EL TRISTE SUCESO DE SANTIAGO
Triste, muy triste episodio del de ayer en Santiago. Doblemente lamentable, si tenemos en cuenta que es lo que les faltaba a las ya de por sí endebles cumbres iberoamericanas. Por desgracia, era de prever. Y es que lo de los insultos contra España o los españoles empieza a ser cuestión de costumbre.
Recuerdo que, en una de las primeras cumbres, un presidente –creo recordar que de Guatemala- se despachó a gusto acusándonos del genocidio de los Mayas. En nuestra propia casa, el tipo nos afeaba los desmanes, cinco veces centenarios de ¿nuestros antepasados? Más bien de los suyos. No deja de ser curioso que buena parte de los que vienen a insultarnos resultan ser miembros de esas castas dirigentes, repulsivas, caciquiles y, por supuesto, bastante autóctonas- Los americanos, un buen día, va ya para doscientos años, decidieron echarnos, y quedarse a solas con esa gente.
Lo de ahora tiene, además, otras lecturas. Toca retórica antiimperialista. Nada personal, solo la eterna cantinela del “enemigo exterior”. “Somos pobres, la culpa es de ellos”. A cierta izquierda española, este sonsonete le hacía y le hace mucha gracia. Al fin y al cabo, América Latina no deja de ser el lugar en el que algunos esforzados hacen realidad los ideales mientras el progre patrio va echando barriga –sin dejar de decir las mismas gilipolleces de siempre-. El problema, claro, es que el imperio, al menos una parte chiquita de él... somos nosotros. Son las empresas españolas que operan allí los servicios bancarios, el teléfono, la luz, en fin, ya se sabe, la United Fruit rediviva. Así pues –ya digo que no es nada personal- éramos y somos víctimas propiciatorias de la demagogia populista. Es verdad que otras naciones, amén del Satán yanqui –las críticas a los Estados Unidos ya no son noticia- tienen también muy importantes intereses en la región, y es casi seguro que sus empresas aplican allí las mismas prácticas poco ortodoxas por las que se han hecho famosas en otras latitudes –prácticas, por cierto, a las que nuestras empresas, como nuestros soldados, son bastante ajenas-, pero no tienen el glamour de esta madre patria venida a menos, a la que se puede echar en cara todo un memorial de agravios (holandeses, ingleses y demás colegas no solían dejar vía a posibles herederos vivos).
Pues miren ustedes. Ya sé que esto no es políticamente correcto, pero creo que no yerro si afirmo que: el imperio español de la Edad Moderna fue, con mucho, el menos maléfico entre sus contemporáneos; nuestras exiguas posesiones coloniales decimonónicas recibieron un trato notablemente mejor que el de sus pares respecto a sus metrópolis –un poco de historia de la olvidada Guinea Ecuatorial daría pie a elaborar esta idea- y, en tiempos más actuales, España y los españoles se vienen conduciendo por el mundo con excelentes calificaciones. Nuestro país es, posiblemente, una de las democracias más respetuosas con el Derecho internacional –a veces, tanto, tanto, que entra en conflicto con la propia Justicia-; nuestros soldados rinden servicios, pero no abusan ni vejan; y nuestras empresas llegan, pagan la factura y hacen cuanto pueden porque los servicios funcionen, por lo menos igual o mejor que sus competidoras internacionales.
Otra cosa es que nuestra política exterior desde hace treinta años, salvo algunos meses, se desempeñe como si nada de lo anterior fuese cierto, especialmente con respecto a América Latina. Es cierto que, en estos tres últimos años, estamos llegando al paroxismo de la incompetencia y el mal hacer –y, desde luego, no es casual la acumulación de reveses-, pero no es algo del todo novedoso. Urge un replanteamiento integral, en profundidad, de la acción exterior de España. No solo para dotarla de una línea coherente sino para desplegarla de una forma ordenada.
