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domingo, julio 29, 2007

LOS DOS QUINIENTOS

El artículo 31.2 de la Constitución Española dice que “el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía” y el 134.2 dice que los Presupuestos deben contener todos los gastos y todos los ingresos. Esos preceptos tienen, naturalmente, desarrollo legislativo en principios que deben ser observados. Así pues, en España, las promesas al estilo peronista no sólo son zafias, sino muy dudosamente legales.

En realidad, los preceptos jurídicos estarían de más si se pudiera confiar en que los políticos se acercarían, como debieran, con mano temblorosa a la cartera del contribuyente. Lo diré bien claro por si alguien no lo ha entendido: cuando un Gobierno se excede en el uso de sus potestades financieras, roba. Roba igual que el ratero, que el estafador o que el defraudador, porque toma algo que no le corresponde, porque se lleva el producto de nuestro trabajo. Si me apuran, el robo de estado es especialmente execrable, por cuanto se ampara en una coacción irresistible.

Lo repito, con todas las letras, a ver si quienes no se quieren enterar, se enteran. A ver si esta democracia a medio cocinar se despierta: un tributo injusto o un gasto irracional son un robo. Y quien roba es un ladrón. Y el hecho de que el ladrón esté revestido con las túnicas y los oropeles del poder sólo le hace más despreciable. ¿Está claro?

Cuando un Presidente del Gobierno se sube a la Tribuna de oradores y promete ayudas a la natalidad, al reciclaje, al cambio de neumáticos o a lo que sea, al estilo de los tribunos de la plebe ofreciendo pan y circo, autoeximiéndose por completo toda justificación, se degrada a sí mismo como político y degrada, transforma en plebe, al pueblo que le escucha. Sí, señores, así de duro. Porque la cuestión fiscal es una cuestión total y absolutamente moral. Afecta íntimamente a nuestras libertades y, por tanto, a nuestra dignidad.

¿Se ha molestado alguien en justificar cumplidamente que los dos mil quinientos euros son necesarios? ¿Alguien ha evidenciado que sean útiles al fin que se pretende? Es más, ¿alguien se ha molestado en explicar por qué demonios debe hacerse algo por potenciar la natalidad? ¿Puede alguien explicarme cómo es posible que un país como España, cuya población crece y crece, tenga que estimular la natalidad? Ruego a quienes siguen diciendo tamaña estupidez que se atrevan a decir lo que realmente piensan. Porque lo que piensan no es que falte gente, sino que faltan “españoles”, ¿a que sí?

Excuso decirles la opinión que me merece semejante tesis. Así pues, es todo un dislate. Una medida electoralista, un dinero para la plebe y, por tanto, algo que sobra. Y si sobra, y se retiene, se roba. ¿Lo repito?

¿Y el partido de la oposición? ¿Y el partido “liberal”?... Pues, tres mil. Con la misma base conceptual, se entiende. En bien de la familia. Bonito escenario. Bonito concurso de robaperas, sí señor.

Como ciudadano y como liberal, no sé qué sentir, si indignación, vergüenza, pena o todo a la vez. Mi gobierno me roba, mis conciudadanos aplauden y la oposición proclama que, si fuera gobierno... me robaría más todavía.

Joder.

¿HACIA UNA CRISIS DEL SISTEMA?

Los comentarios del senador del PNV, Iñaki Anasagasti, acerca del Rey y, en general, de la familia real, aun conteniendo algún gramo de razón –sobre todo en esas referencias, obiter dicta, a los consortes que, hoy por hoy, se erigen en la amenaza más peligrosa para la estabilidad de la Monarquía- son doblemente improcedentes. Primero, por lo chuscas y lo impropias de una persona que, como Anasagasti, está atada por evidentes vínculos institucionales. Y, segundo, porque no parece que un senador del Reino sea, precisamente, la persona más autorizada para criticar lo poco intenso del trabajo de los demás. No me cabe la menor duda de que, al igual que su Majestad, muchos diputados y senadores sudarán la camiseta, pero se les nota lo mismo. Es más, me temo que los españoles –vascos incluidos- tienen una percepción más nítida del desempeño del Rey que del de muchos, pero muchos miembros de las Cámaras, incluyendo casi todos los senadores.

Pero, en fin, es una brizna más. Algo que viene a ahondar en esta sensación de crisis que rodea al marco constitucional español. No creo que sea, precisamente, la Corona una de las piezas que peor aguanten el tirón –soy de los que piensan que, con independencia del anómalo origen, don Juan Carlos, en particular, ha ganado una legitimidad de ejercicio que aún no ha dilapidado, ni mucho menos- pero parece innegable que incluso la impostada solidez del Trono empieza también a resquebrajarse.

