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domingo, octubre 29, 2006

MOTIVOS PARA EL DESENCANTO

Leo, primero con espanto, luego con inmensa tristeza, el titular de portada de hoy del diario El Mundo. Dice el periódico que PSE, PNV y Batasuna estarían ya medio de acuerdo en una especie de sistema de co-soberanía para el País Vasco. No sé de dónde saca esto El Mundo, ni conozco los detalles. Sólo sé que no me resulta, de entrada, increíble –lo que, de por sí, da la medida de mi desencanto-. No porque piense que los tipos metidos en el ajo son capaces de cualquier barbaridad, que a lo mejor también, sino porque dudo que el titular final, el verdadero, el que nadie vaya a encargarse de desmentir o de ignorar, pueda ser muy de otro modo.

Si, como ya nadie se molesta en negar, el marco político vasco va a cambiar, y dado que el cambio solo puede ser en un sentido, parece evidente que, a la vista del grado de autonomía de que disfruta Euskadi, no queda mucho más trecho por recorrer. El resto son detalles técnicos.

No se me entienda mal. El planteamiento de un País Vasco co-soberano es tan legítimo como otro cualquiera. Tanto como el de un País Vasco plenamente independiente (hipótesis que, a buen seguro, no se va a manejar en ningún momento, no por indeseable, sino por onerosa – para los pretendidamente independentistas, digo). Si los demás españoles, verdaderamente, estuvieran dispuestos a aceptar un sistema en el que ellos no tienen nada que decir sobre lo que ha de suceder en Euskadi, pero los vascos sí podrían conservar todos sus derechos respecto al conjunto, pues me parece muy bien. Cada cual es libre de hacer las tonterías que quiera, igual que hay matrimonios que se toleran las mutuas infidelidades –lo que está estupendamente, si no son siempre de la misma parte, claro.

Soslayemos, también, las arcadas que produce la galopante inmoralidad de un “acuerdo” que está sucio, que está viciado de origen porque no se producirá, en ningún caso, tras desaparecer ETA, sino mientras ETA desaparece (es de suponer) y, sobre todo, para que ETA desaparezca.

El único problema es que ni el PSE, ni el PNV ni Batasuna son quienes para decidir tales cosas. No por sí solos. Tampoco lo serían si se les uniera el PP. Una vez más hay que insistir en que estos planteamientos desbordan la Constitución y, por tanto, la sede apropiada para ese debate son unas Cortes constituyentes, con la consiguiente puesta a disposición de todos los que tengan algo que decir de los oportunos medios de ataque y defensa.

Conviene recordar a los amantes del pragmatismo, a los profetas de la inevitabilidad y del fin justifica los medios que, en democracia, las formas lo son casi todo. Sin ir más lejos, son las formas lo que diferencia una legítima propuesta de reforma constitucional nada menos que de un delito de prevaricación, o alta traición.

Últimamente, el discurso oficial del conglomerado PSOE-Prisa es que las cosas que dice El Mundo que están sucediendo no pueden suceder. Dicen, con buen criterio, lo que acabo de exponer. Que Zapatero no es quien para decidir qué marco jurídico imperará en el País Vasco o cuál ha de ser el destino de Navarra. Dicen que, en efecto, esas cosas serían inconstitucionales y que, evidentemente, acabarían frenadas, en última instancia, en el Tribunal Constitucional, sin perjuicio de que alguno de los perpetradores acabe enjuiciado por el Supremo.

En suma, se acusa a los que abrigan temores de falta de confianza en el estado de derecho y en sus instituciones. Ojalá fuese cierto que es eso, y ojalá no hubiera motivos para desconfiar.

Quizá el tema –y esto explica lo de la tristeza- nos coge un poco bajos de moral, a la vista del debate sobre el estatuto de Andalucía, la dichosa apelación a la “realidad nacional”, la conducta del Partido Popular y, sobre todo, las patéticas explicaciones en torno a la cuestión.

A la hora de la verdad, el Partido Popular también tira por la senda del pragmatismo y acepta que una estupidez campee en un texto no porque no afecte a sus principios, sino porque la considera inofensiva. Así de sencillo. Luego el PP también se aviene a transar sobre lo fundamental, demostrando que las diferencias con los socialistas, en muchos casos, son de grado. Por supuesto que si andaluces, valencianos o murcianos deciden autodefinirse realidades nacionales podemos seguir durmiendo tranquilos, mucho más que si lo hacen vascos y catalanes, porque la experiencia de lealtades y deslealtades no es idéntica. Pero la ley sí lo es. Es igual para todos, y tan inconstitucional es que Cataluña se defina como nación que el que lo haga Andalucía, por más que esta última decida hacerlo “dentro de la indisoluble unidad...” (esto solo consigue que la bobada quede más boba, si cabe).

A fin de cuentas, y de aquí primero el cabreo, luego la tristeza, izquierda y derecha comparten en España –en diferentes grados, sí- un concepto elástico del estado de derecho y del derecho mismo que solo puede llevarnos al pesimismo. Del Partido Socialista, ya sabíamos que hace tiempo que convirtió los otrora límites infranqueables en líneas de demarcación con mero valor indicativo, pero hay que concluir que sus adversarios políticos tampoco son capaces de dibujar las suyas con una precisión más creíble. Si es abusivo decir que el Partido Socialista representa a España, no cabe duda de que, en unión con los Populares, suman ya una muestra más que representativa de lo que es el clima ético de nuestra nación. Hasta aquí llegó nuestra madurez democrática.

El Partido Popular yerra, me temo, y mucho, porque marra el tiro de su intransigencia. Eleva a innegociable todo aquello que, precisamente, sí lo es –que es casi todo-, al tiempo que transa allí donde no debería, haciendo que, sin razón suficiente, lo que no es aceptable en Cataluña sí lo sea en Andalucía, o en Baleares. Las razones por las que Cataluña o Andalucía puedan querer constituirse en nación o el País Vasco en estado soberano son perfectamente discutibles, porque ninguna de las dos cosas es de derecho divino o cosa por el estilo.

Lo que no es discutible ni aceptable en ningún caso es que semejante debate se introduzca en un foro improcedente, y mucho menos que se llegue a ningún estado de cosas por decisiones unilaterales. Porque lo que el Partido Popular y el Partido Socialista tienen que aprender de una vez es que ni el uno ni el otro, ni los dos de acuerdo, tienen potestad para crear nación alguna de Pirineos para abajo, ni están investidos de capacidad para decidir cuáles son las competencias del Parlamento Español.


Porque esas cosas forman parte del dominio absolutamente reservado a los españoles, al pueblo al que todos ellos dicen servir. El pueblo que decidió qué cosas pueden decidir las Cortes y qué cosas no pueden decidir.

