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lunes, enero 30, 2006

PROVOCADORES

Amigo lector. En el supuesto de que sea usted un tipo corriente, que tomó la mala opción de ganarse la vida ejerciendo profesiones vulgares y que no requieren un talento particular –abogado, médico, panadero, fontanero, piloto de líneas aéreas...-, le propongo tres experimentos mentales.

Experimento número uno. Ha sido usted invitado a un programa radiofónico que dirige con su proverbial maestría la bella Julia Otero. En un momento dado, venga o no a cuento, porque el genio no sabe de horas, dice usted algo como “a mí los que creen en religiones me parecen todos unos disminuidos mentales, es una gilipollez creer en Dios, porque no existe”. Si la presentadora gallega pone cara rara, le aclarará usted que se refería sólo a los católicos, claro. Si ni aún así la muchacha abandona la inquietud –cosa que dudo- le matiza usted que es un provocador y abandona el estudio, no sin antes soltar una sonora ventosidad, cuidando de que el micrófono no ande lejos, para que la audiencia pueda oírla convenientemente. No se olvide de pedir sus emolumentos.

Experimento número dos. Dirige usted una carta a todos los periódicos nacionales, en español, por supuesto, solicitando el exterminio o, cuando menos, la castración de todos los [...] (ponga aquí el grupo humano que le pete), en razón de su condición de “parias, parásitos, feos y, en general, gente muy desagradable”.

Experimento número tres. Sus compañeros, llenos de ilusión, van a darle un premio a su trayectoria profesional. Es una fiesta de postín, a la altura del evento y, cómo no, de su magna personalidad. Todos sus compañeros –que le han elegido el mejor tipo del año- acudirán con sus mejores galas. Usted se presenta con unos vaqueros rotos, unas bambas costrosas y una camiseta del Che, convenientemente desteñida. El atuendo se completa con un conveniente despeinado y barba de anteayer. Dado que ahora no hay ninguna guerra en la que participen los americanos y que llame la atención, póngase una pegatina de “salvad las ballenas”. Dígales a sus compañeros lo cretinos que le parecen, pero no se olvide de retirar el cheque del premio.

No le costará esfuerzo emparejar cada experimento con los siguientes términos atinentes a la posible solución: cerdo, oligofrénico, desagradecido, imbécil, casposo, cutre, payaso... ¡hasta facha! Pero apuesto a que nadie entenderá que es usted un “provocador” y mucho menos que sus greñas están ahí para iluminar al personal o para despertar conciencias.

Pues bien, hete aquí que si usted hace de su modo de vida “la cultura” –si se dedica al espectáculo, quiero decir- parece que esto es lo que se lleva. No me pregunte por las razones de esta aparente discriminación, porque se me escapan.

Es verdad que la provocación, el despertar conciencias, las actitudes chocantes, el evitar la indiferencia, en suma, han sido siempre consustanciales al arte, a la aventura intelectual. Es obvio que las tesis más atractivas son las que causan perplejidad y, sí, es cierto que nos llevan a aprender mucho sobre nosotros mismos. Es verdad que todas las revoluciones estéticas han partido de un desafío más o menos nítido a lo convencional, a riesgo de desatar las iras de los bienpensantes que en cada momento haya habido.

Pero la clave está precisamente ahí, en la noción de “a riesgo de”. El provocador solía correr un riesgo. Como mínimo, el del rechazo masivo, la incomprensión, ser considerado un apestado social.

En ausencia de riesgo, la provocación pierde todo tipo de valor, porque queda en el mero exabrupto. ¿Qué hay de misterio en una obra que todos sabemos que va a ser aceptada de antemano? ¿Es meritorio que alguien, para despertar nuestras conciencias, no se juegue absolutamente nada? Eso, con todos mis respetos, es hacer el capullo, como mínimo.

No nos engañemos, quien insulta al árbitro en un partido de fútbol no es un provocador ni pretende despertar las conciencias de la grada –de por sí muy despiertas-. Es un cobarde, miserable, que sería, probablemente, incapaz de sostener sus juicios en una distancia más corta. Por lo mismo, hoy cagarse en España, en los españoles, en la Iglesia (católica, se entiende – no se me vaya a mosquear Julia Otero), en Israel, en Bush, en los Estados Unidos y, en fin, en todo un montón de símbolos odiosos para tanta gente –pero apreciados por otra mucha- no puede provocar a nadie, sobre todo si se hace en el regazo maternal de una tele subvencionada por un gobierno autonómico. Incluso puede que Gemma Nierga, que hasta entonces te ignoraba, te invite a sus programas.

Ahora, ya le digo... Si usted se gana la vida con esa vulgaridad del trabajo –lo que incluye a actores que padecen también esta lacra-, conviene que se atenga a las reglas que, probablemente, le enseñó su madre, porque no creo que siempre conserve todos los dientes para matizar correctamente que “sólo se refería a la derecha”. Es posible que Gemma Nierga no llegue a tiempo.

domingo, enero 29, 2006

LA DERECHA TRAS EL ESTATUTO (y II)

Ayer quedábamos, pues, en que los problemas de la derecha española podían, a mi juicio, sintetizarse en tres: una implantación electoral con significativas carencias en dos regiones de enorme peso específico, la falta de un discurso capaz de enganchar plenamente ni tan siquiera a todas las familias de la derecha política y, por último, la abierta hostilidad del Gobierno y sus terminares mediático-culturales, que se han planteado como objetivo la marginación y anulación de la Oposición política, aunque ello implique pagar un precio elevado.

Veamos ahora por dónde se podría atacar esto, si uno estuviera en la piel de Mariano Rajoy y lograra vencer la fuerte tentación de volverse al registro, a vivir como un cura de los de antes del Concilio.

Las oportunidades

El planteamiento del mundo gubernamental adolece, a mi juicio, de dos significativas debilidades que, por supuesto, son oportunidades para una estrategia posible desde el campo contrario.

La primera es, claro, el enorme poso de descontento, el reguero de insatisfacción que el ciclón socialista va dejando a su paso. Es notorio que la derecha social está muy descontenta, pero es que también buena parte de la izquierda, cuando menos, no entiende lo que está sucediendo, y basa su compromiso en una especie de cheque en blanco concedido al Presidente.

Como decíamos ayer, la táctica del mundo socialpolanquista y su opinión publicada consiste en hacer como que eso no existe. Es una exigencia derivada de la noción de “centralidad”. El centro somos nosotros y, por tanto, los demás no lo son... aunque sean millones. El simple hecho de admitir que la opinión del discrepante pueda ser significativa supone socavar los mismos cimientos del planteamiento.

Pero eso, claro, no supone que esa masa de gente, heterogénea y, por lo demás, quizá no unida por demasiadas ideas políticas, no exista.

La segunda es que, la nada disimulada voluntad de romper pactos y ataduras con la derecha democrática, desde el pacto antiterrorista hasta el propio consenso constitucional –que no puede ser ocultada ya ni por los afines más entusiastas, que no buscan tanto decir que dicha ruptura no se ha producido como que no “toda” la culpa es del Gobierno- implica, a poco que se piense, que tampoco la derecha está vinculada por ellos. En consecuencia, por primera vez en treinta años, la derecha democrática es plenamente libre de plantear su propio proyecto político, sin tener que sujetarse a ataduras previas.

¿Puede usarse esta libertad para construir un discurso que, según apuntábamos ayer, pueda servir de mínimo común para un espectro suficientemente amplio? Yo creo firmemente que sí. Y ese discurso podría obtenerse a través de la combinación de distintas fuentes ya conocidas. Cito dos: el informe del Consejo de Estado sobre la reforma constitucional y el discurso de Rajoy en la Puerta del Sol (aquel en el que proponía primar a los ciudadanos sobre los territorios, ¿recuerdan?).

El Partido Popular debería, en un próximo congreso quizá, convertir toda esa masa de ideas aún algo difusas, en un auténtico programa electoral que incluya una reforma constitucional. Roto el consenso del 78, es la hora de cambiarlo, pero de hacerlo de manera positiva.

El PP podría hacer de “devolver España a los españoles” una idea-fuerza de largo alcance. Hay mucha gente harta de “pluralismo” que, al final, se traduce en diferencias de derechos y obligaciones –incluidos, por supuesto los fiscales-, mucha gente harta de “identidad”, mucha gente hasta las narices de no poder tener una relación normal con su Nación, mucha gente que se asusta al ver cómo nuestra democracia va siendo secuestrada más y más por cuerpos intermedios que se sitúan entre el ciudadano y las instituciones que, se supone, le sirven...

No se trata de introducir un giro copernicano en la realidad española, no tanto porque esto fuese indeseable en sí mismo, sino porque sería muy costoso. Hay realidades que son irreversibles, guste o no. Pero sí de proponer, de una vez por todas, una distribución fija de competencias entre el Estado y los entes territoriales, probablemente manteniendo las que ahora existen, pero con la imperiosa necesidad de la recuperación de la educación. Sí de restablecer el rigor en los mecanismos fiscales y, a partir de ese punto, comenzar a devolver al ciudadano lo que le pertenece. Sí de fijar, de una vez por todas, las líneas básicas de la acción exterior de España.

Sí, finalmente, de reequilibrar mayorías y minorías. Nadie propone ignorar a los que no son mayoritarios, pero no es aceptable que pretendan cuasimonopolizar la agenda de un país. Debe realizarse una reforma de la ley electoral y, probablemente, también de la Constitución a este respecto.

Tengo la convicción personal de que un conjunto amplio de españoles apoyarían esas propuestas. Otros no, claro, pero habría que ver qué peso tiene cada grupo. Es posible que, a la postre, aquellos a los que no se les cae de la boca la palabra “democracia” tuvieran que hacer una demostración práctica de cómo se conforman con ella.

El discurso que propongo para la derecha tiene un fundamento esencial previo, que no es otro que la convicción de que España es una nación. Aplicando nociones de moda, diría que es así porque así lo siente la mayoría de los españoles. Es verdad que hay españoles para los que esta realidad no agota sus “sentimientos” o que, simplemente, no creen que España sea ni siquiera una nación cívica, pero son los menos –aunque la presencia del Presidente del Gobierno entre ellos pudiera llevar a pensar lo contrario-.

Se sigue, por tanto, que el discurso, salvo matices particulares, debe ser también único. Y, naturalmente, Cataluña no es una excepción a esta regla. Se concluye, entonces, que el PP va estar, en general, en las antípodas del nacionalismo. Sí, no van a existir ni siquiera puntos de “tangencia” –me refiero, por supuesto, a cuestiones fundamentales-, porque los planteamientos no pueden ser más divergentes. El nacionalismo no solo parte de cuestionar que exista una nación española, sino que entiende que la existencia de otros cuerpos políticos diferentes ha de ser la premisa básica del orden constitucional. Primero, los territorios, luego los ciudadanos. Exactamente al revés de lo que proclamó Rajoy en la Puerta del Sol.

¿Condena eso al PP a la marginalidad en Cataluña? Apuesto a que no. Es más, la experiencia acredita que, más bien, lo que lo condena progresivamente a la extinción es su intento de solaparse con otras alternativas políticas que, como mínimo, siempre se verán favorecidas por el efecto del voto útil.

El aparente dilema del PP en Cataluña no es tal si se cae en la cuenta de que el simple mantenimiento de su discurso nacional tiene, allí, un valor diferencial. Porque el “provocador” –pese a lo que dice mucho idiota- en Cataluña no es Pepe Rubianes. El provocador de verdad es Vidal Cuadras.

Resumiría todo lo dicho en estos –demasiado- largos artículos, en una idea sencilla. Hasta ahora, estamos hartos de oír que “España es plural” y esto tiene que tener consecuencias políticas. De aquí arranca todo el discurso de la diversidad, la pluralidad y demás zarandajas que llevarían a concluir que nuestro país es casi tan variopinto como la India. Pues bien, mi propuesta se resume en “España es” y esto tiene que tener consecuencias políticas –entre otras cosas, porque para “ser” plural hay que “ser”, cosas de la lógica-.

