ACABA 2007
Acaba 2007 y, con él, la legislatura. La legislatura maldita, sin duda, la peor desde que recomenzara la andadura de los parlamentos democráticos en España, allá por un ¿lejano? –sí, lo parece- 1978. El juicio que merece no puede ser peor.
Mala, en primer lugar, porque es la égida de un gobierno absolutamente fracasado. Los voceros gubernamentales, habilidosos ellos, juegan con la desmemoria. Juegan con esa verdad como un templo de aquel campeón del cinismo que fue Felipe González: no hay asunto, por grave que sea, que merezca más de quince días de periódicos. También nos recuerda Manuel Conthe en su ameno libro “la Paradoja del Bronce” cómo la psicología ha demostrado que, no importa cuan larga y variada sea una experiencia, al final, nos quedamos con dos instantes, el álgido y el postrero. Así pues, sí, los españoles acudirán a votar, probablemente, con los ecos de la última gracia que se le haya ocurrido al ministerio Zapatero. Sólo esa falta de percepción puede ayudarles –les ayudará, con toda probabilidad- a eludir la realidad de un fracaso en la totalidad de las apuestas estratégicas.
El adanista Zapatero se nos presentó con ínfulas de desfacedor de los peores entuertos que nos aquejaban cuando él llegó. Ignorando completamente las llamadas a la prudencia implícitas en las anómalas y trágicas circunstancias que enmarcaron su acceso al poder, el hombre del talante se lanzó temerariamente a abrir unos cuantos melones que no ha podido cerrar. En rigor, que no ha sabido cerrar porque no tenía ni puta idea de cómo hacerlo. Ni la tiene. Su falta de profundidad intelectual convierte su presunta audacia en temeridad, en desvergüenza y desdén por los gobernados. No contento con haberse comportado estrictamente como gobernante de parte –sin árnica ninguna para los que no piensan como él (tentado estaba de decir que para los que, simplemente, piensan)-, y con dinamitar los consensos básicos de la democracia española, ha convertido el problema territorial –que, obviamente, no se inventó él, eso es cierto-, en afortunada expresión de su a menudo silente vicepresidente, en un sudoku, en un puzle cuya solución se aventura muy, muy compleja, si es que la tiene.
Tampoco puede decirse que la oposición haya rayado a gran altura en estos cuatro años. Es verdad que la insoportable levedad de ZP, a título personal, y la inanidad de su Gabinete, en general, han llevado a muchos a subrayar la inutilidad de Rajoy y sus gentes, como si enfrentarse a semejante tropa hiciera inexcusable la victoria por goleada. Esto último es injusto. Es increíblemente difícil ganarle, en condiciones normales, la posición a un gobierno, por incompetente que sea. Desde esta perspectiva, lo realmente llamativo –lo que da la medida de la banalidad del equipo ministerial- es la incapacidad gubernamental para el despegue. No, no se trata de encuestas o de sacar tantos o cuantos puntos al rival. Ni aunque, a estas alturas, el PP volara muy por encima de su adversario en las estimaciones, estaría enmendado el yerro de no haber construido una alternativa sólida e identificable. Podrá argumentarse que los deméritos ajenos deberían haberle llevado más lejos, y hasta es posible que los hados le sonrían y salga ganador el 9 de marzo. Pero no ha ilusionado, no ha convencido... salvo a los que venían convencidos de casa, por supuesto. Al PP le correspondía –le corresponde- demostrar que hay una alternativa al PSOE, y me refiero a una alternativa integral. Una alternativa no es un reverso. El PSOE dice, probablemente con razón, que es el partido que más se parece a España. Pues, coño, se trata de que a España hay que cambiarla. España no se puede seguir pareciendo al PSOE, y el PP parece empeñado en que siga siendo así, aunque sea el PP quien la gobierne.
Por supuesto, la estopa a diestra y siniestra –privilegio del ciudadano cabreado e independiente- no nos releva de nuestro trágico deber: el 9 de marzo, deberemos decidir quién nos parece menos malo. Y déjenme que les diga que Sarkozy no se presenta, ni Merkel, ni Hillary Clinton. Se presentan los que hay. Y un non liquet, una no-decisión en pose ofendida no es, creo, una conducta admisible –no, en las actuales circunstancias-, aunque preveo que pueda ser una conducta masiva, especialmente en algunas regiones.
¿Qué ocurrirá el 9 de marzo? Sabe Dios. Pero no hay demasiados motivos para ser optimista.
Si, como dicen, ambos grandes partidos van a estar en un pañuelo –sin mayorías claras, por tanto-, lo probable es que siga gobernando ZP. Sucederá tanto si gana como si pierde por la mínima –entendiendo por “la mínima” algo bastante holgado-. Dijo, sí, que no gobernaría si no era el más votado, pero todos sabemos que, cuando la patria llama, siempre se encuentran mayorías “de progreso”.