Un pueblo al que, cuando se le desobedece, se le traiciona. Aunque sea en nombre de un bien que nadie es quien para definir, salvo el propio pueblo.

Desde los tiempos de Pericles, eso se llama democracia.

Pero en todo, ya digo, ambos partidos recrean los peores vicios de nuestra sociedad, perfectamente capaz de combinar el más absoluto desprecio por el otro, la más férrea intransigencia respecto a sus postulados, con una preocupante laxitud en torno a los procedimientos. Por eso la única paz que hemos sido capaces de conocer es la paz de los cementerios, la paz del mando de uno y la proscripción de la discrepancia. Por eso tenemos ese terror patológico al conflicto.

Parecemos incapaces de comprender que son las reglas de juego, precisamente, las que hacen posible no que el conflicto desaparezca –lo que sería tanto como pretender la muerte de la libertad- sino que sea canalizado por conductos civilizados. Quizá algún día terminaremos de enterarnos de que la violación de la ley es condenable en tanto que tal violación y no en función de la bondad o maldad de los motivos que la animen.

Esto es lo que temo, y lo que me hace, como a tantos, ser escéptico. No la fortaleza de ETA o la inanidad del Presidente del Gobierno, tampoco la torpeza de una oposición que, cada día y con empeño, hace méritos para seguir siéndolo. Temo la relatividad de la ley, la burla al procedimiento, aunque sea en nombre de las concepciones que cada uno tiene del bien.

EL IDIOMA COMO ACTIVO

La semana nos ha dejado la grata imagen del Presidente del Gobierno en un acto, celebrado, cómo no, en La Rioja –el “solar de la lengua”-, en torno a la proyección económica del español. La verdad es que llamaba la atención, positivamente, ver a Rodríguez en compañía de académicos, él que tanto desdén ha mostrado, en ocasiones, por las cuestiones lingüísticas, como su famoso empeño en que la violencia contra las mujeres en el ámbito doméstico tenía que llamarse “de género”. En fin, lo cierto es que los usos, hasta los malos, van haciendo idioma, y llegará un día en el que la Academia no tendrá más remedio que dar carta de naturaleza a este anglicismo flagrante, elevado a moneda de curso legal por la corrección política. Guste o no guste, el español es de sus hablantes, Rodríguez Zapatero incluido, claro.

Al caso, me interesa subrayar que el Presidente afirmó que, aproximadamente, un quince por ciento de nuestro producto bruto tiene que ver, de un modo u otro, con el español. No sé si la cifra es acertada o no, ni de dónde sale. Tampoco creo que sea nada fácil dar una estimación razonable de qué peso tiene la lengua en la economía, sobre todo por su carácter de realidad omnipresente, que donde no es producto es instrumento, cuando no ambas cosas. Pero no cabe la menor duda de que estamos, con diferencia, no ya ante el activo cultural más importante de España sino, quizá, ante su mayor activo a secas (el otro es el sol). Si el análisis se particularizara para aquellas comunidades autónomas que, por razones históricas, se hallan más ligadas al idioma –por supuesto, la propia Rioja, pero también ambas Castillas- el peso específico de la cuestión lingüística subiría, sin duda (a título de ejemplo, obsérvese la influencia que la industria de la enseñanza del español a extranjeros tiene en lugares como Salamanca).

Los estudiosos que se encontraban en tierras riojanas analizaban la lengua a través de la denominada “matriz DAFO”. El DAFO de cualquier cosa es un cuadro en el que se sitúan debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades. Un instrumento, por lo general, empleado para estudiar en qué situación se hallan, respecto a su entorno, empresas y productos. A la vista de cuales son las amenazas, debilidades, oportunidades y fortalezas, se supone, es posible plantear estrategias de manera cabal –obviamente, aprovechando lo positivo y tratando de soslayar lo negativo.

Sobre estos temas ya escribió, con su habitual clarividencia, un autor reiteradamente citado en esta bitácora: Juan Ramón Lodares. Si mal no recuerdo, “El Porvenir del Español” fue, precisamente, su última obra. Bien, el caso es que en ese librito –que publicó Taurus, de nuevo, si no me falla la memoria- Lodares desgranaba, a mi juicio con mucha solvencia, la matriz DAFO del español aunque, obviamente, sin recurrir al tecnicismo propio de las ciencias empresariales (que siempre suena muy cool, como se dice ahora, y permite a los académicos abrigarse de la crítica habitual: que son unos carcas y unos antiguos).

El diagnóstico es, creo, muy conocido. El español es, de entre las grandes lenguas de cultura, la única con capacidad significativa de crecimiento endógeno –es decir, cuyo número de hablantes nativos crece de modo reseñable- merced, claro, a su carácter de lengua predominante en América del Sur y Central. Es, también, una lengua que presenta un envidiable grado de homogeneidad, perfectamente normalizada en su nivel culto, y sin apreciable dialectalización. Despierta, además, interés en los grandes centros internacionales de negocios y ya es la segunda lengua extranjera más demandada en el mundo, tras el inglés, pero a despecho del francés o del alemán.

En el debe, por supuesto, hay que destacar las limitaciones derivadas, en última instancia, del escaso peso económico y, sobre todo, tecnológico, de los países que se expresan en español. Nuestra lengua vive prácticamente ausente de los medios científicos y técnicos, y es un idioma cuyo prestigio reside, más bien, en valores culturales, literarios, etc. Desde el muy particular punto de vista español, cabe subrayar que la lengua es, a fecha de hoy, eminentemente americana, produciéndose un claro desequilibrio entre su peso mundial y su peso regional. Mientras en el mundo sólo puede compararse al inglés, en Europa tiene, más o menos, el mismo peso que el polaco.

Todas estas cosas están muy bien, como también lo está que el Presidente del Gobierno tome en consideración ciertos datos. Coincide además el asunto con la venturosa aparición en librerías de tres o cuatro libros sobre divulgación lingüística, sobre el buen hablar y el buen escribir y estos asuntos, lo que indicaría –puesto que los editores no suelen enviar a las estanterías productos que no tengan ni la menor esperanza de colocar- que existe un cierto público no técnico interesado en el idioma, capaz de consumirlos. Gente, en suma, que se preocupa por su expresión y está dispuesta a hacer cuanto esté en su mano por evitar, en lo posible, el error y la patada al diccionario.