Si el Partido Popular extrae las consecuencias de todo eso y es capaz de construir un discurso audaz, que no es lo mismo que agresivo, puede encontrar su sitio bajo el sol.

sábado, enero 28, 2006

LA DERECHA TRAS EL ESTATUTO (I)

La escenificación del acuerdo Zapatero-Mas, mediando la aparente crisis del “caso Piqué” –que en el Partido Popular representa “diferencias insalvables” aunque en el PSOE eso se llama “sano pluralismo interno”, ya se sabe- ha trasladado la presión al Partido Popular. Merced a una jugada que, sin ánimo irónico alguno, merece calificarse de maestra, un socialismo medio noqueado ha conseguido lanzar la pelota al tejado del de enfrente y, de paso, poner muy nerviosos a unos socios que llevaban ya algún tiempo pasándose de listos.

Me temo que no se trata más que de un efecto imagen. No tanto porque el Partido Popular no tenga problemas, sino porque no nacen, desde luego de una crisis inducida por el pacto monclovita. La alegría de semanas atrás sólo podía relacionarse con los problemas del contrario, pero no estaba fundada en avances propios.

El PP es, a mi juicio, un partido con problemas, que está cometiendo errores, y esto no conviene ocultarlo. El riesgo de no aplicarse a resolverlos puede significar, mi más ni menos, volver a estancarse en una reedición del “techo de Fraga”, quizá con diez o veinte diputados más, pero en todo caso con una cifra insuficiente para que pueda confiarse en que en España se producirá, de tiempo en tiempo, una alternancia que no merezca calificarse de anecdótica. También hay, creo, soluciones posibles, aunque sean audaces.

En realidad, a mimodo de ver, estamos en una especie de punto crítico en la evolución de la derecha española, del que puede surgir, bien una derecha moderna y sólida cuya consolidación podría ser la salvación de la democracia, bien una derecha renqueante, que asuma el papel de actor secundario al que la quiere relegar una izquierda que, como todas las del mundo, aspira a instituir un régimen.

Voy a intentar exponer, en un par de artículos, mi visión de la cosa. Si don Mariano llega a leerlo y lo encuentra de interés, me comprometo a ampliarle la reflexión por una décima parte de lo que le facturaría Pedro Arriola (¡je!)... Empezaré por el diagnóstico de la situación, mañana abordaremos las soluciones.

Diagnóstico: los problemas de la derecha

Conste que el orden no implica juicio de importancia. El lector juzgará si son estos los más importantes y, sobre todo, cuál considera más relevante. Yo veo estos:

El primero es la táctica gubernamental. Parece una perogrullada, pero creo que no lo es. Por supuesto que, entre Gobierno y Oposición existe una relación dialéctica y, por tanto, uno es siempre un problema para el otro. Ahora bien, el sentido de la “agresión” suele ser siempre unidireccional. En la medida en que, a los puntos, siempre gana el vigente campeón, es la Oposición, como challenger, la que tiene que intentar desarbolar al que, al fin y al cabo, nada tiene que ganar.

El caso español no responde, sin embargo, a esa pauta. El Gobierno de España tiene tintes de “Oposición de la Oposición” o, dicho de otro modo, una de las ideas-fuerza de su proyecto político es que esa Oposición quede neutralizada. Si esto fuera una eliminatoria a doble partido, se diría que el equipo gubernamental no quiere –sólo- ganar el de ida, sino que tiene toda la intención de que no haya partido de vuelta.

Como ya he expuesto otras veces, la herramienta fundamental para lograrlo es la idea de “centralidad”. Este concepto es, ni más ni menos, el que se vio escenificado el otro día en la Moncloa. Se trata de sugerir a la opinión que la posición concreta que uno ocupa es el centro, o el paradigma de la moderación. Por consiguiente, todos los que no están en el mismo lugar son excéntricos, extremistas o marginales.

Este concepto fue, en realidad, introducido en nuestro panorama político por el PNV. Habrán ustedes oído hasta la saciedad a Balza y compañía hablar de “todo tipo de violencia” o, los “extremistas de uno y otro sitio”. Estas expresiones meten, en el mismo saco, a ETA y a la Guardia Civil, al PP y a Batasuna. El PNV reclama, por sistema, para sí, la centralidad política. Donde él está, está “la sociedad vasca”. No se dice, “el PNV quiere...”, sino “la sociedad vasca quiere...” Por tanto, quienes quieren otra cosa, no quieren lo que quiere la sociedad vasca.

La amoralidad, la declarada "flexibilidad de principios", que caracteriza a la Izquierda en la era Zapatero vuelve fácil este juego. No existen restricciones a priori. Uno puede colocarse en cualquier punto del espectro y, en torno a él, formar una mayoría. Por eso el socialismo puede acreditar esa increíble facilidad para el pacto y, por eso, la “centralidad” viaja con él.

Por supuesto, los medios pro-PSOE entran claramente en ese juego. No se cansarán de repetir, ahora, que los que están en el mismo saco, el del “no”, son Rajoy y Carod Rovira. Representan, pues, los extremos y, por tanto, la marginalidad. Este razonamiento no se ve obstaculizado porque uno tenga diez millones de votos y el otro quinientos mil. Como he dicho, se trata de convertir esto en un juego meramente posicional, sin que los aspectos sustantivos representen el más mínimo papel al respecto.

El segundo gran problema es de orden puramente interno. Me refiero a la dificultad para encontrar un discurso que conecte con una mayoría suficiente. Es verdad que Rajoy ha apuntado maneras, y ha llegado a cuajar los mimbres para un buen cesto, pero hay una preocupante discontinuidad.

El Partido Popular tiene, por supuesto, la dificultad de hacer convivir en su seno distintas familias políticas a las que, por cierto, corresponden diferentes rostros. Todas esas ideas son respetables, pero debe acuñarse un discurso único en función de un votante-tipo. Y si se trata de que ese votante tipo salga de los caladeros de lo que denominamos centro político –ahora en sentido sociológico- parece claro que el partido debe limar algunas aristas. Debe conseguir que parte de los apoyos recogidos en la era Aznar lleguen a serlo por convicción y no por desesperación. El PP debe aspirar a un núcleo mucho más amplio de votantes propios, y no esperar a que los deméritos ajenos conviertan a la "opción natural" -el socialismo moderado- en inaceptable.

No es un problema imposible porque, desde luego, existe un mínimo común denominador en torno al cual pueden converger conservadores, liberales e, incluso, el ala derecha de la socialdemocracia. Bastan unas cuantas concesiones mutuas. Pero sobre eso nos detendremos mañana.

El tercer gran problema, de carácter electoral, se basa, según es archiconocido, en la falta de capacidad del PP para obtener buenos resultados en las dos comunidades más pobladas del país: Andalucía y Cataluña.

Confieso que el problema andaluz se me escapa. No lo entiendo, y me gustaría que alguien me lo explicara sin recurrir a conceptos de nivel Rubianes -del tipo "es que los andaluces son la p..."-, porque, conforme a algunas teorías, hace tiempo que debió producirse allí una alternancia. La manifiesta incapacidad del socialismo para hacer que la región abandone el penúltimo puesto en las listas de riqueza y el hecho de que, en algún momento, llegó a haber una gran pujanza del PP en las zonas urbanas debían haber tenido, quizá alguna consencuencia. Misterios insondables o, en todo caso, que escapan a la capacidad de comprensión de un servidor.

Cataluña es otra historia. Al igual que en el País Vasco, el PP tiene allí un competidor ideológico por el voto conservador, que es CiU, lo que es un problema de entrada, pero todos sabemos que, hoy por hoy, también como en Euskadi, el eje relevante parece ser el del nacionalismo-no nacionalismo. En este estado de cosas, se comprende plenamente cuáles han sido las intenciones de Piqué, Vendrell y compañía.

A mi juicio, parece claro –y así lo avala la aparición de otras alternativas- que la estrategia del PPC parte de un error de cálculo, que es la asunción de que el nacionalismo no puede ser combatido con éxito, que es consustancial al ser catalán y, por tanto, unas mínimas posibilidades requieren ser, cuando menos, “catalanista”. El error es comprensible y, sí, a la vista está que el nacionalismo ocupa un lugar más que relevante en el panorama político del Principado. A eso contribuye, desde luego, la maquinaria propagandística.

Pero el hecho de que buena parte de la sociedad comulgue de hoz y coz con la doctrina, y de que un muy significativo segmento esté dispuesta, a lo Pepe Rubianes, a hacer lo que sea buscando la aceptación no significa que eso agote el espectro.

Hasta aquí el diagnóstico. Mañana, más.

viernes, enero 27, 2006

SÍ, ES UN PROBLEMA DE LEALTAD

Joseba Arregi ponía ayer, en El Mundo, el dedo en la llaga, al hablar del concepto crucial de lealtad, en relación con el estado autonómico. Modestamente, ya hice referencia a esta noción en un artículo anterior, y mantengo la opinión.

El constitucionalismo alemán acuñó hace tiempo la noción de “lealtad federal” (Bundestreue) como uno de los elementos sustentantes del edificio de la República. Esa lealtad básica ha de profesarse de los Länder a la Federación y, por supuesto, también de la Federación a los Länder. En suma, no se trata más que de la extensión al campo del derecho constitucional de que la viabilidad de todo acuerdo se basa en el compromiso que las partes muestren con el mismo. No es diferente, a fin de cuentas, del universal principio de la buena fe, que distingue el contrato, el pacto o el negocio de la simple treta, el engaño y otras figuras afines.

Toda la polémica en torno al reparto competencial entre Comunidades Autónomas y Administración General del Estado –que, como bien recordaba Arregi no son sino niveles en que se organiza el Estado como un todo, por más que el segundo término, la Administración General o el Poder Central, termine siendo “el Estado” por antonomasia- se vuelve un tanto incomprensible si no recurrimos a estos conceptos.

Y es que, en efecto, si partimos de que “Estado” –rectius Administración Central- y “Comunidades Autónomas” vienen a ser lo mismo, el problema parece tener una faz bastante técnica. ¿Merece la pena perder la cabeza por quién hace tal o cual carretera o quien gestiona tal o cual aeropuerto? Nótese que, cuando hablo de “problema técnico” no pretendo minusvalorar el calado de la cuestión. Es evidente que no todos los repartos competenciales son igualmente deseables, que pueden ser evaluados a partir de diferentes criterios y que, en definitiva, el “problema técnico” puede tornarse una selva impenetrable –véase, sin ir más lejos, la complejidad que ha alcanzado el proceso en la República Federal de Alemania o en los Estados Unidos, por no poner ejemplos de casa-.

Lo que quiero decir es, simplemente, que podrían caber múltiples soluciones al problema sin que ello supusiera socavar los cimientos de nada. Debería ser, pues, una cuestión susceptible de ser abordada con mucha menos pasión.

Pero aquí es donde entra, claro, la Bundestreue. La virulenta reacción de algunos frente a lo que no pasaría de ser un reajuste competencial de más o menos calado, en el fondo, está basada en la fundadísima sospecha de la absoluta deslealtad al proyecto colectivo que se oculta tras esa apariencia de “mejoras técnicas”. Como bien decía Arregi, es harto probable que manifestaciones parecidas a las que constaban –quién sabe si aún constan- en el proyecto de estatuto de Cataluña, puestas en un texto elaborado por el Parlamento de Andalucía, no hubieran causado la misma inquietud. Sencillamente porque nadie puede poner seriamente en cuestión la lealtad de los andaluces al proyecto colectivo.

Quizá hace unos años, cuando aún era posible cierta ingenuidad sin excesivo desdoro, cuando se practicaba algún tipo de juego de ambigüedad, hubiese sido posible conservar la esperanza acerca de la posible existencia de un pacto, cualquiera que fuese su contenido concreto, que pudiera beneficiarse de ese mínimo de lealtad. Que no fuese motejado, de entrada, de “disposición transitoria” y aceptado con un mohín de desagrado, en espera de tiempos mejores.

A fecha de hoy, la ingenuidad se vuelve culpable. Algunos partidos nacionalistas, como PNV o ERC han tenido el buen gusto de abandonar las medias tintas –de hecho, y esto es algo que les honra, ERC jamás dejó lugar a malentendidos-. Otros van convirtiendo sospechas en certezas, aunque sigan jugando con habilidad camaleónica –incluso consiguen que les terminemos dando las gracias-. A partir de aquí, los daños posteriores sólo pueden deberse a estupidez propia, que no a la habilidad ajena para el engaño.

