UN POCO DE POLÍTICA-FICCIÓN
Especulaciones de domingo.
Decía el otro día que el mejor escenario posible para el final del debate sobre el nuevo estatuto de Cataluña no es otro que el de su retirada. Si se aceptaban mis razones, podía concluirse que es una situación aceptable para todos los actores principales, a saber: los españoles en su conjunto, el PSOE el PP y CiU. Podía salir perjudicado el PSC y, como grandes perdedores, el amortizado Maragall y el Presidente del Gobierno.
Lo que hoy me gustaría exponer es la tesis de cómo, por el contrario, la aprobación nos aboca a un cambio constitucional de iure o de facto, a través de una mutación, y en todo caso a imprevisibles consecuencias. Quizá esto sirva para ilustrar por qué tiene sentido oponerse a la reforma sin prejuzgar muchas de las reivindicaciones catalanas. Y es que quizá mucha gente aún no ha terminado de plantearse el alcance de la cuestión.
Parto de la hipótesis de que el estatuto, además de malo –esto en cualquier caso- si es, será, con toda probabilidad, inconstitucional. Aunque la negociación no se está caracterizando por su transparencia y, por tanto, es difícil saber qué ha sido a estas alturas del desquiciado texto de partida, lo que se va filtrando ya da lugar, cuando menos, a dos flagrantes contradicciones con la Carta Magna: el deber de conocer el catalán y la posible salida de Cataluña del marco LOFCA o, lo que es lo mismo, el establecimiento de un sistema de financiación exclusivo. Amén del dichoso término “nación” quedarán también –aunque sólo sea porque habría que tener meticulosidad de relojero para evitarlo- flecos en la miríada de asuntos inaceptables que contenía el borrador.
A partir de aquí, pueden suceder varias cosas. La primera es que el PP se avenga –por preservar sus menguadas expectativas en Cataluña (aunque ello implique entrar en barrena en el conjunto de España, que con nuestra derecha nunca se sabe)- a convivir con el estatuto o, recurriéndolo, el TC no considere que viola la Constitución, igual que consideró, en su día, que una expropiación no afectaba al derecho de propiedad, o avaló el procedimiento de acceso a la autonomía de Andalucía, bien podría tragarse otro quebranto constitucional (no lo digo yo, lo dicen notables constitucionalistas), sobre todo si viene refrendada por las urnas. Al caso, la mutación se produciría. La segunda alternativa es que, recurrido el estatuto, el TC lo declare no conforme a la Constitución en aspectos relevantes, y nótese que los comentados lo son.
Vayamos, ahora, por partes.
En el primer caso, es decir, que un estatuto que encuentra tan poco acomodo en la letra y sobre todo, en el espíritu de la Constitución, adquiera patente, creo que no se requiere mucho esfuerzo para probar que se habría producido, de hecho, una mutación constitucional en España. El simple hecho de que una comunidad autónoma rompa la uniformidad de los esquemas de relación con el Estado ya lo es.
Pero es que, con toda probabilidad, y aunque sólo sea por efecto imitación, el estatuto de Cataluña será necesariamente seguido por toda una serie de modificaciones en sentido similar, llevando al Estado a un vaciamiento de competencias que, superpuesto a mecanismos no homogéneos de de financiación, puede dar al traste con todo el aparato jurídico-institucional español. Este es el dilema: o el estatuto de Cataluña se parece mucho al de Sau, o aboca al Estado a volverse insostenible.
En el medio plazo, esta situación de hecho conllevará cambios de derecho, ya que el absurdo de un texto constitucional que plantea un modelo unitario descentralizado, conviviendo con una realidad de hecho confederal no es viable.
Es evidente que los estrategas de los partidos rupturistas –ERC, PNV y adláteres- saben que la próxima ronda de cambios será la de la independencia –o estatus próximo a ella, con el estado español corriendo con ciertos gastos indeseables, como los de la defensa o las embajadas en países poco atractivos-, única salida posible para resolver pacíficamente la crisis que, por supuesto con plena intención y convicción, están induciendo en el modelo. A diez o quince años vista –y toda vez que sus nuevas normas orgánicas les van a permitir implantar en su territorio estados pseudopoliciales con capacidad de modelación de conciencias- será sencillamente imposible que triunfe ningún cambio que implique la reconstrucción de los vínculos de solidaridad entre los españoles. Este camino es plenamente unidireccional.
