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domingo, abril 29, 2007

SOCIALISMOS: SIMILITUDES Y DIFERENCIAS

Esta semana, charlaba yo con un buen amigo, francés él. Como no podía ser de otro modo, la conversación derivó hacia el proceso electoral y la pugna Sarko-Ségo. Le comentaba yo, a propósito de Ségolène Royal, que, cualquiera que sea el resultado del próximo día 6, al menos, había conseguido eludir el peor de los escenarios para ella misma y para el PS, que era el de no pasar a la segunda vuelta. Todos los analistas coincidían en que una reedición del clamoroso fracaso de Jospin hubiera conducido al PS a una crisis de proporciones incalculables. El que se pretende uno de los dos grandes partidos de gobierno en Francia no podía permitirse el lujo de volver a quedar fuera.

Mi amigo me daba la razón, pero me recomienda no engañarme. Según él y pase lo que pase, el Partido Socialista francés es un cadáver político. Está muerto, abocado a una refundación. Hablamos, claro, del PS de la era Mitterand, el que sigue siendo el PS realmente existente –y es que, por cierto, la duda de en qué medida la propia Royal es el PS es más que legítima-.

Naturalmente, opiniones hay para todos los gustos, y no sé si el juicio de mi amigo es o no plenamente acertado –más bien, creo que lo es, sí, pero creo también que ganar el Elíseo podría insuflar oxígeno a la moribunda organización- pero yo, llevando el agua a mi molino, no puedo por menos que contrastar con la situación española.

Que el PS esté en crisis profunda es la cosa más normal del mundo. Al fin y al cabo, hablamos de un partido carente por completo de ideas, que ha gozado de múltiples oportunidades de gobernar y construir y, cuando lo ha hecho, lo ha hecho entre mal y desastrosamente. ¿Qué puede esperarse de un electorado racional sino que, poco a poco, vaya perdiendo la confianza en ese partido? El PS no ha sido, en los últimos treinta años, positivo para Francia. Y Francia le paga con la moneda que merece. Incluso ahora, es manifiesta la incapacidad del partido para salir de sus inercias y, de hecho, la gran virtud de Ségo, la más apreciada, es su capacidad para salirse de los lugares comunes del pensamiento débil que informan el precipitado imposible en el que se ha resuelto el mal tránsito desde la izquierda de principios de los ochenta al no se sabe qué de hoy en día.

El socialismo no tiene respuestas. Más que la solución, es el problema, o parte de él. Un point, c’est tout. ¿Y sus correligionarios españoles? ¿Qué explica que el enfermo –nada imaginario- francés tenga un primo, que se proclamaba casi hermano, tan robusto allende Pirineos? A mi juicio, hay varias razones que explican la diferencia.

La primera, sin duda, como en su día lo destacó Revel, es que el socialismo español de primera hora, el de González, aun proclamando mirarse en el de Mitterand y aun aceptando un cierto patronazgo intelectual, fue capaz de tomar derroteros bien diferentes de los del PS francés. Sencillamente, no sería justo ni cierto afirmar –tomando la perspectiva adecuada- que el socialismo ha sido tan dañino en España como lo ha sido en Francia. Dicho algo más cínicamente, el socialismo español dejó antes de ser de izquierdas, salvo en ciertas cuestiones como la educación –no por casualidad, precisamente, aquellas en las que el PSOE y sus mandatos se han revelado como auténticas plagas-.

Ahora bien, sin cuestionar esos méritos, y sin que, quizá, el socialismo español se haya hecho del todo acreedor a la menesterosidad del PS, tampoco son tantas las diferencias: si el PSOE estaba ya vacío de ideas al final del Felipato, la llegada de Zapatero le ha hecho refractario incluso a la misma noción, en el socialismo español las ideas tiznan, porque estorban.

Y aquí entra la otra gran diferencia. El discurso del odio. A diferencia de sus correligionarios del PS francés, la socialdemocracia alemana o el socialismo portugués (éste último caso, por cierto, de interés particular), que tienen que afrontar la lucha del día a día frente a derechas nada acomplejadas, desde muy escasos bagajes intelectuales y con resultados mediocres de gobierno (inciso: lo que no obsta para que, una vez más, haya que saludar la capacidad de supervivencia de una izquierda europea que, por increíble que parezca, salió poco tocada de 1989), el socialismo español cuenta con los impagables estragos causados en España por una dictadura y una particular transición a la democracia, de la que se erigieron en grandes beneficiarios.

