EL PODER ES BUENO, CUANDO LO TIENEN LOS BUENOS
Leí ayer, en ABC, una breve columna a cargo de Mário Soares. El incombustible patriarca del socialismo portugués se respondía a la pregunta de qué puede significar hoy ser de izquierdas. Ciertamente, no se trataba de un ensayo, ni tampoco se extendía el ex casi todo –pocas cosas hay en la política portuguesa que Soares no haya sido- demasiado en sus ideas. Pero sí se puede extractar su pensamiento, al parecer en una sola línea: ser de izquierdas es no ser liberal. Muy gráficamente, dice el prócer que se trata, por todos los medios, de construir una democracia distinta, social, alternativa, llámese como se quiera, a condición de que no sea “liberal”.
Insisto, el anciano político luso no pretendía tampoco explayarse –y, dicho sea de paso, tampoco sé muy bien qué pintaban en las páginas interiores del diario ABC unas líneas a cargo de tan ilustre autor, al que normalmente se reservaban ubicaciones más acordes con su rango, empezando por la tercera (ya se sabe que el diario de Vocento es muy ceremonioso, y cuando viene nada menos que un ex Presidente de la República Portuguesa, se le saca la vajilla buena)- pero creo que, en su sintética frase, dio en el clavo, y creo que estaba animado por la sinceridad.
No puedo dejar de convenir con don Mário en que, en efecto, las ideologías siguen importando, e importando mucho –vamos, que Fukuyama se precipitó lo suyo decretando un muy anticipado fin de la Historia-. Tan es así que, como he tenido ocasión de comentar en otros artículos, en España estamos viviendo, precisamente, un problema de raíz ideológica. Insisto, ya lo he contado en otras ocasiones, pero no puedo dejar de insistir en ello, porque me parece fundamental.
Giovanni Sartori, un gran teórico de la democracia, tiene dicho que si esa actividad se justifica –el teorizar sobre la democracia- es, precisamente, porque el lenguaje político en las sociedades democráticas es cada vez menos claro. Tan poco claro es que, para empezar, al decir “democracia” parece que todos estuviéramos refiriéndonos a lo mismo. Pero eso no es cierto. Como bien dice Sartori, en la única democracia realmente existente, “democracia” es apócope de “democracia liberal”. Pues bien, Soares nos da la clave de una discrepancia absolutamente radical: mientras que para los liberales –y quizá para otras familias políticas que, sin definirse como tales, al menos no se definen por oposición al liberalismo- el término está simplemente elidido, por aquello de que la antonomasia es lo que tiene –la democracia, o es liberal, o no es- para los socialistas está suprimido. La izquierda europea sigue volcada en la tarea de buscarle a la democracia otro apellido que “supere” lo de “liberal”.
Convendrá repetirlo por enésima vez, aunque sirva de poco: en “democracia liberal” –y es paradoja- el adjetivo es lo sustantivo. Primero son la Constitución –en el sentido del artículo 16 de la Declaración de 1789- y los derechos. Y después, solo después, es la democracia, el gobierno del Pueblo a través de la regla de la mayoría. Es verdad que, a poco que se escarbe, liberalismo y democracia van unidos. Pero esto es una cuestión práctica, no de necesidad lógica. Es la experiencia la que demuestra que solo en un régimen político en el que la legitimidad de las instituciones arranca del Pueblo es posible que fructifique una visión liberal del ser humano. Dicho de otro modo, parece que el Poder que más se aviene a la contención es el que viene de abajo hacia arriba.
Pero esto no quiere decir, por supuesto, que el Pueblo no pueda devenir un tirano. Es lo que sucede, claro, cuando se priva al principio de la mayoría de su carácter instrumental y se le dota de una especie de capacidad de legitimar cuanto deba ser legitimado.
Sé que soy muy pesado, y que he contado lo mismo muchas veces. Pero o bien se entiende que no nos entendemos, o nunca terminaremos de hacernos a la idea de lo que piensan los Fernández Bermejo y compañía. Nunca entenderemos a los socialistas.
Esta misma semana he leído también a un autor de otra corriente que cierto juez para la Democracia afirmó en una ocasión que “los programas electorales son fuente de Derecho”. Y el caso es que, si non è vero, è ben trovato. Semejante dislate intelectual se acomoda muy bien a las intervenciones públicas de algunos, y a sus hechos.
En resumidas cuentas, pese a quien pese, el mundo se sigue dividiendo entre quienes pensamos que el Poder debe estar repartido y quienes, por el contrario, piensan que el Poder es único. Entre quienes creemos que el Poder debe ser embridado y quienes piensan que el Poder hay que hacerlo bueno, ponerlo al servicio “del Bien”, que el Poder, en sí, no es perverso, a condición de que lo tengan “los buenos”. Esa es la clave de la distinción, de la gran distinción ideológica que subsiste, todo lo limada que se quiera, pero subsiste.