No hace mucho tiempo, leí un artículo de Jorge de Esteban en el que afirmaba que la Constitución Española resulta irreformable. Irreformable de hecho, se entiende. A juicio del prestigioso constitucionalista, las condiciones exigidas son, sencillamente, de imposible cumplimiento. En otras palabras, será posible jurídicamente, pero no lo es políticamente. Empero, no toda la Constitución material adolece del mismo grado de rigidez que la Constitución formal. Nuestro marco constitucional tiene, sin duda, su base en el Texto de 1978, pero ese texto, para funcionar, necesita, al menos dos complementos indispensables: la ley de régimen electoral general y los estatutos de autonomía. Todo ello, claro está, aderezado con la jurisprudencia constitucional, que se ha revelado, en realidad, tan constituyente como las propias leyes.

Pues bien, no todos los elementos del conjunto, claro es, se encuentran igualmente blindados. Y, de hecho, en estos días, asistimos a un proceso de reforma de las piezas secundarias –los estatutos de autonomía- en mitad de un debate demencial, guiado por la frivolidad y manifiesta irresponsabilidad del peor gobierno de la historia de la Democracia –con una oposición inane y falta de norte como imprescindible telonera-, del que está ausente no ya el consenso, sino el sentido común. Si interpreto correctamente a Esteban- y, en todo caso, es mi propia lectura- sólo una reforma constitucional en sentido formal, una reforma del Texto fundamental, lograría, a estas alturas, el reequilibrio institucional roto. Pero recuérdese que hemos partido de la premisa de la imposibilidad efectiva de realizar semejante reforma.

La consecuencia de todo ello sólo puede ser que nos encaminamos a una crisis de considerables proporciones, de la que, desde luego, la Monarquía no saldrá intacta.

Nada impediría, desde luego, que la crisis –que tiene algunos pilares reales, como la clara inadecuación de ciertos elementos del sistema a la altura de los tiempos- se solventara con rigor y no sólo no supusiera un problema para la sociedad española sino que, al contrario, resultara en un marco mucho más estable y, al tiempo, dinámico, que potenciara nuestro desarrollo. Con o sin Rey, que esto es lo de menos.
El problema fundamental no es de orden técnico-jurídico, sino estrictamente político. La democracia española está en crisis porque lo está el sistema de partidos. Los partidos políticos españoles, en estos momentos, carecen de la solvencia intelectual e, incluso, moral, como para acometer semejante cambio. Me refiero, naturalmente, al PSOE y al PP, ya que los demás, salvo excepciones, sencillamente no tienen interés alguno en la estabilidad del sistema o, lisa y llanamente, no son partidos españoles en el sentido amplio del término –quiero decir, con un interés real en el conjunto-.

El Partido Socialista, en su actual configuración, no puede ser solución porque es parte del problema. De hecho, como queda dicho, ha dedicado sus mejores esfuerzos a que la estabilidad salte por los aires, quizá en la creencia de que el status resultante le favoreciera –esperanza vana, me temo, pero allá ellos-. El PP tampoco parece capaz de hacer otra cosa que alternar obviedades con sonoras bobadas. Y, en todo caso, de nada nos vale el uno sin el otro. Nuestro problema es que no necesitamos un político cabal, patriota, intelectualmente formado, sensato y con autoridad entre los suyos... sino dos. Y eso parece mucho pedir por estos pagos y en estos tiempos.

Así, hasta El Jueves se convierte en un peligroso agente desestabilizador, claro. Incluso Anasagasti.

domingo, julio 22, 2007

EL JUEVES

Me entero por Batiburrillo de que el affaire El Jueves ha despertado sentimientos encontrados en la parroquia bloguero-liberal, como era de prever. No era mi tema para hoy, pero mi natural pisacharcos me impide soslayarlo, la verdad.

No sé quién ha podido hablar de un supuesto “derecho a injuriar” que, encima, los liberales tendríamos que defender. ¡Válgame Dios! Hay un derecho que debe ser lo más irrestricto posible a la libertad de expresión, eso sí. Ahora bien, si el resultado de esa libertad de expresión es injurioso, habrá que atenerse a las consecuencias, porque nadie tiene derecho a insultar a su prójimo, ni siquiera cuando le dice cuatro verdades.

Por lo demás, estoy con quienes opinan que lo de El Jueves es una ordinariez, soez, de mal gusto, con la gracia justita y que denota que el dibujante decidió dar vacaciones a las neuronas. Pero no es eso lo que se discute. La sensibilidad de uno queda bien a salvo con no leer la revista. La cuestión es si la portada de marras fue injuriosa o, más propiamente, delictiva (porque, me imagino, el precepto penal reclamado será el artículo 491.2 del Código Penal, que no versa exactamente sobre un tipo especial de delito de injurias sino, más ampliamente, sobre daños “al prestigio de la Corona”).

