo que este juicio puede sostenerse con total independencia de mis personales simpatías o antipatías políticas.

Sale a colación, cómo no, la cadena COPE (de la que, por cierto, servidor es oyente muy de tarde en tarde) y su periodista estrella, Federico Jiménez Losantos. ¿Son violencia sus insultos? ¿Son violencia sus exageraciones? Sin duda, la respuesta ha de ser afirmativa, en ocasiones. Muchas veces, FJL traspasa el límite de lo moralmente lícito, agotando incluso la cuota de demagogia que le corresponde –porque eso parece suceder con los que cada mañana se acercan a un micrófono-. Losantos está recibiendo últimamente estopa por parte de señeros bloggers liberales, entre ellos el director del periódico digital en el que escribo. Baste, a este respecto, decir que comparto la línea adoptada por Manel Gozalbo (hasta ahí podíamos llegar), David Millán y otros. También he escrito algunos artículos críticos con la COPE que, en su día, causaron cierta polémica entre la parroquia habitual.

Pero hay un abismo de diferencia entre unas cosas y otras.

Es habitual acusar a Jiménez Losantos y a sus colegas de la COPE y LD de “incitación” a la violencia. Pero, hasta la fecha, que yo sepa, la incitación se ha quedado en eso, porque nadie ha traspasado ciertas rayas. La violencia “verbal” de FJL puede merecer repudio, pero está por ser la primera vez que, tras una sobredosis de “la Mañana” alguien agarre una tranca y se vaya a reventar sedes del Partido Socialista. Es posible que haya quien se apunte a las teorías conspiranoicas sobre el 11M, pero ninguna sede socialista ha amanecido –salvo en Euskadi y a cargo de los de siempre- cubierta de pintadas. No hay, en Madrid grafittis que recen algo así como “Zapatero, RIP”. Sí los hay, y no pocos, con el nombre de Ángel Acebes, por ejemplo.

No consta que ninguna pareja de octogenarios haya sido increpada por asistir a un mitin o una manifestación izquierdista o nacionalista. Sí consta -a Victoria Prego pongo por testigo- que esto ha ocurrido ayer mismo, en Cataluña, en un mitin del PP.

Federico Jiménez Losantos es un hombre muy influyente, sin duda. Pero no es el secretario de ningún partido político. Y el PP no le ha contratado (muy a su pesar, quizá) para que diseñe lemas. Es posible que FJL llegara a proponer un lema como “No traiciones a tu patria, no votes a Zapatero”, y sería un delirio. Pero ese delirio alcanzaría proporciones gravísimas si alguien, en el PP, se aviniera a adoptarlo y, por toda justificación, afirmara que el líder socialista “se lo ha ganado a pulso”. El Partido de los Socialistas de Cataluña ha hecho exactamente esto que acabo de decir, sin que se sepa quién ha sido la lumbrera proponente: un lema inaceptable, una campaña rastrera y, por toda justificación, un "ellos se lo han buscado".

Aun cuando en la práctica puedan presentársenos amalgamados, indistinguibles, partidos y medios no son la misma cosa. La responsabilidad que compete a unos y a otros no es la misma. No es igual que yo, blogger de a pie, me dedique a montar una cadena de SMS invitando a reventar un acto de alguien que lo haga un responsable político de primer nivel. Por supuesto que mi acto sería condenable, incluso puede que punible, pero no comparable.

¿Hay equivalente en la derecha española al señor Tardá? Muéstreseme un solo ejemplo de un diputado del PP –o de otro partido que no sea el PNV- que haya llegado a los niveles de abyección de este elemento, cuya muy justa inteligencia le lleva a delatarse cada vez que abre la boca. ¿Alguien, ante los comportamientos más intolerables, ha dicho que “demasiado poco” les ha pasado a quienes los padecieron?

Quizá lo que no se quiera ver desde el lado de la izquierda, lo que no se quiera asumir, es esta marcada asimetría. Es posible que algunos estemos más lentos de reflejos a la hora de condenar comportamientos condenables, pero me temo que algunos tienen que empezar a asumir que, en los últimos tiempos, esos comportamientos condenables, al menos en su grado más elevado, vienen a caer predominantemente de un lado o, si se prefiere, son siempre los mismos los que lo padecen.

martes, junio 13, 2006

GANÁNDOSE UNA "Z"

Las escenas de violencia que se vienen sucediendo estos días en Cataluña están dando al nacionalismo y al socialismo la ocasión para mostrar su faz más repugnante. Siempre me he resistido, por higiene mental y por respeto a quien me lee, a hacer uso de figuras como esa de emplear una “z” en la palabra “nacionalista” y sus posibles combinaciones con “socialista” (en rigor, todos sabemos que el apócope más siniestro, el de la “z” amalgamaba exactamente esas dos nociones). Hay cosas con las que no conviene bromear. Y, sin embargo, hay quien está haciendo lo posible para merecer esa endemoniada “z”.

