DIVERGENCIAS HISPANOPORTUGUESAS
Una vez más, España y Portugal, en tantas cosas tan parecidos, se muestran disímiles. En efecto, mientras la vieja España, entregada a la grosería del nuevo rico y confiada a una prosperidad económica sustentada en las arenas movedizas de unos desequilibrios estructurales manifiestos, juega a la ruleta rusa con las nociones más básicas, el país hermano, enfrentado a una crisis persistente, al menos, puede atacarla desde la unidad.
Los contrastes no pueden ser más vivos.
Aquí, nuestros consensos más elementales saltan por los aires, arrollados por la irresponsabilidad y la prepotencia de quien, alcanzada su magistratura en las circunstancias más dolorosas, ha sido incapaz no ya de tender una mano, sino de dar la impresión de que atendía a las razones de quienes no piensan como él. Al mismo tiempo, quienes tienen autoridad moral y política, optan por hacer mutis por el foro o, todo lo más darse al simple cotilleo.
Allí, las dificultades han hecho que se lanzaran a la arena de la elección presidencial, entre otros candidatos, dos hombres que encarnan todo lo que de bueno y de malo es el Portugal contemporáneo. Ambos, Cavaco y Soares lo han sido casi todo - hay cierta ventaja en el currículo para Mário Soares, por cuestión de edad. Ganó Cavaco. Fue buen primer ministro y será, a buen seguro, un gran presidente de la República.
Es cierto, quizá, que la circunstancia de que estos dos próceres, que ya tenían su lugar en la historia lusa, hayan tenido que retrasar la jubilación puede ser entendida como un síntoma de incapacidad en una nueva generación de políticos. Puede que sea verdad, y seguramente es cierto que Portugal tampoco está exento de esta plaga que es la carencia de líderes de empaque que aqueja, en general, a Europa. Sirva como consuelo, entonces, que si los jóvenes no están disponibles o son incompetentes, los mayores están dispuestos a acudir si se les llama.
También se podrá decir, claro, que es poco lo que puede hacerse desde la Presidencia de la República. Es de sobra conocido que la Constitución Portuguesa optó por un Presidente con poderes limitados. La capacidad real de hacer y deshacer sigue en manos del Primer Ministro, José Sócrates. Pero las circunstancias son adversas y es precisamente en estos trances cuando el valor simbólico de la jefatura del estado adquiere trascendencia.
Portugal encara un panorama difícil. A diferencia de España es un país pequeño -lo que le resta interés como mercado-, y viene, incluso, de más abajo. Nuestro vecino pierde posiciones con respecto a la media comunitaria, y tiene problemas estructurales que ha de vencer. Pues bien, la labor del Presidente es, ante estos desafíos, recordar continuamente a los portugueses lo más básico, las razones por las que han de tener confianza en sí mismos. Porque son una de las más antiguas y más importantes naciones de Europa y del Mundo. Porque ser portugués es un motivo de orgullo. Porque tienen mucho que decir y que aportar.
Por supuesto, nada han de temer de la apertura al exterior, que es necesaria y, en particular, nada han de temer de su relación con España que, por muy estrecha que sea, jamás diluirá su fuerte identidad. En Portugal saben -y, si no, no tienen más que mirar lo que sucede al otro lado de la raya- que el mayor enemigo no es la pobreza, sino la imbecilidad, que roe las sociedades como la carcoma.
Paradojas de la vida. Mientras Zapatero se aplica a sembrar cuantas dudas pueda acerca de España como nación, recordándonos que, en el fondo, no somos más que un consorcio -posiblemente, incluso circunstancial ya que, como dice Rubalcaba, quién sabe dónde estaremos dentro de treinta años (desde luego, a él, le importa un carajo)- pero no una nación-nación, una nación fetén (como Cataluña, vamos), mientras este tipo deja apátridas a sus paisanos de León… Cavaco se aplica justo a lo contrario, a luchar para que los portugueses no olviden quiénes son y no se entreguen al desánimo.
Los portugueses deben mirar, y mucho, a España. No sea que, Tajo abajo, termine alcanzándoles la plaga de la estupidez.
Los contrastes no pueden ser más vivos.
Aquí, nuestros consensos más elementales saltan por los aires, arrollados por la irresponsabilidad y la prepotencia de quien, alcanzada su magistratura en las circunstancias más dolorosas, ha sido incapaz no ya de tender una mano, sino de dar la impresión de que atendía a las razones de quienes no piensan como él. Al mismo tiempo, quienes tienen autoridad moral y política, optan por hacer mutis por el foro o, todo lo más darse al simple cotilleo.
Allí, las dificultades han hecho que se lanzaran a la arena de la elección presidencial, entre otros candidatos, dos hombres que encarnan todo lo que de bueno y de malo es el Portugal contemporáneo. Ambos, Cavaco y Soares lo han sido casi todo - hay cierta ventaja en el currículo para Mário Soares, por cuestión de edad. Ganó Cavaco. Fue buen primer ministro y será, a buen seguro, un gran presidente de la República.
Es cierto, quizá, que la circunstancia de que estos dos próceres, que ya tenían su lugar en la historia lusa, hayan tenido que retrasar la jubilación puede ser entendida como un síntoma de incapacidad en una nueva generación de políticos. Puede que sea verdad, y seguramente es cierto que Portugal tampoco está exento de esta plaga que es la carencia de líderes de empaque que aqueja, en general, a Europa. Sirva como consuelo, entonces, que si los jóvenes no están disponibles o son incompetentes, los mayores están dispuestos a acudir si se les llama.
También se podrá decir, claro, que es poco lo que puede hacerse desde la Presidencia de la República. Es de sobra conocido que la Constitución Portuguesa optó por un Presidente con poderes limitados. La capacidad real de hacer y deshacer sigue en manos del Primer Ministro, José Sócrates. Pero las circunstancias son adversas y es precisamente en estos trances cuando el valor simbólico de la jefatura del estado adquiere trascendencia.
Portugal encara un panorama difícil. A diferencia de España es un país pequeño -lo que le resta interés como mercado-, y viene, incluso, de más abajo. Nuestro vecino pierde posiciones con respecto a la media comunitaria, y tiene problemas estructurales que ha de vencer. Pues bien, la labor del Presidente es, ante estos desafíos, recordar continuamente a los portugueses lo más básico, las razones por las que han de tener confianza en sí mismos. Porque son una de las más antiguas y más importantes naciones de Europa y del Mundo. Porque ser portugués es un motivo de orgullo. Porque tienen mucho que decir y que aportar.
Por supuesto, nada han de temer de la apertura al exterior, que es necesaria y, en particular, nada han de temer de su relación con España que, por muy estrecha que sea, jamás diluirá su fuerte identidad. En Portugal saben -y, si no, no tienen más que mirar lo que sucede al otro lado de la raya- que el mayor enemigo no es la pobreza, sino la imbecilidad, que roe las sociedades como la carcoma.
Paradojas de la vida. Mientras Zapatero se aplica a sembrar cuantas dudas pueda acerca de España como nación, recordándonos que, en el fondo, no somos más que un consorcio -posiblemente, incluso circunstancial ya que, como dice Rubalcaba, quién sabe dónde estaremos dentro de treinta años (desde luego, a él, le importa un carajo)- pero no una nación-nación, una nación fetén (como Cataluña, vamos), mientras este tipo deja apátridas a sus paisanos de León… Cavaco se aplica justo a lo contrario, a luchar para que los portugueses no olviden quiénes son y no se entreguen al desánimo.
Los portugueses deben mirar, y mucho, a España. No sea que, Tajo abajo, termine alcanzándoles la plaga de la estupidez.
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