Lo de ayer no es tolerable, y merece el calificativo de completo desastre. Es cierto que lo sucedido no fue el peor de los escenarios posibles. Hubiese sido peor, claro, que el Rey y el Presidente del Gobierno hubieran permanecido impasibles ante las invectivas de Chávez y ante las de Ortega. Pero la abrupta respuesta de Su Majestad tampoco es para tirar cohetes. Sí, hay un cierto regusto de desahogo en ese “poner los huevos encima de la mesa” –al final, volvemos la fórmula ibérica por excelencia- pero la admonición a un jefe de estado extranjero no parece lo más acorde con el uso diplomático. El abandono posterior del salón, aspaventoso pero en silencio, fue medida mucho más proporcionada.
Con todo, el concreto suceso es lo de menos. Lo de más es que a nuestro servicio exterior estas cosas le suceden. Y no debería ocurrir. El Rey no debe acudir a escenarios en los que, previsiblemente, puede ser insultado o puede verse en trance de tener que responder. Por supuesto que nadie puede prever la eventualidad de que un mandatario extranjero se vuelva loco y provoque un incidente. Pero la patulea de demagogos que pululan por el continente americano no “se han vuelto” nada. Chávez venía apuntando maneras, y todo lo que ha recibido es coba y parabienes. El “fascista” no se le cae de la boca a quien tiene en mente nada menos que convertirse en el presidente vitalicio de la república de Venezuela.
Bien está la defensa del ex Presidente Aznar, que la merece en los exactos términos que la hizo Zapatero, es decir, incluso desde la discrepancia ideológica. Pero la principal preocupación de nuestra política exterior debería ser asegurar el respeto debido a España en aquellas latitudes. Y muy en especial a nuestras empresas, a las que nadie debería poder acusar sin pruebas. El mejor favor que podríamos hacer a los latinoamericanos –a los que aún lo precisen, que ya no son todos, a Dios gracias- es dejarnos de cumbres y declaraciones grandilocuentes y contribuir a asegurar el establecimiento de sólidos estados de Derecho.
Sé que no estamos nosotros para dar muchas lecciones en la materia pero, al menos, de puertas afuera, no vamos por ahí insultando al prójimo.
Recuerdo que, en una de las primeras cumbres, un presidente –creo recordar que de Guatemala- se despachó a gusto acusándonos del genocidio de los Mayas. En nuestra propia casa, el tipo nos afeaba los desmanes, cinco veces centenarios de ¿nuestros antepasados? Más bien de los suyos. No deja de ser curioso que buena parte de los que vienen a insultarnos resultan ser miembros de esas castas dirigentes, repulsivas, caciquiles y, por supuesto, bastante autóctonas- Los americanos, un buen día, va ya para doscientos años, decidieron echarnos, y quedarse a solas con esa gente.
Lo de ahora tiene, además, otras lecturas. Toca retórica antiimperialista. Nada personal, solo la eterna cantinela del “enemigo exterior”. “Somos pobres, la culpa es de ellos”. A cierta izquierda española, este sonsonete le hacía y le hace mucha gracia. Al fin y al cabo, América Latina no deja de ser el lugar en el que algunos esforzados hacen realidad los ideales mientras el progre patrio va echando barriga –sin dejar de decir las mismas gilipolleces de siempre-. El problema, claro, es que el imperio, al menos una parte chiquita de él... somos nosotros. Son las empresas españolas que operan allí los servicios bancarios, el teléfono, la luz, en fin, ya se sabe, la United Fruit rediviva. Así pues –ya digo que no es nada personal- éramos y somos víctimas propiciatorias de la demagogia populista. Es verdad que otras naciones, amén del Satán yanqui –las críticas a los Estados Unidos ya no son noticia- tienen también muy importantes intereses en la región, y es casi seguro que sus empresas aplican allí las mismas prácticas poco ortodoxas por las que se han hecho famosas en otras latitudes –prácticas, por cierto, a las que nuestras empresas, como nuestros soldados, son bastante ajenas-, pero no tienen el glamour de esta madre patria venida a menos, a la que se puede echar en cara todo un memorial de agravios (holandeses, ingleses y demás colegas no solían dejar vía a posibles herederos vivos).