No es nuevo. Los representantes del PP, o las sedes del partido, vienen siendo objeto de ataques, físicos o verbales en todo el país, pero sobre todo en Cataluña –el País Vasco ya no es noticia- al menos desde la Guerra de Irak. Esto es repulsivo y condenable.

Pero tanto o más condenable es la muestra de comprensión, justificación, minimización, cuando no enaltecimiento de que algunos hacen gala. Se me dirá, claro, que esto tampoco es nuevo, que de toda la vida de Dios, en este país siempre ha habido hijos de puta –de hecho, los hijos de puta se han dado en nuestra tierra mucho mejor que cualquier otro cultivo-. Sí pero, ¿tantos?

En su momento, Rodríguez Zapatero, en lo que fue, quizá, el inicio de su viaje hacia la sima de la inmoralidad, se negó a condenar los ataques contra las sedes del partido de la oposición, en los días que fueron del 11 al 14 de marzo, jaleadas, entre otros, por quien hoy es su ministro del Interior. De esos barros, estos lodos.

Los que, tras musitar, más que una condena, un desapego, dicen que, en suma “el PP se lo ha buscado” deberían reflexionar un poco. Por ejemplo, viendo vídeos de Permach y compañía. Lamentar los “sucesos” y llamar la atención sobre sus “causas” es la táctica que, desde hace años, viene empleando Batasuna. En parte por eso es un partido ilegal y toda la Unión Europea reconoce como apéndice de una banda terrorista. No es de extrañar que algunos estén a partir un piñón con quien, en definitiva, cada día tienen más en común.

Los dirigentes políticos que se expresan en los términos anteriores –y hoy la nómina, de izquierda a derecha de comunión diaria, es legión- no merecen más que desprecio. No merece la pena extenderse en esto.

Sí merece la pena llamar la atención sobre lo que sucede en nuestras sociedades. La sociedad catalana aún está a tiempo de no caer en el pozo de inmoralidad en el que ya están otros y del que no parecen poder salir. En ese pozo se cae el día en que nos avenimos a convivir con las actitudes más antidemocráticas sin rechazarlas. Cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver la deriva de los acontecimientos, y ver adónde conducen. Cataluña está, por horas, perdiendo el crédito acumulado durante décadas como sociedad abierta y tolerante. De los catalanes depende que los demás sigamos creyéndolo –que es una sociedad abierta y tolerante- o que tengamos que resignarnos a haber vivido un espejismo. ¿Va la sociedad catalana a cruzar el Rubicón de la pérdida de la dignidad? Insisto, ese Rubicón se cruza el día que deja de importarnos la suerte de los más cercanos. El día en que el pesebre empieza a valorarse más que la democracia.

Dicen que provocan. Dicen que provocan, ¿por qué? ¿por qué dicen lo que piensan? Y si así fuere, incluso, ¿qué? Creen que el estatuto amenaza la unidad de España. Pues muy bien, ¿y? ¿Acaso no son una exigua minoría? Una exigua minoría que, por si acaso, hay que exterminar, a la que hay que reducir al silencio.

Al final, la violencia esconde siempre el miedo, la falta de confianza, la inseguridad, la impotencia. La violencia es, pues, el recurso del cobarde. La izquierda, el nacionalismo, son cobardes porque son impotentes. Incapaces de convencer, tienen que intimidar. Ahora, sí, se están ganando la “z”.

lunes, junio 12, 2006

AUTORES DE CABECERA

Me entero a través de LD y de algún blog que se toma la molestia de comentarlo de que un tal Suso de Toro –escritor, por lo visto- afirma, a propósito de la concentración del 10J que, como de costumbre, fue en Madrid, que Madrid es una ciudad tomada por la extrema derecha. Me entero también de que el susodicho Suso es el escritor de cabecera del Presidente del Gobierno, o eso dicen. Me consuela saber que el Presidente no sólo lee libros de autoayuda y zen, aunque no sé muy bien, por pura ignorancia, lo confieso, a qué género atribuir la obra del muchacho éste. Por otra parte, al Presidente del Gobierno le cuadra mucho eso de tener autores “de cabecera”. Dos o tres, todo lo más, que le ahorren el farragoso buscar, a diestra y a siniestra, en que consiste el formarse cabal opinión. Al fin y al cabo, y ya que no en vano nuestro ZP se define pragmático, ¿a qué dejarse las pestañas a la luz del flexo si, total, uno va a terminar sabiendo que no sabe nada? (He ahí la prueba, eso lo dijo un tipo muy leído, que pasó a la historia por una frase que, total, es menos epatante que las que ZP prodiga día sí y día también).