La reactivación de la “memoria histórica” de modo tan extemporáneo y la denuncia, expresa o tácita, de esa transición obedece, a mi entender, al interés por cuidar ese patrimonio. Lo he afirmado en otras ocasiones y lo reitero: dejada a sus propias fuerzas, la democracia española tendía hacia una estabilización en el que el presente –o el pasado cercano- iría pesando cada vez más y el pasado remoto cada vez menos. Ese escenario condenaba, y condena, a la izquierda en general y al socialismo en particular, a una lucha con sus solas fuerzas que puede ganar o perder, pero sin ventajas a priori. Ese escenario podía abocar al socialismo español a crisis tan profundas como la que aqueja al PS francés.

Y lo último que quiere el socialismo español es ser juzgado sólo por lo que vale. De Francia siempre importaron ideas. Ahora importan miedos.

domingo, abril 22, 2007

SOBRE LAS REPÚBLICAS PRESIDENCIALISTAS

Cuando escribo estas líneas, los franceses votan, y parece que masivamente, en la primera vuelta de sus elecciones presidenciales. Habrá que estar pendientes de qué sucede en el que, con toda probabilidad, es para nosotros el país más importante de cuantos influyen en algo en el devenir español, que no son pocos.

La elección se nos presenta como una especie de hito histórico. Lo es, por muchas razones. Entre otras, como han apuntado ya algunos sociólogos y politólogos, porque supone la llegada a primera línea de otra generación. En efecto, ninguno de los presidenciables de hoy vivió en primera persona el advenimiento de la República del 58 ni participó en modo alguno en los intensos debates que la vieron nacer.

El poder real de que disfrutará el nuevo inquilino del Elíseo es algo difícil de predecir en abstracto. El sistema político francés –por cierto, buen ejemplo de la distancia que puede mediar entre el planteamiento de un sistema constitucional y su funcionamiento práctico- es de una extrema complejidad, hasta el punto de que puede, dependiendo de los signos de las diferentes elecciones, operar como presidencialista o como parlamentario. No parece, por otra parte, que ninguno de los candidatos en liza –me refiero a los tres que, en una hipótesis realista, podrían resultar vencedores, salvo sorpresas- goce de un apoyo incondicional en su propio partido, lo que puede deparar un curso incierto de los acontecimientos (en el caso de Bayrou, al parecer, incluso no es exagerado afirmar que carece de partido propiamente dicho, lo que pudiera convertirle en un presidente a merced de la Asamblea Nacional).

Con todo, lo que me interesa proponer hoy no es tanto un debate sobre los resultados como sobre la mecánica de la elección y sus posibles virtudes. ¿Es atractivo un sistema de elección directa de la presidencia de la República, a doble vuelta? Quiero decir, ¿aporta algo en términos de legitimidad? Tengo para mí que sí. De entrada, la elección de una sola persona, en distrito nacional, para una magistratura que, en sí, es única, aporta todas las ventajas asociadas a la simplicidad de los sistemas mayoritarios. No existen cuerpos intermedios, de modo que el vínculo representativo es incuestionable. Pero es que, además, la simplificación adicional impuesta por la segunda vuelta tiene la –a mi entender- virtud de enfrentar con claridad al elector ante su propia responsabilidad: la responsabilidad que, en ocasiones, implica elegir entre males. Esto es, las más de las veces, el presidente no resultará ser aquella persona que hubiéramos deseado de entrada, pero hemos de elegir entre lo que hay. No caben las actitudes escapistas, la negativa absoluta.

Por supuesto que no todo son pros en el sistema, pero se me excusará que no entre en ellos para llegar más rápidamente a la cuestión que, en verdad, me interesa que es si un sistema semejante resultaría de utilidad en España. En otras palabras, ¿una presidencia de la República, en España, sobre las trazas de la francesa, sería una verdadera magistratura de integración?