En resumen, creo que, salvo que el estatuto sea un fiasco total para los partidos catalanistas –en cuyo caso, lo probable es que lo retiren- la dinámica conduce, me temo, a la extinción, por disolución, del estado español como hoy lo conocemos. Es verdad que los españoles no desean, en su mayoría, este escenario pero –y aquí reside la gran habilidad de los nacionalistas- el proceso simplemente sucederá ante sus ojos, pero fuera por completo de su control. Como los grandes robos de guante blanco, se perpetrará no con nocturnidad y desconectando las alarmas, sino en el transcurso de una fiesta, a la vista de todos, y sin que nadie sea capaz de reaccionar. Los Rodríguez Zapatero de turno pueden lograr, por fin, desmontar el odioso país, y esta vez sin sangre lo que, si bien se mira, es de agradecer.
El segundo escenario que, recordemos, es una declaración de inconstitucionalidad de cierto alcance, no es halagüeño, ni mucho menos pero, como todos los cambios gobernados por el derecho, ofrece muchas más posibilidades de ataque y defensa a todas las partes y, por tanto, es más justo. Téngase presente que, en todo momento, estamos asumiendo que el estatuto habrá recibido un amplio respaldo en las urnas catalanas, cosa que no hay motivo para dudar porque todos los partidos pedirán el “sí”, salvo el PP y los inmigrantes, como siempre, no votarán.
Así pues, chocarán la razón jurídica contra la razón política, inapelable en democracia –quiero decir, no será de recibo, por supuesto, entrar a valorar si los catalanes saben o no lo que les conviene, sino tomar su decisión como dada-, y esto no tiene más solución que un debate constitucional.
Se dirá que es lo mismo que en el caso anterior. No. Hay importantes diferencias. La primera es que un debate abierta y claramente constituyente es la sede correcta para ubicar la discusión –nada mejor que elegir el procedimiento adecuado- y la segunda es que, de acaecer, ese debate tendría lugar dentro de dos años, y no dentro de diez o quince. Por supuesto, el debate sería enconado y de él no podría surgir una constitución idéntica a la actual, pero es mucho más honesto.
Los nacionalistas tendrían, claro, todo el derecho a plantear sus reivindicaciones –ahora, sí, en su integridad y sin constricciones- pero con importantes cargas procesales:
La primera es que el cuestionamiento debería afectar al pacto del 78 en su integridad, o así debería plantearlo el Partido Popular si pretendiera manejarlo inteligentemente. Eso afecta, sin duda, a todos los pilares del orden constitucional (monarquía parlamentaria, tipo de estado, reparto de competencias...), pero incluiría también disposiciones transitorias, régimen electoral... El paquete puede resultar favorable o no.
La segunda es que no sería posible ir haciendo tragar la medicina poco a poco. Sería el momento de que todos descubrieran sus cartas, so pena de perder su legitimidad. Todos correríamos riesgos, claro pero, insisto, todos.
No tengo ni la menor idea de qué surgiría de ese debate constituyente. Es posible que el mismo resultado que en el caso anterior, pero con la muy relevante diferencia de la plena legitimidad. Es posible que los españoles decidieran suicidarse como nación, pero entre el suicidio voluntario y el suicidio inducido media una gran distancia... lo segundo es, en realidad, un homicidio.
Decía el otro día que el mejor escenario posible para el final del debate sobre el nuevo estatuto de Cataluña no es otro que el de su retirada. Si se aceptaban mis razones, podía concluirse que es una situación aceptable para todos los actores principales, a saber: los españoles en su conjunto, el PSOE el PP y CiU. Podía salir perjudicado el PSC y, como grandes perdedores, el amortizado Maragall y el Presidente del Gobierno.
Lo que hoy me gustaría exponer es la tesis de cómo, por el contrario, la aprobación nos aboca a un cambio constitucional de iure o de facto, a través de una mutación, y en todo caso a imprevisibles consecuencias. Quizá esto sirva para ilustrar por qué tiene sentido oponerse a la reforma sin prejuzgar muchas de las reivindicaciones catalanas. Y es que quizá mucha gente aún no ha terminado de plantearse el alcance de la cuestión.
Parto de la hipótesis de que el estatuto, además de malo –esto en cualquier caso- si es, será, con toda probabilidad, inconstitucional. Aunque la negociación no se está caracterizando por su transparencia y, por tanto, es difícil saber qué ha sido a estas alturas del desquiciado texto de partida, lo que se va filtrando ya da lugar, cuando menos, a dos flagrantes contradicciones con la Carta Magna: el deber de conocer el catalán y la posible salida de Cataluña del marco LOFCA o, lo que es lo mismo, el establecimiento de un sistema de financiación exclusivo. Amén del dichoso término “nación” quedarán también –aunque sólo sea porque habría que tener meticulosidad de relojero para evitarlo- flecos en la miríada de asuntos inaceptables que contenía el borrador.
