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domingo, noviembre 11, 2007

ALGO DE PESIMISMO ANTROPOLÓGICO

Los habituales de la casa habrán notado que esta bitácora se actualiza cada vez menos. No voy a negar que las ausencias, cada vez más prolongadas, obedecen en buena medida a simple falta de tiempo. Pero tampoco voy a esconder que me asaltan cada día con más frecuencia dudas acerca de si merece o no la pena seguir en este empeño. Escribir, juntar letras, es en sí un placer y un solaz, pero no nos engañemos, sobre todo si uno opta por géneros como el que a mí me ha dado por cultivar –quede al lector el calificativo más preciso- hace falta algo que decir. Algo que merezca ser dicho y, también, que tenga algún viso de ser escuchado.

En los últimos tiempos, noto que mi moral decae, la verdad. Me puede el entorno. Me puede el escasísimo eco que el liberalismo laico tiene en esta sociedad. Me pueden, en suma, la falta de sentido cívico de España y de los españoles. Hay días que me levanto pensando que jamás tendremos, en nuestro país, una democracia liberal digna de tal nombre, sencillamente porque no la queremos. No la buscamos. Como consecuencia, tengo la sensación de que lo que escribo es de muy poco interés para mis conciudadanos. Un discurso sobre la ciudadanía responsable, sobre la ciudadanía liberal, en las antípodas del zapaterismo pero, me temo, también lejos de los terrenos donde pulula la única derecha realmente existente no parece tener nada de interesante para nadie, a salvo esta pequeña comunidad que hemos formado quienes gustamos de leernos a nosotros mismos y poco más.

Acabo de terminar el reciente ensayo de Albert Boadella que ha merecido –justamente, creo - el premio Espasa de este año. El dramaturgo catalán, tristemente, acaba el libro poco menos que anunciando que se da por vencido. Lejos de mi intención compararme con todo un personaje como don Albert que, al fin y al cabo, uno no es nadie, pero me preocupa, y mucho, la razón que da para su deserción. Boadella, viejo luchador contra toda clase de intolerancias –y, claro, demócrata convencido- ve la hora de hacer mutis no cuando carga contra él todo el establishment catalán sino cuando ese establishment y la sociedad que parasita se vuelven indistinguibles. En ese caso, acierta el cómico en que lo mejor es irse, porque no hay conciencia ciudadana que despertar, ninguna causa verdadera a la que servir.

Y es que igual tenemos que ir haciéndonos a la idea de que puedan ganar los malos. En estos días, se cumplen dieciocho años de la caída del Muro de Berlín. En aquella hora se anunció que toda una perspectiva ideológica liberticida se iba para no volver. Sencillamente porque había quedado falsada, porque no había resistido el contraste con la realidad. Pero tiempo faltó para que la historia diera la razón a Revel en su aserto de que la fuerza más poderosa del mundo es la mentira. La realidad, ¿a quién le importa?

La democracia liberal, ilusa ella, se sentía vencedora, afianzada, tras ganar, por fin, una guerra antitotalitaria, soterrada, que duró más de cincuenta años. Pero, ay, entre tanto, los engendritos del 68, la generación más inane de la historia, había alcanzado la mayor edad, y estaban dispuestos a demostrar que la imbecilidad humana no conoce límites. Tampoco la desvergüenza ni la indecencia. Los enemigos de la democracia liberal han vuelto a la carga, en esta ocasión, me temo, con el alma más letal de todas: la ideología que no puede ser falsada, precisamente por no parecer ni presentarse como una ideología. Paradójico pero cierto. De todos los enemigos que ha tenido el liberalismo, sin duda, el sesentayochismo es, aparentemente, el más burdo. Pero precisamente por eso se viene mostrando como el más correoso. Porque ha conseguido liberarse de todas las constricciones impuestas por el discurso racional.

Dieciocho años después, hemos retrocedido como los cangrejos. Algunos lo llaman “corrección política” otros, “pensamiento débil”. En suma, se llame como se llame, es un invento liberticida y muy peligroso. Porque es muy difícil hacerle frente. Porque tiene los efectos paralizantes de una droga. Como destaca Manuel Conthe, en ocasiones, un grupo puede tomar una decisión perfectamente estúpida que, además, todos los miembros del grupo, uno a uno, saben que lo es. Eso es frecuente en el mundo de lo políticamente correcto. Y es el miedo lo que impide que se levante la voz para decir que el emperador va desnudo.

En una ocasión, alguien, en una campaña electoral, dijo que el PSOE era el partido que más se parece a España. Lo que yo me temo es que sea España la que se parezca al PSOE. Porque, entonces, no hay nada que hacer. Estamos todos en el trance de Boadella. No nos queda otra que aceptar la evidencia.

Perdonen ustedes la ración de pesimismo dominical, o considérenla un benéfico desahogo. Me pasa de cuando en cuando. Pesimismo antropológico, se llama.

EL TRISTE SUCESO DE SANTIAGO

Triste, muy triste episodio del de ayer en Santiago. Doblemente lamentable, si tenemos en cuenta que es lo que les faltaba a las ya de por sí endebles cumbres iberoamericanas. Por desgracia, era de prever. Y es que lo de los insultos contra España o los españoles empieza a ser cuestión de costumbre.