Dicen relativamente a menudo algunos partidarios de la república en España que un debate fundamental es la cuestión de qué tipo de república, si parlamentaria o presidencialista. La república presidencialista no ha sido aquí nunca ensayada, ya que, obviando el desmadre absoluto decimonónico, la única experiencia válida –la del 31- fue parlamentaria. Honestamente, no sé muy bien por qué los padres de la Constitución de 1931 optaron, en este tema, por un modelo como el que se eligió, ni si llegaron a plantearse alternativas, aunque es cierto que todas las repúblicas europeas vigentes en aquel tiempo eran de corte parlamentario (la de Weimar y la IIIª francesa, fundamentalmente). El presidencialismo, hasta la llegada de De Gaulle, fue más bien cosa americana.

Ya digo que el sistema tiene ventajas e inconvenientes sobre el papel, desde el punto de vista del funcionamiento regular de las instituciones del Estado pero, si la cuestión resulta de especial interés es por una de las funciones necesariamente propias de las presidencias –de las jefaturas del Estado, en general-, que no es otra que la simbólica. Cualquier jefe de Estado del mundo tiene, entre sus misiones, representar al Estado mismo y aparecer como símbolo. El presidente tiene, por tanto, una clara función de integración. La pregunta es, por tanto, ¿aportaría un presidente electo en dos vueltas a un país como el nuestro –tan necesitado de símbolos comunes- un elemento de cohesión? ¿Contribuiría, entonces, una presidencia republicana a la estabilidad del Estado?

No parece que la pregunta tenga una respuesta clara. Ciertamente, una respuesta afirmativa presupone que, en efecto, el sistema de representación produce un ligamen entre votante e institución que dista de estar probado. El razonamiento subyacente no deja de ser que uno siempre debería estar dispuesto a comprometerse con algo o alguien que, en suma, ha avalado con su propio voto. En suma, que nadie iría contra sus propios actos. Argumento racionalista donde los haya y de muy dudosa viabilidad.

La pregunta, ahí queda.

domingo, abril 15, 2007

LAS NADA INDEPENDIENTES ADMINISTRACIONES INDEPENDIENTES

No faltan sesudos administrativistas y constitucionalistas que piensan que, en España, las administraciones independientes son inconstitucionales. El sustrato de esa conclusión hay que buscarlo, claro, en la propia Constitución que, en su artículo 97, encomienda al Gobierno de la Nación la dirección absoluta del Poder Ejecutivo, incluida, cómo no, la dirección de la Administración, civil y militar. Sobre toda la Administración, sin excepciones –lógicamente, esto hay que ponerlo en relación con la estructura territorial descentralizada del Estado, lo que conlleva que, en su ámbito propio, la misma reflexión ha de valer para los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas.

La razón de tal estado de cosas, es clara: en una democracia no puede haber espacios exentos de control político. La Administración, en su totalidad, ha de responder ante el Gobierno que, a su vez, lo hace ante el Parlamento. Éste, a su vez, es controlado directamente por el pueblo. Ésta es la lógica del sistema parlamentario.

La técnica de la administración “independiente” es, parcialmente, importada de los Estados Unidos. Es característica de aquel país la proliferación de “agencias”, entes federales que se ocupan de cuestiones de todo tipo. La razón de ser de esta atípica estructura es la no existencia, en el modelo norteamericano, de una “administración” en el sentido que le damos en la Europa continental, es decir, de un conjunto de órganos y medios sistemáticamente organizados, a las órdenes del gobierno pero conceptualmente distintos de él y, sobre todo, dotados de permanencia, frente a la contingencia que, por su propia naturaleza, caracteriza a los órganos políticos, electos. La Constitución americana, bicentenaria, residenció el Poder Ejecutivo en la persona del Presidente, sin prever otros órganos auxiliares que el Vicepresidente. La “administración” nace y muere con el mandato (de ahí que se hable, de la “administración Carter” y no del “gobierno Carter”, por ejemplo). Es obvio que la creciente complejidad de las tareas administrativas –la imparable tendencia de los gobiernos a meter las narices en todo, hasta en los “ultraliberales” Estados Unidos- hace imprescindible la creación de órganos dotados de continuidad, pero sin relación orgánica clara con el Presidente. Eso son las agencias (el FBI, por ejemplo), cuya relación con el Ejecutivo es variable, y que, normalmente, han de responder ante el Congreso.