A partir de aquí, pueden suceder varias cosas. La primera es que el PP se avenga –por preservar sus menguadas expectativas en Cataluña (aunque ello implique entrar en barrena en el conjunto de España, que con nuestra derecha nunca se sabe)- a convivir con el estatuto o, recurriéndolo, el TC no considere que viola la Constitución, igual que consideró, en su día, que una expropiación no afectaba al derecho de propiedad, o avaló el procedimiento de acceso a la autonomía de Andalucía, bien podría tragarse otro quebranto constitucional (no lo digo yo, lo dicen notables constitucionalistas), sobre todo si viene refrendada por las urnas. Al caso, la mutación se produciría. La segunda alternativa es que, recurrido el estatuto, el TC lo declare no conforme a la Constitución en aspectos relevantes, y nótese que los comentados lo son.
Vayamos, ahora, por partes.
En el primer caso, es decir, que un estatuto que encuentra tan poco acomodo en la letra y sobre todo, en el espíritu de la Constitución, adquiera patente, creo que no se requiere mucho esfuerzo para probar que se habría producido, de hecho, una mutación constitucional en España. El simple hecho de que una comunidad autónoma rompa la uniformidad de los esquemas de relación con el Estado ya lo es.
Pero es que, con toda probabilidad, y aunque sólo sea por efecto imitación, el estatuto de Cataluña será necesariamente seguido por toda una serie de modificaciones en sentido similar, llevando al Estado a un vaciamiento de competencias que, superpuesto a mecanismos no homogéneos de de financiación, puede dar al traste con todo el aparato jurídico-institucional español. Este es el dilema: o el estatuto de Cataluña se parece mucho al de Sau, o aboca al Estado a volverse insostenible.
En el medio plazo, esta situación de hecho conllevará cambios de derecho, ya que el absurdo de un texto constitucional que plantea un modelo unitario descentralizado, conviviendo con una realidad de hecho confederal no es viable.
Es evidente que los estrategas de los partidos rupturistas –ERC, PNV y adláteres- saben que la próxima ronda de cambios será la de la independencia –o estatus próximo a ella, con el estado español corriendo con ciertos gastos indeseables, como los de la defensa o las embajadas en países poco atractivos-, única salida posible para resolver pacíficamente la crisis que, por supuesto con plena intención y convicción, están induciendo en el modelo. A diez o quince años vista –y toda vez que sus nuevas normas orgánicas les van a permitir implantar en su territorio estados pseudopoliciales con capacidad de modelación de conciencias- será sencillamente imposible que triunfe ningún cambio que implique la reconstrucción de los vínculos de solidaridad entre los españoles. Este camino es plenamente unidireccional.
En resumen, creo que, salvo que el estatuto sea un fiasco total para los partidos catalanistas –en cuyo caso, lo probable es que lo retiren- la dinámica conduce, me temo, a la extinción, por disolución, del estado español como hoy lo conocemos. Es verdad que los españoles no desean, en su mayoría, este escenario pero –y aquí reside la gran habilidad de los nacionalistas- el proceso simplemente sucederá ante sus ojos, pero fuera por completo de su control. Como los grandes robos de guante blanco, se perpetrará no con nocturnidad y desconectando las alarmas, sino en el transcurso de una fiesta, a la vista de todos, y sin que nadie sea capaz de reaccionar. Los Rodríguez Zapatero de turno pueden lograr, por fin, desmontar el odioso país, y esta vez sin sangre lo que, si bien se mira, es de agradecer.
El segundo escenario que, recordemos, es una declaración de inconstitucionalidad de cierto alcance, no es halagüeño, ni mucho menos pero, como todos los cambios gobernados por el derecho, ofrece muchas más posibilidades de ataque y defensa a todas las partes y, por tanto, es más justo. Téngase presente que, en todo momento, estamos asumiendo que el estatuto habrá recibido un amplio respaldo en las urnas catalanas, cosa que no hay motivo para dudar porque todos los partidos pedirán el “sí”, salvo el PP y los inmigrantes, como siempre, no votarán.
Así pues, chocarán la razón jurídica contra la razón política, inapelable en democracia –quiero decir, no será de recibo, por supuesto, entrar a valorar si los catalanes saben o no lo que les conviene, sino tomar su decisión como dada-, y esto no tiene más solución que un debate constitucional.
Se dirá que es lo mismo que en el caso anterior. No. Hay importantes diferencias. La primera es que un debate abierta y claramente constituyente es la sede correcta para ubicar la discusión –nada mejor que elegir el procedimiento adecuado- y la segunda es que, de acaecer, ese debate tendría lugar dentro de dos años, y no dentro de diez o quince. Por supuesto, el debate sería enconado y de él no podría surgir una constitución idéntica a la actual, pero es mucho más honesto.
