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domingo, junio 24, 2007

CRISIS DE LEGITIMIDAD

A medida que se han ido formando ayuntamientos y gobiernos autonómicos, ha ido sucediendo lo que se temía: el ganador de las elecciones –entendiendo por tal, convencionalmente, la mayoría minoritaria- se queda, en muchas ocasiones, con un palmo de narices, y ha de dar paso a alianzas de variado pelaje. Es verdad que el Partido Popular no tiene la exclusiva de los padecimientos, y ahí está López Aguilar, privado del sillón presidencial canario para dar fe de ello, pero sí es cierto que es víctima de los casos más sangrantes, por la cercanía de sus resultados a la mayoría absoluta y por lo extraño de las coaliciones que se forman para desbancarle.

Dicen nuestros políticos –sobre todo cuando se benefician de ello- que, en suma, todo esto es legal y, más aún, que el mandato de los electores consiste, precisamente, en que interpreten las tendencias e intenten dar con la solución más correcta, sin que ésta tenga por qué venir definida a priori. De un modo más práctico, también puede afirmarse que, en un sistema parlamentario, el gobierno debe proveerse del respaldo necesario y, por tanto, ha de salir investido quien esté en condiciones de alcanzarlo.

Si obviamos que, en ocasiones, el espectáculo es tan abochornante como sus justificaciones -esas apelaciones a “voluntades de cambio” que el pueblo expresa de modo tan extraño: concediendo amplísimas mayorías a los que ya estaban, por ejemplo- no cabe duda de que el aserto es formalmente cierto. Votamos cuerpos asamblearios, parlamentos y corporaciones. La constitución de los ejecutivos es tarea que ya compete a los electos.

Pero no cabe parapetarse tras la letra del régimen electoral para ignorar que, si el sistema parlamentario se halla ya en crisis, cuando, además, deviene consociativo, es fácil que se abra una grieta de considerables proporciones en la legitimidad. Al fin y al cabo, guste o no, hay una realidad palmaria: el Ejecutivo ha desbancado, y hace ya mucho, al Legislativo en cuanto poder central del marco político. Por eso la gente, realmente, cuando vota, cree hacerlo para instituir gobiernos. Porque es lo que le importa de veras (y por eso tiene todo el sentido que ambos partidos principales afirmaran haber ganado las elecciones: uno, formalmente, el PP y otro, realmente, el PSOE –con matices-).

Esta falla estructural del sistema queda bien disimulada cuando al sistema parlamentario se superponen sistemas de partidos, como en el Reino Unido, que producen una genuina alternancia. El elector inglés que vota, digamos, conservador, no tiene por qué plantearse si elige parlamentarios o Primer Ministro, porque puede, más o menos, contar con que el líder de su partido, si gana la elección, se convertirá en jefe del gobierno. Un elector italiano, por el contrario, bien puede no tener ni idea de quién gobernará hasta pasadas semanas.

En nuestro sistema, y al menos a nivel local y regional, ya se ha pasado la barrera de lo admisible. El hiato es total. Bien es cierto que, a nivel nacional, aún no se ha dado ese paso, porque la lista más votada siempre ha podido formar gobierno –con más o menos apoyos- e incluso, en la era Suárez, gobernar en minoría sin alianzas permanentes. Sería bueno que, más allá de las circunstancias puntuales de tal o cual gobierno, nuestros políticos tomaran conciencia de lo grave que puede llegar a ser el asunto. Naturalmente, ellos no tienen más norte que el poder, pero quizá deberían reflexionar acerca de si es oportuno transmitir al elector la idea de que su voluntad ha sido enajenada o que, en el mejor de los casos, su voto será alterado por una pseudo segunda vuelta.

Con toda probabilidad, el establecimiento de una convención constitucional a favor del gobierno de la lista más votada (inciso: a nivel estatal existe –en el marco, claro, del proceso de consultas reglado una cierta prioridad de la lista más votada, en el sentido de que es quien encabece esta lista el invitado a intentar formar gobierno primero) es poco creíble. Si queremos reforzar las instituciones, hemos de plantearnos una reforma del sistema electoral, sin descartar a priori ninguna de las técnicas que ofrece el derecho comparado, desde la elección directa de alcaldes hasta el recurso a la segunda vuelta.