Pero la clave del asunto está en la educación. Lo mejor que podría hacer Rodríguez Zapatero por el español, si verdaderamente quiere contribuir a que nuestro país goce debidamente de ese fantástico activo cultural, es promover adecuadamente su enseñanza. Asegurarse de que en todos los rincones España, los niños y jóvenes reciban instrucción en cantidad y calidad suficientes como para asegurarles una razonable competencia. Además de contribuir a paliar el fracaso escolar –muy asociado, me temo, a la insolvencia idiomática- un correcto dominio del español facilitaría, de entrada, el aprendizaje de otras lenguas, empezando por los demás romances –incluidos, naturalmente, los que se hablan en la propia Península Ibérica- y, sobre todo, reforzaría la conciencia sobre la necesidad de su cuidado.

Porque, además, los jóvenes españoles tienen una suerte inmensa: hablan una lengua mundial. Una lengua que ya no es “propia” de España o de cualquiera de sus regiones. Una lengua que desborda las fronteras de su pueblo, de su región y de su país, que no es “nacional” en el sentido estrecho del término. Un verdadero antídoto contra la xenofobia, que hace parecer inmediatamente estúpido a quien pretenda rebajarla en su grandeza a una dimensión local que hace ya muchos, muchos años que trascendió para siempre.

domingo, octubre 22, 2006

LA CORRUPCIÓN: PROBLEMA MULTIFRONTE

Una de las escasas ventajas del avión como medio de transporte –porque ya se encargan las compañías aéreas y los gestores de aeródromos de que casi todo lo demás sean inconvenientes- es la posibilidad de contemplar el paisaje desde un punto de vista inhabitual. Desde el aire es como mejor se ven cosas como la morfología de las ciudades. Y quien guste de mirar por la ventanilla habrá observado ciertas diferencias entre nuestras urbes y las de otros sitios.

En efecto, vistos desde arriba, los conglomerados urbanos por ahí fuera se nos presentan como un continuo con su alfoz, con las zonas no estrictamente urbanas que los rodean, de suerte que no suele ser fácil precisar dónde acaba el campo y dónde comienza la ciudad propiamente dicha. Entre las tierras desnudas y los cascos antiguos consolidados se despliega una red progresivamente más (o menos) tupida, con áreas que cabe calificar de suburbanas.

Nada de esto sucede, sin embargo, con las ciudades españolas. Nuestras urbes se nos antojan auténticas ciudades-castillo, separadas del entorno no urbano por una suerte de muro invisible. Es perfectamente identificable dónde acaba lo uno y dónde empieza lo otro. Es más, allí donde aún no hay casas pueden verse las futuras calles ya trazadas, el proceso de conversión de terrenos en solares. Siempre limitando con la nada.

Ese “efecto frontera” tan llamativo es el resultado del planeamiento. El resultado de una intervención administrativa que hace que la distribución espacial de edificaciones y población no tenga nada de natural. Todo cuanto vemos, lejos de ser producto de una generación espontánea, es el sueño de la razón de algún concejal, algún alcalde o alguna comisión. Y eso quiere decir, claro, que esos alcaldes, concejales y comisiones tienen el inmenso poder de crear la realidad, de conformarla. En suma, tienen el poder exorbitante de decidir quién es multimillonario y quién no lo es. Ellos pueden, de la noche a la mañana, decidir si otorgan la merced de una verdadera mina de oro o, por el contrario, dejan al fulano de turno, compuesto y sin novia, plantado en su erial, a veinte duros la hectárea viendo cómo a diez o quince metros de sus narices pasa la opulencia sin rozarle. Porque ellos trazan la raya mágica.

La diferencia entre el mercado y el sistema intervenido estriba en que este último no produce zonas grises, sino que genera discontinuidades pronunciadas. Genera, por tanto, invitaciones al arbitraje y a la corruptela.

Combínese esto con un muy deficiente sistema tributario en lo que a los ayuntamientos se refiere y, más aún, con un más deficiente todavía esquema de financiación de los partidos políticos –que parte de la ridícula asunción de que todos ellos son vírgenes por definición-. El cóctel es explosivo. Ni adrede se concibe un sistema en el que se junten, a la vez, tantísimos incentivos a la corrupción y el compadreo con tan pocos mecanismos de control (porque, ya se sabe, esto ocurre en el nivel local, en el colmo del “mejor cuanto más autogobierno” y lo más lejos posible del ojo vigilante de la opinión pública informada).

Así que lleva razón el diario El País cuando, como hace hoy, pone el dedo en la llaga del problema estructural que nos aqueja. Y es cierto que no merece la pena hacer distingos entre partidos (lástima que El País sólo caiga en esto cuando las cosas afectan sobre todo al PSOE). Y es verdad que los ciudadanos perciben que sus ayuntamientos y comunidades autónomas son el patio de Monipodio. Por último, la corrupción urbanística –la corrupción por excelencia en España- no puede ser más dañina para la imagen internacional del país. Pero ya estamos demasiado acostumbrados a que estas cabales reflexiones sólo tengan lugar en los periódicos cuando se destapa algún caso concreto. Cuando ya no cabe más que decir que la cárcel debe ser el sitio para los culpables, si es que los hay.

Un intento verdaderamente sincero de combatir el problema debería ir acompañado, además de por reformas en la ordenación del suelo y demás legislación administrativa en torno a la edificación, por un ataque en varios frentes, de modo simultáneo.

El primero de esos frentes es, sin duda, un muy serio análisis de la problemática de la financiación de los ayuntamientos, con las consiguientes medidas. Es necesario que la suficiencia financiera de las corporaciones municipales –imposible de alcanzar a través del decimonónico sistema tributario local- se independice de las licencias y demás actuaciones administrativas que, conforme a la ley, deben realizar. Probablemente, lo más juicioso sería insertar a los municipios en el esquema financiero aplicado a las comunidades autónomas, dándoles también participación en los tributos del Estado (y en los cedidos, esto es, en los de las comunidades autónomas) y creando los mecanismos compensatorios adecuados. Ahí se vería, de paso, cuánto creen algunos, de veras, en el principio de subsidiariedad y en que quien debe prestar servicios al ciudadano es quien está más cerca de él – gozando, por supuesto, de los pertinentes medios económicos.

En suma, es preciso dar carta de naturaleza en el ámbito local al tan juicioso como elemental principio de desafectación entre ingresos y gastos. El ciudadano, cuando se dirija al ayuntamiento para solicitar un servicio, debe hacerlo por una ventanilla diferente que cuando paga un tributo, de manera que no haya lugar a que, para solicitar la licencia, sea preciso llevar “lo que tú ya sabes”.

