RESPUESTAS A EDMUNDO (y II): A PROPÓSITO DEL NACIONALISMO
El segundo de los temas que planteaba Edmundo y al que me gustaría responder viene expresado en este párrafo:
(...) el problema existe. La propuesta de estatut no es una desgracia derivada de un cúmulo de despropósitos. La propuesta pone de manifiesto lo que ya se puso anteriormente (con el breve trámite parlamentario del "plan Ibarretxe", por ejemplo): Determinadas regiones de España demandan un cambio en su relación con el Estado. Lo cual lleva implícito, necesariamente, un cambio constitucional. Y ahora pregunto. ¿Hay alguna forma de promover estas reformas distinta de la utilizada?. ¿Es sensato ignorar estas demandas?. Si imperara el sentido común y se rechaza el estatuto, ¿en qué situación, y con qué perspectivas se encontrarán los partidos catalanes que lo promueven?.
El argumento me es familiar. No dudo, por supuesto, que Edmundo lo haya planteado, como otros, desde la más absoluta honestidad intelectual, pero es bastante recurrente sobre todo en estos tiempos, y en boca de los defensores de Zapatero. La tesis sería, obviamente, que el Presidente no es responsable de la zapatiesta liada o, todo lo más, está siendo algo ingenuo en su buena fe a la hora de atacar un problema que, al cabo, alguien tiene que abordar. Pero intentemos entrar en la cuestión sin dejarnos llevar por la coyuntura.
Es evidente que Edmundo y los que como él piensan tienen toda la razón al afirmar que, guste o no, el nacionalismo es un dato sociológico y, por añadidura, no una cosa menor. De entrada, además, nada tiene de recomendable cerrar los ojos ante semejante dato.
Por otra parte, el problema tiene las dimensiones que tiene, precisamente, porque, a mi juicio, hace treinta años que se aborda desde la misma perspectiva, esto es: la sensación de urgente necesidad de “hacer algo”, la perentoria necesidad de dar acomodo a los hijos díscolos que, por lo demás, como público exigente, no parecen tener otra obligación histórica que la de aplaudir o abuchear, según cómo les vaya la representación.
De todo el espectro ideológico, de izquierda a derecha, no hay ningún otro grupo que viva en la absoluta convicción de que lo suyo “tiene” que solucionarse como los nacionalistas. El nacionalismo suele conllevar un infantilismo político absoluto, que los demás nos encargamos de alimentar con escasa inteligencia. Si el nacionalista, por el mero hecho de serlo, parece vivir en la convicción de que “lo suyo” “no puede” negarse, el nacionalista español (de cualquier región de España, quiero decir) lo cree con más motivo, porque jamás se le ha dado razón alguna para desesperar.
A juzgar por lo que se ve, se lee y se oye, a juzgar por el tono reivindicativo, uno podría estar perfectamente convencido de que la historia ha empezado ayer y de que el pueblo español, al desarrollar el estado más descentralizado del mundo –incluyendo cesiones auténticamente suicidas desde el punto de vista de su propia preservación, y que sólo se explican por la bisoñez del momento constituyente- se ha mostrado increíblemente cicatero.
Vaya por delante que, a mi entender, el problema nacionalista, considerado en términos absolutos, es radicalmente irresoluble. En la medida en que la vocación de todo nacionalista es poseer estado propio, todo esquema de soberanía delegada –que, de facto, y sin enredarnos ahora en el purismo jurídico, eso es nuestro estado autonómico- será insatisfactorio. Esto cabe predicarlo también de quienes, siendo nacionalistas o no, por cualquier razón, preferirían un estado centralizado, claro (servidor, sin ir más lejos, por razones que ya he explicado otras veces). Suponiendo, como parece lógico, que la mayoría de los españoles –incluidos, al menos de momento, buena parte, si no la mayoría, de los españoles de las regiones con más conciencia de identidad particular- no estén por la labor ni de quebrar lo existente del todo ni de implantar una república a la francesa o a la portuguesa, no quedan más cáscaras que collevarse, por emplear el vocablo orteguiano que el debate que nos traemos ha sacado del olvido.