En este contexto, y ya más en particular, es preciso preguntarse por la estrategia general del Partido Socialista –y supongo que este debate ya habrá surgido en el seno del propio PSOE-. Los acontecimientos de Baleares y de muchos ayuntamientos de relevancia –como los de Galicia- han puesto de manifiesto que el dizque partido socialdemócrata español y supuesta “pata izquierda” del sistema se encuentra cómodo en su papel de muñidor de mayorías accidentales. Tanto que parece que para los socialistas “victoria” significa “derrota que permita pactos”, no importa cuan extraños. El planteamiento es más que objetable desde el punto de vista del partido, supongo, pero es, además, muy problemático para la Nación en su conjunto.

En efecto, la “estrategia Zapatero” de “todos contra el PP” y, por tanto, de “cualquier situación es aceptable” excepto un gobierno de la Derecha lleva consigo el cese, por parte del PSOE, de todo intento de razonar como un auténtico partido nacional. Sencillamente, la renuncia a un programa único para toda España, por la inviabilidad de su planteamiento. La aceptación de un poder tarado y con capacidad de transformación limitada, cuando no la aceptación de un rol de colaboración –no ya pasiva, sino activa- en políticas objetivamente contrarias al interés general. Ello viene impuesto porque la necesidad de pactar es primordial.

He ahí otra razón por la que cualquier convención constitucional que pretendiera paliar la crisis del sistema representativo está abocada al fracaso. El PSOE-ZP (el único realmente existente) no sólo no tiene interés en atacar esa crisis, sino que cree haber hecho de ella su hábitat natural.

domingo, junio 17, 2007

DE NUEVO, SOBRE LA EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA

La famosa asignatura de “Educación para la Ciudadanía” podría estar dando lugar a uno de los debates más interesantes que se han vivido por estos pagos en los últimos años. Digo “podría” porque el Gobierno ZP, como es de esperar, degrada todo lo que toca y pone, incluso en los temas más serios, ese aire de frivolidad marca de la casa.

Pero supongamos, por un momento, que estuviéramos ante un gobierno serio, capaz de hacer una propuesta no sectaria, es decir, capaz de proponer un currículo que correspondiera al título de la asignatura, y no un remedo de “religión laica” en la que se enseñara a los niños que, por ejemplo la alianza de civilizaciones es algo intelectualmente digno. Si el gobierno fuese capaz de hacer eso, presentaría los términos de un debate verdaderamente interesante.

Lo mismo cabría decir del recurso a la objeción de conciencia, tan alegremente invocada por la Iglesia Católica y sus voceros. Nadie niega que exista semejante derecho, pero es preciso ir muy cautos con su ejercicio, porque su distancia con la desobediencia civil es muy corta.

La cuestión es la siguiente: ¿qué separa a una “religión laica” –tan inconstitucional en su imposición como todas las demás- de una formación en valores constitucionalmente admisible? Obsérvese que, mientras que frente a lo primero, violación flagrante del artículo 16 de la Constitución, cabe enarbolar legítimamente la objeción de conciencia, frente a lo segundo toda resistencia nos coloca fuera del marco de lo admisible. ¿Es posible realizar una formación en valores que vaya más allá de la simple urbanidad? ¿Es necesario el recurso a una asignatura específica para eso?

El debate es muy profundo, y conduce directamente al núcleo de los problemas de la democracia liberal de mercado contemporánea. Los defensores de este sistema, los que creemos de veras que es un sistema digno de pervivir, quizá haríamos bien en ir admitiendo que no se trata de un sistema axiológicamente neutral. Los liberales, en particular, casi siempre nos hemos adherido a unos ideales de justicia de tipo procedimentalista, en los que no existiría una “moral pública” propiamente dicha y, por tanto, serían válidas cualesquiera morales privadas. Pues bien, un mínimo de honestidad intelectual nos obliga a reconocer que tal aserto es insostenible, y la complejidad de las sociedades en las que vivimos lo convierte en evidente: nuestro modelo, aunque sea soterradamente, incorpora una cierta carga moral –mejor, una cierta carga ética-. No es verdad que no exista ningún ideal de “vida buena” y, por tanto, que todos los ideales particulares de “vida buena” sean compatibles con el sistema. Hay muchos ideales de vida buena que sí lo son, pero eso es otro asunto.