Acierta Arregi, a mi juicio, al situar el debate en su foro adecuado –conste que las conclusiones son de mi cosecha-, que no es el de las leyes concretas, ni el de los pactos o acuerdos, llámense como se llamen, sino uno previo. La pregunta no es si existe un pacto que nos pueda satisfacer a todos sino, más bien, si algunos siguen teniendo crédito para pactar nada.

Necesitamos Bundestreue, y creo que es extremadamente ingenuo seguir pensando que la podemos conseguir. Antes al contrario, si algo viene avalado por la experiencia es que lo sensato es creer que algunas partes del pacto tienen la firme voluntad de no sentirse realmente vinculadas por nada de lo que se pacte, nunca.

jueves, enero 26, 2006

EL INFORME DEL CONSEJO

Según filtra El Mundo, el Consejo de Estado –preguntado acerca de las famosas cuatro reformas constitucionales de Zapatero- estaría preparando un informe que nada tendría de particular, de no ser porque está en las antípodas de la política gubernamental.

Digo que nada tiene de particular porque, además de lo de la niña de Leti, el organismo consultivo haría una serie de recomendaciones que, en su mayoría vienen avaladas por nuestra doctrina constitucionalista desde hace tiempo, además de por el sentido común.

En un planteamiento de lo más lógico, arguyen los muchachos de Rubio Llorente que, puestos a abrir el melón de la Carta Magna, parece sensato tocar aquellos aspectos que muestran, a ojos vista, una peor calidad técnica, normalmente porque son hijos de cambalaches políticos en época difícil. A nadie se le escapa que uno de los problemas más notorios de nuestra Ley Fundamental es el muy deficiente diseño del entramado competencial que realiza el Título VIII, además del mantenimiento de disposiciones, como la que permite la incorporación de Navarra al País Vasco, que son auténticos sinsentidos una vez desaparecido el supuesto de hecho, porque Navarra ya eligió y eligió el amejoramiento de su Fuero tradicional –que no es otra cosa que constituirse en una comunidad autónoma más, pero distinta de Euskadi (comunidad que, por cierto, por su mera existencia, provoca la caducidad de los supuestos “derechos históricos” de las Diputaciones, enajenados a favor de un ente de nuevo cuño que dimos en llamar “País Vasco”).

La reforma constitucional es posible y, por qué no, deseable, siempre que se oriente por dos principios.

El primero de ellos es el del progresivo limado de las aristas que dejó un proceso constituyente muy particular, en mitad de una coyuntura, si Dios quiere, irrepetible y, por tanto, plagado de singularidades. A menudo, la doctrina se rompe la cabeza intentando dar razón de lo que no es sino el resultado de unos acuerdos. Es sintomático, por ejemplo, que nuestro Tribunal Constitucional tenga un número par de jueces (12), en lugar de los quince inicialmente previstos –que hubieran permitido formar tres salas, en lugar de las dos existentes, y las tres sin posibilidad de empate-. Pues bien, eso sólo se explica por cuestiones de mero reparto de cromos. Hay más ejemplos, pero no quiero aburrir al lector con ellos (conste que el tema puede ser muy ameno, “trancas y barrancas en la Constitución Española” podríamos decir).

Pertenece a este terreno de las mejoras técnicas –como, por otra parte, acaba de sugerir Rajoy- la recuperación del recurso de inconstitucionalidad previo a la entrada en vigor, o de un recurso con efectos suspensivos. De un recurso, en suma, que evite situaciones políticas como la que fácilmente se puede producir con el nuevo estatuto de Cataluña, es decir, que el TC decrete que la norma es inválida cuando lleve ya meses, si no años, de vigencia. En parecidos términos se hacen las cosas, por ejemplo, en Francia, donde el Consejo Constitucional informa ex ante, al estilo de nuestro Consejo de Estado –bien es verdad que el CC no tiene las potestades de nuestro TC-.

El segundo principio es más importante aún. Me refiero al superior interés de España y de los españoles.

Según es de sobra conocido, la Constitución no es “plana”, es decir, no todas sus partes son iguales. Los constitucionalistas sostienen que nuestro Texto tiene dos partes, que llaman, respectivamente “dogmática” y “orgánica”. La parte dogmática está integrada por los Títulos Preliminar y Primero, es decir, los que definen la vocación de España como estado, sus principios rectores y, sobre todo, los derechos y deberes de los españoles. Los nueve títulos restantes –la parte orgánica- están totalmente subordinados. No tienen más razón de existir que hacer posible el cumplimiento de los principios anteriores.

En suma, todo el diseño institucional del Estado, incluido, por supuesto, el reparto de competencias entre sus distintos niveles –que eso son, al cabo, Estado, Autonomías y Ayuntamientos, meras construcciones organizativas, totalmente dispositivas, que se deben única y exclusivamente a la ley y a la conveniencia del único sujeto sustantivo de este proceso, que es el ciudadano- están para garantizar que los españoles tengan una existencia más o menos llevadera en un marco caracterizado por los principios de libertad, igualdad y justicia, en un ambiente de pluralismo político e ideológico.

Pues bien, ahí reside la inconstitucionalidad, anticonstitucionalidad, más bien, a radice del proceso iniciado por Zapatero –porque es él, los demás, absolutamente todos los demás, no son más que figurantes-. En que no se inspira, en absoluto, en ese principio “pro ciudadano”.

De entrada, Zapatero miente, o no dice toda la verdad, cuando plantea sus cuatro inocuas reformas. Él sabe que, mediante reformas de otras leyes de calado, puede inducirse un cambio, y un cambio importante, en la constitución en sentido amplio. Así pues, el Presidente está reformando, y no poco.

Y esa reforma no se orienta por ninguno de los dos principios anteriores. Es evidente que, si algo no va a procurar una reforma hecha por medios indirectos es una mejora de la calidad técnica de las normas y, por tanto, no va a traer más seguridad jurídica. Pero, sobre todo, los ciudadanos importan aquí una higa. No es verdad que les convenga lo que se les propone. Antes al contrario. Los ciudadanos españoles serán menos iguales, como mínimo, pero los que llevarán la peor parte son los españoles que viven en Cataluña –que, si hemos de seguir a Pujol, eso son los catalanes- porque estos serán menos libres, aguantarán injusticias y, por supuesto, verán menoscabado el pluralismo ideológico del que disfrutan, si es que les queda alguno.

Pero, insisto, todo esto Zapatero lo sabe, porque no es tonto y, además, tienen quien se lo cuente. Y no le importa lo más mínimo. Como buen socialista, cree en un estado autónomo, distinto de los ciudadanos que lo integran. Y lo que él quiere es un estado en paz y formalmente cohesionado. Un estado donde nacionalistas de todo rasero se encuentren “cómodos” y donde ejercer la violencia ya no merezca la pena –sí, sé lo que he dicho, eso es exactamente lo que se les está indicando a algunos, no que la violencia es absoluta y radicalmente intolerable, sino que es innecesaria-. La cohesión real, la cohesión entre personas, que no entre territorios, no desempeña papel alguno en el imaginario político de nuestro prócer, me temo.

Bonito informe va a salir del Consejo de Estado. Siempre podemos enmarcarlo.

martes, enero 24, 2006

DIVERGENCIAS HISPANOPORTUGUESAS

Una vez más, España y Portugal, en tantas cosas tan parecidos, se muestran disímiles. En efecto, mientras la vieja España, entregada a la grosería del nuevo rico y confiada a una prosperidad económica sustentada en las arenas movedizas de unos desequilibrios estructurales manifiestos, juega a la ruleta rusa con las nociones más básicas, el país hermano, enfrentado a una crisis persistente, al menos, puede atacarla desde la unidad.

Los contrastes no pueden ser más vivos.

Aquí, nuestros consensos más elementales saltan por los aires, arrollados por la irresponsabilidad y la prepotencia de quien, alcanzada su magistratura en las circunstancias más dolorosas, ha sido incapaz no ya de tender una mano, sino de dar la impresión de que atendía a las razones de quienes no piensan como él. Al mismo tiempo, quienes tienen autoridad moral y política, optan por hacer mutis por el foro o, todo lo más darse al simple cotilleo.

Allí, las dificultades han hecho que se lanzaran a la arena de la elección presidencial, entre otros candidatos, dos hombres que encarnan todo lo que de bueno y de malo es el Portugal contemporáneo. Ambos, Cavaco y Soares lo han sido casi todo - hay cierta ventaja en el currículo para Mário Soares, por cuestión de edad. Ganó Cavaco. Fue buen primer ministro y será, a buen seguro, un gran presidente de la República.

Es cierto, quizá, que la circunstancia de que estos dos próceres, que ya tenían su lugar en la historia lusa, hayan tenido que retrasar la jubilación puede ser entendida como un síntoma de incapacidad en una nueva generación de políticos. Puede que sea verdad, y seguramente es cierto que Portugal tampoco está exento de esta plaga que es la carencia de líderes de empaque que aqueja, en general, a Europa. Sirva como consuelo, entonces, que si los jóvenes no están disponibles o son incompetentes, los mayores están dispuestos a acudir si se les llama.
También se podrá decir, claro, que es poco lo que puede hacerse desde la Presidencia de la República. Es de sobra conocido que la Constitución Portuguesa optó por un Presidente con poderes limitados. La capacidad real de hacer y deshacer sigue en manos del Primer Ministro, José Sócrates. Pero las circunstancias son adversas y es precisamente en estos trances cuando el valor simbólico de la jefatura del estado adquiere trascendencia.

Portugal encara un panorama difícil. A diferencia de España es un país pequeño -lo que le resta interés como mercado-, y viene, incluso, de más abajo. Nuestro vecino pierde posiciones con respecto a la media comunitaria, y tiene problemas estructurales que ha de vencer. Pues bien, la labor del Presidente es, ante estos desafíos, recordar continuamente a los portugueses lo más básico, las razones por las que han de tener confianza en sí mismos. Porque son una de las más antiguas y más importantes naciones de Europa y del Mundo. Porque ser portugués es un motivo de orgullo. Porque tienen mucho que decir y que aportar.

Por supuesto, nada han de temer de la apertura al exterior, que es necesaria y, en particular, nada han de temer de su relación con España que, por muy estrecha que sea, jamás diluirá su fuerte identidad. En Portugal saben -y, si no, no tienen más que mirar lo que sucede al otro lado de la raya- que el mayor enemigo no es la pobreza, sino la imbecilidad, que roe las sociedades como la carcoma.

Paradojas de la vida. Mientras Zapatero se aplica a sembrar cuantas dudas pueda acerca de España como nación, recordándonos que, en el fondo, no somos más que un consorcio -posiblemente, incluso circunstancial ya que, como dice Rubalcaba, quién sabe dónde estaremos dentro de treinta años (desde luego, a él, le importa un carajo)- pero no una nación-nación, una nación fetén (como Cataluña, vamos), mientras este tipo deja apátridas a sus paisanos de León… Cavaco se aplica justo a lo contrario, a luchar para que los portugueses no olviden quiénes son y no se entreguen al desánimo.

Los portugueses deben mirar, y mucho, a España. No sea que, Tajo abajo, termine alcanzándoles la plaga de la estupidez.

NACIÓ HISPALIBERTAS

A las 11 de la noche de ayer, salió el primer número de Hispalibertas, el primer periódico ciudadano de España, al que pueden ustedes acceder a través del enlace que hay en este blog.

Es casualidad, pero ya es capricho del destino que esta iniciativa ciudadana nazca, precisamente, cuando las libertades en España pasan un momento delicado y afrontan un panorama oscuro. Sapere Aude! Respondamos al desafío de Kant.

Los domingos, y algún otro día, este blogger se unirá a lo mejor de la blogocosa liberal, que ya colabora con el periódico. Allí nos vemos....

lunes, enero 23, 2006

PUES IGUAL NO PASA NADA, Y SI PASA ¿IMPORTA?

Dice Josep Mª Fàbregas, a propósito del Estatuto, que iban a parir un elefante y han terminado por parir un ratón (véase su artículo de hoy). Se suma así a quienes piensan que, al final, no hubo para tanto.