La segunda reforma tiene que ver con la financiación de los partidos políticos –destino más que probable, en muchas ocasiones, de las coimas que se solicitan en los cohechos, sin perjuicio, claro, del porcentaje propio e intransferible del recaudador-. Quien quiera financiar a un partido político que lo haga. Pero que se avenga a figurar en el oportuno informe, con transparencia, al menos por encima de cierta cantidad. Y esto ha de incluir, por supuesto, a las entidades financieras que otorgan condonaciones de préstamos, en un alarde de magnanimidad que no suelen prodigar al común de los mortales. Que se ponga negro sobre blanco y veamos qué piensan los ciudadanos y, por supuesto, los accionistas o dueños de las instituciones de turno, porque, si la generosidad es una encomiable virtud, la practicada con dineros ajenos merece un juicio algo más severo.

La falta de transparencia debería ser sancionada como un delito grave, tanto para el partido como para el donante. Es sencillamente absurdo objetar que esto conllevaría dejar a los partidos en manos de los ricos, porque la realidad es que, hoy, ese riesgo ya existe, con el agravante de que se oculta. Es probable que, de tener que salir retratado, más de uno optara por abstenerse. También, quizá, la transparencia daría algún medio de defensa a quienes, en suma, son a veces víctimas de verdaderos chantajes. Solo la prostitución ha merecido, al menos en España, un tratamiento más hipócrita y absurdo que el lobbismo. Algo que se puede practicar, pero no se puede nombrar.

La tercera reforma es la más compleja de lograr, porque es una reforma de las mentalidades. Una reforma de nuestra ética social. Todos sabemos que, por desgracia, no todo lo que en el Código Penal es delito es percibido como tal por la sociedad. Dicho de otro modo, nuestro juicio moral es muy distinto cuando pagamos que cuando cobramos. Un concejal de urbanismo no es más que un español con una pluma de firmar. Estamos en un país donde aún hay gente que se ufana de no pagar los impuestos que debe, que se enorgullece de no cumplir la ley, porque la considera injusta o estúpida (cosa muy loable, por supuesto, pero que debe conducir a promover la reforma, no al incumplimiento), en medio del aplauso general... hasta que se produce la caída, en cuyo caso se da rienda suelta a la pasión por el deporte nacional del alanceo del moro muerto.

Marbella es el arquetipo de esto, claro está. Los defraudados marbellíes no ahorran, ahora, calificativos despectivos dedicados a la patulea de golfos que les ha gobernado durante unos ¡quince años! A veces, es lícito preguntarse si lo que nos molesta realmente es que haya gente que se pase la ley por salva sea la parte o que no nos inviten al festín. El ciudadano cabreado porque sabe a ciencia cierta que el comportamiento mafioso de sus munícipes coadyuva a que el precio de los pisos ande desbocado no tendrá empacho, probablemente, en afeitar un poco, o un mucho, su cifra de ingresos para tener mejores perspectivas en el sorteo de una “vivienda protegida” (es así como denominamos al piso que nos paga otro).

El español que se dice harto de corruptos y golfos sigue encontrando el mayor solaz en el viejo sueño de comprar duros a peseta. En, por un rato, creerse más listo que los otros. Parecemos los tontos del bote.

sábado, octubre 21, 2006

¿DE VERAS TIENE QUE SER ASÍ?

Quiero suponer que el Presidente del Gobierno y sus colaboradores más cercanos tienen una imagen de la realidad fundada en información más rica y precisa que aquella de la que disponemos los demás mortales. Quiero suponerlo porque no quiero, ni por un momento, pensar que pueda ser de otro modo. Y entiendo, también, que no toda esa información puede ser compartida. Es imposible conducir algo como el “proceso de paz” con luz y taquígrafos.

Es imposible porque lo delicado de la materia exige tratarla con el cuidado propio de los secretos, y porque el asunto puede malograrse a las primeras de cambio. Pero es imposible, también, porque supone un grado de postración tal para los que, por parte de los Poderes del Estado, participan en ello, que es mejor evitarles humillaciones. Todos sabemos qué hacen y de qué hablan. Ahorrémosles, puede pensarse, la vergüenza de tener que llamar a las cosas por su nombre, y bajo la luz pública.

Así pues, entiendo que el Presidente del Gobierno no pueda defenderse de las incriminaciones que se le han hecho en estos días, sencillamente, poniendo todas las cartas encima de la mesa. Ahora bien, admitido todo lo anterior, ¿es realmente necesario infligir al estado de derecho los sufrimientos que se le están infligiendo? ¿De veras es imprescindible?

Porque hay que distinguir claramente entre mantener una reserva sobre lo que aún no se sabe ni debe saberse –cosa, insisto, razonable- y otra muy diferente pretender administrar la evidencia como si no lo fuera. Todos, por ejemplo, sabemos ya, salvo los que no hayan querido enterarse, que Batasuna volverá a los ayuntamientos el año que viene. Será así porque lo necesitan como el comer, porque echarles de las concejalías, por virtud de la ley de partidos, fue el peor golpe que se les dio jamás. Es evidente que sólo se está buscando una fórmula que lo permita.

Y esa fórmula no debería ser otra que la derogación de derecho de la ley de partidos políticos de 2002. Que tenga, quien corresponda, el valor de llevar al Parlamento lo que ya ha hecho fuera de él. Que la derogación tácita se convierta en expresa. Hablo de una realidad, no de una conjetura, ¿a qué, entonces, obligar al Fiscal General del Estado a hacer cabriolas intelectuales que sólo le desprestigian como jurista y demás dar vueltas inútilmente a las cosas?

Porque la diferencia entre la reserva, la prudencia y la cobardía reside, precisamente, ahí. No se puede obligar a Rodríguez Zapatero y su mariachi a tomar decisión alguna, ni a decir en voz alta lo que están pensando. Pero sí se les puede obligar a que, tomada una decisión, arrostren sus consecuencias y, por supuesto, la lleven a efecto de manera que resulte lo menos dañina posible. Dios sabrá por qué el Presidente ha decidido –y no pongo en cuestión su buena fe- que es oportuno blanquear a Batasuna, pero lo cierto es que lo ha decidido. Ahora, debe anunciar su decisión en forma oportuna.

La ya famosa comparecencia en una sala aneja al hemiciclo del Congreso, pero no ante la Cámara propiamente dicha (“en” el Parlamento, pero no “ante” el Parlamento) ha terminado por convertirse en una metáfora del actuar del mandatario socialista en relación con este asunto (en rigor, en relación con muchos otros asuntos). El Presidente parece querer nadar y guardar la ropa. Pero los pasos que va dando, sus propias huellas, le persiguen.

Se niega a dar explicaciones. Pero ya no puede negarlas. Porque ya no se le pregunta sobre qué piensa o cuáles son sus intenciones. Se le pregunta sobre qué está sucediendo. Se le pregunta sobre cosas que ya no están en el ámbito del secreto. Lo que Zapatero parece no entender es que el “proceso” ya no es un proyecto, sino una realidad. Una realidad deforme, monstruosa y de la que hay que ocuparse.