Cualquiera que sea el modelo, parece existir acuerdo en que la Administración –que carece de otro interés y voluntad que los fijados en la ley- ha de servir a los intereses generales, con sujeción estricta a los principios de legalidad y de interdicción de la arbitrariedad. Los artículos 97 y 103 de nuestra Constitución deberían, así, ser perfectamente cohonestables: el Gobierno dirige la Administración y responde políticamente por ella, pero no puede emplearla al servicio de sus particulares intereses. Máxima expresión de la conciliación de ambos principios es la función pública de matriz francesa, estructurada en cuerpos de funcionarios que están, al tiempo, sometidos a rigurosa jerarquía pero son técnicamente independientes. Se puede recurrir el acto administrativo ante un superior, por supuesto, pero no se puede pretender del inferior que dicte un acto contrario a derecho.

Ya digo que cualquiera de los dos modelos, el de administraciones “independientes” y el de administración de tipo napoleónico –en realidad cualquiera- puede lograr los objetivos apetecidos, que no son otros que el de una Administración que actúe con objetividad al servicio de los intereses generales, libre de injerencias políticas y, aun así, sujeta a los principios democráticos. Pero no es menos cierto que el objetivo puede también no alcanzarse cualquiera que sea el modelo que se aplique.

En las democracias bisoñas como la española, ha sido recurrente una especie de creencia en el poder taumatúrgico de la ley y de las palabras. ¿Basta calificar de “independiente” a un órgano administrativo –incluso incurriendo en posible inconstitucionalidad, que esto es otro asunto- para que, efectivamente, lo sea? Parece claro que no. La experiencia muestra que el sustrato ético y el ánimo de respetar las normas importa más que las normas mismas. Poco importa que un alto cargo –el presidente de una Comisión, por ejemplo- sea considerado “inamovible” si, realmente, un Gobierno aplica todo su interés a su remoción. Un Gobierno cuenta con multitud de mecanismos de presión, unos ortodoxos y otros menos para lograr una dimisión, si así es preciso.

El coste en credibilidad es mucho mayor cuando se presiona a un órgano que previamente se ha pintado como independiente que cuando, directamente, se trata de altos funcionaros “normales”, pero esto importa poco.

Al hilo de la –un tanto extravagante- aventura del señor Conthe al frente de la desdichada CNMV se ha ido acumulando toda la evidencia de lo poco, o nada, independientes que son las administraciones independientes en España –la bochornosa utilización de la Comisión Nacional de la Energía fue otro ejemplo-. Prietas las filas, los consejeros del órgano reproducen de forma mimética el equilibrio de fuerzas entre los partidos que los promovieron. Pero es que, además, el Gobierno no se recata en proclamar la “falta de confianza” en el directivo rector. Es claro que semejante mensaje, para un alto funcionario, efectivamente, de confianza –alguien jerárquicamente subordinado- es una invitación a presentar una dimisión, antes de se produzca un cese menos grato. Pero, ¿qué sentido tiene el mensaje lanzado a un cargo “independiente”?

El Gobierno hace expreso lo que realmente piensa del asunto. Que la CNMV es un ente subordinado, como si fuera una Dirección General externalizada. No es nada sorprendente descubrir esto en un gobierno socialista –al fin y al cabo, si no creen ni tan siquiera en la independencia judicial, ¿cómo van a creer en una administración que sirva objetivamente al interés general?, mejor dicho, ¿cómo van a creer que pueda existir un interés general conceptualmente diferente al interés del gobierno en cada momento?-, pero me barrunto que tampoco un gobierno popular actuaría de otro modo.

En realidad, insisto, importa muy poco cuál sea la posición de Conthe en el organigrama de ese todo que es la Administración pública. Si se apura, no es tan grave descubrir que las administraciones independientes no son independientes como que, en algunos medios, ya se da por hecho que la administración “corriente” no lo es ni por asomo. ¿No cabe, pues, esperar imparcialidad en el guardia civil que sanciona, o en el inspector de Trabajo o de Hacienda que examinan nuestro caso?

La triste verdad es que, a fecha de hoy, continúa ocurriendo que la mejor descripción de cómo se comporta en España la Administración sigue siendo la atribuida a Martín Villa: “al amigo, hasta el c..., al enemigo, por el c...., y al indiferente la legislación vigente”. Si usted o yo podemos, afortunadamente, aspirar a que la Administración vea nuestro caso con la objetividad que debe y a que los funcionarios nos traten con profesionalidad se deberá, fundamentalmente, a que no es probable que exista interés particular alguno. Nuestro caso no abandonará el ámbito de los funcionarios o jueces técnicos que resolverán con arreglo a derecho, así nos beneficie o nos perjudique.