Toda vez que el problema es irresoluble, digo, sólo cabe solventarlo mediante algún tipo de transacción. Un buen ejemplo es la que ahora está vigente. Una transacción, como todo el mundo sabe, es algo bilateral, un pacto entre partes. Pues bien: el solo hecho de que una parte esté deseosa de cambiar el acuerdo no tiene por qué traer, necesariamente, que este cambie. Es posible que algunos catalanes, algunos vascos o algunos gallegos entiendan que el actual estado de cosas es insatisfactorio, pero no parece que eso sea compartido por todos los catalanes, vascos, gallegos y, desde luego, tampoco por la inmensa mayoría de los españoles de otras regiones.
Esto que acabo de decir es tan hecho de la realidad como la existencia del nacionalismo y su relevancia política. Ese es el problema, que los nacionalistas no parecen dispuestos a otorgar a los demás lo que reclaman para sí, es decir, el rol de actor político relevante. El resto del país está ahí, y tiene –o debería tener- algo que decir. Entiendo, claro, que esto pueda resultar en extremo frustrante. Es frustrante que la realidad no sea como deseamos. Es frustrante levantarse cada día y encontrar con que gobierna un partido que no nos gusta y, además, promueve reformas que no nos agradan... pero esa es la realidad, y no siempre estamos en posición de cambiarla. No podemos ser infantiles y pensar que el resto del mundo está ahí para resolver “lo nuestro”.
Nótese que no he entrado en la legitimidad o ilegitimidad de las aspiraciones de cada cual, sino sólo en su realizabilidad. La realidad nos constriñe a todos. Y, amigos, pacta sunt servanda. No podemos deshacer, por propia voluntad, los lazos que nos unen a otros. Al menos, no fácilmente. Necesitaremos, como mínimo, la inacción de la otra parte, que quizá no esté dispuesta a concedérnosla graciosamente.
Las aspiraciones del nacionalista hispánico no son ni más ni menos dignas que, por ejemplo, las de sus correligionarios franceses. Allí también hay historia que reivindicar, la Provenza fue un reino y en el País Vasco Francés se habla euskera... pero la transacción francesa les fue mucho menos favorable.
Yo también querría un estado diferente. Y ya digo que sería plenamente unitario, republicano y muy diferente al actual. Sé de sobra que mucha gente comparte todas o algunas de mis ideas, ¿por qué nadie siente esa necesidad imperiosa de satisfacernos? Mi balanza fiscal, como la de toda la clase media, es extremadamente desfavorable, ¿acaso los españoles de clase media no somos un subconjunto tan aceptable como el de los españoles que viven en Cataluña –además, por supuesto, de un subconjunto mucho más homogéneo-? Pues tengo para mí que no hay mucha urgencia en acometer nuestra reforma tributaria.
Es verdad que están ahí, y no puede obviarse. Creo que en absoluto se ha obviado. Se han hecho esfuerzos importantes. Seguro que se pueden hacer más. Lo que no es admisible es la lógica de “tenemos un problema”. El problema, me temo, lo tienen ellos, si los demás no se lo sacamos de encima.
(...) el problema existe. La propuesta de estatut no es una desgracia derivada de un cúmulo de despropósitos. La propuesta pone de manifiesto lo que ya se puso anteriormente (con el breve trámite parlamentario del "plan Ibarretxe", por ejemplo): Determinadas regiones de España demandan un cambio en su relación con el Estado. Lo cual lleva implícito, necesariamente, un cambio constitucional. Y ahora pregunto. ¿Hay alguna forma de promover estas reformas distinta de la utilizada?. ¿Es sensato ignorar estas demandas?. Si imperara el sentido común y se rechaza el estatuto, ¿en qué situación, y con qué perspectivas se encontrarán los partidos catalanes que lo promueven?.
El argumento me es familiar. No dudo, por supuesto, que Edmundo lo haya planteado, como otros, desde la más absoluta honestidad intelectual, pero es bastante recurrente sobre todo en estos tiempos, y en boca de los defensores de Zapatero. La tesis sería, obviamente, que el Presidente no es responsable de la zapatiesta liada o, todo lo más, está siendo algo ingenuo en su buena fe a la hora de atacar un problema que, al cabo, alguien tiene que abordar. Pero intentemos entrar en la cuestión sin dejarnos llevar por la coyuntura.
Es evidente que Edmundo y los que como él piensan tienen toda la razón al afirmar que, guste o no, el nacionalismo es un dato sociológico y, por añadidura, no una cosa menor. De entrada, además, nada tiene de recomendable cerrar los ojos ante semejante dato.