Este debate es técnico y compete a los jueces, aunque los demás podamos opinar al respecto, claro está. El secuestro de la revista es una medida perfectamente legal y, en su caso, ajustada al ordenamiento. Si se me permite el apunte personal, creo que será difícil construir un título de condena completo y, sobre todo, estoy con El País de ayer en cuanto a que el secuestro de una publicación, en estos tiempos, no es ya que sea perfectamente inútil –puesto que la portada de marras está accesible por Internet- sino que es contraproducente. No sé cuántos lectores habituales tiene El Jueves, pero dudo que, a estas horas, haya en España y en parte del Extranjero quien no haya visto la zafia caricatura –entre otras cosas porque algunos medios “serios” ofrecieron fotos bien visibles de esa portada que “se negaban rotundamente a publicar”-. No es un caso obvio y, por tanto, caben interpretaciones. De nuevo, a título personal –respetando todas las posturas-, creo que debe imperar siempre un favor libertatis, sin perjuicio de que cada cual se atenga a sus responsabilidades. Nada hubiera sucedido de dejar circular la revista y, después, llamar oportunamente a declarar a los dibujantes e imputarles lo que fuere menester.

Ahora bien, también creo que el asunto viene contaminado por el debate de fondo, por la sensación de ridículo que se produce cuando conductas que sólo algunos perciben como gravemente dañosas para la convivencia son perseguidas –sí, por qué no decirlo, con el rigor que exige la ley- cuando otras, estas sí, casi unánimemente percibidas como escandalosas, permanecen no ya impunes, sino ni tan siquiera turbadas. A mí, la actitud de la Fiscalía y su entendimiento del Derecho me tiene lo que se dice pasmado, qué quieren que les diga. Lo mismo te tira el Código Penal encima que hace una interpretación de la norma “acorde con los tiempos” y libras.

O también, con Josep Mª Fàbregas, habrá que indagar sobre el criterio que se emplea para decidir qué bienes jurídicos reciben especial protección o cuáles no. ¿Por qué la Corona o ciertos sentimientos religiosos –los musulmanes, básicamente- sí y otros sentimientos, valores o ideas –los judeocristianos, por ejemplo, no? Si se toman ustedes la molestia de leer el Código Penal, verán que no hay distinciones. En teoría, la protección que se dispensa es la misma, por ejemplo, para cualquier fe religiosa. Pero es obvio que el nivel de tolerancia para con el insulto no es el mismo.
La propia trayectoria de El Jueves, sin ir más lejos, es buen ejemplo de lo que hablamos. A lo largo de su ya dilatada andadura, la revista ha caricaturizado casi todo lo caricaturizable, de Dios abajo –de hecho, tenía, aunque no sé si la sigue publicando, unas historietas (“el Dios”) cuyo protagonista era el Altísimo, que se paseaba por el cielo en zapatillas de felpa-, pero con especial inquina se ha cebado en la Derecha española, sus símbolos y creencias más tradicionales. Algún que otro problema han tenido pero, en fin, cosa menor.

Así pues, se piense lo que se piense del caso, habríamos de convenir en una cosa: nada hay peor que una Justicia imprevisible. Porque la imprevisibilidad es la antítesis del Derecho.

EL PODER CON MAYÚSCULA

De todos los tributos y recuerdos rendidos a Jesús de Polanco en la hora de su muerte –y vaya por delante que sólo cabe desear que descanse en paz y tenga suerte, ahora que se iguala a todos los demás mortales-, la mayoría deslizados en tono hacia el panegírico, temo que el más ajustado a la realidad es el de Jesús Cacho en El Confidencial. Con todas las exageraciones y el tono marcas de la casa, el palentino pone el dedo en la llaga. No puede afirmarse, sin faltar a la verdad y sin más, que se vaya un prohombre y un magnate de los medios de comunicación; quizá, por cierto, el único que ha habido, no sé si en el mundo de habla hispana, pero sí en España, digno de tal nombre.

No, no es justo, porque el elogio de los hombres ha de medirse por sus posibilidades. Y pocos hombres han podido hacer más por aliviar los dolores de nuestra menesterosa democracia –en esto convengo también con Cacho, y no es un secreto- que Jesús de Polanco. No sólo no lo hizo, sino que contribuyó cuanto pudo a hundirla en el cenagal en el que ahora se encuentra.