Imagino que una manifa trufada de camisas azules, en actitud vociferante, dando vivas a Cristo Rey y armando tangana era lo que algunos hubieran deseado. Sobre todo los fabricantes de camisas porque, a juzgar por todos los que fuimos, a camisa por barba, más que junio hubiera sido el agosto. Y es que, al fin y al cabo, en la talla del enemigo, su peligrosidad, proporciona cierto desahogo moral.

Pues siento decepcionar. Cualquiera que haya visto las fotos habrá caído en la cuenta de de los que estábamos allí no matábamos una mosca, sobre todo porque había mucha, mucha gente entrada en años. Mucha curtida en el sufrir, pero sin ninguna práctica en lo de agredir. No, no es rival que dé honra. Más bien, me temo que con semejantes oponentes... se siente uno un mierda, las cosas como son. ¿No será eso, que se sienten unos mierdas, en el fondo? Porque hace falta ser un mierda, y de campeonato, para atreverse a insultar, cuando menos, a alguna de la gente que estaba por allí. Y por ahí no podemos pasar, no. Alguno se sentirá, seguro, infinitamente traidor, mezquino y cobarde. Lógico. Lo es. Traidor, mezquino y cobarde. Así es la vida. Quien quiera honra, que busque enemigo que se la proporcione.

¿Madrid, un reducto de la extrema derecha? No tengo ni idea de dónde vive el tal Suso, pero Madrid lo conoce poco. Pero, si lo pienso bien, es posible, es probable que no le guste. Porque Madrid es, sin ningún género de dudas, un lugar donde brilla la democracia, dentro de lo que la democracia es capaz de brillar, de Pirineos para abajo. Es que es jodida, la democracia. La democracia obliga a vivir con gente que no piensa como tú. Y cuando vas al quiosco, la mitad de los periódicos dicen lo que tú quieres que digan. Pero la otra mitad no. Son unos cabrones y unos fachas. Y escriben lo que les da la gana. Como te lo cuento, tío. Lo que les da la gana. Pones la radio, y ¡sale gente que se mete con el gobierno! Es verdad, claro que, si cambias de canal, música celestial. Pero no ocurre lo que tiene que ocurrir, ¿verdad, Suso? No ocurre que todos los diales, y todos los periódicos, y todas las cadenas de televisión digan exactamente lo mismo. O rompemos la baraja. Como en la Barcelona de los prodigios (nunca mejor dicho, ahora sí que ocurren allí cosas pasmosas), de un tiempo a esta parte. La Barcelona, o la Gerona, de la unanimidad-o-te-abro-la-cabeza.

En Madrid, se puede dar tranquilamente una conferencia de lo que te pete donde te dé la realísima gana. Nadie va a ir a pegarte por ello, y si alguien lo intenta, la policía suele hacer por protegerte. Todo lo más, al día siguiente, en la crónica –si es que algún periodista se molesta en ir a escucharlo- te pueden poner pingando. Pero se supone que para eso abrimos la boca, ¿no? Para no contestar, ya está la pared, ¿verdad, Suso?

Madrid no es una ciudad de extrema derecha. Es una ciudad plural, simplemente. En la que nadie dijo que estuviera tomada por la extrema izquierda cuando se produjeron manifestaciones contra otros gobiernos –ha habido muchas, contra gobiernos de todos los colores-.

El sábado, Madrid, una vez más, cumplió con su labor simbólica. La labor de la capital de todos. Madrid es la capital de España. Es la capital del concepto discutido y discutible. Y de vez en cuando escogen juntarse en ella unos cuantos cientos de miles que no sólo lo ven discutible, sino que lo ven meridianamente claro. Y, ¿dónde van? Pues a la capital, claro. A la ciudad de todos. A una ciudad que, en sí, jamás ha sido extremosa de nada, pero que ha padecido todos los extremismos. A una ciudad cien veces mártir. Porque no sé si sabes, Suso, que esta ciudad ya fue castigada por rebelde. No una, sino muchas veces.