Por consiguiente, no puede tenerse por cierto, sin más, que el Estado haya de respetar las creencias de todos. Más bien, el Estado deberá abstenerse de primar cualquiera de las creencias particulares en tanto que sean compatibles con el marco constitucional. En suma, el Estado es aconfesional, pero en modo alguno axiológicamente neutral.

El único modo en que puede hacerse a los escolares una exposición neutra de nuestro sistema constitucional –el marco en que son ciudadanos- es no hacer ninguno en absoluto. Pero incluso esto, si bien se mira, lleva consigo una cierta, particular interpretación de cómo ha de leerse nuestra Constitución. Guste o no, la Constitución Española es una constitución éticamente cargada, que incorpora un programa de vida en común según unos patrones determinados. Se dirá, sí, que esos patrones son los cánones del mundo occidental y sus declaraciones de derechos, pero no dejan de ser un canon particular.

¿Podría objetarse un problema de conciencia si, pongamos por caso, en los colegios se decidiera leer todos los viernes la Constitución? Supongamos el cuadro: el profesor silente, los niños leen en voz alta... ¿Es esto objetable? ¿Tiene derecho un padre a negarse? ¿Puede la lectura de la Constitución erigirse en acto inconstitucional?

Es posible contestar que no, en tanto no se pretenda la aceptación, por parte de los demás niños, de lo que su compañero va leyendo. Es decir, que, cuando, desde el fondo de la clase una vocecilla proclame que “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna...” los demás niños puedan quedarse como quien oye llover. Por supuesto que la pretensión de lograr la adhesión interna de cualquier persona a cualquier idea es, además de totalitaria, insensata por absurda pero, ¿significa eso que nuestra hipotética lectura ha de dejar de ser un acto militante, con ánimo de promover dicha adhesión –se consiga o no-?

Quienes pretendan despachar el dilema con alguna frase hecha, quizá debieran pensárselo dos veces, porque estamos ante una cuestión con inmensa carga política e ideológica.

Hay quien, sin oponerse al fondo de la cuestión, sí cuestiona la necesidad de una asignatura ad hoc, argumentándose que, simplemente, el sistema de valores debe presidir todo el marco educativo. Es cierto, claro, que los valores revisten una dimensión práctica –los valores no son “cosas” sino, más bien, juicios- y no hay mejor forma de aprehenderlos que verlos funcionar en las relaciones que forman nuestro entorno. Pero, por otra parte, creo que es una respuesta algo tramposa a la cuestión, una manera de eludirla, por cierto muy típica de este país, tan reacio a debates de fondo y con contenido.

Lo dicho, quizá algún día haya alguna propuesta que no lleve el vicio de origen de salir del peor gobierno de la historia de la democracia en España. Ese día, a lo mejor hay que discutir la cuestión en serio. Giscard quería que los niños se aprendieran de memoria el prefacio de su bodrio constitucional para Europa. Obviando, aquí también, la procedencia, quizá haya que repensarlo. Es curioso, por cierto, que nuestro “aprender de memoria”, sea en francés “aprendre par coeur” y en inglés “to learn by heart”; o sea, aprender “de corazón”. ¿Simple casualidad?

sábado, junio 16, 2007

LA HORA DE LA REFORMA

Como en una jugarreta maliciosa, el destino ha querido que, precisamente cuando se llegaba a la celebración de los treinta años de las primeras elecciones democráticas –el pistoletazo de salida de la transición- haya desaparecido Enrique Fuentes-Quintana, símbolo vivo, junto con un Suárez que ya no habita en este mundo, de aquel período. Jugarreta maliciosa, digo, porque todo el mundo subraya la pérdida del espíritu de aquella época. Idos sus iconos, parece que, en efecto, se le da carpetazo.

