FERBLOG

domingo, agosto 26, 2007

HACIA LA CODA

Cuando José Luis, el Esdrújulo, cambie la amenidad asturiana por el rigor mesetario, se enfrentará a la –ya sí, ya no es jugar a profeta- coda de su primera legislatura como Presidente del Gobierno. Cábalas sobre la fecha de los comicios aparte, la verdad es que la legislatura muere en diciembre porque, de todas, todas, la Cortes cerrarán para las vacaciones de Navidad y ya no se volverán a abrir.

Es verdad que no existe, o no debería existir, identidad entre gobernar y legislar. Pero el enrarecimiento que, en todas partes, caracteriza a la democracia, ha terminado por hacer que ambas cosas sean razonablemente sinónimas. Al menos, puede afirmarse que los gobiernos del mundo cuentan sus triunfos por hitos legislativos (sobre este interesante tema, el que la ley haya devenido instrumento ordinario de la gobernación, hablaremos otro día, porque tiene miga). En resumidas cuentas, lo que quiero decir es que la legislatura, en sentido positivo, es decir, como período para desplegar una agenda política, está muerta. Hace algún tiempo que lo está.

Es probable que nuestro Esdrújulo, atendiendo a esta realidad, hubiera dado por finiquitado el período hace algunos meses, de no ser porque no ha logrado salir de los berenjenales en que se ha metido. En efecto, el Gobierno anda, aún, pendiente de dos variables imprescindibles: la sentencia del Tribunal Constitucional y, por desgracia, ETA.

En cuanto a lo segundo –y ya que la banda criminal ha empezado a mostrar sus intenciones con meridiana claridad- no deberían caber dudas en torno a qué cabe esperar de la Bestia. Por desgracia, sí está por ver cómo se traduce eso en el debate político. Ayer mismo, Carlos Martínez-Gorriarán, en Tercera de ABC, afirmaba que la reaparición de ETA no puede ser capitalizada ni por tirios ni por troyanos. Entiéndase –y he aquí lo lamentable- no porque no lo intenten, sino porque no pueden. Porque ambos han cometido errores que conducen los respectivos discursos políticos a callejones sin salida. Pero está por ver cuál puede ser la reacción de la opinión pública ante una nueva etapa de sufrimiento.

Menos asco, desde luego, da hablar sobre el segundo asunto: el Tribunal Constitucional y sus sentencias sobre el Estatuto Catalán (digo sentencias, en plural, porque la pasmosa decisión de no acumular recursos habrá de implicar más de una). El Gobierno necesita una sentencia con la que pueda vivir políticamente... y, con toda probabilidad, la tendrá. Personalmente, apuesto a que el TC despachará el asunto con una sentencia interpretativa –que, quizá, dado el estado en que salió de las Cortes el texto, sea lo que proceda en Derecho-. A efectos políticos, esto quiere decir una sentencia dura en el fondo, pero suave en la forma. Para domeñar el Estatuto, no se precisan tanto declaraciones grandilocuentes como fórmulas prácticas.

El escenario ideal para el Gobierno –en rigor, para ambos gobiernos, el de Madrid y el de Barcelona-, de hecho, es ése, el de una sentencia que, sin afirmaciones rotundas, rebaje, en la práctica, el tremendo potencial disruptivo que caracteriza a ese estatuto (este tema también nos llevaría a otro debate, así que dejémoslo ahí, por hoy). Ya digo que es el escenario más probable, a mi juicio, pero también aquí habrá que esperar.

La consigna, no obstante, parece clara: hacer como que se hace. Dar por hecho que se va a ganar y, por tanto, ir presentando proyectos como si el Zapaterato fuese a durar mil años.

¿Y el PP? Las encuestas dicen que a la par. Pero, al menos, a mí me da la sensación de que afronta el último acto en situación de debilidad. Y no sólo por la inestimable colaboración de ese repelente niño Vicente de la política que atiende por Alberto y algunos otros. Desconozco qué reflexiones habrán ocupado la cabeza de Rajoy en las semanas de descanso estival, pero, inteligente como es, debería estar preocupado –aunque, a veces, da también la sensación de que, como en un “pase de mí este cáliz” lo que desea es que el baile acabe cuanto antes.