No, no es la extrema derecha. Es que los españoles existen, aunque a muchos les joda. Y no se ven a sí mismos como discutidos y discutibles. Ellos también tienen una bandera a la que acogerse, un idioma en el que hablarse y, si les viene en gana, una capital en la que juntarse y desde la que gritar, elevar la voz con sus demandas.

No, no es la extrema derecha. Podría serlo, también, ¿por qué no? Pero no lo es. Es, simplemente, la democracia funcionando. Es el otro. El que no te da la razón. En un par de cientos de años, amigo Suso, con buena voluntad, lo habréis entendido.

Ah, y no te preocupes por Madrid. Es tan sólida que hasta nos podríamos permitir el lujo de que las elecciones las ganara Simancas.

domingo, junio 11, 2006

NUESTRO VERDADERO DRAMA

Hay quien piensa que el drama de España es la existencia de una minoría de ciudadanos que no se sienten ni quieren ser españoles. Ese drama es tanto más trágico cuanto que una proporción de esos ciudadanos contrariados por su pasaporte amparan, promueven o, en el extremo, practican la violencia de múltiples formas contra quienes no piensan como ellos. Hemos tenido la mala suerte de que han arraigado entre nosotros, probablemente por nuestras carencias seculares, por el subdesarrollo intelectual, pseudoideologías premodernas, no pertenecientes al mundo de lo aceptable. Me refiero a las ideas que hacen posible que, ni siquiera traicionado por el subconsciente, alguien afirme que no se puede ser presidente de cierta comunidad autónoma por no haber nacido en ella.

En suma, hay quien cree que nuestro drama presente no deja de ser la coda del fracaso de la revolución liberal, la malformación de un estado que nunca consiguió librarse del todo del mal sueño del antiguo régimen, enquistado aún en diversas formas. Mientras haya quien siga apelando a los “derechos históricos” como fundamento del orden político, es obvio que esa revolución no habrá concluido.

Y, sin embargo, lo anterior, siendo una desgracia y un desgracia importante, no es lo fundamental. Los nacionalismos y las deformidades congénitas de nuestro estado son, qué duda cabe, una patología, una enfermedad crónica que, en grado diverso, padecen también otros países. Pero al menos yo tengo la convicción de que esta condición no tendría por qué ser mortal de necesidad.

El verdadero drama de nuestro país reside en que hay un número inmenso de españoles a los que el odio por lo ajeno sigue movilizando más que la estima de lo propio. No hace mucho, nos escandalizábamos de la falta de gusto, de la grosería, la indigencia mental y la profunda indignidad política de la elección de lemas del PSC para la campaña de referéndum de Cataluña. El infamante eslogan inicial se resolvió en algo igualmente estúpido aunque algo menos sonoro. Se invitaba, se invita a votar a favor del engendro malparido por el Parlamento Catalán y las Cortes “para que no gane el PP”. Por supuesto, no para que “no gane ERC” o para que “no gane Ciutadans”. No. Para que “no gane el PP”. ¿Por qué? Porque ni ERC ni Ciutadans representan a “la derecha”. Carecen de anclaje sentimental en el alma de la izquierda española.

Lo verdaderamente escandaloso, sin embargo, es que el lema funciona. Que, en efecto, moviliza a la gente. Que, tras semejante apelación a sus tripas, a lo más podrido de su alma, el electorado de izquierda va a votar y, en efecto, votará para que “se joda el PP”. Y, jodiendo al PP, los charnegos, los inmigrantes, votarán a favor de un estatuto que, en su largo texto, no les dedica una sola palabra de cariño, que es incapaz de reconocer que, sin su aporte, Cataluña tendría hoy dos millones de habitantes y sería algo muy diferente. Harán, por tanto, su labor como granero de un voto no exigente, sosteniendo a quien piensa que ellos, en realidad, no pueden presidir el gobierno de la región en la que viven.

Ayer, en la concentración de las víctimas del terrorismo, pensé para mis adentros que los mensajes, los discursos, las inquietudes y los temores que allí se expresaron podrían ser compartidos por mucha, muchísima gente en España. Es verdad que la muestra que uno conoce nunca es representativa, porque siempre está sesgada, pero la mayoría de la gente de izquierda que conozco tiene muy claros cuáles son los límites de lo aceptable. Hay muchas más Maites Pagaza que Patxis López en la izquierda española. Mucha más gente intelectualmente honesta que personajillos de la cola del Alphaville. La Bardem y compañía sólo se representan a sí mismos.

