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sábado, marzo 01, 2008

¿Y POR QUÉ NO VOTAR EN POSITIVO?

La campaña electoral llega a su ecuador. Es obvio que no me considero una persona desinteresada de la política, quiero decir que sigo bastante al día las propuestas de unos y otros, pero encuentro poco que me llame la atención. Los partidos mayoritarios parecen haber asumido como evidente algo que, quizá, lo es: que en las elecciones del día 9, más que en otras, se votará, sobre todo, contra alguien, más que a favor de nada. Probablemente, ya digo, es así, los españoles no tienen demasiado claro lo que quieren, pero sí tienen una idea nítida de lo que no quieren. A unos les parece que cuatro años más de Zapatero nos conducen al Apocalipsis y, por tanto, es un escenario que debe ser evitado como sea, en tanto que otros piensan que el regreso de “la Derecha” nos retrotrae a los años más oscuros que recordarse pueda, y hay que hacer cuanto esté en nuestra mano para conjurar ese peligro. En ambos casos, aunque el precio sea aceptar una opción que no despierta, precisamente, entusiasmo.

Confieso que yo mismo me encuentro atrapado en una situación parecida, con tintes menos exagerados. Tengo razonablemente claro a quién no debería apoyar y por qué no debería hacerlo, pero no soy capaz de dar razón de por qué sí debería dar mi apoyo a un candidato concreto. Es totalmente cierto que, puesto que de elegir se trata, tanto vale una regla negativa como una positiva, pero como ciudadano y como liberal, como hijo que me considero de la Ilustración, me gustaría ser capaz de tener un porqué para mis preferencias. Al fin y al cabo, me gusta creer que la política es algo más que emotividad, que tiene un componente racional.

Precisamente, en esto que acabo de decir reside mi objeción fundamental a la continuidad de Zapatero. Es verdad que, por su desempeño, Zapatero ha acumulado méritos más que suficientes para pasar a la oposición. ¿Acaso merece el refrendo de los electores quien, habiendo hecho girar su gestión sobre dos apuestas fundamentales –política territorial y política antiterrorista-, solo puede ofrecer dos sonoros fracasos? Pero, con ser muy importante, no es lo fundamental para mí.

Lo más importante, lo más rechazable, es que, a mis ojos, Zapatero representa una banalización absoluta de la política. El Presidente ha hecho de los factores emotivos, sentimentales, de imagen, en fin, de todo lo no verbal, lo no racional, el eje básico de su actuar. De hecho, lo sigue haciendo, al presentar su campaña en la misma, exactamente en la misma clave. Sus hagiógrafos gustan de tildar semejante comportamiento de “superador” de la política tradicional. A mi juicio, se trata de la degradación máxima del discurso. De antipolítica, en suma. Zapatero sustituye el concepto por la ocurrencia, el desgranado de argumentos por la colección de palabras huecas. En suma, ofende, de continuo, a la inteligencia del ciudadano al que tanto dice respetar. “Ciudadano”, una de las palabras que más soba y que menos parece entender.

José Luis Rodríguez Zapatero es un político mínimo, una especie de símbolo, de señal viviente de hasta qué punto la política española está necesitada de urgente regeneración. Porque, ¿puede llegarse a la Moncloa sin haber hilado nunca un discurso coherente, sin atesorar una sola de las virtudes dialécticas que, se supone, debía lucir quien aspire a dirigir una democracia de ciudadanos libres e ilustrados? A la vista está que sí. A la vista está que el sueño de los aparatos políticos produce monstruos.

Pero nada de lo que he dicho hasta ahora dice, per se, nada bueno de quien aspire a sustituirle. Ni malo. No dice nada en absoluto. Y, sin embargo, hay quien parece creer que lo dicho es más que suficiente.

Supongo que se trata del dichoso “voto útil”. Esa actitud de “o yo, o el caos” tan cómoda. La cuestión es la siguiente: parece que ninguno de los dos grandes partidos va a imponerse el 9 de marzo con claridad suficiente para gobernar en solitario. Por tanto, cualquiera de los dos necesitará pactos. ¿Con quién? Con los de siempre, por supuesto. Entonces adiós ideas, adiós reformas constitucionales, adiós, adiós… ¿Cómo de útil, entonces, habrá sido mi “voto útil”? Útil, ¿a quién? Útil para garantizar que no gobiernen “los malos”… aunque los buenos vayan a hacer, poco más o menos, lo mismo, porque lo que importa es gobernar.

Un factor interesante en esta campaña es la entrada en juego de Unión, Progreso y Democracia –“el partido de Rosa Díez”, apoyado por gente variopinta, pero en todo caso muy respetable, entre ellos, un Mario Vargas Llosa que los respalda. Leo sus proclamas y manifiestos… y encuentro que apelan a mi sensibilidad. Ni que decir tiene que no estoy de acuerdo en todo, ni con el partido ni con sus promotores –sobre todo con algunos-, pero eso es hasta sano, qué quieren que les diga. Leo en sus iniciativas buena parte de las cosas que he estado defendiendo desde este blog durante ya casi cuatro años.

Son pequeños, es una opción experimental… y es fácil de descalificar, claro. Sobre todo después de que la aventura Ciudadanos no haya resultado del todo exitosa, o se haya degradado muy deprisa. Todo son incertidumbres. Y en esto se distinguen de otros, con los que casi todo son certezas.

Pienso y concluyo que, quizá, lo “útil”, al menos a mí mismo, puede ser votar de acuerdo con mis ideas. Que nada hay más contrario al liberalismo que sentirse prisionero de una etiqueta. Reconozco la validez, ética y política, del criterio del evitar el mal mayor, pero no tengo tan claro, en su caso, que la única vía para ponerlo en práctica sea la que parece más evidente. Ni siquiera como cálculo.

Puede, en suma, que decida que lo útil es votar en positivo.

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