Por mucho que una derrota electoral sea siempre traumática, en especial cuando sobreviene estando en el poder, y dé lugar a una muy explicable pájara, no se alcanza a comprender cómo un gobierno menesteroso, intelectualmente nulo, al que es imposible adivinar ninguna línea coherente de política y cuyas principales iniciativas fracasan de modo rotundo, consigue aguantar tan bien el tipo.

Pero lo cierto es que hoy, de nuevo, el escenario probable es que, sin demasiado confort, eso es verdad, José Luis repita magistratura. Lo que debe esperar de la coda de esta legislatura esperpéntica es, por tanto, y sencillamente, que las cosas no empeoren. Nos quedan, es verdad, los “meses basura”; pero se trata de unos meses fundamentales, básicos para apuntalar una calma de tente mientras cobro. Y lo que tenga que reventar, que lo haga el próximo verano.

THINKING BLOGGER AWARD

Dos queridos colegas, Luis I. Gómez (Desde el Exilio) y Jorge Castrillejo (El Último Liberal Palentino), quien sabe si llevados de sus respetables manías o presa de vapores etílicos, han decidido que este blog merece ser distinguido con el “Thinking Blogger Award”. O sea, que lo que aquí encuentran les hace pensar, o les proporciona material para que se les ocurran ideas.

Para que los escépticos vean que no miento, he aquí los posts de Luis y Jorge.

Además de agradecer a ambos la amabilidad, las reglas del juego exigen que yo, por mi parte, señale otros cinco. Me pasa lo que a Luis, que son bastantes más de cinco las fuentes a las que acudo de vez en cuando en busca de inspiración. Veamos, hecha la medio trampa de apuntar que, precisamente, tanto Luis como Jorge con dos de esas fuentes voy a señalar otras cinco –y van siete, je, je, como en los festivales de cine, cuelo dos fuera de concurso... pero espero que se vea la película-.

El de Josep Mª Fàbregas: Nihil Obstat (es principalmente catalán, pero no me han dicho que las reglas incluyan limitación alguna de idioma)

El de David Millán.

La muy útil Road to Freedom.

Un punto de vista particular: el de Pandemonio.

Y, finalmente, una esquina de recomendable visita: Freelance Corner

Lo dicho, quedan muchos en el tintero, pero... las reglas son las reglas.









jueves, agosto 16, 2007

LA SENSATEZ Y EL DEBATE SOBRE INFRAESTRUCTURAS

Inmaculada Rodríguez-Piñero, Secretaria de Política Económica y Empleo del PSOE publica hoy, bajo el título de “Debate inacabado sobre inversión pública”, un artículo muy sensato en el diario El Mundo.

Denuncia doña Inmaculada –ya digo, con buen juicio- la sarta de tonterías y el victimismo barato sobre la inversión pública, y más exactamente sobre la inversión pública estatal. El artículo es, claro, de lo más oportuno, ahora que, al calor del desastre catalán, se reavivan los dimes y diretes en torno a la suficiencia de la inversión del Estado –y del cuasiestado representado por las compañías eléctricas y demás entes herederos de los monopolios- en el territorio de Cataluña. Dimes y diretes contestados, por supuesto, y de inmediato, desde otras comunidades autónomas, que reclaman su derecho a no verse discriminadas en el proceso inversor (ad exemplum, ayer mismo, tómese razón de las declaraciones del Presidente de Canarias).

Normalmente, las quejas suelen subir de tono cuando los presupuestos generales empiezan a tomar cuerpo, en un a modo de entremés de la subasta en que se ha terminado convirtiendo el debate presupuestario. Es verdad que todo se centra en la cifra que el documento prevé, para el año entrante, en la Comunidad de turno, ignorándose por completo, con miopía interesada, un enfoque más sensato que dé más cuenta del esfuerzo inversor real que realiza el Estado –o cualquier otra instancia- en el territorio. Nada se dice, apunta Rodríguez-Piñero, de si el esfuerzo inversor “baja”, por ejemplo, porque acabe de concluirse una infraestructura de gran tamaño (la T4, pongamos por caso). Como es lógico, no se precisa hacer cada año y todos los años, la misma inversión en aeropuertos, a Dios gracias. Y, sí, llega un día –que siempre parece lejano- en que la autovía se acaba o el AVE entra, por fin, en la estación. Ipso facto, la cifra de inversión baja y, por lo común, los dineros del Estado (los suyos y los míos, vamos), se destinan a otro lugar donde la autovía aún no llegue o ancho de vía siga siendo ibérico.