El repulsivo maridaje con una facción del poder –también, por qué no decirlo, con otra parte de la otra facción- y el sacrificio de cualquier clase de objetividad no es algo exclusivo de los medios de Prisa. Pasa en las mejores familias. Pero pocos proyectos editoriales nacieron con un capital de ilusión como el que encabezó un diario El País nato, prácticamente, con las libertades. Pocos ejemplos hay tan notables de derroche.

Dice Cacho que una palabra de Jesús de Polanco hubiera servido para hacer mucho y bueno por las libertades en España. Una sola. Puede que exagere. Quizá sobrevalora el poder de ese “cañón Bertha” y sus editoriales. Pero pudieron haberlo intentado, la verdad. Pudieron haberlo intentado.

A todos, del Rey abajo –y nunca mejor dicho- compete la responsabilidad de que hayamos terminado por tener una democracia tan sumamente imperfecta que, a veces, cabría decir que se reduce al derecho de voto. Los españoles creen vivir en democracia porque eligen, dentro del menú del día, a sus representantes. Supongo que, sí, todos han tenido que ver en que, en este país, jamás se haya hecho verdadera pedagogía de las libertades. Todos han contribuido a que no se distinga lo medular de lo accesorio, la Libertad de las técnicas destinadas a mantenerla. Todos, en fin, son responsables del deterioro de las instituciones, difícil de creer en unos pocos años como los que, en suma, han transcurrido desde la muerte de Franco.

Pero las responsabilidades no pueden distribuirse por igual. Y no pueden, ya digo, porque hay que exigir de cada cual según sus posibilidades. Según la capacidad de cambiar que disfrutó y el capital que manejó. Se me podrá acusar de maniqueo, si se quiere, pero a mí no me caben dudas de que, en esto, la izquierda nucleada en torno al tándem Prisa-PSOE se lleva la palma. Se puede acusar al entramado formado por el Partido Socialista, los medios de Prisa y sus terminales universitarios, culturales y pseudoculturales –ahí se encuadra la mayor parte de la autotitulado “gente de la cultura”- no sólo de no haber hecho nada con el fabuloso aporte de ilusión del que dispusieron, sino de haber erigido, conscientemente, barreras al desarrollo de una verdadera democracia avanzada.

Pudieron elegir la socialdemocracia europea como modelo, pero prefirieron el PRI mexicano. Abandonada hasta la más mínima pretensión de transformación, decidieron hacer de la consecución, mantenimiento y acrecentamiento del Poder su razón de ser y de vivir. Lo hicieron, lo han venido haciendo, con desprecio de la idea y sin mayor necesidad de un aparato teórico, pero nunca les ha faltado ese aporte. Y ese ha sido el triste papel del diario que iba a ser cabecera y norte de los medios de progreso redactados en español. El de fabricante de coartadas. Coartadas para lo que hiciera falta. Es llamativa –y nada casual a la vista del planteamiento- la nómina de víctimas, de excelentes profesionales del periodismo que han ido abandonando El País a lo largo de los años. También en esto dispusieron de excelencia a raudales. Y también la dilapidaron.

Jesús de Polanco personifica, en cierto modo, eso que estoy diciendo. La prueba viviente de que, en pleno siglo XXI existe en España “el Poder”. Así, con mayúscula, un poder omnímodo a cuyos deseos todo se pliega. Eco de otro tiempo pero, sí, en España sigue existiendo “el Poder”. No tanto “los poderes”, en singular. Y esa es la clave de nuestro fracaso. No haber sido capaces de fraccionar, de dividir, de establecer un verdadero sistema de checks and balances –pesos y contrapesos- que frenara “al Poder”. Ese poder que, en suma, nos es tan familiar porque no es sino el de siempre, el que nos acompaña desde hace tanto tiempo. El del “aquí con quién hay que hablar” el “no hay cojones para negarme a mí...”

El abismo entre esta izquierda polanquista y el liberalismo es, hoy por hoy, insalvable. Es verdad que, en general, liberalismo y socialismo maridan mal. Si se me permite, igual de mal que liberalismo y cierta democracia cristiana. Pero la coexistencia es posible. He comentado en algunas otras ocasiones, que la adscripción directa del escaso voto liberal a las filas Populares tiene muy poco de necesaria, y lo mantengo. Nada tienen de más repelentes ciertas figuras del socialismo democrático que sus contrapartes del lado contrario. Pero la izquierda polanquista es otra cosa. Es, como el nacionalismo, algo absolutamente diferente en sustancia. Algo que sólo puede ser combatido con nuestros muy limitados y nada agresivos medios. O creemos en la democracia liberal o creemos en la democracia del PSOE y Prisa. Tertius non datur. O estamos con el compromiso con un poder limitado y un estado que pueda reclamarse de Derecho, o estamos con el PRI.