Los nacionalistas tendrían, claro, todo el derecho a plantear sus reivindicaciones –ahora, sí, en su integridad y sin constricciones- pero con importantes cargas procesales:
La primera es que el cuestionamiento debería afectar al pacto del 78 en su integridad, o así debería plantearlo el Partido Popular si pretendiera manejarlo inteligentemente. Eso afecta, sin duda, a todos los pilares del orden constitucional (monarquía parlamentaria, tipo de estado, reparto de competencias...), pero incluiría también disposiciones transitorias, régimen electoral... El paquete puede resultar favorable o no.
La segunda es que no sería posible ir haciendo tragar la medicina poco a poco. Sería el momento de que todos descubrieran sus cartas, so pena de perder su legitimidad. Todos correríamos riesgos, claro pero, insisto, todos.
No tengo ni la menor idea de qué surgiría de ese debate constituyente. Es posible que el mismo resultado que en el caso anterior, pero con la muy relevante diferencia de la plena legitimidad. Es posible que los españoles decidieran suicidarse como nación, pero entre el suicidio voluntario y el suicidio inducido media una gran distancia... lo segundo es, en realidad, un homicidio.
2 Comments:
No, es que en el otro escenario que planteas, el de la voladura de facto de la nación y la Constitución, estaríamos ante un gobierno que habría perdido por completo cualquier legitimidad democrática. Ante una tiranía, vamos. Con todas sus letras y consecuencias, desde el derecho a la insumisión fiscal hasta la posibilidad de encausar al presidente del gobierno por alta traición.
Por otra parte, creo que el PP debería rechazar de plano y sin ambigüedades ni reservas el estatuto catalán. Primero, por principios, porque no es cuestión de un retoquito por aquí y otro por allá sino de que la totalidad del texto está basada en algo tan frontalmente inconstitucional como una supuesta soberanía catalana diferente de la española. Y, segundo, por interés electoral. Si los peperos no se dan cuenta de que su supervivencia como partido en Cataluña pasa justamente por volver a la línea Vidal-Quadras (para que su electorado deje de abstenerse o no se vaya al partido de Boadella), es que no se enteran de nada.
Además, deberían darse cuenta de que, o consiguen parar esto a tiempo –y mi tesis es que eso sólo es posible con una moción de censura ya, que incluya una reforma de la ley electoral- o va a ser un milagro que alguna vez vuelvan a poder gobernar en Expaña.
By Anónimo, at 6:08 p. m.
Buenas,
Posiblemente el daño esté hecho desde el momento en que se configuararon las mayorías y minorías en las pasadas elecciones catalanas y estatales. Desde ese momento, y hasta las siguientes elecciones la oposición es exactamente eso, oposición. El gobierno (este, y anteriores) gobierna, y la oposición, oposita (verbi gratia, critica, mete ruido, despierta conciencias enervadas, y aparentemente intenta acordar, proponer y negociar). El papel de la oposición podría ser perfectamente objeto de discusión en este blog (ahí queda eso, Fernando), pero en mi humilde opinión, no deberíamos esperar que redima al pueblo de aquello que no le gusta.
Creo que en el análisis no se asumen dos elementos que para mi son básicos, y que intentaré explicar en dos párrafos.
El primero es que el problema existe. La propuesta de estatut no es una desgracia derivada de un cúmulo de despropósitos. La propuesta pone de manifiesto lo que ya se puso anteriormente (con el breve trámite parlamentario del "plan Ibarretxe", por ejemplo): Determinadas regiones de España demandan un cambio en su relación con el Estado. Lo cual lleva implícito, necesariamente, un cambio constitucional. Y ahora pregunto. ¿Hay alguna forma de promover estas reformas distinta de la utilizada?. ¿Es sensato ignorar estas demandas?. Si imperara el sentido común y se rechaza el estatuto, ¿en qué situación, y con qué perspectivas se encontrarán los partidos catalanes que lo promueven?. Esta reflexión lastran, al menos para mi, las posturas de cornetola, fííírmés y aquí no se mueve nadie. Con eso se consigue nada más (bueno, y nada menos) un aplazamiento del problema y de rebote, radicalizar a las partes.
Segundo. El bien que se protege - la unidad de España y la estabilidad institucional - son claramente dignos de defensa. Pero, ¿a qué coste?. En otras palabras ¿merece la pena?. Quizá, como la amantis religiosa, deberíamos empezar a pensar si queremos compartir cama con ciertos socios, o preferimos estar solos y disfrutar de los placeres (innegables) de estar a gustito con uno mismo.
En fin. Son dos ideas, nomás. Un abrazo a todos, y encantado de poder participar en este foro. Edmundo.
By Anónimo, at 10:28 a. m.
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