Pues miren ustedes. Ya sé que esto no es políticamente correcto, pero creo que no yerro si afirmo que: el imperio español de la Edad Moderna fue, con mucho, el menos maléfico entre sus contemporáneos; nuestras exiguas posesiones coloniales decimonónicas recibieron un trato notablemente mejor que el de sus pares respecto a sus metrópolis –un poco de historia de la olvidada Guinea Ecuatorial daría pie a elaborar esta idea- y, en tiempos más actuales, España y los españoles se vienen conduciendo por el mundo con excelentes calificaciones. Nuestro país es, posiblemente, una de las democracias más respetuosas con el Derecho internacional –a veces, tanto, tanto, que entra en conflicto con la propia Justicia-; nuestros soldados rinden servicios, pero no abusan ni vejan; y nuestras empresas llegan, pagan la factura y hacen cuanto pueden porque los servicios funcionen, por lo menos igual o mejor que sus competidoras internacionales.
Otra cosa es que nuestra política exterior desde hace treinta años, salvo algunos meses, se desempeñe como si nada de lo anterior fuese cierto, especialmente con respecto a América Latina. Es cierto que, en estos tres últimos años, estamos llegando al paroxismo de la incompetencia y el mal hacer –y, desde luego, no es casual la acumulación de reveses-, pero no es algo del todo novedoso. Urge un replanteamiento integral, en profundidad, de la acción exterior de España. No solo para dotarla de una línea coherente sino para desplegarla de una forma ordenada.
Lo de ayer no es tolerable, y merece el calificativo de completo desastre. Es cierto que lo sucedido no fue el peor de los escenarios posibles. Hubiese sido peor, claro, que el Rey y el Presidente del Gobierno hubieran permanecido impasibles ante las invectivas de Chávez y ante las de Ortega. Pero la abrupta respuesta de Su Majestad tampoco es para tirar cohetes. Sí, hay un cierto regusto de desahogo en ese “poner los huevos encima de la mesa” –al final, volvemos la fórmula ibérica por excelencia- pero la admonición a un jefe de estado extranjero no parece lo más acorde con el uso diplomático. El abandono posterior del salón, aspaventoso pero en silencio, fue medida mucho más proporcionada.
Con todo, el concreto suceso es lo de menos. Lo de más es que a nuestro servicio exterior estas cosas le suceden. Y no debería ocurrir. El Rey no debe acudir a escenarios en los que, previsiblemente, puede ser insultado o puede verse en trance de tener que responder. Por supuesto que nadie puede prever la eventualidad de que un mandatario extranjero se vuelva loco y provoque un incidente. Pero la patulea de demagogos que pululan por el continente americano no “se han vuelto” nada. Chávez venía apuntando maneras, y todo lo que ha recibido es coba y parabienes. El “fascista” no se le cae de la boca a quien tiene en mente nada menos que convertirse en el presidente vitalicio de la república de Venezuela.
Bien está la defensa del ex Presidente Aznar, que la merece en los exactos términos que la hizo Zapatero, es decir, incluso desde la discrepancia ideológica. Pero la principal preocupación de nuestra política exterior debería ser asegurar el respeto debido a España en aquellas latitudes. Y muy en especial a nuestras empresas, a las que nadie debería poder acusar sin pruebas. El mejor favor que podríamos hacer a los latinoamericanos –a los que aún lo precisen, que ya no son todos, a Dios gracias- es dejarnos de cumbres y declaraciones grandilocuentes y contribuir a asegurar el establecimiento de sólidos estados de Derecho.
Sé que no estamos nosotros para dar muchas lecciones en la materia pero, al menos, de puertas afuera, no vamos por ahí insultando al prójimo.
1 Comments:
Yo creo que las cumbres iberoamericanas son un foro útil, aunque si se utiliza cada 2 años o más. El resto está todo dicho, no obstante no me parece a mí simple retórica lo de Chávez, él quiere "quitar" las empresas españolas para meter las suyas que es la manera que tiene de hacer amigos.
Creo que el Rey salta porque la cosa tiene mayor profundidad y porque, como dice, venía de todo el fin de semana; no aguanta más por los modos de Chávez y porque la cosa es mentira, sí, pero también por su hipócrita gravedad.
Saludos
By Fritz, at 2:17 a. m.
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