Bien, esto es opinable, por supuesto, y no cabe duda de que no es prudente pronunciarse hasta que no se conozca algún texto articulado. De entrada, sólo entonces podrá enjuiciarse con algún fundamento si quedan vicios de inconstitucionalidad, o no, cuestión esta relevante, pero sin duda no la única.

Lo poco que se conoce no apunta, desde luego, a ninguna nadería. Puede que ERC piense que CiU ha tirado los precios por los suelos, pero las cifras de las que se habla son auténticamente de mareo y, por supuesto, con capacidad de afectar, y muy gravemente, a los equilibrios financieros del Estado en su conjunto. Son, por añadidura, muy preocupantes todos esos compromisos de futuro de los que se habla, y esas garantías aquí y allá, que lastrarán las posibilidades de otros.

Puede que algunos ya vean, con alegría, expedita la vuelta al paraíso de los años ochenta. Gobernando con CiU en Madrid y ésta haciendo de su capa un sayo en Barcelona, con el PNV en Vitoria y con una oposición inexistente o, en todo caso, desterrada del mundo de lo políticamente aceptable. Me temo que quienes así piensan yerran y gravemente. La situación no es, ni mucho menos, idéntica. Quienes tengan que vivir en Cataluña empezarán a comprobarlo en breve.

A mí lo que se conoce me preocupa, y mucho. ¿Dónde está el famoso interés general?... Ya sé que, en las desaforadas rebajas, habremos de darnos por contentos con que no se violente la letra de la Constitución, que el espíritu está ya para pocos trotes. Sobre las consecuencias constitucionales de esto, a mi juicio, hablaré otro día, pero me temo que ya no puede decirse que nuestro Texto Fundamental goce de buena salud.

Yo creí que la esencia del pacto era que todos perdieran algo para ganar todos un poco. Y bien, ¿qué hemos ganado los que no tendremos la dicha de regirnos por los doscientos y pico artículos del nuevo estatuto?

¿Una Cataluña satisfecha? Falso. Bien empleados podrían estar algunos sudores si se hubiesen invertido en anclar de una vez por todas esa parte de España al tronco, más allá de dudas. Pero, no, poco dura la alegría en casa del pobre. Tiempo le ha faltado a Mas para, dando la razón al Maragall de las disposiciones transitorias, recordarnos que, una vez más, sólo hemos comprado tiempo. Tiempo que quizá le baste a ZP, pero que no nos aprovecha a los demás. No hemos logrado que decaiga una sola reivindicación de fondo, y, henchidos de dignidad, nos recuerdan que no hay dinero en el mundo que compre el trago de tener que vivir con esta nación semiafricana e inculta. No hemos sido perdonados, pues.

No hay ganancia política, y el sistema autonómico lleva ya al exacerbo sus contradicciones. Continúa sin resolver el problema original para cuya enmienda fue creado y ya se ha convertido en el cáncer de nuestra democracia.

Y conste que en el camino nos hemos dejado muchas cosas.

Nos hemos dejado, de entrada, el consenso del 78, sacrificado en aras de no se sabe qué. ¿De la sonrisa de la Gioconda, quizá? El pacto constitucional, la constitución en sentido político –no el texto, sino todo lo que le rodeaba y lo que le daba vigor de constitución real- ha saltado por los aires. Zapatero es muy dueño de despreciar ese bien, y sus votantes de no reprochárselo, pero deberán, al menos, ser conscientes de lo que están haciendo. Lo triste de este asunto es que causa y efecto aparecerán distantes en el tiempo. Tanto, que quizá sea difícil acordarse de que, un día, pudimos hacer las cosas bien. Pero llegaremos a lamentarlo, seguro.

Nos hemos dejado también, ni más ni menos que al PSOE. Gracias a Zapatero y Maragall, uno de los grandes partidos nacionales ha dejado de serlo. El socialismo español se ha traicionado a sí mismo, ha cruzado la ría y la perdido la noción de cuál es su papel, de cuál es su lado. También de esto se acordarán con el tiempo. Los Bono, Barreda, Ibarra, Guerra.... se arrepentirán de haber sido tan cobardes. Me imagino que llevan tanto tiempo gobernando sus baronías que ya están exentos de explicar nada, pero estaría bien que intentaran decirle a sus votantes cómo es eso de que ahora toca ser solidario con los ricos... o que hay que empezar a vivir de lo que se siembre.

Y, a fin de cuentas, y como siempre, los grandes derrotados somos los liberales. Perdimos el XIX, perdimos el XX, y empezamos a perder el XXI. Un discurso político profundamente antiliberal, mediatizado por la noción de “territorio” se enseñorea ya completamente del panorama. Una vez más, podemos irnos a otra parte con nuestra ciudadanía, nuestras libertades, nuestro laicismo y demás zarandajas. Es la hora de las identidades. ¿Qué pintamos nosotros en un país que no tiene ciudadanos sino diecisiete cuerpos intermedios que hacen y deshacen a su gusto en un diálogo con otro cuerpo antes preeminente y ya residual? ¿Existe algo más ajeno al liberalismo que el clima político de la España contemporánea?

Personalmente, me siento muy triste. Quizá, claro, es el sentirse minoría absoluta. Mis conciudadanos votan con entusiasmo a un ser de otra galaxia que ni tan siquiera es capaz de articular un discurso lógicamente coherente –o, para ser más exactos, al que la lógica le importa un pepino- o a unos tarados que se creen a pies juntillas que existen las “lenguas propias” y que los territorios tienen balanzas fiscales.

¿Qué se puede hacer cuando uno lee que, en Andalucía, el señor Chaves no sólo revalidaría su mayoría... sino que la ampliaría? (por favor, no se me tomen a mal el chiste, pero recuerda a la definición de diplomacia: les van a mandar al Infierno... ¡y están deseando que empiece el viaje!).

Las libertades, la igualdad, la ciudadanía. Todo eso es en lo que se ciscan bodrios como el estatuto de Cataluña. Y, la verdad, no sé si es que es cierto que no pasa nada, o que a casi todo el mundo le importa un rábano.

domingo, enero 22, 2006

HAY TUTELA JUDICIAL, ¡QUÉ... ¿ALEGRÍA?!

La Audiencia Nacional le ha propinado a ZP el segundo sopapo judicial en una semana. Nunca se sabe cómo acabará este litigio pero, como mínimo, puede darse por descalificado el procedimiento empleado por Cultura. Al entender procedente la medida cautelarísima, el Tribunal encuentra peligro de que queden dañados derechos que, al menos, tienen apariencia de bien fundados, es decir, los mismos derechos que Cultura ignora olímpicamente.

Puede anticiparse que esto es sólo el anticipo de una serie de pronunciamientos judiciales que, cuando menos, le van a dar al Gobierno más de un quebradero de cabeza. Hay un buen número de peticiones admitidas a trámite en diferentes instancias, incluidos varios recursos de inconstitucionalidad. De estos últimos, por supuesto, algunos pueden resolverse a favor de las tesis gubernamentales, pero será difícil que el Ejecutivo salga indemne de la andanada que puede representar una sentencia de fondo contraria... ¿qué ocurre si, a fin de cuentas, se sentencia que los papeles no deben salir de Salamanca, o que no deben salir todos?, ¿qué, si el Constitucional decide finalmente acoger –en coherencia con su propia jurisprudencia sobre las denominadas “garantías institucionales”- la idea expuesta por tantos organismos jurídicos prestigiosos de que las uniones homosexuales no pueden llamarse “matrimonio”?, ¿qué, si se declara contrario a los más elementales derechos, el engendro catalán del CAC?, en fin, ¿qué, si el procedimiento de discusión del estatuto de Cataluña se reputa inconstitucional o, en un futuro, el estatuto mismo?

Son los riesgos que tiene operar justo en la raya. Casi podríamos decir que lo que sucede es natural, y es que, un estado, o es de derecho o es de Rodríguez y monseñor Uriarte, pero no cabe tercero posible. Como Jueces para la Democracia sigue siendo minoría, los togados parecen poco sensibles al “momento político” y niegan la flexibilidad deseada. Siguen empecinados en sus anticuadísimos principios, y continúan diciendo cosas tan chocantes como que a nadie se le puede devolver lo que no es suyo, que una persona que no existe tampoco tiene derechos o que si te ciscas en el procedimiento, el acto que obtienes es nulo. Conceptos todos ellos extraños o carentes de sentido en el universo zapateril-uriartino, donde la misma expresión de “tener sentido” es muy dudosa y donde el juez requerirá siempre, incluso por encima de los conocimientos jurídicos, una especial sensibilidad –que, como la Gracia, es un don, en este caso procedente de la militancia.

Por un lado, que las cosas terminen como tienen que terminar, y que los que ven sus derechos atropellados obtengan alguna tutela –o, al menos, que quien les diga que no tienen razón sea un juez imparcial- es un motivo de contento. Muestra que nuestro maltrecho sistema institucional funciona. O, al menos, funciona medianamente su Poder Judicial, que es la última ratio del Estado de Derecho. Todos tenemos en la cabeza antecedentes señeros de mal funcionamiento de los Tribunales, especialmente en sentencias en las que anduvieron involucrados magistrados de muy conocida obediencia, pero, en todo caso, y haciendo un balance global, siempre hay más posibilidades de salir bien parado del dictamen de un magistrado que del de uno de los cientos de organismos “independientes” que pululan por nuestro desdichado aparato institucional.

Así pues, motivos hay para la alegría.

Pero, a un tiempo, los hay también para la preocupación. Porque los tiempos en los que los tribunales llenan portadas son, por definición, malos tiempos. En la Italia de Tangentopoli o en la España de la beautiful people, todos los días había que desayunarse con providencias, autos y sentencias. Y eso no es bueno.

Como he comentado, se acude al juez como última instancia, cuando la discrepancia no tiene otros cauces posibles de solución. El recurso continuado a la tutela judicial, y su concesión en forma de numerosas admisiones a trámite, muestran, a las claras, que el Poder Ejecutivo está tomando decisiones en los mismos márgenes de la legalidad o, cuando menos, dañando a mucha gente, en ocasiones, de manera gratuita.

Los Gobiernos pueden llevar a cabo cambios y reformas muy hondos, pero jurídicamente inobjetables. Los perjudicados por esos cambios no tendrán, entonces, más remedio que rendirse a la inatacable legitimidad que ampara a esas reformas y, en suma, conformarse con ellas. No es, evidentemente, el caso cuando se lesionan derechos y principios que están amparados por normas y consensos que el Gobierno no puede cambiar o, al menos, no sin atenerse al procedimiento adecuado.

Esta situación puede deberse a dos razones. La primera es la simple insolvencia técnico-jurídica, a falta de competencia de los que tienen que traducir las decisiones políticas en actos jurídicos. Por razones obvias, no creo que sea este el caso. Técnicos, y muy buenos, tiene a su servicio la Administración. Técnicos que de sobra saben cuáles son las implicaciones de lo que hacen, y que, probablemente, avisen de las consecuencias.

La segunda razón, claro, es la falta total de sensibilidad y respeto por los demás de los jefes políticos de esos técnicos. Y esto es harto más probable. El Gobierno español está claramente preso de la doctrina del “como sea”. Un “como sea” que, muy a menudo, sitúa al jurista, o al técnico en general, en posiciones insostenibles, como le sucede estos días a un Solbes cercado no tanto por las demandas de los desaforados nacionalistas -que no tendría mayor problema en despachar- sino por las ansias de claudicar, en aras de un acuerdo "como sea", de su superior jerárquico.

El cuadro es desolador, si bien se mira. ¿Adónde llegarían Rodríguez y monseñor Uriarte si, mañana, los jueces hicieran huelga?

viernes, enero 20, 2006

RESPUESTAS A EDMUNDO (y II): A PROPÓSITO DEL NACIONALISMO

El segundo de los temas que planteaba Edmundo y al que me gustaría responder viene expresado en este párrafo:

(...) el problema existe. La propuesta de estatut no es una desgracia derivada de un cúmulo de despropósitos. La propuesta pone de manifiesto lo que ya se puso anteriormente (con el breve trámite parlamentario del "plan Ibarretxe", por ejemplo): Determinadas regiones de España demandan un cambio en su relación con el Estado. Lo cual lleva implícito, necesariamente, un cambio constitucional. Y ahora pregunto. ¿Hay alguna forma de promover estas reformas distinta de la utilizada?. ¿Es sensato ignorar estas demandas?. Si imperara el sentido común y se rechaza el estatuto, ¿en qué situación, y con qué perspectivas se encontrarán los partidos catalanes que lo promueven?.

