LA IMAGEN DE ESPAÑA
Se dirán ustedes que a cuento de qué viene sacar este tema tan interesante pero extemporáneo con la que está cayendo. La respuesta, evidente, es que siempre es pertinente tratar de algo que, como el español, es, sin duda, la primera riqueza nacional –un petróleo sin problemas ecológicos, en afortunada expresión de Muñoz Molina- cuya aportación al producto interior bruto es creciente y podría ser muy superior. Pero es que, además, la muy mejorable imagen exterior de España está muy relacionada con “lo que está pasando”.
Como se apunta en el artículo de Expansión que cito, la imagen exterior del país es también un problema interior. Es cierto que España choca, en la ardua tarea de fabricar una marca exitosa, con el lastre heredado de una leyenda negra que ha demostrado ser mucho más rotunda que la propia potencia a la que pretendía combatir. Nuestros adversarios, inventores de la guerra psicológica, siguieron alanceando al moro muerto, ya inofensivo e incapaz de dar más la tabarra. Por si eso fuera poco, las campañas turísticas de los sesenta giraron en torno a la explotación del tópico y, para nuestra desdicha, crearon una impresión algo más que coyuntural –no hay ingreso sin coste, y está visto que la millonada de turistas que empezaron a visitarnos y a llenar nuestras maltrechas arcas nos dejaron algo más que un urbanismo deleznable en las costas.
Todo lo anterior es verdad, sí. Y es verdad, también, que el país no ha destacado, a lo largo del último siglo y medio, por dar buenas noticias al mundo. Nuestra exigua nómina de premios nobel da fe de ello. Con todo, nada sería igual si los españoles tuvieran la confianza en sí mismos que su desempeño como país se merece. Aunque esto de las estadísticas es muy variable, puede decirse que somos la novena potencia económica mundial y, con toda seguridad, uno de los veinte o veinticinco países más desarrollados del planeta, desde todos los puntos de vista. Pues bien, sólo la Alemania lastrada por el trauma de la Segunda Guerra Mundial ofrece al mundo un perfil tan desequilibrado (aquella historia del “gigante económico y enano político” que sólo ahora empieza a corregirse, y siempre teniendo mucho cuidado de no sacar pecho en exceso).
Un país en crisis de identidad permanente transmite muy malas sensaciones al entorno. Sea cual sea el ámbito en el que nos desenvolvamos, se verá que las campañas institucionales aparecen trufadas de “pluralidad”, “novedad”, “juventud”... Aspectos todos ellos asociados a la noción de “país recién llegado” que permiten, con todo rigor, que la prensa extranjera siga refiriéndose a España como una “joven” o “nueva” democracia. Es decir, en los mismos términos que se emplean para hablar, por ejemplo, de las naciones del Este de Europa, a las que llevamos casi veinte años de ventaja en esta materia.
Cuenta Ignacio Cembrero en su libro Vecinos Alejados (sobre la complicada convivencia entre España y Marruecos, asunto en el que el veterano periodista de El País es un auténtico experto) que la crisis de Perejil puso a Aznar ante una difícil disyuntiva. Lo que el mundo hubiera esperado de España es el recurso a medios acordes con su perfil, es decir, una búsqueda de una mediación o algún tipo de salida amistosa (de hecho, la contrariedad de diarios como el Financial Times ante la decisión española fue muy ilustrativa – y aún más las opiniones que se recogieron en su sección de cartas al director), auspiciada, claro, por potencias que, de haberse visto en la misma situación hubieran reaccionado en un lapso de tiempo entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas (en realidad, la situación no pasa de ser un ejercicio teórico, porque al Rey de Marruecos ni se le hubiera pasado por la imaginación hacer un acto de fuerza sobre un territorio en disputa con Francia, el Reino Unido o la misma Italia). La reacción española –intermedia y, por eso, acorde con el peso real (no el aparente) del país, es decir, contundente pero no inmediata, ni mucho menos- llamó la atención a propios y extraños. No se reflexionó, a mi juicio, suficientemente sobre ese asunto y su tratamiento en la prensa española y extranjera. Hubiera sido muy ilustrativo.
Pongámonos en la piel de un corresponsal extranjero para el que, siguiendo la pauta general, una buena noticia jamás será noticia. ¿Qué sensación pueden estar transmitiendo ahora? ¿Qué puede decirse de un país con evidentes problemas para tratar con sus símbolos nacionales? ¿Qué puede decirse de un país en el que siguen corriendo ríos de tinta sobre asuntos como el del derecho de autodeterminación de algunas regiones, que en otras naciones igualmente plurales no merecerían ni la más mínima atención? Es verdad que algunos columnistas alaban la “sanidad” de nuestra democracia y elogian nuestra capacidad para tratar de asuntos trascendentes de manera abierta y sin partirnos la cara como antaño. Pero, además del tono de insufrible paternalismo, ¿qué opinarían si semejantes debates se dieran en sus propias naciones?
Nuestro empeño en sacar buenas notas, en que nada se nos pueda reprochar, en no salir nunca en las listas, en no ser considerados malos demócratas, dan fe de nuestro complejo, de nuestra necesidad de avales externos que la trayectoria de nuestro país no necesita.
Especialmente por parte de algunos, se dice que el español es una lengua de pobres. Ciertamente, no es así en España. Con todo, esto es lo de menos. Lo de más es que es una lengua acomplejada, discutida y discutible.