Por lo demás, descanse en paz quien, muy justamente, fue llamado “el Jesús del Gran Poder”.

sábado, julio 14, 2007

LO QUE (ALGUNOS) ESPERAMOS DE MARIANO

El Partido Popular, por boca de Mariano Rajoy, ofreció hace unos días una rebaja fiscal de cierto calado. La chicha del asunto se centraba, desde luego, en la posible disminución de los tipos marginales máximos del IRPF y el porcentaje que pagan las empresas en concepto de Impuesto de Sociedades, pero tampoco cabe echar en saco roto la apuesta por eliminar figuras tributarias anticuadas, dañinas para el tráfico económico y, encima, de escasa potencia recaudatoria –lo que se dice molestar por molestar, vamos-.

No seré yo el que critique las rebajas de impuestos. Pero tampoco calificaré jamás una rebaja tributaria de “generosa”. Todo lo que le sobre al Estado, no es suyo, y lo que es de rigor es devolverlo. Rebajar los impuestos, si es posible, es un acto debido. Una de las razones por las que nuestra democracia es una democracia tarada es el escaso eco que despierta, en la opinión pública, la cuestión fiscal. Llegados a la democracia en pleno apogeo de los efectos anestésicos del socialismo de todos los partidos, los españoles no parecen haber llegado a percibir en toda su intensidad la íntima ligazón entre tributos y libertades. Poca gente sabe que las instituciones que llamamos “parlamentos” son de matriz tributaria; las funciones fiscales son anteriores a las legislativas.

La cuestión fiscal es una cuestión nuclear. Cuando pagamos un tributo, ocurre algo tan grave como que el Leviatán se vuelve contra nosotros y hace uso del poder coactivo que le hemos otorgado para la preservación de nuestras libertades... para limitar nuestro sagrado derecho al producto de nuestro trabajo. Ya sabemos que esto ha de suceder así para sufragar algunos gastos que son comunes y a los que hay que hacer frente, pero conviene no perder de vista la dimensión moral del asunto. Cosa fácil, ya digo, porque la técnica del expolio está más que depurada –de hecho, se han conseguido cosas increíbles, como que, cada junio, mucha gente ande por ahí, tan contenta, alegre porque “le devuelven”-.

De modo que, don Mariano, si sobra algo –y eche bien las cuentas porque algo debe sobrar, a la vista de tanto gasto innecesario-, sírvase abonárnoslo de inmediato. Estará en mora si no lo hace, y no hará nada de más.

Con todo, siendo esta cuestión importante –acto debido, insisto- discrepo del planteamiento de don Mariano y la preeminencia de la economía en el futuro programa popular. No discuto que la economía haya de merecer atención, sobre todo ahora que se atisban algo más que nubarrones en el horizonte. Pero no, lo prioritario ha de ser la política.

En este sentido, el debate sobre la eventual reforma electoral contribuye a poner las cosas en su sitio, pero es insuficiente. Una reforma electoral es una operación sobre el núcleo básico de nuestro sistema institucional –sobre el bloque de la constitucionalidad-. Ése núcleo que lleva tres años recibiendo embates, y duros, por lo demás y que va a ser necesario enderezar.

Porque esa es la cuestión, amigo Mariano. Antes de centrarse en las cosas del gobierno del día a día, su principal tarea deberá ser asegurarse de que tenga usted un país que pueda ser gobernado. El zapaterismo es una patología, y una patología grave, cuyos efectos sólo podrán medirse cuando cese la acción del agente patógeno. Si la exposición dura mucho más, es probable que los efectos sean irreversibles. Pero incluso si acabara mañana, superar esta época requerirá mucho esfuerzo, arte política y, desde luego, reformas mayores.

Algunos no nos cansaremos de repetirlo: el peor error que puede cometer el PP es aceptar un turno pacífico, limitándose a gestionar los desaguisados que le vaya dejando el turnista anterior. A la larga, eso conduce a su propia expulsión del sistema político. La iniciativa sobre el sistema electoral ha de ser, por tanto, muy bienvenida. No tanto por su contenido –desconocido, hasta el momento, porque el líder popular ha anunciado su voluntad de cambiar el sistema, pero no ha dicho en qué aspectos- como por su mera existencia. Porque evidencia que el Partido Popular está dispuesto a afrontar con valentía ciertos debates espinosos.