El argumento me es familiar. No dudo, por supuesto, que Edmundo lo haya planteado, como otros, desde la más absoluta honestidad intelectual, pero es bastante recurrente sobre todo en estos tiempos, y en boca de los defensores de Zapatero. La tesis sería, obviamente, que el Presidente no es responsable de la zapatiesta liada o, todo lo más, está siendo algo ingenuo en su buena fe a la hora de atacar un problema que, al cabo, alguien tiene que abordar. Pero intentemos entrar en la cuestión sin dejarnos llevar por la coyuntura.

Es evidente que Edmundo y los que como él piensan tienen toda la razón al afirmar que, guste o no, el nacionalismo es un dato sociológico y, por añadidura, no una cosa menor. De entrada, además, nada tiene de recomendable cerrar los ojos ante semejante dato.

Por otra parte, el problema tiene las dimensiones que tiene, precisamente, porque, a mi juicio, hace treinta años que se aborda desde la misma perspectiva, esto es: la sensación de urgente necesidad de “hacer algo”, la perentoria necesidad de dar acomodo a los hijos díscolos que, por lo demás, como público exigente, no parecen tener otra obligación histórica que la de aplaudir o abuchear, según cómo les vaya la representación.

De todo el espectro ideológico, de izquierda a derecha, no hay ningún otro grupo que viva en la absoluta convicción de que lo suyo “tiene” que solucionarse como los nacionalistas. El nacionalismo suele conllevar un infantilismo político absoluto, que los demás nos encargamos de alimentar con escasa inteligencia. Si el nacionalista, por el mero hecho de serlo, parece vivir en la convicción de que “lo suyo” “no puede” negarse, el nacionalista español (de cualquier región de España, quiero decir) lo cree con más motivo, porque jamás se le ha dado razón alguna para desesperar.

A juzgar por lo que se ve, se lee y se oye, a juzgar por el tono reivindicativo, uno podría estar perfectamente convencido de que la historia ha empezado ayer y de que el pueblo español, al desarrollar el estado más descentralizado del mundo –incluyendo cesiones auténticamente suicidas desde el punto de vista de su propia preservación, y que sólo se explican por la bisoñez del momento constituyente- se ha mostrado increíblemente cicatero.

Vaya por delante que, a mi entender, el problema nacionalista, considerado en términos absolutos, es radicalmente irresoluble. En la medida en que la vocación de todo nacionalista es poseer estado propio, todo esquema de soberanía delegada –que, de facto, y sin enredarnos ahora en el purismo jurídico, eso es nuestro estado autonómico- será insatisfactorio. Esto cabe predicarlo también de quienes, siendo nacionalistas o no, por cualquier razón, preferirían un estado centralizado, claro (servidor, sin ir más lejos, por razones que ya he explicado otras veces). Suponiendo, como parece lógico, que la mayoría de los españoles –incluidos, al menos de momento, buena parte, si no la mayoría, de los españoles de las regiones con más conciencia de identidad particular- no estén por la labor ni de quebrar lo existente del todo ni de implantar una república a la francesa o a la portuguesa, no quedan más cáscaras que collevarse, por emplear el vocablo orteguiano que el debate que nos traemos ha sacado del olvido.

Toda vez que el problema es irresoluble, digo, sólo cabe solventarlo mediante algún tipo de transacción. Un buen ejemplo es la que ahora está vigente. Una transacción, como todo el mundo sabe, es algo bilateral, un pacto entre partes. Pues bien: el solo hecho de que una parte esté deseosa de cambiar el acuerdo no tiene por qué traer, necesariamente, que este cambie. Es posible que algunos catalanes, algunos vascos o algunos gallegos entiendan que el actual estado de cosas es insatisfactorio, pero no parece que eso sea compartido por todos los catalanes, vascos, gallegos y, desde luego, tampoco por la inmensa mayoría de los españoles de otras regiones.

Esto que acabo de decir es tan hecho de la realidad como la existencia del nacionalismo y su relevancia política. Ese es el problema, que los nacionalistas no parecen dispuestos a otorgar a los demás lo que reclaman para sí, es decir, el rol de actor político relevante. El resto del país está ahí, y tiene –o debería tener- algo que decir. Entiendo, claro, que esto pueda resultar en extremo frustrante. Es frustrante que la realidad no sea como deseamos. Es frustrante levantarse cada día y encontrar con que gobierna un partido que no nos gusta y, además, promueve reformas que no nos agradan... pero esa es la realidad, y no siempre estamos en posición de cambiarla. No podemos ser infantiles y pensar que el resto del mundo está ahí para resolver “lo nuestro”.

Nótese que no he entrado en la legitimidad o ilegitimidad de las aspiraciones de cada cual, sino sólo en su realizabilidad. La realidad nos constriñe a todos. Y, amigos, pacta sunt servanda. No podemos deshacer, por propia voluntad, los lazos que nos unen a otros. Al menos, no fácilmente. Necesitaremos, como mínimo, la inacción de la otra parte, que quizá no esté dispuesta a concedérnosla graciosamente.

Las aspiraciones del nacionalista hispánico no son ni más ni menos dignas que, por ejemplo, las de sus correligionarios franceses. Allí también hay historia que reivindicar, la Provenza fue un reino y en el País Vasco Francés se habla euskera... pero la transacción francesa les fue mucho menos favorable.

Yo también querría un estado diferente. Y ya digo que sería plenamente unitario, republicano y muy diferente al actual. Sé de sobra que mucha gente comparte todas o algunas de mis ideas, ¿por qué nadie siente esa necesidad imperiosa de satisfacernos? Mi balanza fiscal, como la de toda la clase media, es extremadamente desfavorable, ¿acaso los españoles de clase media no somos un subconjunto tan aceptable como el de los españoles que viven en Cataluña –además, por supuesto, de un subconjunto mucho más homogéneo-? Pues tengo para mí que no hay mucha urgencia en acometer nuestra reforma tributaria.

Es verdad que están ahí, y no puede obviarse. Creo que en absoluto se ha obviado. Se han hecho esfuerzos importantes. Seguro que se pueden hacer más. Lo que no es admisible es la lógica de “tenemos un problema”. El problema, me temo, lo tienen ellos, si los demás no se lo sacamos de encima.

jueves, enero 19, 2006

CARMELO, EL HÉROE

Viene contando el diario El Mundo que en Cataluña –hoy por hoy, todavía comunidad autónoma de España- existe un padre que va a empezar una huelga de hambre para reclamar el derecho... a que su hijita sea escolarizada en español. Lo siento por los que quisieran optar por la crítica fácil, pero no estamos hablando de un pobrecito charnego, de estos que, como no tienen más remedio que hablar esa lengua que “fa molt hortera” pretenden que se perpetúe su ignorancia en sus alevines (¿cómo se llama el alevín de charnego, digo yo?, porque seguro que el ingenio racista le ha puesto uno). Hablamos de un médico formadísimo que, amén de español y catalán habla otras lenguas, y ha vivido en países distintos de España.

No es, pues, alguien impermeable a la pluriculturalidad, sino alguien a quien no le da la gana rendirse ante la imbecilidad absoluta y el totalitarismo rampante. Resulta patético que haya que empezar una huelga de hambre para reclamar algo tan exótico como que la ley se cumpla, pero, en fin, así es el país de ZP, como le gusta a monseñor Uriarte (inciso: el único consuelo que le queda a uno ante la perspectiva de que, como cree monseñor Uriarte, digo yo, exista el Infierno y nos toque ir, es que siempre habrá prelados vascos con los que echar un musete).

Puede pensarse que Carmelo, que así se llama, creo, el héroe –lo digo sin ápice de ironía y sin ánimo alguno de exagerar; creo que este hombre es un héroe- crea un problema al Estado. Antes al contrario, creo que Carmelo le da a España, como Estado, una oportunidad de recuperar la dignidad perdida. Puede parecer una paradoja pero, cada vez que un hombre en solitario emprende la aventura de pleitear con el Leviatán, y le vence, la sentencia restablece dos bienes. De un lado, por supuesto, el derecho conculcado, y de otro, el derecho mismo y, por tanto, la única razón para respetar al Estado. Se dirá, claro, que todas las sentencias, por el mero hecho de serlo, reafirman el derecho. Así es, pero nunca es más cierto que cuando el Leviatán es capaz de condenarse a sí mismo, esa reafirmación es mucho más notable.

Nuestro hombre afronta penalidades sin cuento. Pide que se restablezcan la legalidad y el sentido común. Nada extraordinario, es cierto, pero casi un imposible en la España del talante que, recordemos, es lo mismo que lo de monseñor Uriarte pero sin tonito aflautado y sin sotana. Una cohorte de leguleyos se movilizará para decirle a Carmelo que no tiene razón –recurriendo a sofismas como los de Batasuna y el derecho de reunión de sus militantes-. Donde no lleguen los leguleyos, alcanzará una legión de pseudopedagogos que le dirán que hace a su hija un daño irreparable y que les mirarán a ambos como a bichos raros. Y, por fin, donde no lleguen ni los leguleyos ni los pseudopedagogos, intentará llegar un ejército de malnacidos, de comemierdas y de delatores que le tildarán poco menos que de loco.

Carmelo sólo tiene la razón. Es verdad que en el país de ZP, donde el mismo concepto de “razón” carece de sentido, no es mucho. Ojalá su testimonio azuce conciencias. En España, hoy, hay un hombre en huelga de hambre reclamando no ya un derecho constitucional, sino un derecho humano. Un derecho –el de ser escolarizado, al menos en la primera enseñanza, en la lengua propia- reconocido por todos los especialistas en educación del mundo.

Es una vergüenza para mucha gente, si la tuviera. He aquí la prueba evidente de por qué el Estado español chapotea en la más absoluta indignidad. Porque todo el mundo se la coge con papel de fumar para no lesionar el derecho –inalienable, sí- de una legión de cabestros a juntarse para amenazar, quemar banderas, desestabilizar y cagarse en la democracia y en las libertades de todos los que no piensan como ellos... pero a nadie le importa que la apisonadora totalitaria de la imbecilidad más supina aplaste los derechos de Carmelo y su hija.

Gracias, Carmelo, porque ser conciudadanos tuyos nos permite seguir mirándonos al espejo todos los días.

martes, enero 17, 2006

RESPUESTAS A EDMUNDO (I): LOS LÍMITES DEL GOBIERNO

Un amable comentarista, que firma Edmundo, me dejó el otro día unas cuantas preguntas interesantes. Desde aquí, gracias a Edmundo y a todos los comentaristas que tienen la cortesía de anotar, junto a sus impresiones, propuestas para enfrentarse cada día a la dura prueba del folio en blanco –que, incluso con ZP en el Gobierno, fuente de inspiración inagotable, a veces se hace como el desierto de Gobi-.

Dejaba Edmundo para la reflexión de cuál ha de ser el papel de la Oposición, en general y, en particular, en un trance como el que vivimos ahora en España. Transcribo su reflexión:

"Posiblemente el daño esté hecho desde el momento en que se configuraron las mayorías y minorías en las pasadas elecciones catalanas y estatales. Desde ese momento, y hasta las siguientes elecciones la oposición es exactamente eso, oposición. El gobierno (este, y anteriores) gobierna, y la oposición, oposita (verbi gratia, critica, mete ruido, despierta conciencias enervadas, y aparentemente intenta acordar, proponer y negociar). (...) en mi humilde opinión, no deberíamos esperar que redima al pueblo de aquello que no le gusta."

¿Actúa o no actúa el PP conforme es de rigor?, más en general ¿cómo se supone que ha de comportarse la Oposición? Ciertamente, no como redentora de nadie. Ay de quien pretenda ser redimido de nada por un político. Pero sí como avisadora cuando ello es necesario.

En la medida en que Gobierno y Oposición están unidos por una relación dialéctica, cuestionarse cuáles son los límites de la leal Oposición es tanto como plantearse cuáles son los límites de la acción del Gobierno, o así lo veo yo. Por otra parte, tomemos, por ahora, los términos “Gobierno” y “Oposición” en sentido amplio, es decir, es “Gobierno” el conjunto de instituciones y mecanismos que derivan de o se apoyan en la mayoría parlamentaria y es “Oposición” un conjunto similar, que da voz a los discrepantes y, por tanto, articula el contrapeso de la minoría.