Pero con la misma convicción que digo lo anterior, me temo que buena parte de esa gente odia más al PP, odia más a “la derecha” de lo que quiere a su propio país, incluso a sus propias ideas. Es un odio abstracto, inconcreto, una especie de barrera inconsciente, alimentada por años y años de frentismo. Mucha gente piensa como Maite Pagaza, pero muy poca es capaz de dar el paso que dio ella ayer. El paso de estar con sus conciudadanos porque, antes que discrepantes son eso, conciudadanos –es más, la condición previa necesaria del discrepante es esa, la de conciudadano-. El paso de estar con quienes no necesariamente piensan como uno a pedir –en realidad, por qué no decirlo, a implorar, a rogar- un mínimo de sensatez.

Pero no será posible. Mientras la izquierda siga dirigida por una jauría de progres resentidos y una verdadera legión de oportunistas sin escrúpulos, mientras una verdadera horda de malnacidos siga dedicando sus horas a pensar y escribir lemas que sólo son variaciones del “jódete” no hay nada que hacer.

Ése es nuestro drama. No otro.

sábado, junio 10, 2006

EL VOTO DEL LIBERAL INDEPENDENTISTA

Supongamos que en Cataluña haya liberales, que alguno hay, en proporción al fin y al cabo incluso más reducida que en el resto de España, pero alguno hay. Y supongamos que alguno de esos liberales, además de liberal, fuera independentista, que no nacionalista. Nuestro sujeto hipotético estaría a favor de la independencia de Cataluña en la convicción –con toda probabilidad errada, pero respetable- de que un estado catalán separado de España ofrecería mejores perspectivas para la libertad, la igualdad y la propiedad. Nuestro liberal imaginario, pongamos, cree que una Cataluña independiente sería un estado de derecho de más calidad que esta España de nuestros pecados. Pero, insisto, por coherencia intelectual, nuestro liberal no sería nacionalista, es decir, no fundaría su pretensión en la existencia de ninguna nación mítica ideal y, por tanto, no creería en ningún ente prepolítico ni atribuiría personalidad a ningún simple hecho sociológico.

Concédanme que mi sujeto pudiera existir, porque resulta necesario a lo que pretendo demostrar: que el voto negativo al estatuto está justificado, incluso desde perspectivas políticas independentistas, sin recurso a ningún retruécano sentimentaloide. Nuestro tipo ideal de laboratorio cumpliría las condiciones. Carece de mayores vínculos afectivos con España y poseería unas convicciones alejadas de los postulados nacionalistas. Veamos ahora, en orden decreciente de importancia, las razones que animarían a nuestro tipo a votar “no” el dieciocho de junio.

La primera y principal es que, además de tener párrafos inconstitucionales en sentido estricto, el estatuto implica una mutación constitucional fuera de sede. Implica, pues, una manera subrepticia de modificar los vínculos de Cataluña con el resto de España eludiendo el debate abierto. Se preguntarán ustedes, ¿y por qué debería preocupar esto a quien, al fin y al cabo, desea que esos vínculos se rompan? Pues por la elemental razón de que, cualquiera que sea la opinión que defendamos, todos tenemos interés en que las reglas se respeten. Nuestro independentista, que no es tonto, es perfectamente consciente de que quien hace una reforma a traición que, circunstancialmente, nos favorezca, no tendrá empacho alguno en hacer otra, también por vericuetos inimaginables, que nos perjudique. Como liberal, nuestro sujeto valorará la observancia de las reglas incluso más que el posible resultado del partido.

Como liberal, tampoco podrá aceptar, y esta es la segunda razón, un texto plagado de invitaciones a la intervención de los poderes públicos, hasta en los más nimios aspectos de la vida de las personas. Por si no fuera bastante con la gran cantidad de posibilidades –mandatos, en rigor- de inmiscuirse de los que ya disfrutan las administraciones bajo la vigente legislación, se produce una vuelta de tuerca más.

Se trata, y esta es la tercera razón, de un texto concebido desde y para posiciones ideológicas nacionalistas. No cabe, en el estatuto, una Cataluña meramente civil. La Cataluña por la que ese estatuto clama es una Cataluña militante en los postulados del nacionalismo. Por tanto, las bases axiológicas de la norma no sólo no son liberales, sino que son antiliberales. No vamos a extendernos otra vez en el porqué de la incompatibilidad a radice entre nacionalismo y liberalismo. Baste decir que el estatuto lo que pretende es dar cauce a las aspiraciones de la nación catalana, que no a los de los catalanes considerados uno a uno, es decir, los catalanes realmente existentes (catalanes que, en el estatuto, existen en tanto existe la nación, y no al revés). Se ha dicho que este estatuto nace con vocación de constitución, que podría servir como constitución si, mañana, Cataluña se declarara independiente. Pues bien, si ese fuese el caso, me temo que los liberales catalanes, nada más superar la resaca de la fiesta, deberían empezar a promover una profunda reforma constitucional.

