CUANDO LOS POLÍTICOS PONEN DEBERES
Veamos. Voy a hacer una advertencia previa, aunque sé que no servirá de nada. Creo firmemente que los estados, igual que no tienen religión oficial, no deberían tener lengua oficial. En consecuencia, no debería existir el deber de conocer ninguna en particular. Otra cosa es que las administraciones públicas puedan tener una, o varias, lenguas de trabajo y tengan, ellas sí, el deber de facilitar la vida a los ciudadanos, dentro de lo razonable. En el estado de California, uno puede examinarse del carnet de conducir en treinta y cinco lenguas, creo (lo cual resulta todo un contraste con Galicia donde, por lo que se ve, es un problema proporcionar no sé qué exámenes “tipo test” en castellano y en gallego), lo que me parece una exageración, aunque no un mal principio: es la administración la que se adapta al ciudadano, no al revés.
La política lingüística, por tanto, debería seguir a la ciudadanía. Es decir, los responsables de la cosa deberían analizar en qué idiomas se expresan los ciudadanos –más o menos mayoritariamente-, proporcionando servicios en consecuencia. Nunca al contrario.
Todo este largo prólogo será, insisto, inútil, porque no me va a eximir de la típica sarta de reproches infantiles y respuestas fuera de contexto. Y es que me atrevo a decir que la imponer el deber de conocer el catalán es palmariamente inconstitucional. Ya está. Ya soy no ya anticatalanista sino, directamente, anticatalán. ¡Huy, lo que ha dicho!, ¡es enemigo de la cultura catalana!
Ocurre con esto como con la dichosa “nación”. ¿Osa usted negar que Cataluña es una nación? Pues ni lo niego, ni lo afirmo, en lo sustancial, y la verdad es que me da igual. Sólo digo que tal proclama, puesta en una ley, es inconstitucional, lo que no supone afirmar más que, o se quita la proclama, o se cambia la Constitución.
Lamentablemente, con el tema que nos ocupa, ocurre tres cuartos de lo mismo, me temo. Y conste que comprendo que debe ser frustrante que, a cada toque de balón, el árbitro pite “inconstitucional”. Pero es que, si a alguien se le ocurre tocar la pelota con la mano a cada ocasión que tiene, en un partido de fútbol... pues puede terminar pensando que el árbitro conspira contra él. Y, simplemente, es que se equivocó de juego. En realidad, en lugar de cabrearse porque no le dejan jugar con la mano, debería proponer que jugáramos a otra cosa. Los demás podríamos estar de acuerdo, o no, pero al menos nos ahorraríamos este derroche de esfuerzos y este diálogo de besugos.
El Tribunal Constitucional tiene declarado que los derechos y deberes de los españoles son los mismos, cualquiera que sea el punto del territorio nacional en el que se encuentren. Así lo dice, por otra parte, el propio Texto Fundamental, concretamente en el artículo 139.1. Y esto incluye, claro, los deberes lingüísticos. Para los nostálgicos, cabe recordar que aquella suma de perfecciones que fue la Constitución Republicana, decía tres cuartos de lo mismo, pero más claro, y en particular, con respecto a las lenguas (véase el artículo 4º que, por cierto, moteja a las lenguas distintas del castellano con el hoy humillante término de lengua “regional”, que entonces sólo quería decir “que no se habla en toda España” – y es que más de uno que se pasa la vida suspirando por una República de cuyas Cortes hubiera salido corrido a gorrazos). Y ahora que lo pienso, no deja de ser llamativo que los constituyentes del 31 ya previeran la posibilidad de que, a las primeras de cambio, algún salido de madre empezara con las imposiciones lingüísticas –si no, ¿a qué la cautela del citado artículo 4º, tercer párrafo?-, lo que demuestra que conocían a la clientela.
No puede haber, pues, deber de conocer lengua alguna distinta del español. Otra cosa es que, de hecho, quepa preguntarse qué significa eso de “deber de conocer” que se predica de la lengua común, porque hay quien se cuestiona seriamente que eso sea un deber jurídico en sentido estricto, en la medida en que su incumplimiento no lleva aparejada sanción alguna, que se sepa, o sea que a ese deber le falta la coactividad inherente a las leyes. Si se prefiere, es una declaración de principios.