Pero ni usted ni yo pretendemos adquirir ninguna compañía cotizada. Sólo queremos que el vecino deje de meter ruido, que nos den la licencia para cerrar la terraza, o reclamar algún ingreso indebido en nuestras menguadas declaraciones tributarias. Ni usted ni yo somos nadie, por fortuna. Y, asimismo por fortuna, el círculo de los indiferentes es mucho más amplio que antaño.

Pero sigue habiendo enemigos y amigos. Y frente a esa realidad, poco importa la técnica de organización administrativa que se siga.

domingo, abril 08, 2007

SOBRE EL ELITISMO

Mi artículo de ayer, en el que glosaba uno previo de Umberto Eco y una propuesta en clave de broma pero con un trasfondo indudablemente serio, ha suscitado algún comentario que da pie a elevar un poco la clave, de la anécdota a la categoría. Concretamente, un comentarista tilda el planteamiento de Eco –el mío también, pero, obviamente, la opinión del profesor italiano tiene mucho más interés- de “elitista”. Ya apunté que es el propio Eco el que se anticipó a esa crítica, admitiendo la mayor: es él mismo el que admite el elitismo de su propuesta.

Elitismo en cuanto que, en efecto, la idea de nuestro catedrático parte de que, al menos en el plano discutido, que no es otro que el de la relación con el arte, existe un grupo con intereses y sensibilidades mejor preparados y otro –mucho más numeroso, claro está- cuyas capacidades son inferiores. Existe, sí, un grupo “superior” y otro “inferior”. Pomadas políticamente correctas aparte, es indudable que hay elitismo –en cuanto Eco no sólo describe una situación sino que se conforma con ella- en el enfoque. La división del grupo en dos subgrupos, la elite y los demás, no le plantea a Eco ningún problema moral especial, toda vez que parte de una idea anterior –que, sí, es una petición de principio, pero aceptémosla como dada- que no es otra que la de que la adscripción personal a uno u otro grupo se realiza en buena medida de modo voluntario. El problema no es, por tanto, la existencia de elites, sino cómo éstas se construyen. Antaño, claro está –y siempre en el ejemplo del arte- resultaba imposible para muchos el incorporarse al círculo de los interesados, puesto que estaba vedado tanto el acceso a la necesaria instrucción como, por otra parte, el mismo acceso físico a las obras, cuya contemplación era privilegio de muy pocos.

La cuestión reviste sumo interés, a mi juicio, porque el “problema de las elites” se ha transformado en un asunto verdaderamente capital en materia cultural y educativa –en realidad, en materia política en general-. De hecho, cuando, a menudo –en esta misma bitácora y en muchas otras páginas- se critica, desde perspectivas liberales, la “proscripción de la excelencia” en nuestro sistema educativo (concepto este de “excelencia” que es, a veces, motejado por los defensores del sistema de evanescente y, por tanto, bastante inútil como herramienta de análisis), en mi opinión se está hablando exactamente de esto. A mucha gente –las cabezas pensantes de nuestro sistema educativo entre ellos, por lo que se ve- es la propia existencia de elites, o la división de la gente en “clases” (si el término tiene muchas resonancias, emplee el lector el que más le guste) lo que les resulta odioso, con independencia de cómo y por qué lleguen a constituirse esas clases. Poco importa que haya –insisto, que esto sea o no cierto es materia abierta a la discusión, pero no es el tema ahora- un componente de voluntariedad en ello.

