EL FIASCO ARGELINO
En fiasco argelino ha sacado a la luz todas las carencias de nuestra política exterior. Es un problema del que se habla poco, pero que ahí está y, de cuando en cuando, nos salta a la cara.
El “Gobierno de España” –la marca que, parece, emplea ahora la Administración General del Estado- es, de entrada, muy insuficiente. No está a la altura del país ni de la demanda de sus empresas. Nuestro Servicio Exterior nos sirve poco en un doble sentido. Para empezar, porque no posee una dimensión acorde con el peso internacional real del país. Hay zonas importantes del mundo donde, sencillamente, no está, o está con una dotación de medios nada al nivel de lo que deberían ser las pretensiones de un país con los intereses de España. Pero es que tampoco parece que el Servicio Exterior esté entrenado para la diplomacia del siglo XXI. Cuentan muchos de nuestros empresarios que, más bien, cuando van por el mundo, se topan con embajadores del XIX. Gente que aún cree que su única labor se limita a cuestiones de “alta política”, dejando la atención de los principales intereses del país –los económicos, representados por nuestras empresas- huérfanos de asistencia. Entiéndaseme bien: buena parte de las funciones diplomáticas y consulares tradicionales subsisten pero, al tiempo, otras tareas de menos relumbrón deberían ir cogiendo más y más peso en la agenda.
Con todo, la política exterior falla también en su sentido más estricto, en lo que sí corresponde –ahora sí- al Gobierno de España. Su definición. Y si el peor Ejecutivo de la democracia suspende en casi todo, en materia de exteriores el cate es clamoroso.
Viene cumpliéndose con cierta regularidad la máxima de que la política exterior española no depende tanto del inquilino del Palacio de Santa Cruz como del de la Moncloa y, siendo así, no es de extrañar que la política exterior del zapaterato haya terminado impregnándose de la frivolidad e inanidad intelectual que son marca de la casa. ¿Es cabal, por ejemplo, que en Argelia –un país crítico para los intereses españoles en el norte de África- se perciba al ministro Moratinos, sencillamente, como la cabeza visible del lobby promarroquí en España? Incluso aunque el Gobierno, en uso de su legítima potestad de orientar la política como lo tenga por conveniente, hubiera decidido realinear las prioridades de la política magrebí, ¿no sería exigible un algo más de discreción?
La respuesta, por desgracia, es que la política exterior –la política de Estado por excelencia- se ha contaminado de la idea motriz del planteamiento general: para los socialistas, para los únicos socialistas realmente existentes (lo digo para que no se me enfaden los aficionados a comparar las virtudes teóricas del socialismo con los defectos reales de sus alternativas), todo es medio, nada es fin. Insisto, por desgracia, también es éste –el internacional- un ámbito como otro cualquiera para “ir de rojo” o aplicar el “principio Marie Claire”, o de lo que toque en cada momento.
No es ya que un servidor esté en desacuerdo con los planteamientos en política exterior del Gobierno. Lo estoy, pero entiendo que el Gobierno tiene perfecto derecho a definir su política de acuerdo con su programa. Es que me temo que tales planteamientos no existen como tales. Cabe, por supuesto, entender de modo diverso cuáles son los intereses de España en cada momento y, por consiguiente, puede haber legítimas y discrepantes maneras de ordenar las prioridades. Pero, al igual que sucede en tantos y tantos ámbitos, uno no puede dejar de preguntarse dónde aparecen los intereses del país en esta indescriptible muestra de inepcia, de inutilidad. No es ya que vuelvan a aparecer los tics de una política que se creía felizmente superada, como el tercermundismo o la sumisión a Francia, ni tan siquiera que, prácticamente, hayamos ido desapareciendo del mapa, se trata de que, en esto como en todo, aquí no hay Dios que entienda nada, porque nadie explica nada y, probablemente, es que no hay nada que explicar.
Supongo que este post, por su temática, es candidato a recibir la visita de los plastas de turno diciendo “sería mejor lo de Aznar, bla, bla, bla, Irak, bla, bla, bla”. Aparte de que pienso que sí, que lo de Aznar era infinitamente mejor,–y, por favor, ruego al eventual defensor del “no a la guerra” que no se prive de soltar su saludable invectiva, si así lo desea- no es esa la cuestión. La cuestión es que, moral o inmoral, acertada o errada, era una política exterior reducible a parámetros comprensibles (también lo era la de González, por cierto). Se me ocurre media docena de razones para hacer seguidismo a los Estados Unidos (lo llaman así, ¿no?) –unas me parecerán mejor, otras peor-, pero no se me ocurre absolutamente ninguna para hacer campaña, desde intereses españoles, por Evo Morales. Por lo mismo, no se me ocurre qué maldita razón puede haber para enemistarse con Argelia, por ejemplo. Ninguna, salvo que la política exterior importe un carajo, estando, como está, lejos de las preocupaciones primordiales de los españoles y, por tanto, más bien dé igual una cosa que otra. Al fin y al cabo, el presidente no viaja, no habla idiomas, no entiende de economía y está a otro rollo. Pues que Moratinos y Bernardino León hagan lo que les apetezca.
