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domingo, octubre 14, 2007

CUERDOS AL PSIQUIATRA

Hace unos días, en una tribuna de prensa, la profesora Araceli Mangas, catedrática de Derecho Internacional Público de la Universidad de Salamanca, se esforzaba en demostrar al estilo del jurista, es decir, con argumentos lógicos y sólidos basados en la exégesis –tampoco muy profunda, porque no hace falta- del Derecho realmente existente –no el mítico, ni el imaginado, sino el de las naciones civilizadas- que una eventual apuesta secesionista vasca no puede reclamar absolutamente ningún título válido. Ninguno. Será un acto político, si se desea, pero no un acto amparado en ningún derecho reconocido por la comunidad internacional.

Razonaba la profesora Mangas que España cumple sobradamente con todos los estándares exigibles a un país atento a sus obligaciones internacionales en materia de autodeterminación de los pueblos. No hay, en nuestro suelo, identidad sojuzgada alguna, ni discriminación, ni veto que permita construir válidamente ninguna clase de fundamentación legal a la ruptura del estado.

Son muy bienvenidas las palabras de la catedrática, pero a buen seguro ella ya sabe que son prédica en el desierto. Me imagino que, como tantos otros, por ella que no quede... si hay que volver a explicar por enésima vez lo mismo, se explica. Al fin y al cabo, una de las virtudes del docente es la paciencia. Supongo que nuestros especialistas en Historia, en Ciencia Política y en Derecho podrían encontrar mejores asuntos en los que concentrar sus estudios pero es nuestro triste sino que tengan que perder el tiempo en estos menesteres.

Digo que es prédica en el desierto porque si la razón estuviera bien instalada en España, hace tiempo que ciertas polémicas se habrían agotado. Creo que es Carlos Herrera quien lo decía hace poco, y en todo caso yo lo suscribo: el acomplejado, el tarado, el idiota, el demente, no son planta exclusiva de la Península Ibérica. Como las ratas, los gilipollas anidan en todo el planeta. Pero este es el único país del mundo donde se les toma tan en serio. Incluso el nazi, el racista, el etnicista, el apestado político del mundo civilizado, recibe aquí honores de ser normal, y comparte mesa y mantel, con independencia de lo impresentable de sus ideas, con las personas decentes. Si una persona, como prueba de normalidad y bonhomía, dice que él “se pasea con un Fernández”, en medio mundo, esa persona es un enfermo, en la mejor de las hipótesis. Aquí, a la vista está lo que hay.

Lo normal con el tarado es ignorarlo –mientras no moleste, claro-. Allá él con sus manías. Así suele hacerse de Pirineos para arriba, con total tranquilidad. El “excéntrico” hace de las suyas hasta que se propasa. Entonces, sucede lo que tiene que suceder. Sucede que la normalidad la marca la mayoría, y no al contrario.

Sirva este excurso para volver sobre el tema del uso de los símbolos nacionales. También Carlos Herrera incidía en el asunto. Más allá de la polémica en torno al vídeo de Rajoy y si el PP patrimonializa o no los símbolos patrios –que casi podían ser patrimonializados a título de ocupación, a modo de res nullius, ya que nadie los quería- la cuestión es que cada cual debería ser dueño de portar, o no, la bandera cuando le apeteciera –y siempre que el contexto lo haga propio, claro-. Se entiende perfectamente, y debe respetarse, que algunos, o quizá muchos españoles, por razones diversas, no sientan identificación particular con los símbolos nacionales. Identificación sentimental, quiero decir, porque no hay motivo para pensar que la mayoría no los respete, y no sea capaz de una identificación puramente racional.

La cuestión es que quienes sí sientan esa identificación sentimental, en tanto no agredan a nadie –y agredir es dar con el palo en la cabeza, no ondear la bandera- deben sentirse absolutamente libres de homenajear a esos símbolos. Aunque al idiota le pese. La tolerancia para con el idiota nos lleva a algunos a tragarnos, por televisión, imágenes de procesiones de antorchas, aquelarres varios y otras lindezas de exaltación de patrias míticas que, al menos a los liberales de Código Civil, nos ponen los pelos como escarpias. No sé cómo se le queda el cuerpo a Pepiño cuando Rajoy pronuncia la palabra “España”, pero les aseguro que, a mí, ciertas ceremonias tribales me dan un no sé qué muy incómodo. Al lado de eso, que la gente salga a dar vivas al Rey, a menear la bandera o a pasear el toro de Osborne tampoco se me hace de lo peor que se puede imaginar. Y, por cierto, quienes piensen que no me molesta porque son mis símbolos nacionales yerran, porque mis propios símbolos me pueden parece muy hostiles en función de cómo sean usados. También soy de los que piensan, como decía antes, que el símbolo se degrada por su abuso: ni hay que llevar la bandera en el reloj, porque no es su sitio, ni el Rey tiene que inaugurar tómbolas.

La moraleja del asunto es que algo va mal cuando parece que los que tienen que ir al psiquiatra son los cuerdos. A los diplomáticos extranjeros les parece, por lo visto, que somos marcianos. Es natural. Aquí, el que termina haciéndoselo mirar es el tal Fernández.