Es más cómodo, sí, aplicar un esquema de hechos consumados, al tiempo que se zahiere a los demás con la imprecación de “enemigo de la paz” –lo de la demagogia en torno a la “paz” es de juzgado de guardia-. Pero, siendo cómodo, es poco razonable. Zapatero se niega a asumir los condicionantes del gobernante democrático. Se niega a aceptar, por lo que se ve, que no tiene derecho a exigir a los ciudadanos actos de fe, por lo menos a esa amplia capa de ciudadanos que no le votaron, ni comparten sus puntos de vista, pero están obligados a someterse a su magistratura, porque así lo mandan la ley y la ética de la democracia.

Zapatero quiere permanecer silente, huido y por encima del bien y del mal mientras el “proceso” se hace manifiesto del modo más grosero. Como consecuencia de este actuar, el que sufre es el Estado. Sufre el ordenamiento jurídico, que se ve sometido al peor de los males, que no es otro que el de la tolerancia con su transgresión, su ridiculización y, en fin, su derogación por la vía de los hechos. Sufren las Instituciones, que se ven desprestigiadas todos los días por sospechas y medias palabras. La palmaria evidencia de que algunos presos son más que otros, por ejemplo, hace crujir los mismos fundamentos de nuestro orden constitucional.

Todo esto es un contradiós, porque, de por sí, es un imposible ético. Eso ya lo sabemos. Y, puesto que se ha decidido así, ya no tiene lógica empeñarse en pedir que no suceda. ¿Podemos, al menos, ser relevados de la catarata de dimes y diretes, coartadas estúpidas, explicaciones delirantes y, en suma, insultos a la inteligencia? Si ha de ser, al menos que sea por derecho.

domingo, octubre 15, 2006

DE CULO Y EN LATÍN

La breve trayectoria de Benedicto XVI en su papado me lleva a pensar que, o este hombre es lo que se dice un verdadero transgresor o, hipótesis más probable, no le ha dado tiempo a enterarse de que es una estrella mediática y, por tanto, quizá debiera dejar la teología por el marketing. Y, perdónenme, no puedo evitarlo, cada día me cae más simpático.

Fue sonada la famosa lección magistral de Ratisbona, con la cita de Miguel Paleólogo y toda la cola que trajo. Cualquiera que, en los tiempos que corren, en plena era Logse, traiga a colación a un emperador bizantino y pretenda no ser malinterpretado, o es un inconsciente o, sencillamente, es un ingenuo –más que mal o bien interpretado, es dudoso que pueda ser interpretado a secas-. El Santo Padre debería ser consciente de que, en los institutos de secundaria de la Cristiandad, no debe haber más de un diez por cien de estudiantes que sepan escribir “Paleólogo” a la primera y, de los que sí saben, no puede descartarse que muchos piensen que un “paleólogo” es alguien que se dedica al estudio de los fósiles. Tampoco cabe ignorar que es posible que más de uno piense que Bizancio no existió, o que fue un lugar de fantasía, como Mordor.

En fin, no contento con ello, Ratzinger va y propone que se recupere el rito tridentino que, según es conocido, fue el patrón litúrgico vigente en la Iglesia Latina desde el Concilio de Trento –como su propio nombre indica- hasta el Vaticano II, es decir, en términos de historia de la Iglesia, hasta anteayer. Más conocido por el pueblo llano y soberano como “misa de culo y en latín” –porque el ministro daba la espalda a los fieles y empleaba predominantemente dicha lengua en todas las fases de la ceremonia, a excepción de la homilía-, establecía una rígida separación entre el oficiante y los asistentes, que no participaban en exceso. Es un culto mantenido por los cismáticos lefevrianos y, por tanto, ligado a lo que se ha dado en llamar el integrismo católico.

En suma, que Benedicto XVI –que, por cierto, ya se dirigió en latín al Colegio Cardenalicio en su primera alocución como Papa- ya ha dado más munición a quienes le quieran poner verde. Pero la cosa no es tan sencilla.

De un lado, el Papa rompe una lanza a favor de dos cosas importantes: el latín y la liturgia tradicional. Convendrá recordar que ambos, lengua y ceremonial, son un verdadero tesoro simbólico. Y lo hace al tiempo que no le duelen prendas en desembarazarse de construcciones, como la creencia en el limbo que, elevadas por la creencia popular al rango de dogma, nada tienen de verdad de fe ni se apoyan en fuente alguna –creencia que, por cierto, alejaba a los católicos romanos de los ortodoxos, entre otros-. Esto es, parece que entiende que el rito tridentino posee algún valor diferencial.

Cuando leí sobre esta cuestión me vino a la cabeza uno de los libros de Juan Ramón Lodares, el lingüista y divulgador trágicamente fallecido no hace mucho que, entre sus muchos temas de estudio, prestó atención a la cuestión de la Iglesia y las lenguas. Entre el latín y las vernáculas, entre Trento y el Vaticano II –entre la misa de culo y la proliferación de horteras con guitarras cantando cursiladas que espantan al miedo- se alza la cuestión de la iglesia universal frente a la iglesia local.

La Iglesia Católica Romana ha sido siempre una realidad bifronte. De un lado, una organización universal, con pretensiones de no verse constreñida por frontera humana alguna. De otro, algo bien local, partícipe activo en todos y cada uno de las cuitas temporales que han ocupado a la gente allí donde estaba presente. ¿Es casualidad que guaraní, quechua, aimará o eusquera deban buena parte de su subsistencia al empeño del clero? ¿Es casual que la práctica totalidad de los libros escritos en lengua vasca hasta principios del siglo XX fuesen libros de piedad?

Mediante su empeño en la preservación de las culturas locales, conforme al mito babélico –predicaron “a cada uno en su lengua”, dicen las Escrituras- la Iglesia se convirtió en coadyuvante, cuando no protagonista principal, en la perpetuación de los atavismos, las estructuras sociales pétreas y, sobre todo, el rol de los grupos dominantes. El catolicismo se convertía, así, si no en factor de atraso, sí en palo en las ruedas del progreso.

Pero al obrar así, la misma Iglesia traicionaba su pretensión universalista, y su realidad sin fronteras. La homilía en eusquera o en quechua iba acompañada de liturgia en el latín de todos, tanto más cuando devino, andando el tiempo, lengua de nadie. Es verdad que la lengua latina –y, por consiguiente, la liturgia tridentina- se convirtieron en extrañas a un pueblo que no las entendía. Pero, por eso mismo, se volvieron símbolo de pertenencia a una unidad más amplia. Por su misma ajenidad, por la distancia con lo de todos los días.