Conviene, a mi juicio, con vistas a analizar cuál ha de ser el rol de la Oposición, distinguir entre lo que el Gobierno puede hacer, lo que debe hacer y lo que no puede (ni, por tanto, debe) hacer.

Comencemos por lo que el Gobierno puede hacer, que es evidente que es mucho. El Gobierno está no solo facultado, sino incluso obligado por los términos del programa electoral a acometer multitud de tareas y a desarrollar iniciativas casi infinitas. Está legitimado para ello y, por tanto, puede la Oposición cuestionar la oportunidad, conveniencia, calidad o acierto de las medidas en concreto, pero nunca tratarlas de ilegítimas. Tampoco puede la Oposición pretender que, por las pretendidas bondades del consenso y las ventajas supuestas a los acuerdos –que existen, pero esto es otro asunto- se termine produciendo una especie de “gobierno de concentración” de facto y, mucho menos, una auténtica inversión de roles. El que puede y debe gobernar es el Gobierno. Si la Oposición tiene iniciativas, hará bien en proponerlas, pero solo se traducirán en acción de gobierno en la medida en que el Gobierno las haga suyas.

El Gobierno –y entramos ya en el segundo asunto- consiste, pues, esencialmente, en un conjunto de posibilidades. Aquella alternativa política investida de la mayoría accede, de pleno derecho, a todo un haz de capacidades y, en suma, a la posibilidad de desarrollar un proyecto político. Pero ese estatus lleva consigo, también, cargas. La más notable de ellas, la más evidente, es la inderogable responsabilidad que compete al Gobierno de constituirse en albacea, en custodio del entramado institucional básico de la comunidad. El Gobierno, por el hecho de serlo, es el principal guardián del pacto del que, por otra parte, deriva su propia legitimidad. Por supuesto, la defensa del orden jurídico y político compete también a la Oposición –que, al igual que el Gobierno, sólo lo es en virtud de ese orden-, pero de manera proporcionada y, por tanto, secundaria.

El papel de la Oposición, aquí, no es el de criticar, sino el de exigir. El Gobierno custodia las leyes, y la Oposición vigila al Gobierno. La exigencia de que el Gobierno cumpla con sus deberes no tiene la misma naturaleza que la labor opositora de crítica de las iniciativas. Cuando la Oposición exige al Gobierno que cumpla con la ley, el Gobierno debe atender al requerimiento, porque, en realidad, proviene de la ley, de la que la Oposición se constituye en simple portavoz.

En última instancia, la Oposición está obligada a emplear los medios jurídicos de coacción que el ordenamiento ofrece para compeler al Gobierno a que cumpla o para anular los actos que no se ajusten a lo debido. Así, si el Partido Popular piensa que el estatuto de Cataluña resulta inconstitucional no es que pueda, es que debe recurrir al TC, al igual que debe exigir las responsabilidades a que haya lugar.

Y llegamos, finalmente, a lo que el Gobierno no puede hacer. Es verdad que los ingleses decían que “el Parlamento lo puede todo, excepto convertir a un hombre en mujer”. Amén de lo desfasado de la cita, es solo parcialmente cierta. Incluso en la vieja democracia británica, carente de límites formales, es un valor entendido que ese “todo” se encuentra restringido por una serie de fronteras invisibles. Esas fronteras no son sólo jurídicas o políticas, es que son lógicas.

Cuando el Gobierno hace ciertas cosas –como, por ejemplo, atacar las bases de su legitimidad mediante un cambio constitucional no permitido- no es ya que dañe al orden jurídico-político, sino que hace que se colapse. Ningún parlamento democrático del mundo, por ejemplo, puede decidir por mayoría la destrucción de la democracia misma –pongamos que aprobando una Constitución autocrática-, porque en ese momento, además de una barbaridad, se produce un absurdo profundo, incompatible con la lógica del sistema que, en ese mismo momento, ha dejado de ser legítimo.

Algunos de esos límites son expresos, otros son inmanentes. El mandato electoral, por ejemplo, tiene ciertos límites implícitos, quizá no escritos. Un Gobierno no puede, sin más, acometer una reforma constitucional en profundidad que no hubiera anunciado previamente a los electores. Es verdad que el programa electoral no tiene, al menos en España, valor contractual o cosa por el estilo, y que los programas tienen un valor orientativo. Pero no es menos cierto que, para no condenar al elector a una especie de ruleta rusa, es necesario que el mandato se conduzca por cauces mínimamente racionales. No es lícito que el elector, mudo ya para los próximos cuatro años, se encuentre con que el resultado de su elección nada tiene que ver con lo que esperaba.

A mi juicio, esta limitación no es salvable mediante un pacto con la Oposición. Si mañana PP y PSOE decidieran que quieren redactar una nueva Constitución, lo procedente sería que recabaran el mandato de sus electores en consecuencia.

En fin, cuando el Gobierno pasa estos límites –que, ciertamente, son discutibles y lábiles- la Oposición tiene que reforzar, dentro de los posible, todos sus mecanismos de crítica. Y, entonces, sí le es posible denunciar la ilegitimidad del proceso. Puede acusar al Gobierno no sólo de errar, sino de excederse en su mandato.

En mi opinión, el Gobierno de España está, a día de hoy, saltándose las dos últimas restricciones. Está faltando a sus deberes y está haciendo cosas que no puede, válidamente, hacer. El Gobierno carece, a mi juicio, de autoridad para jugar con el marco jurídico-institucional como lo está haciendo. Si su intención era acometer una reforma profunda de nuestro marco de convivencia, así debió haberlo anunciado en su día.

Una alteración profunda de esos límites, cuando, además, se realiza por medios jurídicamente inapropiados (mutaciones constitucionales a través de un estatuto, por ejemplo), participa de la doble naturaleza de acto sin mandato y, además, acto indebido.

La Oposición, por tanto, debe estar plenamente alerta, y está legitimada –siempre bajo su responsabilidad- para la mayor dureza en la crítica. Debe, además, emplear todos los medios que el ordenamiento le concede, para suplir al Gobierno en su dejadez y, llegado el caso, para exigirle las responsabilidades oportunas.

Otro día seguiremos.

lunes, enero 16, 2006

RESUCITEMOS LA RAZÓN

Jesús Cacho, en El Confidencial, buscando en el baúl de los recuerdos, ha encontrado esta perla de la que es autor, al parecer, el actual inquilino de la Moncloa:

“Ideología significa idea lógica y en política no hay ideas lógicas, hay ideas sujetas a debate que se aceptan en un proceso deliberativo, pero nunca por la evidencia de una deducción lógica (...) Si en política no sirve la lógica, es decir, si en el dominio de la organización de la convivencia no resultan válidos ni el método inductivo ni el método deductivo, sino tan sólo la discusión sobre diferentes opciones sin hilo conductor alguno que oriente las premisas y los objetivos, entonces todo es posible y aceptable, dado que carecemos de principios, de valores y de argumentos racionales que nos guíen en la resolución de los problemas".

Lean, si les apetece, el artículo entero.

Por lo que se ve, la frase figura en el prólogo a un libro escrito por el actual ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla. Las frases están sacadas de contexto y, además, extractadas a voluntad del periodista –por lo que no se puede llevar demasiado lejos las conclusiones, máxime cuando intuyo que la omisión cambia, y mucho, el sentido-, pero no cabe duda de que son, quizá, inconscientemente descriptivas. No me interesa glosarlas con exactitud, sino, meramente, centrarme en la música. Es posible que las palabras sean inexactas, pero el tono es familiar.

Pidan a alguien que les lea el texto en voz alta y, con los ojos cerrados, percibirán claros ecos zapateriles, se lo aseguro (basta encontrar el frío condicional "si en politica...", una hipótesis o un desiderátum formulado como supuesto). Podría ser marca de la casa la incultura supina que denota la primera oración: “ideología significa idea lógica”. No sé qué demonios tendrá que ver la ideología con la lógica. Recuerda a aquello de que todo fusil se compone de dos piezas (“fu” y “sil”).

El texto atribuido al Presidente toca una idea que, sin duda, a juzgar por su ejecutoria, ha de serle muy cara: la muerte de la racionalidad en política. No sé por qué ni a santo de qué decía lo que decía, pero, ¡ay!, ese "si en política..."

En algún otro lugar he dicho que los principios del liberalismo clásico están hoy de plena actualidad. Cada día estoy más convencido de ello. Algunas de las ideas-fuerza que dieron vida a la democracia liberal, precisamente las más antiguas, son de urgente recuperación. Me refiero, sí, a la resucitación de ese Montesquieu prematuramente asesinado, a la recuperación de la noción tradicional de ciudadanía, a la vuelta de una ética de derechos y deberes... y a la recuperación del proceso político como expresión de una cierta razón.

Y si todas estas cosas son de actualidad es, precisamente, porque hay mucha gente que las ha dado por superadas. Hay, de hecho, mucho teórico que gusta de hablar de “superación” de la democracia tradicional, se conoce que porque da cierto pudor referirse directamente a su muerte. Pero es que es eso lo que se trasluce en párrafos como el que transcribí al principio. Obsérvese que las frases quieren conducirnos a una convicción, que no es otra que la de la invalidez de los métodos tradicionales de formación de opinión. Como quiera que el mundo es incomprensible, como quiera que la realidad política, de puro compleja, es casi inaprehensible, parece oportuno abandonar el corsé de una razón que no hace sino dejarnos en la estacada y sustituirla por una especie de dinámica caótica, de palos de ciego, de andar a tientas.

Los consensos son lábiles y no vinculan, en realidad. Son siempre revisables. Puesto que no hay razón, no hay ningún motivo real para preferir un estado de cosas determinado a otro. En efecto, todo es posible y aceptable. Mejor aún, cabría decir que todo lo que es posible, por ese solo hecho, es aceptable.

Es evidente que esta forma de ver las cosas tiene un cierto atractivo. En realidad, esta forma de ver las cosas es lo que subyace en el gran elemento de marketing de la izquierda en los últimos años. La izquierda ya no promete servicios sociales, mejoras para los pobres, solidaridad... promete ausencia de conflictos, ausencia de frustraciones. Promete “paz perpetua”, promete “talante”. El conflicto, la frustración, surgen de contrastar las propias aspiraciones con una realidad dada. Si la realidad no tiene por qué ser de ningún modo predeterminado, desaparece la constricción principal.

Todos podemos ser felices, salvo por el pequeño detalle de que puede que dos realidades apetecidas dadas sean mutuamente incompatibles. ¿Qué ocurre cuando dos mundos soñados no pueden coexistir? Para esto, el talante no tiene respuesta. No, en realidad, sí la tiene. Incapaz de convenir en una realidad única para todos, opta por favorecer al fuerte. La política tiene sus medios de resolución de conflictos, la naturaleza tiene los suyos. Y el de la naturaleza es subsidiario, funciona tan pronto como desaparecen los demás. “Naturaleza” es lo que queda cuando se evapora la cultura, en su sentido más amplio, “naturaleza” es, empleando las palabras del autor, la invalidez del método inductivo y del deductivo, sustituidos por la intuición, las emociones... atractivo pero antihumano, si tenemos en cuenta que, hasta ahora, éramos el único animal al que le era dado ir más allá de sus instintos.

La frase del inicio –que perfectamente podría haber salido de la pluma del Presidente del Gobierno- es aterradora hasta extremos difíciles de exagerar. Es la negación de todo aquello en lo que muchos creemos, la negación de lo que nos hace sentir seguros. No me refiero, claro, a una patria, a un entorno institucional dado. Me refiero a algo mucho más profundo, que es la verdadera raíz de nuestra seguridad. Me refiero a la previsibilidad de las acciones de los demás que es característica de una sociedad racionalmente ordenada. Quizá muchos de los lectores no hayan reparado en ello pero... ¿imaginan cómo sería su vida si no fuese posible confiar en que, en el tráfico rodado, los demás van a comportarse de una manera determinada?... esa, y no otra, es la esencia misma del derecho y de los procesos políticos sometidos a la razón.