La división de poderes es, para algunos, un artificio, un tecnicismo organizativo, todo lo más, para buscar eficiencia en la administración de un Poder único, omnímodo, que arranca de la legitimidad de la mayoría. Porque eso es lo correcto. El Pueblo ha designado a los buenos, y los buenos tienen el derecho y el deber de interpretar su voluntad, empleando el aparato del Estado para lograr los fines correctos –los que figuran en el programa electoral, como fuente de Derecho-.
Y el caso es que les dices que eso es totalitarismo, y se enfadan.
Insisto, el anciano político luso no pretendía tampoco explayarse –y, dicho sea de paso, tampoco sé muy bien qué pintaban en las páginas interiores del diario ABC unas líneas a cargo de tan ilustre autor, al que normalmente se reservaban ubicaciones más acordes con su rango, empezando por la tercera (ya se sabe que el diario de Vocento es muy ceremonioso, y cuando viene nada menos que un ex Presidente de la República Portuguesa, se le saca la vajilla buena)- pero creo que, en su sintética frase, dio en el clavo, y creo que estaba animado por la sinceridad.
No puedo dejar de convenir con don Mário en que, en efecto, las ideologías siguen importando, e importando mucho –vamos, que Fukuyama se precipitó lo suyo decretando un muy anticipado fin de la Historia-. Tan es así que, como he tenido ocasión de comentar en otros artículos, en España estamos viviendo, precisamente, un problema de raíz ideológica. Insisto, ya lo he contado en otras ocasiones, pero no puedo dejar de insistir en ello, porque me parece fundamental.
Giovanni Sartori, un gran teórico de la democracia, tiene dicho que si esa actividad se justifica –el teorizar sobre la democracia- es, precisamente, porque el lenguaje político en las sociedades democráticas es cada vez menos claro. Tan poco claro es que, para empezar, al decir “democracia” parece que todos estuviéramos refiriéndonos a lo mismo. Pero eso no es cierto. Como bien dice Sartori, en la única democracia realmente existente, “democracia” es apócope de “democracia liberal”. Pues bien, Soares nos da la clave de una discrepancia absolutamente radical: mientras que para los liberales –y quizá para otras familias políticas que, sin definirse como tales, al menos no se definen por oposición al liberalismo- el término está simplemente elidido, por aquello de que la antonomasia es lo que tiene –la democracia, o es liberal, o no es- para los socialistas está suprimido. La izquierda europea sigue volcada en la tarea de buscarle a la democracia otro apellido que “supere” lo de “liberal”.
Convendrá repetirlo por enésima vez, aunque sirva de poco: en “democracia liberal” –y es paradoja- el adjetivo es lo sustantivo. Primero son la Constitución –en el sentido del artículo 16 de la Declaración de 1789- y los derechos. Y después, solo después, es la democracia, el gobierno del Pueblo a través de la regla de la mayoría. Es verdad que, a poco que se escarbe, liberalismo y democracia van unidos. Pero esto es una cuestión práctica, no de necesidad lógica. Es la experiencia la que demuestra que solo en un régimen político en el que la legitimidad de las instituciones arranca del Pueblo es posible que fructifique una visión liberal del ser humano. Dicho de otro modo, parece que el Poder que más se aviene a la contención es el que viene de abajo hacia arriba.
Pero esto no quiere decir, por supuesto, que el Pueblo no pueda devenir un tirano. Es lo que sucede, claro, cuando se priva al principio de la mayoría de su carácter instrumental y se le dota de una especie de capacidad de legitimar cuanto deba ser legitimado.
Sé que soy muy pesado, y que he contado lo mismo muchas veces. Pero o bien se entiende que no nos entendemos, o nunca terminaremos de hacernos a la idea de lo que piensan los Fernández Bermejo y compañía. Nunca entenderemos a los socialistas.
Esta misma semana he leído también a un autor de otra corriente que cierto juez para la Democracia afirmó en una ocasión que “los programas electorales son fuente de Derecho”. Y el caso es que, si non è vero, è ben trovato. Semejante dislate intelectual se acomoda muy bien a las intervenciones públicas de algunos, y a sus hechos.
En resumidas cuentas, pese a quien pese, el mundo se sigue dividiendo entre quienes pensamos que el Poder debe estar repartido y quienes, por el contrario, piensan que el Poder es único. Entre quienes creemos que el Poder debe ser embridado y quienes piensan que el Poder hay que hacerlo bueno, ponerlo al servicio “del Bien”, que el Poder, en sí, no es perverso, a condición de que lo tengan “los buenos”. Esa es la clave de la distinción, de la gran distinción ideológica que subsiste, todo lo limada que se quiera, pero subsiste.
La división de poderes es, para algunos, un artificio, un tecnicismo organizativo, todo lo más, para buscar eficiencia en la administración de un Poder único, omnímodo, que arranca de la legitimidad de la mayoría. Porque eso es lo correcto. El Pueblo ha designado a los buenos, y los buenos tienen el derecho y el deber de interpretar su voluntad, empleando el aparato del Estado para lograr los fines correctos –los que figuran en el programa electoral, como fuente de Derecho-.
Y el caso es que les dices que eso es totalitarismo, y se enfadan.
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