Por otra parte, es legítimo preguntarse si, a veces, lo que se oye en la propia lengua se entiende por ese solo hecho. El Vaticano II quiso acercar la Iglesia al mundo. A un mundo que ya no hablaba en latín. ¿Lo consiguió?

Me temo que lo único que está claro es que, tras el campeón de la imagen, ocupa la silla de Pedro un intelectual de hondas preocupaciones. Alguien que atiende a los símbolos y cita a los emperadores de Bizancio. Que me perdone su Santidad, pero su reino sí que no es de este mundo. Le alabo el gusto, eso sí.

jueves, octubre 12, 2006

DEMOCRACIA Y DEPORTE

En esta semana, la izquierda nos ha ofrecido un par de perlas de cómo ha convertido, con habitualidad, su actuar en un insulto permanente a la inteligencia. Algo que, ya digo, ha convertido en costumbre, a base de reiteración y sin que nadie se moleste ya en reaccionar de modo particular.

En el acto de homenaje a las Brigadas Internacionales, Gaspar Llamazares –ya saben, este señor con barbita que, no sin cierto patetismo, pretende ser el líder de lo que antaño fue una fuerza política digna y hoy se ha convertido en el trasunto parlamentario del increíble hombre menguante- dijo algo así como que los brigadistas habían venido a España a defender el socialismo y la democracia. Nótese la conjunción copulativa.

Así pues, a estas alturas de la historia, hay quien puede seguir diciendo con total tranquilidad que, en la Guerra Civil española hubo quien defendió el socialismo y la democracia. No hay duda de que, de buena fe, hubo quien defendió el socialismo, y hubo quien defendió la democracia. Pero no era posible, entonces, defender ambas cosas a la vez, me temo. El “socialismo democrático” es un invento bastante posterior al conflicto español y, de hecho, si hubo de ser inventado algo que, de seguir a Llamazares, sería un pleonasmo, fue por algo.

Sobre el suelo español hubo, en aquellos tristes años, muchas ilusiones, mucho romanticismo, mucho cabrón suelto y muchas cosas en general. Pero me temo que la inmensa mayoría de los que cruzaron armas, incluidos, sobre todo, los que abandonaron la comodidad de sus casas en el extranjero para venir a luchar y morir aquí, pensaban que eso de la democracia, motejada entonces con mueca despectiva de “liberal”, era una cosa de flojos o, en el mejor de los casos, algo inservible para arreglar nada en esta vida. Y, ciertamente, si por “democracia” había que entender lo que se vivió durante la República vitoreada por Llamazares, hubiera sido difícil convencerles de lo contrario.

¿Se imaginan ustedes qué hubiese sucedido si alguien, en una reunión de veteranos de la legión Cóndor –no sé si queda alguno- o de la Federación Nacional de Excombatientes, por ejemplo, hubiese proferido la sarta de barbaridades que soltó Llamazares por esa boca –pero referidas al bando equivocado-? Al lector queda.

En otro orden de cosas, me temo, también el señor Montilla, el inefable señor Montilla, se lució diciendo que no había que “politizar” los partidos de fútbol. Hablaba, claro está, de la reivindicación nacionalista que se vivió en el campo del Barcelona hace unos días y en la que, circunstancialmente, había veintidós muchachos dándole a la pelota. Cualquier observador hubiese concluido que lo que pasaba en el césped era, con mucho, lo de menos. Así pues, es como si el señor Montilla hubiese dicho que no conviene politizar mitin.

La cuestión de las selecciones deportivas de las comunidades autónomas no tiene el más mínimo trasfondo deportivo propiamente dicho como, por otra parte, no se han molestado en ocultar algunos de los promotores de estas iniciativas. Las selecciones interesan como símbolo, como aglutinante “nacional” y nacen, por tanto, al servicio de un fin que ni mucho menos es el de ganar medallas.

Así pues, el jugador de la selección catalana de turno se encuentra un poco como el brigadista. Sólo los más ingenuos pueden pensar que está haciendo política y deporte. O hace política o hace deporte –es posible que, sí, algún jugador despistado pueda pensar eso-. El colmo de la desfachatez es pretender, al estilo de Montilla, que eso es solo deporte y, por tanto, que hay algún canalla por ahí intentando politizarlo.

Pero es que a Montilla y sus amigos les interesa promover la idea de que, en efecto, estamos hablando de deporte –deporte que politizan otros, por supuesto-. Porque Montilla y sus amigos saben que no son, ni mucho menos, ajenos a lo que se vio y oyó el otro día en el Camp Nou.

Llamazares podría haber hecho, perfectamente, su discurso del otro día en 1936. Tan solo la apelación a la “democracia” hubiera sonado rara en su boca en aquel contexto. Él lo sabe, y por eso desliza adrede esa balsámica palabra en su discurso de hoy, a sabiendas de que jamás hubiera sido pronunciada en aquellos tristes días, en busca de un aura de respetabilidad que las ideas por las que, en el fondo, aboga, ya no tienen. Sabe que está, pues, deformando la realidad. Está mintiendo, en suma, o contribuyendo a consolidar una mentira.

Salvando las distancias, Montilla y compañía hacen lo mismo. Si algún día, ojalá no, los vientos del Camp Nou se tornan tempestades, ellos siempre podrán decir que, en su día, pidieron que no se “politizara el deporte”. Poco importará, entonces, cuál fuera la realidad. Poco importarán los viajes a Macao y las declaraciones fuera de tono.

Al final, resultará que ellos siempre estuvieron con la democracia... Como ahora con el deporte.

YANKE Y AGUIRRE

Germán Yanke es un excelente periodista y, además, una cabeza bien amueblada. Creo no equivocarme si digo que es uno de los grandes activos con los que cuenta la derecha liberal en este país. Además, en su caso, lo de “derecha liberal” no es ninguna clase de coartada para esconder sensibilidades ideológicas que asoman la patita en cuanto hay ocasión.

Si es, entonces, cierto que la Comunidad de Madrid a cuya cabeza se encuentra Esperanza Aguirre, intentó presionar Yanke para variara su línea editorial, provocando su salida de Telemadrid, la cadena y el Gobierno al que hace de mamporrera habrán hecho una soberana estupidez, perdiendo un buen profesional que realzaba con su presencia una televisión un tanto limitada. Pero, sobre todo, es un verdadero baldón en la trayectoria de Aguirre.

Si la señora presidenta ha sido capaz de, como se dice, llevar su desacuerdo con Yanke hasta el extremo de empujarle a abandonar la cadena la que trabajaba, habrá dejado, por enésima vez, por imbéciles a los que tenemos la mala costumbre de seguir pensando que no todos los políticos son iguales, que, sin ser nunca un dechado de virtudes, al menos hay algunos que tienen barreras éticas que no están dispuestos a cruzar.