Una sociedad no regida por la arbitrariedad puede definirse, precisamente, porque en ella no todo es posible. El estado liberal de derecho se caracteriza porque sólo ciertas formas de realidad son posibles. Sólo son admisibles aquellos estados de cosas que resultan de ciertas operaciones, de ciertos comportamientos, previamente validados por el acuerdo básico que es el contrato social. Podrá decirse que esto es poco, porque las posibilidades válidas son virtualmente infinitas. Son, por ejemplo, infinitas las cosas que es posible hacer, dentro del orden establecido, para un Parlamento legislador. Sí, pero son tantas o más, las que no puede hacer y, por tanto, las que es lícito confiar en que no hará nunca.

Fíjense bien, y verán que, en suma, la inquietud que provoca Zapatero puede resumirse en esta sola idea: con él, nos embarga la sensación de que cualquier cosa es posible. Y que sea posible cualquier cosa significa que si llaman a tu puerta a las cuatro de la mañana... puede ser cualquiera.

domingo, enero 15, 2006

UN POCO DE POLÍTICA-FICCIÓN

Especulaciones de domingo.

Decía el otro día que el mejor escenario posible para el final del debate sobre el nuevo estatuto de Cataluña no es otro que el de su retirada. Si se aceptaban mis razones, podía concluirse que es una situación aceptable para todos los actores principales, a saber: los españoles en su conjunto, el PSOE el PP y CiU. Podía salir perjudicado el PSC y, como grandes perdedores, el amortizado Maragall y el Presidente del Gobierno.

Lo que hoy me gustaría exponer es la tesis de cómo, por el contrario, la aprobación nos aboca a un cambio constitucional de iure o de facto, a través de una mutación, y en todo caso a imprevisibles consecuencias. Quizá esto sirva para ilustrar por qué tiene sentido oponerse a la reforma sin prejuzgar muchas de las reivindicaciones catalanas. Y es que quizá mucha gente aún no ha terminado de plantearse el alcance de la cuestión.

Parto de la hipótesis de que el estatuto, además de malo –esto en cualquier caso- si es, será, con toda probabilidad, inconstitucional. Aunque la negociación no se está caracterizando por su transparencia y, por tanto, es difícil saber qué ha sido a estas alturas del desquiciado texto de partida, lo que se va filtrando ya da lugar, cuando menos, a dos flagrantes contradicciones con la Carta Magna: el deber de conocer el catalán y la posible salida de Cataluña del marco LOFCA o, lo que es lo mismo, el establecimiento de un sistema de financiación exclusivo. Amén del dichoso término “nación” quedarán también –aunque sólo sea porque habría que tener meticulosidad de relojero para evitarlo- flecos en la miríada de asuntos inaceptables que contenía el borrador.

A partir de aquí, pueden suceder varias cosas. La primera es que el PP se avenga –por preservar sus menguadas expectativas en Cataluña (aunque ello implique entrar en barrena en el conjunto de España, que con nuestra derecha nunca se sabe)- a convivir con el estatuto o, recurriéndolo, el TC no considere que viola la Constitución, igual que consideró, en su día, que una expropiación no afectaba al derecho de propiedad, o avaló el procedimiento de acceso a la autonomía de Andalucía, bien podría tragarse otro quebranto constitucional (no lo digo yo, lo dicen notables constitucionalistas), sobre todo si viene refrendada por las urnas. Al caso, la mutación se produciría. La segunda alternativa es que, recurrido el estatuto, el TC lo declare no conforme a la Constitución en aspectos relevantes, y nótese que los comentados lo son.

Vayamos, ahora, por partes.

En el primer caso, es decir, que un estatuto que encuentra tan poco acomodo en la letra y sobre todo, en el espíritu de la Constitución, adquiera patente, creo que no se requiere mucho esfuerzo para probar que se habría producido, de hecho, una mutación constitucional en España. El simple hecho de que una comunidad autónoma rompa la uniformidad de los esquemas de relación con el Estado ya lo es.

Pero es que, con toda probabilidad, y aunque sólo sea por efecto imitación, el estatuto de Cataluña será necesariamente seguido por toda una serie de modificaciones en sentido similar, llevando al Estado a un vaciamiento de competencias que, superpuesto a mecanismos no homogéneos de de financiación, puede dar al traste con todo el aparato jurídico-institucional español. Este es el dilema: o el estatuto de Cataluña se parece mucho al de Sau, o aboca al Estado a volverse insostenible.

En el medio plazo, esta situación de hecho conllevará cambios de derecho, ya que el absurdo de un texto constitucional que plantea un modelo unitario descentralizado, conviviendo con una realidad de hecho confederal no es viable.

Es evidente que los estrategas de los partidos rupturistas –ERC, PNV y adláteres- saben que la próxima ronda de cambios será la de la independencia –o estatus próximo a ella, con el estado español corriendo con ciertos gastos indeseables, como los de la defensa o las embajadas en países poco atractivos-, única salida posible para resolver pacíficamente la crisis que, por supuesto con plena intención y convicción, están induciendo en el modelo. A diez o quince años vista –y toda vez que sus nuevas normas orgánicas les van a permitir implantar en su territorio estados pseudopoliciales con capacidad de modelación de conciencias- será sencillamente imposible que triunfe ningún cambio que implique la reconstrucción de los vínculos de solidaridad entre los españoles. Este camino es plenamente unidireccional.

En resumen, creo que, salvo que el estatuto sea un fiasco total para los partidos catalanistas –en cuyo caso, lo probable es que lo retiren- la dinámica conduce, me temo, a la extinción, por disolución, del estado español como hoy lo conocemos. Es verdad que los españoles no desean, en su mayoría, este escenario pero –y aquí reside la gran habilidad de los nacionalistas- el proceso simplemente sucederá ante sus ojos, pero fuera por completo de su control. Como los grandes robos de guante blanco, se perpetrará no con nocturnidad y desconectando las alarmas, sino en el transcurso de una fiesta, a la vista de todos, y sin que nadie sea capaz de reaccionar. Los Rodríguez Zapatero de turno pueden lograr, por fin, desmontar el odioso país, y esta vez sin sangre lo que, si bien se mira, es de agradecer.

El segundo escenario que, recordemos, es una declaración de inconstitucionalidad de cierto alcance, no es halagüeño, ni mucho menos pero, como todos los cambios gobernados por el derecho, ofrece muchas más posibilidades de ataque y defensa a todas las partes y, por tanto, es más justo. Téngase presente que, en todo momento, estamos asumiendo que el estatuto habrá recibido un amplio respaldo en las urnas catalanas, cosa que no hay motivo para dudar porque todos los partidos pedirán el “sí”, salvo el PP y los inmigrantes, como siempre, no votarán.

Así pues, chocarán la razón jurídica contra la razón política, inapelable en democracia –quiero decir, no será de recibo, por supuesto, entrar a valorar si los catalanes saben o no lo que les conviene, sino tomar su decisión como dada-, y esto no tiene más solución que un debate constitucional.

Se dirá que es lo mismo que en el caso anterior. No. Hay importantes diferencias. La primera es que un debate abierta y claramente constituyente es la sede correcta para ubicar la discusión –nada mejor que elegir el procedimiento adecuado- y la segunda es que, de acaecer, ese debate tendría lugar dentro de dos años, y no dentro de diez o quince. Por supuesto, el debate sería enconado y de él no podría surgir una constitución idéntica a la actual, pero es mucho más honesto.

Los nacionalistas tendrían, claro, todo el derecho a plantear sus reivindicaciones –ahora, sí, en su integridad y sin constricciones- pero con importantes cargas procesales:

La primera es que el cuestionamiento debería afectar al pacto del 78 en su integridad, o así debería plantearlo el Partido Popular si pretendiera manejarlo inteligentemente. Eso afecta, sin duda, a todos los pilares del orden constitucional (monarquía parlamentaria, tipo de estado, reparto de competencias...), pero incluiría también disposiciones transitorias, régimen electoral... El paquete puede resultar favorable o no.

La segunda es que no sería posible ir haciendo tragar la medicina poco a poco. Sería el momento de que todos descubrieran sus cartas, so pena de perder su legitimidad. Todos correríamos riesgos, claro pero, insisto, todos.

No tengo ni la menor idea de qué surgiría de ese debate constituyente. Es posible que el mismo resultado que en el caso anterior, pero con la muy relevante diferencia de la plena legitimidad. Es posible que los españoles decidieran suicidarse como nación, pero entre el suicidio voluntario y el suicidio inducido media una gran distancia... lo segundo es, en realidad, un homicidio.

sábado, enero 14, 2006

TRISTEZA Y ASCO

El Gobierno de España parece absolutamente empeñado en dar la razón a quienes establecen comparaciones entre la situación presente y las horas postreras de nuestra desdichada República o los últimos alientos de la democracia chilena en su penúltima etapa. En todos los casos, un Gobierno legítimamente elegido, con la aquiescencia de parte de la población pero con la rotunda oposición de otra parte igual, si no más amplia, ataca las mismas bases de su legitimidad, poniendo los fundamentos mismos del orden constitucional en trance de suspensión.

Hay, no obstante, diferencias. Y una de ellas, importante, es que a su desprecio por el derecho, las huestes de Zapatero unen una repugnante cobardía. En efecto, el gobierno frentepopulista o el de Allende eran poco menos que golpistas civiles, gente con el declarado propósito de subvertir el orden legal, yendo mucho más allá de lo que podía entenderse como su mandato. Pero esos inmensos fraudes iban a ser perpetrados con luz y taquígrafos, sin que nadie se llamase a engaño. Diríase que, al menos tirios y troyanos, en esas épocas, eran honestos. Totalitarios, antidemócratas, sí, pero, ¿amorales?, no, eso no. Y mentirosos tampoco.

Si algo me ha revuelto especialmente las tripas entre todo lo visto y oído estos días es, sin duda, la lluvia de sofismas y razonamientos viciosos escupidos por los que no tienen valor para decir “nos estamos cargando el orden constitucional”. De la pretendida falta de juridicidad de los preámbulos de las normas –que los constitucionalistas de plantilla, esos que han abdicado de toda dignidad profesional, saben distinguir, perfectamente, de las exposiciones de motivos- a la supuesta dualidad de las asambleas que están prohibidas si se consideran como tales, pero son lícitas como suma de derechos individuales, pasando por la supuesta irrelevancia del deber jurídico de conocer el catalán (la irrelevancia de los deberes depende del tipo de estado del que estemos hablando, en un estado totalitario como el que está en trance de instaurarse en Cataluña, ningún deber es intrascendente). Mienten, y saben que mienten. Y, por eso, mientras el transgresor consciente, el que no se oculta, puede arrebatarnos de odio, indignarnos, activar, en suma, nuestra rebeldía moral... otros sólo pueden dar asco.

Una mezcla de tristeza y repugnancia, eso es lo que inspira el proceso que estamos viviendo. Repugnancia por las formas, por el insulto permanente a la inteligencia en que se han convertido las coartadas, por la avidez con la que tragan esa porquería los periodistas adictos. Tristeza por el fondo. La tristeza que produce el suicidio de una gran nación, que ha decidido, a ojos vista, abandonar la historia por la puerta de atrás. No deja de ser paradójico que algunos analistas sagaces denuncien que la desdichada Bolivia, al apostar con buena fe por Evo Morales, al transitar de nuevo por los caminos tantas veces hollados de las soluciones mágicas, rechaza, una vez más –Dios sabe si la última- el único camino recto, que no es otro que el del esfuerzo, la estabilidad institucional, las libertades públicas... y la paciencia para andar todo lo que los demás ya anduvieron antes. La paradoja está, claro, en que mutatis mutandi, algo parecido podría decirse de nuestra menesterosa España.

Rodríguez es el íncubo, el sueño de una nación incapaz de reconciliarse con sí misma. Ese ser imposible, esa anomalía evidente hasta para sus propios compañeros, este esperpento continuo en el que estamos instalados es hijo de muchas debilidades.

La primera es, sin duda, el miedo o la falta de confianza que atenaza a los españoles. Las bombas del 11M, además de llevarse por delante a 192 conciudadanos cuyas muertes dejaron de importar tres días más tarde, activaron ese poso. Esa sensación de que nuestra posición, entonces, no nos pertenecía. Y a la vista está que era cierto. La reacción del 14M fue la prueba evidente de que Aznar se equivocó. Erró no al evaluar las potencialidades de España, sino la determinación de los españoles para aprovecharlas.