En cuarto lugar, se trata de un texto jurídicamente muy deficiente. Al fárrago de su redacción une su insuficiencia. No se trata de una norma completa en sí misma. El proceso de negociación lo ha convertido en un auténtico monstruo de Frankenstein. Gráficamente, se ha dicho que este texto es un semillero de pleitos. Y es cierto. La gran cantidad de remisiones y reformas necesarias en otras normas impondrán una provisionalidad indeseable y, además, harán depender el desarrollo del estatuto de circunstancias cambiantes, como el albur de las mayorías en Barcelona y en Madrid. Si la virtud principal del derecho es proporcionar certidumbre, cabe decir que el Estatuto de Sau, tras muchos años de desarrollo y mal que bien, había alcanzado el estatus de derecho virtuoso, porque era derecho cierto. Ahora, ese estado de cosas se abandona, no para pasar a un marco igualmente cierto, sino a un ente de perfiles difusos.

Finalmente, algo insoportable es el lenguaje, que justifica el voto negativo por sí mismo. El texto está redactado, tanto en versión castellana como en la catalana, en esa jerga insufrible que es la de la corrección política y la obediencia progre. No se trata de estética, simplemente –que también- sino de que con esa jerga viajan el corrosivo virus de la imbecilidad y la férrea dictadura del eufemismo y el esquema secundario. El estatuto implica un hito en ese sentido. Es la primera norma española de categoría tan elevada redactada, de la cruz a la fecha, en el pastoso e insufrible código del pensamiento único.

Una razón adicional, por supuesto, está ligada a la campaña electoral. ¿Le preocupará a nuestro liberal coincidir en su voto con el PP o con ERC? Entiendo que no. Semejante forma de pensar hubiera conducido a los Aliados a firmar, de inmediato, la paz con Hitler, tan pronto como éste hubiera declarado la guerra a Stalin, por aquello de no coincidir con el enemigo. Pero, además, a nuestro liberal independentista, es de suponer, no le agradará ser insultado. Y eso es lo que los partidarios del “sí” han hecho de su campaña. Habrá, supongo, argumentos positivos para defender este estatuto, pero nadie estima necesario recurrir a ellos. Resulta ofensivo, no sólo para el adversario, sino también para el votante propio. Nuestro liberal tendría todo el derecho del mundo a sentirse muy, pero que muy irritado.

En realidad, a la vista del desarrollo de la campaña, quizá nuestro liberal independentista dejaría de serlo. Si, además de liberal e independentista, es realista, se dará cuenta de que la independencia significaría quedarse a solas con la clase política catalana. La única clase política realmente existente. En esas condiciones, me temo que es muy ilusorio pretender que libertad, igualdad y propiedad fuesen a ir mejor servidas una vez arriadas todas las banderas españolas en Cataluña –salvo la de la legación diplomática española, espero-. Más bien ocurre lo contrario. Más bien, creo, la españolidad es, para nuestro liberal, el cordón umbilical que le une a las escasas posibilidades que, sobre suelo ibérico, aún quedan de llegar a construir un verdadero estado de derecho como los liberales lo entendemos (ninguno de los múltiples estados que pudieran llegar a constituirse, el que integre el resto de España incluido, lo será, eso seguro).

Es cierto que en España las cosas no van bien, pero no lo es menos que, a nivel regional, las cosas son aún peores. Tanto peores cuanto más “nación” es la región de marras. España es un estado de derecho muy deficiente, pero no una ciénaga corrupta ni un corral de vecinos. En España aún está viva la dialéctica gobierno-oposición; a pesar del gobierno aún no se ha instalado el monolitismo ni se respiran aires de gran coalición (la capa que todo lo tapa). Los medios aún no están todos alineados con las mismas tesis.

Nuestro liberal independentista quizá reflexione y caiga en la cuenta de que donde pegan a la gente por expresar sus ideas es en Gerona, no en Cáceres. Y entenderá que es absurdo independizarse para tenerse que exiliar a Zaragoza, por ejemplo.