Como hemos denunciado tantas veces respecto a este muchacho que está al frente del ayuntamiento de la capital, no hay kilómetros de metro que compensen fallas de principio ni se puede transar sobre cosas tan elementales como la libertad de expresión.

Muy mal, señora Aguirre. Muy mal.

Y, por supuesto, hay que aprovechar para reiterar, hasta que alguien nos haga caso, algo tan elemental como que los medios públicos televisivos, sencillamente, no deberían existir. Empezando por Televisión Española y terminando por la miríada de cánceres presupuestarios que, en forma de televisiones gubernamentales, han ido apareciendo en las comunidades autónomas. Nada justifica que, a estas alturas, sigan existiendo estas comisarías políticas del tres al cuarto, comederos de paniaguados y restos de otro tiempo, afortunadamente ya pasado.

Esto es lo que Aguirre podría hacer, en su caso, para enmendar algo que tiene poca enmienda: proponer la inmediata privatización de Telemadrid o, sencillamente, su cierre. Los madrileños contamos, por fortuna, con una panoplia muy amplia de medios de comunicación de orientaciones ideológicas venturosamente diversas, que son más que suficientes para formarnos cabal opinión –si queremos- e informarnos acerca de qué pasa en nuestra ciudad, en España y en el Mundo. La dichosa emisora pública no cubre, pues, ninguna clase de falta en nuestro sistema de medios de comunicación –exactamente igual que las demás, dicho sea de paso-. No hay ningún “fallo del mercado” que tapar, señora mía.

Aunque no hay mal que por bien no venga. Ahí tiene el moribundo ABC un excelente candidato a director.

domingo, octubre 08, 2006

LA UTOPÍA IBERISTA

Una reciente encuesta llevada a cabo por una publicación lisboeta arroja el, para muchos, sorprendente resultado de que el veintisiete por ciento de los portugueses no verían con malos ojos la formación de un único estado con España. Por supuesto, esto quiere decir que dos tercios no desean semejante cosa, pero no deja de ser llamativo que el número de portugueses a los que no les importaría compartir pasaporte con los españoles sea aproximadamente igual al de vascos que quieren dejar de tener DNI español y holgadamente superior al de catalanes que –asimismo según encuestas- preferirían montárselo por su cuenta.

Dicen que detrás de este resultado está, sobre todo, la prosperidad española que, por desgracia, no se ha conocido igual al otro lado de la raya. Es verdad, por supuesto, que Portugal ha mejorado mucho, pero la brecha con España no solo no ha tendido a cerrarse sino que parece que se amplía. Es más que probable que, en efecto, esta razonable creencia en que de la unidad se derivaría un mayor desarrollo esté detrás de esta nueva querencia lusa por el país que, hasta hace no tanto, sólo exportaba malos vientos y malos matrimonios.

Dicho sea de paso, me parece una razón muy plausible, además. Si juntos podríamos ir mejor que separados, ¿por qué mantener unas estructuras estatales que nada tienen, por supuesto, de naturales sino que son producto de la historia? Elevemos la geografía a política y devolvamos a la Península Ibérica su unidad. Con una sola legislación, un solo aparato político que sufragar con nuestros impuestos, etc. iríamos mejor servidos. Solo por eso el planteamiento es sugerente, pero creo que debe haber otras razones, quizá de poder explicativo mucho menor, pero no del todo desdeñables.

La primera es, por supuesto, que cualquiera que tenga sentido común y no esté cegado por el apasionamiento sabe ya que la tan traída y llevada “ignorancia mutua” hace muchos años que es un mito. Es ridículo afirmar que España y Portugal siguen viviendo de espaldas. Hay, claro, un desequilibrio importante en las relaciones, motivado por el muy diferente peso específico de cada estado, pero si España es vital para Portugal, tampoco puede negarse que Portugal es fundamental para España. Analícense las cifras de nuestro comercio exterior y nuestras inversiones y se observará cómo el vecino occidental desempeña en ellas un rol más que proporcional al peso de su economía en el contexto europeo. Eso por no hablar, claro, de la cantidad de españoles –una verdadera legión- que, en cuanto podemos, pasamos a engrosar las listas de visitantes de Portugal. Es cierto que muchos de esos españoles se dedican a pasear por allí su mala educación, su impertinencia y mal gusto, pero no lo es menos que la gran mayoría van, vamos –y volvemos una y otra vez- llevados por un genuino interés, un cariño sincero y atraídos por un país cómodo, cálido y amigable (triste es decirlo, pero es fácil que hoy un español se encuentre más a gusto en Portugal que en algunas zonas de su propio país).

Porque, y esta es la segunda razón, se quiera o no, españoles y portugueses tienen sus existencias anudadas por una historia compartida. La europeidad, la aventura americana y la latinidad hacen que España tenga lazos muy intensos con un número importante de países. Pero solo Portugal es el “país hermano” en el más estricto sentido de la palabra –desavenencias típicas de familia incluidas-. Declaraciones altisonantes aparte, los portugueses cabales tienen en España su primera referencia para muchas cosas. Saben que, dado un problema cualquiera, generalmente la solución española les encajará bastante bien. Es una cuestión natural y de proximidad.

Quiero decir, en suma, que el iberismo no es un fenómeno nuevo. Existe a ambos lados de la frontera y, siendo muy minoritario, es, quizá, tan antiguo como los intentos de implantación de estados liberales en España y Portugal. Es verdad que, en el caso español, mucho de ese iberismo ha sido, en rigor, un panhispanismo (o un pancastellanismo, quizá), pero no siempre.

El que liberalismo e iberismo hayan ido razonablemente de la mano –en su carácter de absoluta minoría en el mapa ideológico, también- tiene sentido. Porque solo el liberalismo político, centrado en el individuo y con una concepción instrumental del estado ofrece una vía segura para superar el debate identitario. No es necesario dejar de ser portugués, o castellano, o catalán, para integrar una única nación cívica con un único estado. Son cosas diferentes y acumulables.

Se dirá, no sin razón, que, aunque estas construcciones teóricas son atractivas, en la práctica toda nación cívica realmente existente se ha fundado sobre un sustrato previo, sobre una cierta identidad. Y es verdad, sería poco honesto decir lo contrario, pero precisamente por ello, la apuesta iberista, siendo algo que habita en la fantasía política, tampoco ocupa las regiones más alejadas de la utopía. No es un pleno absurdo, porque ese sustrato real existe, aunque hoy por hoy se siga empleando, en lectura interesada, más para alimentar los elementos disgregadores que los integradores.