No puedo estar más de acuerdo con la señora Rodríguez-Piñero, pues: un alto porcentaje de lo que se ve y escucha en torno al asunto es pura y simple demagogia.

La denuncia de doña Inmaculada es, incluso, elevable a categoría. Si la entiendo bien, la autora se queja (bien es verdad que pro domo sua, porque es ahora su partido el que es fustigado; pero esto poco importa) de que el –llamémosle- debate sobre infraestructuras e inversión pública se desarrolla con el más absoluto desdén por las condiciones técnicas en torno al tema. A nadie parece importarle un pito de qué se habla en realidad y si lo que se dice tiene, o no, algún sentido. Pero es que esto ocurre en, prácticamente, todos los ámbitos de nuestra vida pública. Nuestro foro tiene un nivel que, siendo generosos, cabe calificar de subterráneo.

Por supuesto que, a fin de cuentas, la política es confrontación de intereses, y es lícito –puesto que ese, y no otro, es el fin que reviste toda la polémica, es decir, toda la lucha dialéctica en que, en suma, consiste la política democrática- barrer para casa. Pero ello debería ser compatible con unos mínimos de decencia intelectual y de seriedad. Aunque sólo sea porque tenga alguna posibilidad de resultar fructífero. La frivolidad, la falta de rigor y, por tanto, la esterilidad, parecen ser el denominador común del –insisto, llamémosle- debate en la política española, se hable de carreteras, de impuestos, de sistemas electorales o, incluso, de reformas constitucionales.

Lo que la señora Rodríguez-Piñero omite, cautamente, son los condicionantes más específicamente políticos de la cuestión.

El primero de esos condicionantes, atribuible de forma casi privativa al partido en el que milita doña Inmaculada ha sido el envenenamiento de la polémica sobre infraestructuras vía estatutos de autonomía, en particular, vía estatuto de Cataluña. Uno de los argumentos-estrella de venta del estatuto era, precisamente, que contenía las claves para remediar el “déficit crónico” de inversiones que, dicen –y no lo pongo en duda- padece el Principado. El establishment catalán –ése que, una vez más, acaba de dar muestras patentes de que no vive en el seno de la sociedad catalana sino que, simplemente, la parasita- se felicitó de los “compromisos” cuyo cumplimiento se va a “exigir”. La señora Rodríguez-Piñero parece afirmar que la inversión pública ha de distribuirse según criterios de sensatez y conforme a planes directores no coyunturales, sino adaptados a las necesidades a largo plazo del país (el país es España). Ojalá fuese cierto. Y, si lo es, ¿por qué el partido político de la misma autora ha hecho tanto por desmentirlo? Porque si una imagen se está transmitiendo es que, muy al contrario, la inversión en España se distribuye a golpe de acuerdo político, inconexo con la realidad, y adoptado en función de correlaciones de fuerzas que poco tienen que ver con la planificación de infraestructuras.

En otro orden de cosas, y de nuevo en la generalidad de las categorías, no se puede pretender ser, a la vez, un gobierno vertebrador de territorios –con vocación, por tanto, de ejercer los deberes constitucionales que le competen- y el campeón del autonomismo identitario. Cuando el discurso se trufa de “balanzas fiscales”, “deudas históricas” y demás entelequias, es complicado que prevalezca la única realidad existente: la de unos ciudadanos que pagan los impuestos –los únicos que tienen, de verdad, una balanza fiscal-, y pagarán los billetes de AVE, las tasas aeroportuarias y... el sueldo de la patulea de vagos, incompetentes y sinvergüenzas que, incapaces de solucionar unos problemas más propios de La Paz que de Barcelona, hacen punto de orgullo, eso sí, de dirigirse en catalán al presidente de una compañía eléctrica que, aragonés él, al menos va por allí a dar la cara (y que cuentan con colegas de similar nivel en otros lugares de la geografía patria, faltaría más).