De lo que no me cabe la menor duda es de que las elecciones se van a plantear sobre un único eje: el PP. El voto se pedirá a favor o en contra del PP, pero no a favor de nadie más en concreto, más allá de retóricas formales. Y ello por varias razones. La primera, desde luego, es que el gobierno no está para sacar pecho y pedir un aval a su gestión pero, sobre todo, porque es éste el único y verdadero cimiento del proyecto político de Rodríguez. Su “España alternativa” es, principalmente, una España en la que el PSOE es hegemónico, a cambio de que los demás partícipes en el proyecto puedan ver realizadas mayores cuotas de sus expectativas. No se trata de que quepan los que nunca han querido caber; sino de que dejen de caber muchos de los que, hasta ahora, mejor o peor, cabían. El PSOE no sale, ya lo han dicho sus voceros, "a buscar el centro", sencillamente porque sabe que no es ahí donde reside la posible victoria. La victoria está a babor, allí donde reside la masa de electores cuya única idea política clara es que no quieren gobiernos del PP -no porque no tengan otras, desde luego, sino porque es, probablemente, el único aspecto que genera consenso suficiente, en el doble sentido de amplio y bastante como para ir a votar sin necesidad de mayores razones.
Unas Cortes que reproduzcan las actuales, con ligera ventaja de uno de los dos grandes partidos o del otro, tanto da –insisto, resultado probable-, podrían conducirnos a dos escenarios muy diferentes. El primero, y el más deseable, es que el ganador, el más votado, el que tenga más escaños -o como quiera que toque definir al ganador esa noche-, bascule hacia el centro, en busca de acuerdos transversales con el otro. La condición necesaria es, por supuesto, que ese otro esté donde y cuando se le busque, para permitir un gobierno en minoría, reeditando la experiencia Suárez. No me planteo una gran coalición formal, porque es, sencillamente, ciencia ficción –no porque no lo desee-. El escenario que acabo de describir tiene pocos visos de realidad, desde luego, si gana Rajoy, y muchos menos si gana Rodríguez.
El segundo escenario, mucho menos apetecible, es, supuesta una victoria del PSOE o una victoria del PP que pueda ser convenientemente neutralizada a través de pactos, la perseverancia en una práctica acorde con la experiencia y con la apuesta que se puede intuir en las propuestas socialistas, con resultados asimismo previsibles. Es innecesario decir que, por desgracia, la última de las situaciones cuenta con más papeles.
¿El lugar para la esperanza? Que, a Dios gracias, la política sigue siendo un arte. Y en el arte, como en la vida, hay sorpresas.
Mala, en primer lugar, porque es la égida de un gobierno absolutamente fracasado. Los voceros gubernamentales, habilidosos ellos, juegan con la desmemoria. Juegan con esa verdad como un templo de aquel campeón del cinismo que fue Felipe González: no hay asunto, por grave que sea, que merezca más de quince días de periódicos. También nos recuerda Manuel Conthe en su ameno libro “la Paradoja del Bronce” cómo la psicología ha demostrado que, no importa cuan larga y variada sea una experiencia, al final, nos quedamos con dos instantes, el álgido y el postrero. Así pues, sí, los españoles acudirán a votar, probablemente, con los ecos de la última gracia que se le haya ocurrido al ministerio Zapatero. Sólo esa falta de percepción puede ayudarles –les ayudará, con toda probabilidad- a eludir la realidad de un fracaso en la totalidad de las apuestas estratégicas.
El adanista Zapatero se nos presentó con ínfulas de desfacedor de los peores entuertos que nos aquejaban cuando él llegó. Ignorando completamente las llamadas a la prudencia implícitas en las anómalas y trágicas circunstancias que enmarcaron su acceso al poder, el hombre del talante se lanzó temerariamente a abrir unos cuantos melones que no ha podido cerrar. En rigor, que no ha sabido cerrar porque no tenía ni puta idea de cómo hacerlo. Ni la tiene. Su falta de profundidad intelectual convierte su presunta audacia en temeridad, en desvergüenza y desdén por los gobernados. No contento con haberse comportado estrictamente como gobernante de parte –sin árnica ninguna para los que no piensan como él (tentado estaba de decir que para los que, simplemente, piensan)-, y con dinamitar los consensos básicos de la democracia española, ha convertido el problema territorial –que, obviamente, no se inventó él, eso es cierto-, en afortunada expresión de su a menudo silente vicepresidente, en un sudoku, en un puzle cuya solución se aventura muy, muy compleja, si es que la tiene.