Es hijo de la ignorancia y la imbecilidad, que campean por sus fueros en nuestro país, al amparo de una legislación educativa delirante, perpetrada aprovechando unas disposiciones constitucionales sobre competencias que sólo pueden calificarse de culpablemente ingenuas.

Es hijo de la desmesurada importancia que en la sociedad española viene teniendo una organización, el PSOE, que carece ya de todo freno moral, de todo referente ideológico y, en general, de cualquier capacidad real de asumir el rol capital que la historia y las circunstancias le han otorgado. Este partido, llamado a ser el gran vertebrador del país ante la abdicación de una derecha que parece haberse especializado en gobiernos de gestión –y que ha empezado a cambiar demasiado tarde- es ya, solo, una especie de sociedad de socorros mutuos, si no un inmenso patio de monipodio, cuya dirigencia es capaz de tolerar que un tipo al que muchos de ellos consideran idiota y la gran mayoría irresponsable lleve al desastre a la nación a la que dicen tener vocación de servir.

Hijo, en fin, de la preeminencia en cátedras, columnas y foros culturales, de una progresía abonada como ninguna otra en el mundo al pensamiento fofo, mentalmente bloqueada por una historia no superada e incapaz de soslayar el odio que, en el fondo, siente por sí misma. Al levantarse cada mañana, el progre español, digno heredero de toda una tradición intelectual masoquista, abjura del país en el que le ha tocado vivir. Así de triste. La intelectualidad, aún, es visceralmente antiespañola, hasta el punto de encontrar aceptable incluso al monstruo nacionalista.

Queda, finalmente, eso, el monstruo nacionalista. El último chivo expiatorio de nuestras desgracias. Podríamos llenar páginas y páginas recordando lo totalitarios que son, que el nacionalismo es una enfermedad... Trabajo vano, porque no es ese el problema. El problema es Rodríguez, y Rodríguez es hijo nuestro, no suyo.

Para ellos es un sueño, para nosotros una pesadilla.

jueves, enero 12, 2006

CINTURA Y SENSIBILIDAD

El Presidente del Gobierno dijo el otro día, en ese foro en el que estuvo tan parlanchín, y a propósito de la rigidez que, a su juicio, caracteriza a Rajoy y compañía, que, en democracia, no se puede hacer política sin tener “algo de cintura”.

Como la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, hay que darle la razón a quien la tiene, y parece evidente que, en este caso, el Presidente da en el clavo. Es verdad que el diálogo y el intento de conciliar puntos de vista aparentemente irreconciliables son consustanciales a la política democrática. Con independencia de que la democracia tenga, que las tiene, reglas perfectamente eficaces para dirimir conflictos, resulta de manual para el político democrático que, precisamente por el carácter esencialmente reversible de toda decisión adoptada en democracia –dado el principio de la alternancia- es muy conveniente que, en las cosas importantes, se busquen consensos y acuerdos.

Por otra parte, la “cintura” es fundamental de cara a la aglutinación de mayorías cuando éstas no vienen dadas por la aritmética, hecho que en un sistema como el nuestro sucede con relativa frecuencia. Y, en fin, el simple respeto por los demás y sus ideas, piedra angular del sistema ético de la democracia, parece exigir maneras distintas de las que caracterizan los sistemas autocráticos.

Dicho esto, cabe introducir algunos matices de cierta relevancia, que al ilustre paladín de la paz se le escapan.

El primero es que él mismo podría predicar algo más con el ejemplo. No tener cintura es grave, pero tener una cintura hemipléjica, que obligue al cuerpo a volverse sistemáticamente hacia el mismo lado, tampoco es el mejor de los mundos posibles. O, dicho de otro modo, dialogar únicamente con quien nos cae bien no es, precisamente, un esfuerzo digno de encomio. Lo meritorio, claro, es intentar entenderse con quien no nos gusta y de quien, por añadidura, discrepamos en casi todo. Hitler no era un tipo dialogante, pero hay evidencias de que mantenía largas charlas con Goebbels.

El segundo es que esto de la cintura y la flexibilidad se presta mucho a confusión. Es evidente que los españoles valoran mucho a los políticos “flexibles”, quizá porque, si por algo se ha caracterizado la política de nuestro país en el pasado es por una superabundancia de gente de principios “inamovibles” y hasta “eternos”. La democracia, sí, es el reino del diálogo y la flexibilidad.

Sin embargo, no todo es tan fácil, aunque sería sorprendente que Rodríguez Zapatero, que tiene una concepción de la democracia muy propia de un socialista convencido, se hubiera dado cuenta. Porque la “flexibilidad democrática”, o se enmarca en un escrupuloso respeto a los límites de un estado de derecho o convierte la democracia en el más indeseable de los regímenes, la demagogia, que es un sistema especialmente repugnante por cuanto se funda en la perversión de los mejores valores.

El político democrático está mucho más constreñido de lo que parece por límites que no resultan tan obvios. Me refiero a la interdicción de la arbitrariedad. El juego de lo admisible está predeterminado, y muy predeterminado... por la ley. Es evidente que Zapatero está intentando construir un cielo en la Tierra para monseñor Uriarte y otra gente por el estilo. Un lugar donde los límites del derecho sean lábiles, difusos, pastosos, “flexibles”. Eso no es flexibilidad, sino la destrucción de la democracia misma.

He dicho muchas veces que es característica de los socialistas una concepción instrumental del estado de derecho. Para ellos, el marco forma parte del cuadro. No distinguen entre el proceso y su objeto, por la sencilla razón de que no creen, realmente, en las libertades, ni les importan. El estado de derecho es una herramienta más de la ingeniería social. Con todo, siempre hay grados. ZP parece presentar el grado más extremo visto por estos pagos hasta la fecha.

Cuando todo es negociable, cuando todo puede ser objeto de discusión, cuando el marco también forma parte del cuadro, ha muerto toda posibilidad de diálogo real. Porque esa supuesta “flexibilidad” nos devuelve a una especie de estado de naturaleza, en el que nuestras posibilidades de éxito dependerán, estrictamente, de nuestras fuerzas. Es falso que el Presidente sea dialogante, porque es evidente que sólo dialoga con quien le obliga a dialogar. Eso no es diálogo, sino imposición.

Se supone que las reglas del estado de derecho se inventaron para que fuera posible atender a razones, cualquiera que fuese la fuerza que las amparara. El “talante” y la “cintura” subvierten esas reglas para que el que tiene peso se las pueda saltar. Todo le está permitido al que tiene algo que poner encima de la mesa, sean votos, dinero, medios de comunicación o pistolas, pero la reivindicación del que sólo tiene la ley puede esperar. Menuda novedad. Hay que ser muy retorcido o ver Cuatro más de veinte horas al día para pensar que eso es un avance democrático, me temo.

miércoles, enero 11, 2006

LO MEJOR, LA RETIRADA

Si fuera verdad que, como dicen Ibarra y compañía, el estatuto no hablará de nación, no tendrá agencia tributaria y respetará el interés general, y toda vez que, según asevera Leguina, es imposible que el estatuto elaborado por el Parlamento de Cataluña se ahorme a esos patrones sin desnaturalizarse por completo, me imagino que Artur Mas ya debe estar dándole vueltas a la idea de retirarlo. Es, sin duda, la mejor opción. Sería un broche de oro a una operación que ya le ha dado unos inmensos réditos. Un aspaventoso, cariacontecido comunicado público diciendo que ha sido imposible, que todos han mentido, que todos son traidores. Automáticamente, la tensión que aqueja al país –yo me refiero a España, pero lo dicho vale también para Cataluña aisladamente considerada- bajaría, y bajaría mucho.

Es la mejor solución para casi todo el mundo, créanme.

Es, ya digo, la mejor alternativa para una CiU que no podría capitalizar ella sola el éxito –algo han puesto los otros- pero puede zafarse, y muy bien, de las responsabilidades del fracaso. Hay victimismo para años, y tiempo por delante para hacer otro estatuto, este con sentido común. A partir de ahí, sólo hay que concentrarse en las elecciones catalanas, que pintan muy bien.

Es también la mejor para una sociedad y un empresariado catalanes que no aguantan mucha más tensión. Una vuelta al oasis en el que los políticos se dedicaban a cosas de menor trascendencia práctica, como el cerco al castellanohablante (nótese que nuestro ínclito Presidente ha dicho que “la situación lingüística se queda como está”, y todo el mundo lo valora positivamente... o sea que no piensa hacer nada por mejorarla, y es que no hay como amenazar con el diluvio para que al personal le parezca que el agua hasta las rodillas son simples humedades).

Es una buena, una muy buena solución para el PSOE, que podría reconciliarse con sus bases y su electorado. La evidencia de que, contra lo que decían la derecha y sus falanges mediáticas, ellos sí saben plantarse. Los socialistas con convicciones verían con gusto alejarse esa bomba de relojería que alguien trajo al Congreso de una tarde aciaga, y los que no las tienen se convencerían con cálculos electorales. Paz en el Partido y media legislatura por delante.

Es una excelente solución para el Partido Popular, que vería triunfar, siquiera parcialmente, sus tesis. Ya que nadie cuestiona su compromiso con España, su problema está, más bien, en Cataluña. A ellos también les conviene que se deje de hablar de esto cuanto antes. Una retirada a tiempo les ahorraría trances desagradables como el de un nuevo debate en el Congreso en formato “19 contra 1” o tener que presentar los oportunos recursos de inconstitucionalidad.

Y va de suyo que es la mejor de las alternativas posibles para los españoles en su conjunto. Nada puede tener un efecto más balsámico que ver ese engendro vuelto a los chiqueros. Incluso puede que la desaparición de ese impertinente trágala, y la muestra de cierto buen sentido que supondría retirarlo hicieran mucho por las legítimas reivindicaciones de Cataluña y porque fueran mejor comprendidas en el resto de España.

Además, es fácil. Amén de que ya se ha insinuado por unos y otros, bastará que El País publique un par de editoriales mostrando a su parroquia que es lo más conveniente y los minaretes de la SER, en la oración matinal, alaben la sabiduría y el talento político de los partícipes en la cosa.

He dicho fácil. Pero no sin costes. La posición personal de Pasqual Maragall se tornaría muy difícilmente sostenible. Y tampoco puede decirse que el PSC pudiera quedar en situación cómoda; es probable que las elecciones catalanas se complicaran, pero no mucho más de lo que lo están ya, si hemos de creer a las diferentes encuestas. Por otra parte, ¿alguien tiene hoy la certeza de que el Presidente de la Generalitat vaya a ser sustitutito como candidato en cualquier caso? Los costes, pues, parecen asumibles.

El principal obstáculo para esta solución está donde reside la raíz de los problemas del país: en la Moncloa. Nadie duda ni de la firmeza de los interlocutores socialistas a la hora de trazar una raya infranqueable –aunque ello implique sacrificar a un Maragall al que más de uno perdería con gusto de vista- ni, desde luego, de que los políticos catalanes tengan cintura más que suficiente para volver a sus cuarteles de invierno si creen que esa alternativa va a resultarles más beneficiosa (por cierto que, cada vez que lo pienso, me admira más la habilidad política de Artur Mas y compañía, porque son los únicos que salen beneficiados cualquiera que sea el escenario).

No. Lo que se interpone entre los españoles y un poco de tranquilidad es un chico de León del que, según el dicho, no cabe esperar una mala palabra ni una buena acción. Él trajo el estatuto a Madrid por razones que sólo él conoce –y sobre las que no es lícito especular, porque eso es “crispar”, a no ser que especula se sea de la panda (entonces puedes decir, si te da la gana, que el estatuto lo quiere para reglárselo a ETA con un lacito)-, y de su desprecio por el derecho y la ignorancia, declarada, de los deberes de su cargo no cabe deducir la existencia de ningún tipo de barrera o límite.

Es de temer que haya decretado que tenga que haber estatuto “como sea”. Incluso aunque no lo quiera nadie. Con la retirada ganamos todos, menos él. Y ha querido la casualidad que él sea el que manda.

Mala suerte, conciudadanos.