Entre la sensatez que reclama la señora Rodríguez-Piñero y la sensatez que desearíamos los ciudadanos –“sensatez”, simplemente, consistente en que las discusiones vayan por cauces juiciosos, tampoco que bajen de intensidad, si no es preciso- se extiende un mar de cuerpos intermedios hipertrofiados, para los que la discusión informe y conducente a nada es una forma como otra cualquiera de tapar la propia inanidad.

miércoles, agosto 15, 2007

INTEGRANDO NACIONALISMOS

El desenlace del culebrón navarro ofrece, sin duda, múltiples aspectos de interés. Vaya por delante que, a mi juicio, la decisión tomada por el Partido Socialista en Ferraz es la correcta. No sólo es la más conveniente para las expectativas electorales del propio partido a nivel general sino que, sin duda, es la mejor para España en su conjunto, incluida Navarra, por supuesto.

Era, además, en la actual coyuntura, la única viable, pese a Puras, Chivite y compañía –y sin desconocer que no ha tenido que ser plato de gusto la exhibición de potencia disciplinaria desde Madrid, por otra parte tan poco acorde con la letra estatutaria de un partido que sigue diciéndose federal, no obstante las continuas muestras de dominio centralizado, más o menos férreo según épocas.

Pero es bastante evidente, me temo, que han pesado en la decisión elementos tácticos. Es decir, no es tanto que se haya descartado un pacto de gobierno con un nacionalismo de cuño tan particular como el de NaBai por cuestión de principios –es decir, por incompatibilidad profunda de programas políticos- como por inconveniencia puntual. No es “no” en todo caso, sino “no” aquí y ahora. Ni lo aconsejaba el momento político ni, por supuesto, lo facilitaba la aritmética parlamentaria, tras una victoria muy holgada de UPN y con los socialistas como tercera fuerza, nada menos.

Al caso, igual da, el resultado –probablemente, precario, y dependiente de los resultados de las Generales de 2008- es bienvenido y, por qué no decirlo también, abre a UPN un escenario de gestión que demandará cierta finura política. Más interesantes son, sin embargo, otros aspectos.

Son llamativos, desde luego, los ayes de NaBai sobre el desdén del PSN y su negativa a asumir riesgos, pese a que esa formación se había desmarcado de la violencia. Se dirá, claro, que es una pose normal en quien acaba de ser rechazado como pareja de baile –cómo no denunciar el error de quien nos desdeñó-, pero han sido llamativos ciertos comentarios procedentes de algunos sectores ajenos a la propia coalición anexionista, del PNV o del propio socialismo, sobre la pérdida de ocasión de “integrar” al “nacionalismo no violento” (ojo, no ya “moderado” –ese es el PNV, es CiU- sino al “no violento”).

Obviemos el evidente carácter pro domo sua del comentario en bocas socialistas –se conoce que el socialismo español no hace pactos contra natura o políticamente inexplicables, sino obras de misericordia, porque allí donde se busca un socio poco presentable, lo “integra” en el marco democrático-; si, verdaderamente, tomamos el argumento en serio, nos da una pista sobre el nivel de degradación que ha alcanzado el discurso político en España.

No deja de ser curioso que el “rechazo de la violencia”, es decir, la condición de minimis absolutamente inexcusable para tomar parte en el juego se convierta, por razones que se me escapan, en título de legitimación para que se ofrezca “un cauce de expresión” o “una solución” al conjunto de ideas representado. NaBai es una fuerza política democrática –no violenta, al menos-. Bien. Representa a un determinado porcentaje de los navarros. También bien. ¿Y?

Volvemos a lo de siempre. La sensación, vaya usted a saber por qué, de urgencia que el nacionalismo consigue crear en sus interlocutores políticos. Sensación de urgencia que es, claro, reflejo palmario del infantilismo que es característica notable en esta ideología. La idea de que “lo mío”, “debe” tener una consideración, “debe” ser tomado en cuenta. Así pues, basta que renuncie a los mecanismos más execrables para que, por ese sólo hecho, “lo mío” deba incorporarse a la agenda. Es verdad que, en el caso vasco, late un obvio chantaje. Hemos de darles “algo” porque, si no, se declararán “defraudados”, decepcionados por el sistema y, claro está, volverán a las andadas.

Es claro que, estirando el argumento, el nacionalismo convierte su “derecho a participar” en un “derecho a regir”, derecho a determinar, derecho a que su programa político sea el programa director, con independencia de la magnitud real del apoyo.