Recuerdo que, en una de las primeras cumbres, un presidente –creo recordar que de Guatemala- se despachó a gusto acusándonos del genocidio de los Mayas. En nuestra propia casa, el tipo nos afeaba los desmanes, cinco veces centenarios de ¿nuestros antepasados? Más bien de los suyos. No deja de ser curioso que buena parte de los que vienen a insultarnos resultan ser miembros de esas castas dirigentes, repulsivas, caciquiles y, por supuesto, bastante autóctonas- Los americanos, un buen día, va ya para doscientos años, decidieron echarnos, y quedarse a solas con esa gente.

Lo de ahora tiene, además, otras lecturas. Toca retórica antiimperialista. Nada personal, solo la eterna cantinela del “enemigo exterior”. “Somos pobres, la culpa es de ellos”. A cierta izquierda española, este sonsonete le hacía y le hace mucha gracia. Al fin y al cabo, América Latina no deja de ser el lugar en el que algunos esforzados hacen realidad los ideales mientras el progre patrio va echando barriga –sin dejar de decir las mismas gilipolleces de siempre-. El problema, claro, es que el imperio, al menos una parte chiquita de él... somos nosotros. Son las empresas españolas que operan allí los servicios bancarios, el teléfono, la luz, en fin, ya se sabe, la United Fruit rediviva. Así pues –ya digo que no es nada personal- éramos y somos víctimas propiciatorias de la demagogia populista. Es verdad que otras naciones, amén del Satán yanqui –las críticas a los Estados Unidos ya no son noticia- tienen también muy importantes intereses en la región, y es casi seguro que sus empresas aplican allí las mismas prácticas poco ortodoxas por las que se han hecho famosas en otras latitudes –prácticas, por cierto, a las que nuestras empresas, como nuestros soldados, son bastante ajenas-, pero no tienen el glamour de esta madre patria venida a menos, a la que se puede echar en cara todo un memorial de agravios (holandeses, ingleses y demás colegas no solían dejar vía a posibles herederos vivos).

Pues miren ustedes. Ya sé que esto no es políticamente correcto, pero creo que no yerro si afirmo que: el imperio español de la Edad Moderna fue, con mucho, el menos maléfico entre sus contemporáneos; nuestras exiguas posesiones coloniales decimonónicas recibieron un trato notablemente mejor que el de sus pares respecto a sus metrópolis –un poco de historia de la olvidada Guinea Ecuatorial daría pie a elaborar esta idea- y, en tiempos más actuales, España y los españoles se vienen conduciendo por el mundo con excelentes calificaciones. Nuestro país es, posiblemente, una de las democracias más respetuosas con el Derecho internacional –a veces, tanto, tanto, que entra en conflicto con la propia Justicia-; nuestros soldados rinden servicios, pero no abusan ni vejan; y nuestras empresas llegan, pagan la factura y hacen cuanto pueden porque los servicios funcionen, por lo menos igual o mejor que sus competidoras internacionales.

Otra cosa es que nuestra política exterior desde hace treinta años, salvo algunos meses, se desempeñe como si nada de lo anterior fuese cierto, especialmente con respecto a América Latina. Es cierto que, en estos tres últimos años, estamos llegando al paroxismo de la incompetencia y el mal hacer –y, desde luego, no es casual la acumulación de reveses-, pero no es algo del todo novedoso. Urge un replanteamiento integral, en profundidad, de la acción exterior de España. No solo para dotarla de una línea coherente sino para desplegarla de una forma ordenada.

Lo de ayer no es tolerable, y merece el calificativo de completo desastre. Es cierto que lo sucedido no fue el peor de los escenarios posibles. Hubiese sido peor, claro, que el Rey y el Presidente del Gobierno hubieran permanecido impasibles ante las invectivas de Chávez y ante las de Ortega. Pero la abrupta respuesta de Su Majestad tampoco es para tirar cohetes. Sí, hay un cierto regusto de desahogo en ese “poner los huevos encima de la mesa” –al final, volvemos la fórmula ibérica por excelencia- pero la admonición a un jefe de estado extranjero no parece lo más acorde con el uso diplomático. El abandono posterior del salón, aspaventoso pero en silencio, fue medida mucho más proporcionada.

Con todo, el concreto suceso es lo de menos. Lo de más es que a nuestro servicio exterior estas cosas le suceden. Y no debería ocurrir. El Rey no debe acudir a escenarios en los que, previsiblemente, puede ser insultado o puede verse en trance de tener que responder. Por supuesto que nadie puede prever la eventualidad de que un mandatario extranjero se vuelva loco y provoque un incidente. Pero la patulea de demagogos que pululan por el continente americano no “se han vuelto” nada. Chávez venía apuntando maneras, y todo lo que ha recibido es coba y parabienes. El “fascista” no se le cae de la boca a quien tiene en mente nada menos que convertirse en el presidente vitalicio de la república de Venezuela.

Bien está la defensa del ex Presidente Aznar, que la merece en los exactos términos que la hizo Zapatero, es decir, incluso desde la discrepancia ideológica. Pero la principal preocupación de nuestra política exterior debería ser asegurar el respeto debido a España en aquellas latitudes. Y muy en especial a nuestras empresas, a las que nadie debería poder acusar sin pruebas. El mejor favor que podríamos hacer a los latinoamericanos –a los que aún lo precisen, que ya no son todos, a Dios gracias- es dejarnos de cumbres y declaraciones grandilocuentes y contribuir a asegurar el establecimiento de sólidos estados de Derecho.

Sé que no estamos nosotros para dar muchas lecciones en la materia pero, al menos, de puertas afuera, no vamos por ahí insultando al prójimo.