Tampoco puede decirse que la oposición haya rayado a gran altura en estos cuatro años. Es verdad que la insoportable levedad de ZP, a título personal, y la inanidad de su Gabinete, en general, han llevado a muchos a subrayar la inutilidad de Rajoy y sus gentes, como si enfrentarse a semejante tropa hiciera inexcusable la victoria por goleada. Esto último es injusto. Es increíblemente difícil ganarle, en condiciones normales, la posición a un gobierno, por incompetente que sea. Desde esta perspectiva, lo realmente llamativo –lo que da la medida de la banalidad del equipo ministerial- es la incapacidad gubernamental para el despegue. No, no se trata de encuestas o de sacar tantos o cuantos puntos al rival. Ni aunque, a estas alturas, el PP volara muy por encima de su adversario en las estimaciones, estaría enmendado el yerro de no haber construido una alternativa sólida e identificable. Podrá argumentarse que los deméritos ajenos deberían haberle llevado más lejos, y hasta es posible que los hados le sonrían y salga ganador el 9 de marzo. Pero no ha ilusionado, no ha convencido... salvo a los que venían convencidos de casa, por supuesto. Al PP le correspondía –le corresponde- demostrar que hay una alternativa al PSOE, y me refiero a una alternativa integral. Una alternativa no es un reverso. El PSOE dice, probablemente con razón, que es el partido que más se parece a España. Pues, coño, se trata de que a España hay que cambiarla. España no se puede seguir pareciendo al PSOE, y el PP parece empeñado en que siga siendo así, aunque sea el PP quien la gobierne.
Por supuesto, la estopa a diestra y siniestra –privilegio del ciudadano cabreado e independiente- no nos releva de nuestro trágico deber: el 9 de marzo, deberemos decidir quién nos parece menos malo. Y déjenme que les diga que Sarkozy no se presenta, ni Merkel, ni Hillary Clinton. Se presentan los que hay. Y un non liquet, una no-decisión en pose ofendida no es, creo, una conducta admisible –no, en las actuales circunstancias-, aunque preveo que pueda ser una conducta masiva, especialmente en algunas regiones.
¿Qué ocurrirá el 9 de marzo? Sabe Dios. Pero no hay demasiados motivos para ser optimista.
Si, como dicen, ambos grandes partidos van a estar en un pañuelo –sin mayorías claras, por tanto-, lo probable es que siga gobernando ZP. Sucederá tanto si gana como si pierde por la mínima –entendiendo por “la mínima” algo bastante holgado-. Dijo, sí, que no gobernaría si no era el más votado, pero todos sabemos que, cuando la patria llama, siempre se encuentran mayorías “de progreso”.
De lo que no me cabe la menor duda es de que las elecciones se van a plantear sobre un único eje: el PP. El voto se pedirá a favor o en contra del PP, pero no a favor de nadie más en concreto, más allá de retóricas formales. Y ello por varias razones. La primera, desde luego, es que el gobierno no está para sacar pecho y pedir un aval a su gestión pero, sobre todo, porque es éste el único y verdadero cimiento del proyecto político de Rodríguez. Su “España alternativa” es, principalmente, una España en la que el PSOE es hegemónico, a cambio de que los demás partícipes en el proyecto puedan ver realizadas mayores cuotas de sus expectativas. No se trata de que quepan los que nunca han querido caber; sino de que dejen de caber muchos de los que, hasta ahora, mejor o peor, cabían. El PSOE no sale, ya lo han dicho sus voceros, "a buscar el centro", sencillamente porque sabe que no es ahí donde reside la posible victoria. La victoria está a babor, allí donde reside la masa de electores cuya única idea política clara es que no quieren gobiernos del PP -no porque no tengan otras, desde luego, sino porque es, probablemente, el único aspecto que genera consenso suficiente, en el doble sentido de amplio y bastante como para ir a votar sin necesidad de mayores razones.
Unas Cortes que reproduzcan las actuales, con ligera ventaja de uno de los dos grandes partidos o del otro, tanto da –insisto, resultado probable-, podrían conducirnos a dos escenarios muy diferentes. El primero, y el más deseable, es que el ganador, el más votado, el que tenga más escaños -o como quiera que toque definir al ganador esa noche-, bascule hacia el centro, en busca de acuerdos transversales con el otro. La condición necesaria es, por supuesto, que ese otro esté donde y cuando se le busque, para permitir un gobierno en minoría, reeditando la experiencia Suárez. No me planteo una gran coalición formal, porque es, sencillamente, ciencia ficción –no porque no lo desee-. El escenario que acabo de describir tiene pocos visos de realidad, desde luego, si gana Rajoy, y muchos menos si gana Rodríguez.
El segundo escenario, mucho menos apetecible, es, supuesta una victoria del PSOE o una victoria del PP que pueda ser convenientemente neutralizada a través de pactos, la perseverancia en una práctica acorde con la experiencia y con la apuesta que se puede intuir en las propuestas socialistas, con resultados asimismo previsibles. Es innecesario decir que, por desgracia, la última de las situaciones cuenta con más papeles.
¿El lugar para la esperanza? Que, a Dios gracias, la política sigue siendo un arte. Y en el arte, como en la vida, hay sorpresas.
2 Comments:
"...con ínfulas de desfacedor de los peores entuertos..."
Lo que se desfacen son los agravios. Los entuertos (en realidad en El Quijote se dice tuertos) se enderezan. La expresión "desfacer entuertos" está muy extendida pero no es correcta. Un tuerto es un torcido, algo que ha dejado de estar recto.
Feliz 2.008 y que siga usted escribiendo entradas tan buenas como las del 2.007.
By Anónimo, at 9:22 p. m.
Querida Mónica
Mil gracias por la observación.
By FMH, at 1:07 p. m.
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