Esto es, sencillamente, pasmoso. Recuerda, salvadas las distancias, a estas generosas ofertas que el mundo árabe hace de cuando en cuando a Israel –y que hacen que los europeos den palmas con las orejas- ofreciendo, a cambio de todo tipo de cesiones sustanciales, el reconocimiento. O sea, que el resultado del diálogo es, para una de las partes... el reconocimiento de su derecho a existir o, de otro modo, su carácter de interlocutor, es decir, el punto de partida. Estupendo.

El nacionalismo plantea dilemas de parecido tenor. Se aviene a participar en la medida en que, de esa participación, no pueda derivarse otro resultado que su dominio de la escena. Mientras los demás, se supone, han de mostrar un agradecimiento infinito. Si esto no es una patología mental, que venga Dios y lo vea.

El problema, ya digo, no es que el nacionalismo sea una mentalidad absolutamente ajena a las ideologías políticas de matriz liberal, que lo es, sino que esta circunstancia, en España, venga generando una especie de ansiedad en los demás. Una ansiedad en pos de un imposible, que es que el nacionalismo se convierta en una fuerza política positiva y “común”, es decir, “como las demás”. Eso es algo así como que un olmo dé peras.

Si hemos llegado a este estado de cosas es, claro, por el proceso de subasta a la baja en que la democracia española ha ido degradando sus propios valores. Es verdad que el zapaterismo representa el paroxismo del desarme moral, pero el agravamiento de la enfermedad no quiere decir que traiga causa de estos cuatro años. Es el resultado de un proceso histórico tan viejo como la propia democracia. No es casual, la verdad, que cierta gente haya llegado a pensar que el simple abandono de las armas o del apoyo a quienes las usan es condición suficiente para lograr lo que los números, por sí mismos, no darían o, por lo menos, no vendrían dando hasta la fecha.

Los abogados de la “integración” deberían tener más cuidado con las expectativas que crean.

miércoles, agosto 01, 2007

"BACK TO BASICS"

Mis lecturas de verano se están caracterizando por un intenso retorno a los fundamentos. Próximo a terminar “Liberalismo. Una aproximación”, de David Boaz –que también se podría haber titulado, “Liberalismo: primeras nociones”- mi próxima parada será “En busca de Montesquieu. La Democracia en Peligro”, de Pedro Schwartz (para los interesados, los libros están publicados, respectivamente, por Gota a Gota y Encuentro). Un par de clásicos reeditados de Sartori completarán el menú estival.

Es útil, de cuando en cuando, retornar a las ideas primigenias. A textos como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, o a las muy sensatas reflexiones del Barón de Montesquieu. Y es útil, aunque sólo sea por darnos cuenta de cuán violentados son los principios en nuestra sociedad. El liberalismo se creyó triunfante durante un tiempo y bajó la guardia. Desde entonces, los enemigos de la libertad, como las olas del mar, no dejan de batir. Fascismos, nacionalismos... y, últimamente, estados bienintencionados.

Pero, ¿verdaderamente hemos de preocuparnos por las cosas elementales? ¿De veras es preciso volver sobre las fuentes del dieciocho, nada menos? Mi respuesta es, rotundamente, sí. El liberalismo, como posición filosófica, es hoy más necesario que nunca. Y lo es en su concepción primigenia, con sus ideas-motriz, a saber, que todos los hombres son creados iguales en derechos y dignidad, son libres y deben ser respetados en el uso de sus libertades en tanto no entren en conflicto con las de otro. El papel del gobierno es el de conseguir que ese estado de cosas no sea violentado, y sólo ése.

El liberalismo se enfrenta, a mi juicio, a tres grupos básicos de problemas.

El primero, naturalmente, es la propia configuración del denominado estado de bienestar –nombre que recibe la máquina redistributiva que detrae renta de las clases medias y medias altas para transferírsela a las clases medias-bajas-. Ese estado, aparte de plantear muy serios problemas morales de diverso orden –todos concatenados de un modo u otro con el desprecio del fundamental derecho de propiedad, en el sentido más amplio del término- se caracteriza por imponer una subversión del orden montesquiniano.