Es un sueño, pero sería bello, la verdad. Más que nada por poder ofrecer al mundo un contraejemplo, cuando solo se habla de disgregaciones, rupturas y sacrificios de estructuras que funcionan razonablemente en el ara de los sentimientos identitarios. Que españoles y portugueses –a priori malos candidatos, o eso dicta la historia- fuesen capaces de construir un monumento común al buen sentido sería, amén de una novedad digna de estudio, un aporte creador a esta Europa que renquea. Al fin y al cabo, nuestros vecinos europeos ya nos perciben, mal que bien, como una cierta unidad. España y Portugal son, al fin y al cabo, esa maciza península que, desde fuera, pareció una unidad a fenicios, griegos, romanos, árabes... a todos los que, en suma, se han aproximado a ella desde otras latitudes.

No es algo que esté al alcance, me temo, de las respectivas clases políticas. No, desde luego, de la española, capaz de cualquier cosa antes de afrontar un debate serio con luz y taquígrafos. A la vista del vergonzoso tratamiento que está recibiendo en España la discusión sobre la organización territorial, ¿qué esperanzas pueden albergarse de que podamos hacer, realmente, algo creativo y, sobre todo, inspirado en principios racionales?

Porque una unión de estados requeriría de una negociación honesta, seria y muy abierta. Al nivel adecuado. Es decir, antípoda de lo que hoy sucede en España, donde el debate constituyente se hurta a su foro natural, se esconde del pueblo y se zafa de toda constricción racional.

No sé los portugueses pero, hoy por hoy, los españoles no estamos a la altura. Así que habrá que esperar otros pocos cientos de años. Pero espero que suceda. De corazón.

lunes, octubre 02, 2006

Y NADA DE METERSE EN POLÍTICA

El centro puede definirse de muchas maneras. Se puede definir en términos geométricos, como lugar de los puntos de plano político que tienen como característica equidistar de todos los demás. Estadísticamente, como área en la que se maximiza la probabilidad de encontrar un votante. A lo castizo, como ni fu ni fa... Lo que es imposible es dar una definición ideológica, política, de principios. Y eso es porque el centro no es más que un lugar, una realidad práctica, que desde luego ha de tenerse en cuenta en el actuar político, pero difícilmente en el plano programático.

El centro goza de mucho predicamento en este país nuestro, dada la hemiplejia que padece, en cuanto a legitimidad, el espectro político. El “centro” es como en España llamamos a la derecha. Contribuyó a este estado de cosas, sin duda, el que las fuerzas procedentes de tantos lugares, y mayoritariamente del franquismo orgánico, no autoadscritas a la izquierda durante la transición, decidieran agruparse bajo las siglas del “centro democrático”. Es comprensible el intento de establecer un cierto hilo de continuidad entre esa derecha que fue gobierno y la derecha presente. Pero eso no nos debe llevar a ignorar que los “centristas” eran meros coincidentes. Algo así como un inmenso grupo mixto, sin armazón ideológica alguna (al menos razonablemente unitaria), con el pragmatismo por todo norte. La UCD entro en crisis por falta de cohesión pero, de haber sobrevivido algo más, quizá hubiera muerto de agotamiento.

Viene este prólogo a cuento de lo de siempre. Ciertos sectores de la derecha mediática y sociológica –generalmente los más de derechas de toda la vida- están muy contentos porque el PP, a través de Nuevas Generaciones, anda de nuevo “centrándose”. Vuelta al discurso de siempre, al de “lo que le interesa a la gente” al del precio de los pisos, la inmigración y la factura del gas. El caso es que la derecha española sigue al pie de la letra el consejo de Franco: no meterse nunca en política.

Por supuesto que hay que ocuparse de las cosas que interesan a la gente, porque en eso consiste gobernar. Y por supuesto que hay que ser moderado y pragmático en la acción de gobierno porque se trata de gobernar para todos, tanto los de la propia cuerda como los de la contraria. Pero decir eso y nada es todo uno, dicho sea con todos mis respetos. O, si se prefiere, es una forma de autocondenarse al papel de enderezador de entuertos. Como regla general, para eso se quieren los gobiernos “moderados” y de “gestión”.

La derecha parece aspirar a la perpetuación del modelo existente hasta la fecha, es decir, un modelo de hegemonía de la izquierda en el que, de vez en cuando, el hartazgo de la inutilidad de ésta da paso, más que a gobiernos, a brigadas de limpieza. Entre tanto, “lo político” seguirá siendo siempre patrimonio de otros.

El horror al conflicto y a las palabras altisonantes, el pavor a romper el discurso políticamente correcto impiden a la derecha articular un mensaje de auténtica alternativa. El horror a que se les retiren las credenciales democráticas que, al parecer, aquí solo concede la izquierda. Pero por desgracia, a veces, en la vida, son los conflictos los que nos eligen a nosotros, no somos nosotros los que elegimos a los conflictos. Y la única derecha española existente se encuentra frente a una ofensiva que nada tiene que ver con los inmigrantes, ni con el precio de la luz, ni con las autovías. Se encuentra con que sus adversarios no quieren ser sus adversarios, sino sus enemigos, y con que aspiran, en lo posible a borrarles del mapa. Se encuentra con que está en curso de cambio, por las bravas, el modelo constitucional, y con que se está haciendo sin su concurso.

Como ya se ha encargado de señalar alguien, tenemos, sin duda, un gobierno malo de solemnidad. Pero estos títulos, además de ser de por sí insuficientes para provocar un relevo –la experiencia muestra que el votante socialista tiene mucho aguante- no le hacen justicia. El gobierno zapatero y su mayoría son, sobre todo, profundamente hostiles para con los que no piensan como ellos, y están actuando en consecuencia. Sencillamente, no cuentan con los españoles que no les han votado, no creen que tengan nada que decir en lo relativo a los destinos del país, y están por la labor de aplicarse a que su opinión cuente lo menos posible. Y eso excede, con mucho, lo que habitualmente es un simple mal ejecutivo.

Sólo hay una forma de combatir esto: con ideas. A través de una apuesta radical –en el mejor sentido de la palabra- por un modelo diferente. A través de un rotundo “basta ya” a la dictadura silenciosa de los grupos organizados que vienen imponiendo sistemáticamente sus puntos de vista a la que, probablemente, es la mayoría social de este país. A través de un cuestionamiento de dogmas absurdos que llevan presidiendo nuestra vida pública durante treinta años (como el de “mejor cuanto más autogobierno”). A través de una autoafirmación, huyendo de lugares comunes y etiquetas vergonzantes.

Diciéndoles de una puñetera vez a progres, nacionalistas, culturetas subvencionados, rapiñadores de presupuestos, depositarios de la verdad y demás que este país es tan de otros como suyo, y que tienen que aprender a compartirlo. Que no pensar como dicte cada mañana el diario independiente más dependiente no es ningún anatema.