La no aceptación de que las personas puedan, de manera voluntaria y conforme a sus gustos o preferencias, situarse en distintos planos respecto a ciertas realidades es algo en extremo problemático. El ejemplo del arte es muy socorrido. Lamentablemente, más allá de una impresión al alcance de cualquiera –por ejemplo, en el mundo de la pintura, la armonía cromática o de composición- un acercamiento cabal al arte exige esfuerzo y cierta competencia. No me refiero al estudio con vistas a la erudición, sino a la simple educación de la sensibilidad: el goce de la obra de arte exige, la mayoría de las veces, un notable esfuerzo previo –sí, puede haber algo de paradójico en esto de “esforzarse para disfrutar”, pero así es- (lo mismo cabe decir del deporte: hay quien dice que correr una hora no sólo es sano sino placentero, lo que pasa es que llegar a correr una hora con soltura requiere padecimientos sin cuento hasta alcanzar la debida forma física). Esfuerzo que, como es obvio, no todo el mundo puede tener el mismo interés en asumir, no bastando la mera exposición continuada a la belleza (y, para ejemplo, ahí tenemos a buena parte de la nobleza y la realeza españolas, criadas entre tapices flamencos de hermosa factura, con resultados perfectamente descriptibles).

Ante lo anterior, caben sólo dos cursos de acción: proporcionar, de un modo u otro, los medios mínimos para que cada cual, luego, persevere o no según su interés o banalizar la cultura, simplificándola y llevándola a niveles que requieran menos tarea. Curiosamente, nuestro sistema educativo y, en general, cultural, opta, en efecto, por banalizar, al tiempo que no proporciona los medios necesarios, generándose un verdadero círculo vicioso. La banalización ha de ser cada día más intensa, la simplificación de conceptos cada día mayor.

La proscripción del elitismo asesta, lógicamente, un golpe mortal, de manera particular, a determinadas instituciones, señaladamente la Universidad, que descansan sobre él como principio axial. Universidad es, antes que nada, reunión de maestros y estudiantes, y en todo caso los mejores en cada uno de los grupos. De nuevo, claro está, “los mejores” han de serlo en razón de su propia aplicación y talento. Buena parte de los males de nuestra Universidad se explican por la no aceptación práctica de esta realidad –que, de hecho, ni tan siquiera llega a proclamarse abiertamente, por no ofender-, más allá de otras consideraciones como las relativas a medios, instalaciones o, simplemente, al número de centros, que también son importantes, pero solo en segunda instancia.

Pero la cuestión tiene una derivada aún más preocupante, que no es otra que la de que, en suma, una sociedad termina, en buena medida, valiendo lo que valgan sus elites. No pretendo traer a colación “leyes de hierro de las oligarquías” o “teoremas de circulación de las elites” tan del gusto de los sociólogos, sino algo mucho más sencillo: al menos desde la formulación de Condorcet –la libertad de los antiguos frente a la libertad de los modernos- sabemos que una de las grandes virtudes de nuestro sistema, de la democracia liberal moderna por contraposición a los sistemas antiguos es que cada cual puede decidir si desea o no dedicar sus desvelos a los asuntos del común, y cuánto. El corolario del razonamiento es que la viabilidad del conjunto requiere que, en el seno del colectivo, se formen grupos más reducidos de gente dispuesta a emplear su tiempo en asuntos no privados, sino generales. De nuevo, no se trata de que, en el mundo antiguo, no se diera tal cosa sino de que, entonces, la elite venía predefinida en razón de la propia noción de ciudadanía, sin base voluntaria alguna.

Pues bien, no parece muy necesario esforzarse en demostrar que negar, de raíz, la posibilidad de que al menos algunos de los llamados vocacionalmente al trabajo por el común (por sobrenombre, políticos) se encuentren entre los mejores, entre los más preparados, abre una perspectiva terrible –bueno, de hecho, no es sólo una perspectiva, sino una realidad, y no quiero señalar...-. La ausencia total de un cierto elitismo o, más exactamente, la proscripción del mismo –es decir, no se trata ya de que el común de los mortales no exijamos a nuestros dirigentes una preparación superior que, cuando menos, evidencie el porqué de su decisión de dedicarse a cuidar de asuntos ajenos, sino de que nos regodeamos en su vulgaridad, el que puedan tener por timbre de orgullo ser cualquiera- resulta increíblemente dañina.

Lo que estoy planteando nada tiene que ver, ciertamente, con la resurrección de ideas pretéritas –muy pretéritas, de hecho- como puedan ser los sufragios capacitarios de uno u otro modo. No se trata de practicar un elitismo formal sino, antes al contrario, de recuperar un cierto, y sano, elitismo práctico como clima social general. De valorar el esfuerzo, en suma, y de no relajar las exigencias. De hecho, los abogados de las listas abiertas, según creo, intentan en el fondo llevar esto a la praxis: que no pueda suceder que, al abrigo de una lista cerrada y bloqueada, acceda al cargo quien no pasaría, por sí, nunca el filtro mínimo de excelencia. Quienes piden listas abiertas exigen, con buen derecho, la posibilidad de participar en una selección de las elites –del grupo “superior”- sobre bases más racionales.