Las empresas españolas deberían ir asumiendo una realidad impepinable. El “Gobierno de España” no está ni se le espera, al menos, mientras el optimista antropológico esté en la Moncloa.
El “Gobierno de España” –la marca que, parece, emplea ahora la Administración General del Estado- es, de entrada, muy insuficiente. No está a la altura del país ni de la demanda de sus empresas. Nuestro Servicio Exterior nos sirve poco en un doble sentido. Para empezar, porque no posee una dimensión acorde con el peso internacional real del país. Hay zonas importantes del mundo donde, sencillamente, no está, o está con una dotación de medios nada al nivel de lo que deberían ser las pretensiones de un país con los intereses de España. Pero es que tampoco parece que el Servicio Exterior esté entrenado para la diplomacia del siglo XXI. Cuentan muchos de nuestros empresarios que, más bien, cuando van por el mundo, se topan con embajadores del XIX. Gente que aún cree que su única labor se limita a cuestiones de “alta política”, dejando la atención de los principales intereses del país –los económicos, representados por nuestras empresas- huérfanos de asistencia. Entiéndaseme bien: buena parte de las funciones diplomáticas y consulares tradicionales subsisten pero, al tiempo, otras tareas de menos relumbrón deberían ir cogiendo más y más peso en la agenda.
Con todo, la política exterior falla también en su sentido más estricto, en lo que sí corresponde –ahora sí- al Gobierno de España. Su definición. Y si el peor Ejecutivo de la democracia suspende en casi todo, en materia de exteriores el cate es clamoroso.
Viene cumpliéndose con cierta regularidad la máxima de que la política exterior española no depende tanto del inquilino del Palacio de Santa Cruz como del de la Moncloa y, siendo así, no es de extrañar que la política exterior del zapaterato haya terminado impregnándose de la frivolidad e inanidad intelectual que son marca de la casa. ¿Es cabal, por ejemplo, que en Argelia –un país crítico para los intereses españoles en el norte de África- se perciba al ministro Moratinos, sencillamente, como la cabeza visible del lobby promarroquí en España? Incluso aunque el Gobierno, en uso de su legítima potestad de orientar la política como lo tenga por conveniente, hubiera decidido realinear las prioridades de la política magrebí, ¿no sería exigible un algo más de discreción?
La respuesta, por desgracia, es que la política exterior –la política de Estado por excelencia- se ha contaminado de la idea motriz del planteamiento general: para los socialistas, para los únicos socialistas realmente existentes (lo digo para que no se me enfaden los aficionados a comparar las virtudes teóricas del socialismo con los defectos reales de sus alternativas), todo es medio, nada es fin. Insisto, por desgracia, también es éste –el internacional- un ámbito como otro cualquiera para “ir de rojo” o aplicar el “principio Marie Claire”, o de lo que toque en cada momento.
No es ya que un servidor esté en desacuerdo con los planteamientos en política exterior del Gobierno. Lo estoy, pero entiendo que el Gobierno tiene perfecto derecho a definir su política de acuerdo con su programa. Es que me temo que tales planteamientos no existen como tales. Cabe, por supuesto, entender de modo diverso cuáles son los intereses de España en cada momento y, por consiguiente, puede haber legítimas y discrepantes maneras de ordenar las prioridades. Pero, al igual que sucede en tantos y tantos ámbitos, uno no puede dejar de preguntarse dónde aparecen los intereses del país en esta indescriptible muestra de inepcia, de inutilidad. No es ya que vuelvan a aparecer los tics de una política que se creía felizmente superada, como el tercermundismo o la sumisión a Francia, ni tan siquiera que, prácticamente, hayamos ido desapareciendo del mapa, se trata de que, en esto como en todo, aquí no hay Dios que entienda nada, porque nadie explica nada y, probablemente, es que no hay nada que explicar.
Supongo que este post, por su temática, es candidato a recibir la visita de los plastas de turno diciendo “sería mejor lo de Aznar, bla, bla, bla, Irak, bla, bla, bla”. Aparte de que pienso que sí, que lo de Aznar era infinitamente mejor,–y, por favor, ruego al eventual defensor del “no a la guerra” que no se prive de soltar su saludable invectiva, si así lo desea- no es esa la cuestión. La cuestión es que, moral o inmoral, acertada o errada, era una política exterior reducible a parámetros comprensibles (también lo era la de González, por cierto). Se me ocurre media docena de razones para hacer seguidismo a los Estados Unidos (lo llaman así, ¿no?) –unas me parecerán mejor, otras peor-, pero no se me ocurre absolutamente ninguna para hacer campaña, desde intereses españoles, por Evo Morales. Por lo mismo, no se me ocurre qué maldita razón puede haber para enemistarse con Argelia, por ejemplo. Ninguna, salvo que la política exterior importe un carajo, estando, como está, lejos de las preocupaciones primordiales de los españoles y, por tanto, más bien dé igual una cosa que otra. Al fin y al cabo, el presidente no viaja, no habla idiomas, no entiende de economía y está a otro rollo. Pues que Moratinos y Bernardino León hagan lo que les apetezca.
Las empresas españolas deberían ir asumiendo una realidad impepinable. El “Gobierno de España” no está ni se le espera, al menos, mientras el optimista antropológico esté en la Moncloa.
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