LA VIGENCIA DE LAS NORMAS
En mi artículo de ayer me cuestionaba cuál es el valor real de los artículos-cláusula de salvaguarda contenidos en nuestra Constitución, y señaladamente del 8 y el 155 –competencias de las Fuerzas Armadas y posibilidad de forzar a una comunidad autónoma al cumplimiento de la legalidad, respectivamente-. Un comentarista contestaba con cierta extrañeza, lógica si tenemos en cuenta que dichos preceptos siguen en el Texto. Pero, ¿en serio no están vigentes?
Obviamente, no me refiero a la vigencia en un sentido propiamente técnico-jurídico. Desde este punto de vista, es evidente que están vigentes, toda vez que no han sido derogados, expresa o tácitamente, por una norma posterior (que, en este caso, sólo podría haber sido una reforma constitucional), único medio posible, en nuestro derecho, de abrogar un precepto, ya que nuestro sistema no admite fórmulas de simple desuso o similares – la desuetudo, que sí conserva cierto valor en el mundo anglosajón. Así pues, esto es de Perogrullo.
No obstante, según han señalado los teóricos desde hace tiempo, el problema de la vigencia del derecho es mucho más amplio, a poco que ese derecho se contemple como lo que es, es decir, como un fenómeno multidimensional, principal, pero no exclusivamente normativo. En particular –y de esto saben mucho los juristas norteamericanos- es de interés atender a la dimensión social. Simplificando un poco, diríamos que el derecho vigente es el derecho socialmente vivido como tal. Esto no ha de extrañar, ni siquiera por estos pagos, si tenemos en cuenta que, incluso en nuestro sistema, la fuerza obligatoria de la costumbre –como fuente de derecho que es- deriva, precisamente, de eso, de su vivencia como norma por la colectividad. La costumbre es ley por reiterativa y, sobre todo, porque así es percibida por la gente.
El derecho escrito, huérfano de soporte social, es letra muerta. Si, en realidad, esto se percibe menos es, en gran medida, porque los jueces y, en general, quienes aplican las normas, las actualizan a través de la interpretación. Hagan la prueba. Tomen alguno de los todavía vigentes –en sentido estricto- textos decimonónicos, y contémplenlo en su literalidad. Resulta, claro, anacrónico.
Por lo mismo, cuando oímos que alguien ha sido condenado por una conducta que, con carácter general, no se percibe como dañosa –por ejemplo, por matar de un cantazo a un lagarto protegido con el sano ánimo de comérselo y sin saber nada de su valor ecológico- sentimos compasión por esa persona. Eso se debe a que nuestro sentido de la justicia ampara su conducta, y la que queda privada de sentido es la norma, que resulta extraña al sentir social.
En otro orden de cosas, este desajuste entre normas y sentir social no siempre se produce porque las normas sean injustas. A veces, el sentir social resulta algo desviado. Tomemos como ejemplo la profusa y compleja regulación de la actuación de los operadores en el mercado. Me refiero a todo ese conjunto de reglas que abarcan desde los principios contables y las auditorías obligatorias hasta los controles administrativos de las ofertas públicas de adquisición, hoy en boca de todos.
A nadie se le escapa que este conjunto de preceptos, en general coherente y que, aplicado en los países en los que fue inventado –señaladamente en los Estados Unidos- parece rocoso, más que sólido, en España tiene más agujeros que un queso de gruyère. Ello no se debe tanto a la calidad técnica de las normas como a su falta de ajuste a la realidad social donde han de aplicarse.
Por mucho que le saquemos punta al lápiz de regular, no lograremos una normativa que sea eficaz... hasta que no desarrollemos los estándares éticos mínimos que un mercado necesita para funcionar eficazmente. Los buenos economistas han insistido siempre en que el sistema liberal de mercado exige un sustrato ético-moral que es absolutamente imprescindible. Se crea o no, el sistema liberal de mercado no tiene nada de natural, y no consiste exclusivamente en la ausencia de regulación. Ahí tenemos, por ejemplo, el caso de la economía rusa, de un sistema hiperregulado se pasa... al caos, naturalmente.
Más en general, y como se apuntaba ayer mismo en una estupenda tribuna en ABC, la democracia liberal necesita, como prius lógico, como presupuesto esencial, una serie de valores, un consenso mínimo sobre el que funcionar. Es a lo que me refería ayer con el término de “sentimiento constitucional”. Esa es, hoy por hoy, la principal carencia de la democracia española, en sentido amplio y, por tanto, lo que permite cuestionar –asimismo de manera amplia- la vigencia de todo el aparato jurídico-institucional del país.
Obsérvese que, hasta la fecha, el gobierno de Rodríguez no ha dado paso alguno que cuestione, en sentido estricto, la robustez de las vigas maestras del edificio de la democracia española. ¿A que se debe, pues, la sensación de inseguridad que embarga a tanta gente? Pues, lisa y llanamente, a que la andanada ha ido más allá. Se están royendo no ya las vigas, sino los mismos cimientos. Se están atacando los presupuestos fundamentales sin los que la Constitución –esto es, el sistema en su conjunto- queda vacío, inerme a merced de cualquier viento.