Que el concepto no está de moda es obvio. Ahora bien, convendrá tener presente lo siguiente: las elites (y entiéndase esto como sinónimo de “grupo dirigente” y no necesariamente excelente) existen, porque son imprescindibles. ¿Acaso no tiene sentido “cargar” de nuevo el concepto con un contenido? La alternativa es la siguiente: partiendo, en todo caso, de que hay un componente de voluntariedad en la cuestión, o aceptamos una noción de “elite” meramente “posicional” (los que están “arriba” frente a los que estamos “abajo”, sin ninguna razón especial para ello) o intentamos poner valores en la idea. Es decir... practicamos el elitismo.

sábado, abril 07, 2007

CÁMARAS DIGITALES

Hace unos días, leí un artículo de Umberto Eco que me resultó de lo más políticamente incorrecto –y por ello muy bienvenido-. Si no lo recuerdo mal, se trataba de lo siguiente: en cierto lugar del sur de Italia, y en las proximidades de unas pequeñas ciudades, se encuentran ruinas de templos griegos de alto valor histórico –recuérdese que, más o menos, el pie de la bota de la península itálica, las actuales Puglia y Calabria, aproximadamente, formaron parte la denominada Magna Grecia, es decir, fueron colonizadas por griegos, y de ahí la relativa abundancia de restos helenísticos-; como consecuencia de ello, la zona recibe un número relativamente alto de visitas. Visitas que, tras patear, ensuciar y fotografiar, suelen volverse a casa decepcionadas porque, como es obvio, lo que queda de los antaño templos completos son ruinas, y la magnificencia pretérita es preciso imaginarla a través de la intuición de las dimensiones y el recurso al arsenal de conocimientos de cada uno.

Pues bien, apunta Eco que una posible idea sería construir, en las proximidades de las ruinas, un templo igualito que el original, una especie de parque temático del arte griego de la época en el que los visitantes podrían, sin necesidad de imaginar nada, contemplar las cosas tal cual fueron. Con las actuales técnicas constructivas, sería cosa de poco trabajo. De este modo, quien quisiera, realmente, ver las ruinas, podría hacerlo en paz y quien deseara sacarse unas fotos con un templo griego de fondo, pues no tendría más que dirigirse al parque. Antes de echarse las manos a la cabeza, como también afirma Eco, convendrá recordar que algunos turistas americanos quedan algo insatisfechos ante la Roma de verdad, toda vez que su imagen de Roma y lo romano está prefigurada por... el Caesar’s Palace de Las Vegas.

Anticipándose a los críticos que le dirían que semejante proposición –por lo demás, extensible a otros contextos- supondría dividir nuevamente al mundo en clases (la de los “cultos” y la de los “trogloditas”) Eco admite la mayor: sí, sin duda. Lo que ocurre, afirma el filósofo, es que, a diferencia de antaño, hoy puede uno elegir a qué grupo quiere pertenecer. Y, la verdad, si damos por buena la hipótesis de que, al menos en el mundo occidental, “gozamos” de sistemas educativos universalizados –en cuya virtud, todo el mundo, al acabar la secundaria, debería saber distinguir el jónico, del dórico, del corintio, todo el mundo debería saber qué es la Magna Grecia y, sobre todo, todo el mundo podría decidir si y cuánto le interesa leer y saber sobre Grecia, los griegos, su lengua y su expansión por el Mediterráneo- hay que darle la razón.

El caso es que vengo de pasar unos días en Viena. Ni siquiera los estudiantes de la Logse deberían ignorar que Viena, capital de Austria –hoy un país relativamente pequeño- fue el centro neurálgico de un importantísimo poder europeo: el de los Habsburgo. Ese poder, a lo largo de seis siglos, fue variando en dimensión y en ámbito territorial, pero siempre fue de gran relevancia. Como consecuencia, su núcleo urbano fundamental devino una ciudad espléndida que, además de atesorar monumentos y tesoros culturales sin cuento, resulta bellísima por la calidad de sus construcciones, calles y plazas.