En efecto, ya que el gobierno “hace” tantas cosas, el poder Ejecutivo se hipertrofia en su doble vertiente: administración (ejecutivo en acto) y organización de partidos políticos (ejecutivo en potencia). A través de los partidos –pensados como instituciones intermedias entre la esfera del estado y la de la sociedad civil y, en la práctica, obstáculos evidentes al desarrollo de esta última y a una relación sana entre estado y ciudadanos- ese todopoderoso ejecutivo se amalgama con un legislativo inoperante en su función de control y, sencillamente, subordinado en la de hacer leyes. En la función financiera, el ciudadano, lisa y llanamente, no tiene quien le defienda. Antaño, las asambleas parlamentarias defendían el legítimo derecho de los seres humanos al producto de su trabajo; hoy en día, es evidente que, del paso por el Parlamento, sólo podemos esperar que las lesiones a nuestros bienes y libertades salgan corregidas y aumentadas por la demagogia partidaria.

Queda, claro, como garantía el poder judicial. Pero es una garantía precaria porque, de una parte, poco pueden hacer los jueces para defendernos de leyes injustas pero válidas y, además, al menos en España, una de las organizaciones fundamentales del panorama político, el PSOE, es enemiga declarada de la independencia judicial y, por tanto, hará cuanto pueda por menoscabar esta última y débil garantía. A los ciudadanos, además, se nos veda el acceso a la jurisdicción constitucional para combatir las leyes en abstracto, cosa que, en la práctica, sólo pueden hacer los partidos, en suma (es decir, los promotores de las leyes inconstitucionales).

El segundo problema es, naturalmente, la tendencia de nuestras sociedades hacia la pluriculturalidad y las nuevas dificultades que presenta la necesidad de observar el principio esencial de que nadie debe ser molestado en sus creencias y formas de ver la vida y la innegable existencia de un sustrato ético mínimo que debe ser aceptado por todos los partícipes en el sistema para que éste subsista. Nos guste o no, los marcos éticos procedimentales, característicos de las teorías liberales o cuasiliberales de la Justicia –de base kantiana, en última instancia- llevan implícita una carga, siquiera mínima, de eticidad material. Esa eticidad material es ineludible, y no puede ser eliminada sin que el sistema se desmorone. Ciertamente, es poco lo que se exige como común denominador; tan poco que, durante dos siglos, pudo ser obviado. Ya no es tan fácil afirmar tal cosa.

Naturalmente, el estado invasor ha visto en la pluriculturalidad, la inmigración y la mayor complejidad de las sociedades múltiples excusas para una mayor intervención. Los socialistas de todos los partidos son atraídos como moscas a la miel de los nuevos problemas, bien pertrechados de doctrinas absurdas, soluciones ineficientes y, cómo no, nuevos y estupendos programas de gasto en los que dispendiar nuestros impuestos.

Y el tercer problema, quizá el que pueda pasar más inadvertido, es que la intelectualidad, al menos la europea, no es liberal. El liberalismo –es decir, la filosofía política que ha producido los mayores niveles de bienestar y libertades personales a los seres humanos- cuenta con muy pocos abogados en los foros del pensamiento. Cuando no son abiertamente enemigos, y se toman la palabra “liberal” como un insulto, desarrollan sutiles teorías encaminadas a demostrar que el liberalismo está “obsoleto” o que cosas como la separación de poderes están “superadas”.

Una de las mayores tragedias que han sucedido en la Europa contemporánea ha sido que el Estado ha extendido sus tentáculos al mundo de las artes y de las ciencias. En España, además, una universidad inane y un mundo cultural y artístico indigente han sido terreno abonado para convertir a los supuestos críticos en escuderos. ¿Es casual que, de cada 10 páginas escritas en textos universitarios sobre la globalización, por ejemplo, unas 9 se dediquen a anatematizarla?

La gravedad de este problema, es, insisto, complicada de advertir. No nos hemos dado cuenta de cómo los supuestos vigías, quienes debían cuidar de nuestras libertades, rechazando las torticeras maniobras de sus enemigos, se han aliado con ellos. La cultura “oficial” es abierta o subrepticiamente antiliberal.

Todos estos problemas se dan, en España, corregidos y aumentados. La inexistente tradición democrática del país, el muy bajo nivel intelectual del debate político y, en fin, las evidentes carencias del tejido de la sociedad civil, han dado lugar a las formas más groseras de transgresión de los principios más elementales del buen gobierno y a una clase política que, en un entorno inspirado en el liberalismo clásico, sencillamente, se ahogaría.

Queda mucho, mucho trabajo por hacer. Convendrá ir repasando las ideas básicas.