Sí, ya sabemos que las leyes sólo se derogan por otras posteriores. Pero la cosa no es tan fácil. Ni mucho menos.
Obviamente, no me refiero a la vigencia en un sentido propiamente técnico-jurídico. Desde este punto de vista, es evidente que están vigentes, toda vez que no han sido derogados, expresa o tácitamente, por una norma posterior (que, en este caso, sólo podría haber sido una reforma constitucional), único medio posible, en nuestro derecho, de abrogar un precepto, ya que nuestro sistema no admite fórmulas de simple desuso o similares – la desuetudo, que sí conserva cierto valor en el mundo anglosajón. Así pues, esto es de Perogrullo.
No obstante, según han señalado los teóricos desde hace tiempo, el problema de la vigencia del derecho es mucho más amplio, a poco que ese derecho se contemple como lo que es, es decir, como un fenómeno multidimensional, principal, pero no exclusivamente normativo. En particular –y de esto saben mucho los juristas norteamericanos- es de interés atender a la dimensión social. Simplificando un poco, diríamos que el derecho vigente es el derecho socialmente vivido como tal. Esto no ha de extrañar, ni siquiera por estos pagos, si tenemos en cuenta que, incluso en nuestro sistema, la fuerza obligatoria de la costumbre –como fuente de derecho que es- deriva, precisamente, de eso, de su vivencia como norma por la colectividad. La costumbre es ley por reiterativa y, sobre todo, porque así es percibida por la gente.
El derecho escrito, huérfano de soporte social, es letra muerta. Si, en realidad, esto se percibe menos es, en gran medida, porque los jueces y, en general, quienes aplican las normas, las actualizan a través de la interpretación. Hagan la prueba. Tomen alguno de los todavía vigentes –en sentido estricto- textos decimonónicos, y contémplenlo en su literalidad. Resulta, claro, anacrónico.
Por lo mismo, cuando oímos que alguien ha sido condenado por una conducta que, con carácter general, no se percibe como dañosa –por ejemplo, por matar de un cantazo a un lagarto protegido con el sano ánimo de comérselo y sin saber nada de su valor ecológico- sentimos compasión por esa persona. Eso se debe a que nuestro sentido de la justicia ampara su conducta, y la que queda privada de sentido es la norma, que resulta extraña al sentir social.
En otro orden de cosas, este desajuste entre normas y sentir social no siempre se produce porque las normas sean injustas. A veces, el sentir social resulta algo desviado. Tomemos como ejemplo la profusa y compleja regulación de la actuación de los operadores en el mercado. Me refiero a todo ese conjunto de reglas que abarcan desde los principios contables y las auditorías obligatorias hasta los controles administrativos de las ofertas públicas de adquisición, hoy en boca de todos.
A nadie se le escapa que este conjunto de preceptos, en general coherente y que, aplicado en los países en los que fue inventado –señaladamente en los Estados Unidos- parece rocoso, más que sólido, en España tiene más agujeros que un queso de gruyère. Ello no se debe tanto a la calidad técnica de las normas como a su falta de ajuste a la realidad social donde han de aplicarse.
Por mucho que le saquemos punta al lápiz de regular, no lograremos una normativa que sea eficaz... hasta que no desarrollemos los estándares éticos mínimos que un mercado necesita para funcionar eficazmente. Los buenos economistas han insistido siempre en que el sistema liberal de mercado exige un sustrato ético-moral que es absolutamente imprescindible. Se crea o no, el sistema liberal de mercado no tiene nada de natural, y no consiste exclusivamente en la ausencia de regulación. Ahí tenemos, por ejemplo, el caso de la economía rusa, de un sistema hiperregulado se pasa... al caos, naturalmente.
Más en general, y como se apuntaba ayer mismo en una estupenda tribuna en ABC, la democracia liberal necesita, como prius lógico, como presupuesto esencial, una serie de valores, un consenso mínimo sobre el que funcionar. Es a lo que me refería ayer con el término de “sentimiento constitucional”. Esa es, hoy por hoy, la principal carencia de la democracia española, en sentido amplio y, por tanto, lo que permite cuestionar –asimismo de manera amplia- la vigencia de todo el aparato jurídico-institucional del país.
Obsérvese que, hasta la fecha, el gobierno de Rodríguez no ha dado paso alguno que cuestione, en sentido estricto, la robustez de las vigas maestras del edificio de la democracia española. ¿A que se debe, pues, la sensación de inseguridad que embarga a tanta gente? Pues, lisa y llanamente, a que la andanada ha ido más allá. Se están royendo no ya las vigas, sino los mismos cimientos. Se están atacando los presupuestos fundamentales sin los que la Constitución –esto es, el sistema en su conjunto- queda vacío, inerme a merced de cualquier viento.
Sí, ya sabemos que las leyes sólo se derogan por otras posteriores. Pero la cosa no es tan fácil. Ni mucho menos.
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