Podría argüirse, no sin razón, que tiene cierta lógica que el aire de esos días sea sólo recuerdo. Al fin y al cabo, eran circunstancias extraordinarias y, por ello, requirieron también de medidas extraordinarias. De hecho, hasta podría afirmarse que, precisamente, por lo anormal de aquel alumbramiento, los españoles nunca han llegado a entender cuál es la verdadera dinámica de una democracia sana. Esta especie de horror al conflicto, la sacralización del consenso tiene mucho de eso, de miedo infantil. La democracia, rectamente entendida, se basa, precisamente, en la dialéctica, en la confrontación de ideas y la resolución de los problemas mediante el recurso a técnicas decisorias de mayoría.

Pero lo cierto es que las cosas pueden verse de otro modo y, entonces, sí, hay motivo para una nostalgia bien fundada. Porque lo que cabe, de veras, lamentar haber perdido no es el consenso como resultado, sino la mera posibilidad de confiar en el otro. El verdadero prius lógico del sistema democrático es ése: la confianza en que “el otro” –el rival, el adversario político- se atendrá en todo caso a las reglas, se comportará de modo razonablemente previsible.

Como hemos comentado en otras muchas ocasiones, el pecado capital del zapaterismo –y la raíz de la desconfianza que inspira en amplios sectores de la población- no es otro que esa sensación de que cualquier cosa es posible. No cualquier cosa dentro del marco trazado por las reglas –que eso va de suyo, porque no otra cosa es el ejercicio legítimo del poder- sino, literalmente, cualquier cosa.

Tengo para mí que, si ese mínimo de confianza existiera entre unos y otros, hoy estaríamos en situación de hacer lo que verdaderamente deberíamos, que no es otra cosa que congratularnos –y mucho- por lo alcanzado en estos treinta años y comenzar el examen de qué se puede hacer para mejorar. Hace treinta años, España puso los cimientos de su actual prosperidad y se dotó de un marco jurídico-institucional que ha hecho de nuestro país uno de los pocos en el planeta en los que un ser humano puede vivir sin excesivas zozobras. Pero también se cometieron errores, en buena medida porque se estaba acometiendo un experimento de laboratorio, sin un conocimiento preciso de cómo podría funcionar en la práctica.

Si queremos que el país alcance las que deberían ser sus metas, y que no son otras que situarse, definitivamente, en el grupo de cabeza de las naciones del mundo, es preciso introducir enmiendas, y no menores, en el sistema. Porque en treinta años, todo ha cambiado (salvo ETA: igual de abyectos, igual de retrasados mentales, igual de hijos de puta) y algunas dudas se han tornado certezas. Ahora sabemos qué es lo que funciona y nos tememos qué no.

Sabemos, por ejemplo, que el estado autonómico ha funcionado mejor, probablemente, para lo que no fue diseñado. El autogobierno ha traído males y bienes pero, en todo caso, no ha resuelto el problema para el que se implantó, que no era otro que el de la efectiva superación de los problemas vasco y catalán. De hecho, si esos problemas han hecho algo ha sido, probablemente, agravarse. Es posible que, como decía Ortega, haya que asumir que son problemas irresolubles (ergo, no son problemas, sino más bien datos de la experiencia) y, desde luego, no es fácil atisbar las vías más correctas para tratarlos. Pero ello no implica que no se tenga ya constancia de que hay vías que no son correctas en absoluto y que son, precisamente, aquellas en las que se está perseverando.

También sabemos que la sociedad española, increíblemente más compleja que la del 77 tiene problemas homologables a los de las demás sociedades europeas. Pero apenas dedicamos un minuto a hablar de ello. El propio paradigma de convivencia está, en muchos lugares, en cuestión. Aquí aún no, en parte porque la envergadura de las dificultades es menor, y en parte porque, sencillamente, falta materia gris que aplicar al asunto.

Hemos podido ver un cambio radical en la clase política, en curso imparable hacia la indigencia mental. Un problema verdaderamente acuciante y que parece pasar inadvertido: nuestros múltiples niveles de creación de puestos se están convirtiendo en refugio de indocumentados. Aquellas listas cerradas y bloqueadas que, en aquel lejano 1977, debieron parecer la única vía posible para ofrecer menú político a un pueblo que tenía oxidada la costumbre de ir a votar son hoy un problema de primer orden. La falta de democracia interna en los partidos políticos –verdadero freno a la meritocracia- está en directa relación con esta cuestión.