Se dirá, con toda razón, que el PP se acuerda de Santa Bárbara cuando truena, ahora que, a través de pactos, se le ha privado de triunfos electorales, incluso próximos a la mayoría absoluta; y que no se acordó del problema cuando gozaba del poder deparado por las mismas urnas con idénticas fórmulas de escrutinio. Se dirá, también, que si se pretende eludir este estado de cosas, habrá que ir más allá de una mera reforma de aspectos menores, e incluso es posible que haya que tocar la Constitución. Una y otra afirmación son verdaderas. Pero no restan virtualidad alguna a lo que acabo de decir.

Si el PP cae ahora en la cuenta de ciertas cosas, como, por ejemplo, que el partido socialista exige, como único requisito para formar alianzas de gobierno, que se condenen los métodos violentos –es decir, no requiere ni una mínima afinidad ideológica y por eso pacta sin empacho, por ejemplo, con independentistas (ahora que lo pienso, tampoco tengo claro por qué he de suponer que no exista afinidad ideológica, pero eso es otro asunto...)-, pues más vale tarde que nunca. Y si ha caído en la cuenta de que no pueden hacerse tortillas sin romper los huevos y, por tanto, a veces no es posible obtener los resultados apetecidos eludiendo debates, pues mejor que mejor.

Personalmente, no espero de Rajoy que tenga éxito en su empeño –si es que, en efecto, está empeñado- de cambiar la faz del sistema. Tampoco pretendo, en absoluto, que las cosas tengan por qué ser, necesariamente, como a mí me gustarían –no soy nacionalista y, por tanto, no creo que baste “ser para decidir” o alguna otra memez por el estilo; lo que piense el resto del mundo, cuenta-. Me conformo con que alguien abra los debates pertinentes en la sede adecuada. Me conformo con que se termine este vivir en una sensación de perpetuo fraude de ley, de manipulación inmoral, de desvergüenza generalizada.

Es eso todo lo que yo pido. Que el que quiera cargarse la unidad nacional, por ejemplo, se suba a la tribuna del Congreso y lo diga... y escuche lo que los demás tengan que decir, por supuesto. Así de fácil. Que nos contestemos de una puñetera vez a la pregunta de si queremos o no disponer de un estado viable –en cuyo caso necesitamos reformas, y urgentes-. ¿La rebaja fiscal? Pues por supuesto. Pero es que devolver lo que se debe no es una heroicidad, señor mío.

domingo, julio 08, 2007

REALMENTE, POCO IMPORTA

Nuestro sistema constitucional, trasunto del “sistema del Canciller” alemán, no hace del Presidente del Gobierno un primus inter pares, ni a los meros efectos nominales. No es ajustado ni al Derecho ni a la realidad hablar de nuestro Presidente como “el primer ministro”. Por más que el Consejo de Ministros sea un órgano colegiado, el Presidente goza de una posición absolutamente diferenciada de la de cualquiera de sus colaboradores. Es la piedra angular del Ejecutivo, y por eso su caída provoca la caída del Gobierno.

Ahora bien, lo anterior no es incompatible con que existan ministros de muy elevado peso político, incluso en Gobiernos presididos por personas de gran carisma. Por unas u otras razones, ha habido en la historia democrática de España personas al frente de Departamentos ministeriales poderosas y, sin duda, muy conocidas de la opinión pública. No es fácil olvidar la figura de un Fernando Abril, pongamos por caso –un Fuentes Quintana, por ejemplo, es como el Tourmalet en el Tour de Francia, un hors catégorie, algo siempre fuera de lo normal- con Suárez, un Boyer, un Solchaga o un Fernández Ordóñez con el supercarismático González o, en fin, un Rato o un Mayor Oreja bajo la égida de un Aznar al que se puede tachar de todo menos de poco autoritario.

Cabe concluir, por tanto que el bajísimo perfil del Gobierno ZP –en el que, incluso, personajes llamados, a priori, a ser carne de primera plana, se diluyen hasta, prácticamente, desaparecer- no es algo necesario, sino buscado. El Ejecutivo más inane de la democracia ha estado desaparecido en combate casi toda la legislatura y, la verdad, cuando se ha hablado de algún ministro ha sido, más bien, sino para la rechifla general –entre "frailas" y "kelifinders"- para preguntarse dónde estaba (en esto Solbes se lleva, sin duda, la palma).

Ya digo que esta falta de punch afecta, incluso, a quienes, por currículo, por habilidad o por experiencia –véase un Pérez Rubalcaba- deberían pesar más. Así pues, ¿cabe esperar algo de los cambios del otro día? Me da la sensación de que la respuesta es no. Conste que, tomados uno a uno, me parecen personas de correcto perfil. Alguno, como Molina, por ejemplo, un intelectual de calado. Tampoco debe ponerse en tela de juicio, creo, la figura de Bernat Soria como científico, y no creo que sus opiniones, por muy extremas que sean, merezcan la catarata de tonterías acerca de masones, conspiradores y criminales que se están diciendo en estos días por parte de algunos medios. Que el tipo parece estar en la “línea Bermejo” es claro. Pero tampoco creo que sea el león tan fiero como lo pintan.