La cooficialidad del catalán, el vasco, el gallego y el valenciano, en los respectivos territorios en los que se da sólo impone, de hecho, deberes a la Administración Pública en esos mismos territorios. Por otra parte, la Administración Central del Estado adquiere también obligaciones respecto a esas lenguas, en tanto que patrimonio cultural digno de especial cuidado y veneración.
Comprendo que es desesperante para un nacionalista, pero la Constitución, concebida desde el maldito liberalismo y esa ofuscada democracia ignorante de los mitos originarios –que nos trata a todos como si hubiéramos nacido ayer y, además, no importa dónde-, hace del ciudadano el rey de la Creación, y es él el que queda exento de todo deber, salvo el muy laxo de conocer el castellano. Si tomamos en consideración que el uso de la lengua de Cervantes no es una obligación –lo cual abunda, por cierto, en el descafeinamiento del supuesto deber-, concluimos fácilmente que el único estado de cosas realmente compatible con la Ley Fundamental es el que, una y otra vez, violan las leyes de normalización de cráneos, perdón, de normalización lingüística, es decir:
Es obligación de las Administraciones Públicas facilitar el desenvolvimiento de los ciudadanos en la lengua de su elección. Como mínimo, eso incluirá el castellano, la posible lengua cooficial y, todo hay que decirlo, nada se opone a que, cuando otra lengua resulte de empleo más o menos generalizado (el caso no es descabellado, piénsese en algunos pueblos del Levante o de las Baleares donde, si se aspira a que un bando sea entendido, habría que redactarlo en alemán), también se incluya. En caso de que estos conceptos le resulten extraños a algún alcalde, no tiene más que preguntárselo a cualquier propietario de chiringuito playero, que expone sus menús en español, valenciano, inglés, francés, alemán, holandés y finlandés. Si le quedan dudas, el mismo chiringuitero le podrá aclarar el sentido de las expresiones “prestar un servicio”, “estar al servicio de”, etc.
No es lícito establecer ningún tipo de coacción, directa o indirecta, para que los ciudadanos adquieran una lengua que no tengan interés en poseer. Y los medios de coacción indirecta son virtualmente infinitos.
Realmente, estos principios se resumen en uno solo, que es el de actuar con un mínimo de buena fe y algo de sentido común. También se puede actuar, alternativamente, de acuerdo con lo que proponía al principio, es decir, como si las lenguas oficiales no existieran.
No sé, a lo mejor es más fácil cambiar la Constitución, porque no creo que lo entiendan, sinceramente.
La política lingüística, por tanto, debería seguir a la ciudadanía. Es decir, los responsables de la cosa deberían analizar en qué idiomas se expresan los ciudadanos –más o menos mayoritariamente-, proporcionando servicios en consecuencia. Nunca al contrario.
Todo este largo prólogo será, insisto, inútil, porque no me va a eximir de la típica sarta de reproches infantiles y respuestas fuera de contexto. Y es que me atrevo a decir que la imponer el deber de conocer el catalán es palmariamente inconstitucional. Ya está. Ya soy no ya anticatalanista sino, directamente, anticatalán. ¡Huy, lo que ha dicho!, ¡es enemigo de la cultura catalana!
Ocurre con esto como con la dichosa “nación”. ¿Osa usted negar que Cataluña es una nación? Pues ni lo niego, ni lo afirmo, en lo sustancial, y la verdad es que me da igual. Sólo digo que tal proclama, puesta en una ley, es inconstitucional, lo que no supone afirmar más que, o se quita la proclama, o se cambia la Constitución.
Lamentablemente, con el tema que nos ocupa, ocurre tres cuartos de lo mismo, me temo. Y conste que comprendo que debe ser frustrante que, a cada toque de balón, el árbitro pite “inconstitucional”. Pero es que, si a alguien se le ocurre tocar la pelota con la mano a cada ocasión que tiene, en un partido de fútbol... pues puede terminar pensando que el árbitro conspira contra él. Y, simplemente, es que se equivocó de juego. En realidad, en lugar de cabrearse porque no le dejan jugar con la mano, debería proponer que jugáramos a otra cosa. Los demás podríamos estar de acuerdo, o no, pero al menos nos ahorraríamos este derroche de esfuerzos y este diálogo de besugos.