Así pues, Viena es uno de esos “lugares imprescindibles” del Continente europeo. Y lo mismo piensan, claro, las agencias de viajes. Junto con París, Londres, el circuito italiano y algunas cosas más, Viena está siempre en los paneles de las ofertas, a menudo formando “paquete” con Praga y Budapest (el famoso “Viena-Praga-Budapest”, triplete inescindible que da sentido a cosas cómo “¿Dónde vais este año?”, “a Vienapragabudapest”, así, sin conjuciones). Lo curioso del tema es que, salvados algunos detalles, esas ciudades obligan a un cierto tipo de turismo “cultural”. Quiero decir que los programas de los tours suelen incluir visitas a los edificios más representativos, a museos y demás.

Supongo que este ir a los sitios “porque hay que ir” está detrás de espectáculos bochornosos como el que, hoy, puede contemplarse en cualquier gran museo europeo: niños aburridos como ostras y padres intentando, por todos los medios, hacerse una foto con un Rembrandt (hablo en serio, no se trata ya -a la japonesa- de llevarse una instantánea robada a escondidas, no: se trata de hacerse uno fotos con las obras de arte -dignificando o ensalzando la obra, digamos de El Bosco, con nuestro airoso perfil-, lo que exige la desfachatez de posar, a veces debajo justo del signo de “prohibido fotografiar”). Esto último es curioso. En cualquier país del continente puedes ir poco menos que a la cárcel por circular a más velocidad de la permitida o ser multado si te cogen fumando donde no debes. Pero puedes lanzar cómodamente tu flash sobre una tabla medieval –varias veces, no vaya a ser que tu cuñado, el torpe, no saque la foto bien a la primera- o sobre un Klimt sin ganarte más que una suave reprimenda de un pobre encargado que no da abasto en la marea de tipos que con cámaras, teléfonos móviles y demás, intenta llevarse “un recuerdo” de tal o cual museo.

Los españoles, como buenos nuevos ricos, somos campeones en esto de la ordinariez, el mal gusto y la falta de respeto por el patrimonio cultural ajeno –que nos merece, más o menos, la misma consideración que el propio. Solemos, además, viajar en horda, supongo que por aquello de que nos lo den todo hecho, sin tener que pasar por las horcas caudinas de idiomas extraños. Total, para volver a casa y concluir –tras ver el vídeo- que aquello no vale nada y, sobre todo, se come fatal.

Cada vez que salgo de casa termino perdido en reflexiones como la de por qué demonios tiene que ir a un museo gente que, evidentemente, ningún interés tiene en ello. ¿Sólo porque “es lo suyo”? Pero, esta vez, no pude evitar, claro, acordarme del artículo de Eco del que hablaba al principio. ¿No sería posible crear algo así como una Disneylandia para grupos en cada país (Austrialandia, Francialandia, Españalandia...)? A poder ser nuevecita y en materiales que resistieran el flash de las cámaras. Las obras de arte se ahorrarían el maltrato y muchos turistas, ciertamente, el cansino vagar por interminables galerías de Tizianos, Velásquez, Rembrandts, Picassos y demás. Todo para sacar unas fotos que ya es posible descargar cómodamente de Internet.

Está muy bien, gracias a Dios, que haya cada día más gente en condiciones de viajar a París, Viena o Sebastopol y, si bien se mira, el que las calles de las capitales europeas estén abarrotadas de españoles es motivo de contento. Lo deseable sería, claro, que el progreso material se viera acompañado de un cierto progreso en la sensibilidad o, acabáramos, de la superación de constricciones artificiales y políticamente correctas. Al que no le guste la pintura, la escultura o lo que sea, que lo diga y que se quede en casa, se vaya al Caribe o, simplemente, espere fuera comiéndose un bocata –y custodiando las cámaras- mientras los miembros del grupo que sí puedan estar interesados pasan un rato agradable contemplando esas piezas que, muchas veces, ni estuvieron al alcance de sus abuelos ni al de sus padres.

Otra alternativa sería la confiscación de cámaras... Pero parece más fácil quitarle a un Sij su daga ritual que a un turista español su cacharro digital último modelo. Está claro que, sin el aparatito, el viaje pierde por completo su razón de ser.