Porque no creo, sinceramente, que los cambios vayan a ninguna parte. Se dice que la coda de la legislatura va a tener un cariz más “social”. Es decir, que la demagogia va a desbordarse. Pero es poco lo que, a este respecto, puede hacerse desde los departamentos de los nuevos próceres. Sencillamente porque Cultura, Sanidad y Vivienda –sobre todo este último, auténtica dirección general con elefantiasis-, al igual que otras, son áreas muy capitidisminuidas en el Gobierno de la Nación, con competencias más que mermadas (inciso, pregunta de contribuyente mosqueado, ¿por qué, legislatura tras legislatura, mantiene la Administración General del Estado, sobre poco más o menos, la misma estructura orgánica, pese a que sus competencias no hacen sino adelgazar?) Iniciativas demagógicas e insensatas, sin duda, las habrá, pero es poco probable que vengan de esos departamentos.

La legislatura, no nos engañemos, está muerta. Al menos en lo político. Y se salda con dos errores de proporciones descomunales y de efectos aún por ver: la apertura del melón territorial sin la más remota idea de cómo cerrarlo y la voladura de todos los puentes de la política antiterrorista en aras de nada. Ambas cuestiones llevan el sello, la marca indeleble de frivolidad, mal hacer, falta de rigor y desprecio por el Derecho del Presidente del Gobierno.

Es muy difícil que un Gobierno presidido por el alegre José Luis llegue a tener un mínimo de peso. La catadura intelectual y moral del personaje lo impiden. Sus prerrogativas constitucionales a la hora de formar el Ejecutivo le merecen, sin duda, el mismo respecto y consideración que el orden institucional en su conjunto. O sea, ninguno. Al igual que el resto del ordenamiento jurídico, la composición de su Gobierno es, me temo, para ZP, una herramienta, una más. Salvo Trujillo –que también estaba fuera de categoría, pero por otras razones- ninguno de los ministros cesantes habían hecho méritos especiales para ello. Su nivel de competencia era perfectamente parangonable con el del resto. ¿Por qué, pues, este cese? Sencillamente, por menear banquillo, por dar la idea de que el Presidente “hace algo”.

Ni hay proyecto alguno, ni hay programa alguno. El único programa es el “como sea”. Las ideas tiznan. Así de simple. Eso no hay Gobierno que lo resista.

domingo, julio 01, 2007

EL SILENCIO POR TODA RESPUESTA

“Misión de paz” es un eufemismo. Uno de tantos. “Misión de paz” es como llamamos, en nuestra época descreída, a uno de los supuestos de “guerra justa”. Es cierto que el término “guerra justa” ya no significa lo mismo que para los protointernacionalistas –los moralistas de las relaciones internacionales-, aun cuando aquellas apelaciones a las “justa causa” y a la “recta intención” siguen siendo perfectamente válidas, porque una y otra han de concurrir para que pueda hablarse de guerra justa. Vale también lo de conducirla con arreglo a los mínimos principios que imponen el Derecho y la humanidad, aunque la apelación a la “humanidad” en los escenarios bélicos contemporáneos sólo pueda sonrojarnos.

Aun dejando aparte toda la basura progre en torno al término, aun obviando el continuo y recurrente emputecimiento de términos como el de “paz” en boca de indigentes morales e intelectuales, es verdad que hay algunas buenas razones para preferir trocar el clásico “guerra justa” por “misión de paz”. En primer lugar, porque sólo la búsqueda de la paz y la estabilidad pueden hoy justificar cualquier acción armada que no tenga carácter estrictamente defensivo. No es lícito, moralmente, ningún otro motivo para enviar un soldado a tierras extrañas. Y es lógico, perfectamente lógico, que el término “guerra” haya pasado a la sección maldita del diccionario, que se evite mentarla. Y es así, precisamente, por la atrocidad sin límites en que se han convertido los conflictos bélicos; por el abandono de todo sentido moral y de toda categoría de “beligerante” que, aun en el curso de un conflicto armado, permita hacer las imprescindibles distinciones entre quienes combaten o quizá, podrían combatir, y quienes ni en sueños podrían representar un peligro para nadie y, por eso mismo, deberían tener derecho a que se respetaran sus vidas y, en lo posible, haciendas.