El Tribunal Constitucional tiene declarado que los derechos y deberes de los españoles son los mismos, cualquiera que sea el punto del territorio nacional en el que se encuentren. Así lo dice, por otra parte, el propio Texto Fundamental, concretamente en el artículo 139.1. Y esto incluye, claro, los deberes lingüísticos. Para los nostálgicos, cabe recordar que aquella suma de perfecciones que fue la Constitución Republicana, decía tres cuartos de lo mismo, pero más claro, y en particular, con respecto a las lenguas (véase el artículo 4º que, por cierto, moteja a las lenguas distintas del castellano con el hoy humillante término de lengua “regional”, que entonces sólo quería decir “que no se habla en toda España” – y es que más de uno que se pasa la vida suspirando por una República de cuyas Cortes hubiera salido corrido a gorrazos). Y ahora que lo pienso, no deja de ser llamativo que los constituyentes del 31 ya previeran la posibilidad de que, a las primeras de cambio, algún salido de madre empezara con las imposiciones lingüísticas –si no, ¿a qué la cautela del citado artículo 4º, tercer párrafo?-, lo que demuestra que conocían a la clientela.
No puede haber, pues, deber de conocer lengua alguna distinta del español. Otra cosa es que, de hecho, quepa preguntarse qué significa eso de “deber de conocer” que se predica de la lengua común, porque hay quien se cuestiona seriamente que eso sea un deber jurídico en sentido estricto, en la medida en que su incumplimiento no lleva aparejada sanción alguna, que se sepa, o sea que a ese deber le falta la coactividad inherente a las leyes. Si se prefiere, es una declaración de principios.
La cooficialidad del catalán, el vasco, el gallego y el valenciano, en los respectivos territorios en los que se da sólo impone, de hecho, deberes a la Administración Pública en esos mismos territorios. Por otra parte, la Administración Central del Estado adquiere también obligaciones respecto a esas lenguas, en tanto que patrimonio cultural digno de especial cuidado y veneración.
Comprendo que es desesperante para un nacionalista, pero la Constitución, concebida desde el maldito liberalismo y esa ofuscada democracia ignorante de los mitos originarios –que nos trata a todos como si hubiéramos nacido ayer y, además, no importa dónde-, hace del ciudadano el rey de la Creación, y es él el que queda exento de todo deber, salvo el muy laxo de conocer el castellano. Si tomamos en consideración que el uso de la lengua de Cervantes no es una obligación –lo cual abunda, por cierto, en el descafeinamiento del supuesto deber-, concluimos fácilmente que el único estado de cosas realmente compatible con la Ley Fundamental es el que, una y otra vez, violan las leyes de normalización de cráneos, perdón, de normalización lingüística, es decir:
Es obligación de las Administraciones Públicas facilitar el desenvolvimiento de los ciudadanos en la lengua de su elección. Como mínimo, eso incluirá el castellano, la posible lengua cooficial y, todo hay que decirlo, nada se opone a que, cuando otra lengua resulte de empleo más o menos generalizado (el caso no es descabellado, piénsese en algunos pueblos del Levante o de las Baleares donde, si se aspira a que un bando sea entendido, habría que redactarlo en alemán), también se incluya. En caso de que estos conceptos le resulten extraños a algún alcalde, no tiene más que preguntárselo a cualquier propietario de chiringuito playero, que expone sus menús en español, valenciano, inglés, francés, alemán, holandés y finlandés. Si le quedan dudas, el mismo chiringuitero le podrá aclarar el sentido de las expresiones “prestar un servicio”, “estar al servicio de”, etc.
No es lícito establecer ningún tipo de coacción, directa o indirecta, para que los ciudadanos adquieran una lengua que no tengan interés en poseer. Y los medios de coacción indirecta son virtualmente infinitos.
Realmente, estos principios se resumen en uno solo, que es el de actuar con un mínimo de buena fe y algo de sentido común. También se puede actuar, alternativamente, de acuerdo con lo que proponía al principio, es decir, como si las lenguas oficiales no existieran.
No sé, a lo mejor es más fácil cambiar la Constitución, porque no creo que lo entiendan, sinceramente.
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