Podría establecerse un largo etcétera de supuestos, pero los resumo. A mi juicio, hace falta, cuanto antes, una reforma constitucional –en sentido amplio, comprensivo de todo el bloque de la constitucionalidad- de calado. Sé que es imposible porque, de un lado, falta el mínimo de confianza necesaria y, de otro, la sola perspectiva parece aterradora, por la elemental razón de que inspira temor un debate que se sabe cómo empieza pero no cómo termina. Pero la madurez democrática de un pueblo debería traducirse en que un debate, termine como termine, sólo puede terminar bien. ¿Por qué seguimos temiendo lo contrario?

Se dijo que la transición había servido para superar los errores del pasado. Y es verdad, al menos en parte. Pero no era la primera vez que los españoles se daban a sí mismos un régimen mejor que el precedente, incluso, no era la primera vez que se daban una democracia. Lo que no tiene precedentes, en nuestro caso, es la reforma serena de un régimen democrático. En eso fracasó la república. Y sería bueno demostrar que podemos romper, de una vez por todas, con el pasado.

sábado, junio 02, 2007

LECTURA DEL 27M

Una de mas mejores reflexiones que he leído al hilo de las elecciones del pasado domingo –al menos, una de las más honradas- es ésta. Al menos, ya digo, porque comienza con una necesaria llamada a la prudencia y a la aceptación de que hay cosas que, simplemente, pueden no tener explicación. Que el voto tiene bastante de errático es, me temo, una verdad como un templo, así que, en primer lugar, es muy difícil hacer un juicio sintético del tipo “fulano es quien ha ganado las elecciones” y, por añadidura, es muy complicado extrapolar, por mucho que las elecciones municipales sean de ámbito nacional –por tanto, tampoco tiene mucha lógica echar cuentas del tipo “sobre la base de los votos en las municipales, el partido mengano tendría tantos escaños en el Congreso”-.

Es mucho menos epatante pero mucho más veraz afirmar que ambos partidos mayoritarios tienen buenas razones para el contento y mejores razones todavía para la preocupación. Veamos.

La cuestión de quién ha ganado las elecciones requiere un cierto acuerdo previo acerca de qué es “ganar las elecciones”. Esto es una perogrullada, claro, pero no es menos cierto que los partidos suelen redefinir el concepto, elección tras elección, a fin de no perderlas nunca. Si nos atenemos al primer dato que viene a la cabeza, el número total de votos, el Partido Popular habría ganado las elecciones municipales y, además, las autonómicas en la mayoría de las comunidades donde se celebraban comicios. También las habría ganado en la mayoría de las capitales de provincia.

Ahora bien, a salvo el voto en las autonómicas, me temo que el voto total de las municipales –sin perjuicio de ese carácter de predictor que parecen atribuirle los aficionados a las series históricas- es un agregado demasiado heterogéneo como para interpretarlo con sencillez, así pues, conviene tener cuidado. Más interesante que la cuestión aritmética es la cuestión sociológica. No es que el PP gane, sino que gana en los núcleos urbanos –con importantes excepciones, como Barcelona, por supuesto-, y eso debería preocupar, y mucho, al PSOE.

Por otra parte –y de ahí el interés de la pregunta sobre “qué” es ganar unas elecciones- también en el nivel infraestatal se da la paradoja de la democracia parlamentaria contemporánea. Todos sabemos que lo que realmente elige la gente no es lo que querría elegir. Elige corporaciones y asambleas, pero pretende elegir gobiernos. Esto es, por supuesto, un problema estructural, del sistema. Pero es un problema particular del PP, que ve frustrados sus notables esfuerzos y nada malos resultados por el último voto, el último concejal o el último diputado autonómico. Es la dinámica de los pactos, que permite al PSOE –a un PSOE derrotado- salir tan campante y con unos cuantos alcaldes en la buchaca.