Gracias a infectas teorías políticas, a integrismos nacionalistas, religiosos o de cualquier otro tipo, se ha conseguido que no se hagan la guerra los Estados, sino los pueblos, las naciones –sean naciones étnicas o autoproclamados pueblos de Dios (que todos los pueblos se reclaman de algún Dios, como todos los Estados se reclaman de algún Derecho).

Sirva este largo prólogo para terminar con una obviedad, que no deja de serlo por más que quiera disfrazarse: las guerras siguen existiendo, y algunas guerras son justas. Es cierto que son las menos, pero algunas son justas. Las Fuerzas Armadas de España participan –en condición de tropas cuya misión es interponerse entre beligerantes, vigilar armisticios o custodiar frágiles acuerdos... o en cualquier otra- en algunas de estas guerras. Las más destacadas, las de Afganistán y el Líbano. Ahora, patrullan zonas supuestamente –frágilmente- pacificadas y, en este sentido, sus labores son defensivas. En el pasado, nuestras tropas contribuyeron activamente –esto es, ofensivamente-, por ejemplo, a derribar dictaduras repugnantes, como la de Slobodan Milosevic.

Lo curioso es que, dicho así, en sus crudos términos, no sólo no tiene nada de particular, sino que es motivo, incluso, de orgullo. Orgullo porque nuestro país hace lo que tiene que hacer, o eso pensamos algunos, y las Fuerzas Armadas, también –servir a los designios del Poder Civil y hacer valer los compromisos internacionales de España-. Pero también porque nuestras tropas, además de tener un nivel técnico respetable, se conducen, como reclamaban nuestros internacionalistas de la temprana Edad Moderna, con rectitud. No conozco, sinceramente, que nuestros soldados hayan sido denunciados jamás por abusos cometidos o vejaciones a la población civil allí donde han quedado instalados –por desdicha, no todas las naciones pueden presumir de lo mismo-.
Lo sucedido hace unos días en el Líbano es especialmente hiriente por la forma en que cayeron seis compatriotas (y se me permitirá que extienda gustoso el apelativo a aquellos que, sin haber nacido aquí, se acogen a la bandera española para defenderla en trances mucho más riesgosos que un partido de fútbol – el honor es nuestro, caballeros), víctima de las formas de actuar propias del terrorismo más cobarde. Pero podía suceder. Por desgracia, podía suceder, y puede volver a suceder. Sucederá menos, claro, si se proveen todos los medios, pero nadie le puede garantizar al soldado su seguridad al cien por ciento... por definición (especialmente cuando su adversario es un criminal repugnante que en nada compromete la suya).

No se le puede, desde luego, pedir a un Gobierno que haga imposibles. Sí, claro, que ponga toda su diligencia en minimizar los riesgos pero, una vez hecho esto, del resto no puede responder. Lo que sí puede reclamarse de un Gobierno es honestidad. Es indigno pretender que las cosas no son lo que son con el ánimo de no tener que dar explicaciones. Es indigno pretender que suceden “accidentes” o “casos fortuitos” con tal de no reconocer la evidencia: que no es igual la probabilidad de padecer un ataque terrorista en Beirut que en Estocolmo. Sencillamente porque el Líbano es un país en guerra y Suecia, a Dios gracias, no.

El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero es un campeón de la impostura que pretende serlo también de la elusión de responsabilidades. Hace, dice, decide y, después, pretende que no ha hecho, dicho o decidido nada. Y pretende que los demás asuman semejante planteamiento, tachando poco menos que de inmorales las conductas de sus críticos. Es, por lo que se ve, la Oposición política la que ha de derrochar siempre sentido del Estado, cuando está por ver que el propio Ejecutivo tenga las más elementales nociones de lo que significa semejante cosa.

Por todos los caminos se llega a una misma conclusión. España es la octava potencia económica del mundo; es un país con cierta influencia y responsabilidades importantes, cuya sociedad –incluyendo, por supuesto, las Fuerzas Armadas- hace lo que puede por estar a la altura. Pues bien, el Gobierno no lo está. Pretender que España tiene el Gobierno que se merece, sinceramente, es tener una idea pésima de España. La legislatura comenzó con muy razonables dudas acerca de la solvencia técnica de ZP para asumir un reto tan difícil como el de la gobernación de un país complejo como el nuestro. Ahora que la legislatura languidece, no es ya que esas dudas hayan quedado despejadas –está más que acreditado que no es ningún portento intelectual, o al menos sólo se lo parece a Philip Petitt- sino que aparecen otras sombras, mucho más preocupantes, en torno a su solvencia moral.

No es ni un técnico –eso está fuera de duda- ni un político de raza. Por eso su única respuesta ante los reveses es... el silencio. Un silencio clamoroso.