Las elecciones autonómicas pintan un cuadro muy parecido. Hasta el punto de que tanto el electorado socialista como los candidatos, en bastantes lugares, ya asimilan mentalmente el concepto de “ganar” al de “perder por poco”. A título de ejemplo, en Madrid, ni los más optimistas se plantearon (a la vista está que con razón) que el PSOE pudiera llegar a ganar en sentido estricto. Y el caso es que tampoco parece hacer mucha falta. En el seno del Partido Socialista hay quien empieza a estar preocupado porque este planteamiento haya devenido el modelo general: en la seguridad del que el PP será siempre la opción no preferida, no es necesario ganar elecciones, basta con perderlas por poco. ¿Es esta una aspiración lógica para un partido que se reclama de gobierno?

La extrapolación de resultados se antoja difícil, por no decir imposible. Han aparecido en prensa algunos cálculos transformando votos municipales en escaños, pero son múltiples los condicionantes.

Quizá lo único que quepa afirmar a ciencia cierta es que los dos principales partidos se hallan muy cerca el uno del otro. Cabe prever, por tanto, que unas generales celebradas hoy arrojaran un resultado próximo, en cuanto a configuración, al actual –con menor diferencia de escaños a favor del ganador, probablemente-; al menos es más probable que el escenario de una nueva mayoría absoluta o, simplemente, de una “mayoría suficiente” como gustan de decir los políticos –eufemismo con el que se refiere uno a algo por encima de los 160 diputados y, obviamente, por debajo de los 176-. Esa mayoría está en región del 45-46 por ciento de los votos –dependiendo de distribuciones geográficas- y ninguno de los dos partidos principales parece ni siquiera acercarse a semejante guarismo.

Es posible que el voluntarismo zapaterista lleve a pensar que, en realidad, está todo hecho con un 37 por ciento, porque ya se encargará la dinámica de los pactos de hacerle la vida imposible al PP. Pero es un error.

Es un error porque hay un hecho innegable: el Partido Socialista no consigue despegar y está a la defensiva, cuando apenas lleva tres años de gobierno. Es tal el cúmulo de despropósitos que, en rigor, sólo la torpeza del PP –y la probada lealtad de las bases- hace que la cosa no pinte peor. Y el vía crucis no ha terminado. Convoque ZP en otoño o en primavera, pocos son los conejos que quedan por sacar de la chistera y, desde luego, más de un sapo puede dar un salto.

Es un error porque la dinámica de pactos no aparece tan nítida como se preveía. A lo largo de su breve pero demoledora carrera de presidente, Rodríguez ha ido dejando una cuerda de damnificados, prestos a pasar cuentas. Si los números salen, es posible que nuestros queridos nacionalistas “moderados” cambien de pareja de baile.

Y es, finalmente, un error porque la pésima gobernación socialista –incluido el desdén a las regiones no afines- está contribuyendo a reequilibrar el tablero. Siempre se ha dicho que era difícil que el PP construyera mayorías por sus mediocres resultados en Cataluña y Andalucía. Y bien, ¿qué decir de Madrid y la Comunidad Valenciana? Comunidades que aportan una cincuentena larga de escaños y en las que el voto socialista se hunde de modo irremisible. ¿Hasta cuándo seguirá el PSOE regalando al PP la vitola de gobernante –y con mayoría apabullante, además- en las comunidades más prósperas, más dinámicas y que más crecen? Cuando el PSOE dejó de gobernar la Comunidad de Madrid (porque gobernó, ¿se acuerdan?) ésta apenas tenía algo más de cuatro millones de habitantes. Hoy pasa de los seis. Es verdad, como dicen algunos, que Madrid “no parece la capital de España”, que parece un país distinto, pero... ¿Se puede gobernar un país mucho tiempo sin el apoyo de sus comunidades más dinámicas y sin el apoyo de sus ciudades?

En resumidas cuentas, lo que quiero decir es que una victoria y un gobierno del PP a partir de 2008 no son escenarios imposibles. Y eso mismo es ya una buena noticia para Mariano Rajoy. Pero haría muy mal Rajoy en confiarse. No ha hecho el camino, sino que parece, simplemente, en condiciones de empezar a andar. Sus grandes hándicaps –capacidad de pacto, distribución del voto- no empeoran, ni mucho menos, pero tampoco se hallan superados.

Es comprensible que el líder popular quiera respirar y, hasta cierto punto, disfrutar de su momento. Pero no conviene que se engañe, porque después de los domingos vienen los lunes, con su afán y su gallardón.