Por otra parte, el problema tiene las dimensiones que tiene, precisamente, porque, a mi juicio, hace treinta años que se aborda desde la misma perspectiva, esto es: la sensación de urgente necesidad de “hacer algo”, la perentoria necesidad de dar acomodo a los hijos díscolos que, por lo demás, como público exigente, no parecen tener otra obligación histórica que la de aplaudir o abuchear, según cómo les vaya la representación.
De todo el espectro ideológico, de izquierda a derecha, no hay ningún otro grupo que viva en la absoluta convicción de que lo suyo “tiene” que solucionarse como los nacionalistas. El nacionalismo suele conllevar un infantilismo político absoluto, que los demás nos encargamos de alimentar con escasa inteligencia. Si el nacionalista, por el mero hecho de serlo, parece vivir en la convicción de que “lo suyo” “no puede” negarse, el nacionalista español (de cualquier región de España, quiero decir) lo cree con más motivo, porque jamás se le ha dado razón alguna para desesperar.
A juzgar por lo que se ve, se lee y se oye, a juzgar por el tono reivindicativo, uno podría estar perfectamente convencido de que la historia ha empezado ayer y de que el pueblo español, al desarrollar el estado más descentralizado del mundo –incluyendo cesiones auténticamente suicidas desde el punto de vista de su propia preservación, y que sólo se explican por la bisoñez del momento constituyente- se ha mostrado increíblemente cicatero.
Vaya por delante que, a mi entender, el problema nacionalista, considerado en términos absolutos, es radicalmente irresoluble. En la medida en que la vocación de todo nacionalista es poseer estado propio, todo esquema de soberanía delegada –que, de facto, y sin enredarnos ahora en el purismo jurídico, eso es nuestro estado autonómico- será insatisfactorio. Esto cabe predicarlo también de quienes, siendo nacionalistas o no, por cualquier razón, preferirían un estado centralizado, claro (servidor, sin ir más lejos, por razones que ya he explicado otras veces). Suponiendo, como parece lógico, que la mayoría de los españoles –incluidos, al menos de momento, buena parte, si no la mayoría, de los españoles de las regiones con más conciencia de identidad particular- no estén por la labor ni de quebrar lo existente del todo ni de implantar una república a la francesa o a la portuguesa, no quedan más cáscaras que collevarse, por emplear el vocablo orteguiano que el debate que nos traemos ha sacado del olvido.
Toda vez que el problema es irresoluble, digo, sólo cabe solventarlo mediante algún tipo de transacción. Un buen ejemplo es la que ahora está vigente. Una transacción, como todo el mundo sabe, es algo bilateral, un pacto entre partes. Pues bien: el solo hecho de que una parte esté deseosa de cambiar el acuerdo no tiene por qué traer, necesariamente, que este cambie. Es posible que algunos catalanes, algunos vascos o algunos gallegos entiendan que el actual estado de cosas es insatisfactorio, pero no parece que eso sea compartido por todos los catalanes, vascos, gallegos y, desde luego, tampoco por la inmensa mayoría de los españoles de otras regiones.
Esto que acabo de decir es tan hecho de la realidad como la existencia del nacionalismo y su relevancia política. Ese es el problema, que los nacionalistas no parecen dispuestos a otorgar a los demás lo que reclaman para sí, es decir, el rol de actor político relevante. El resto del país está ahí, y tiene –o debería tener- algo que decir. Entiendo, claro, que esto pueda resultar en extremo frustrante. Es frustrante que la realidad no sea como deseamos. Es frustrante levantarse cada día y encontrar con que gobierna un partido que no nos gusta y, además, promueve reformas que no nos agradan... pero esa es la realidad, y no siempre estamos en posición de cambiarla. No podemos ser infantiles y pensar que el resto del mundo está ahí para resolver “lo nuestro”.
Nótese que no he entrado en la legitimidad o ilegitimidad de las aspiraciones de cada cual, sino sólo en su realizabilidad. La realidad nos constriñe a todos. Y, amigos, pacta sunt servanda. No podemos deshacer, por propia voluntad, los lazos que nos unen a otros. Al menos, no fácilmente. Necesitaremos, como mínimo, la inacción de la otra parte, que quizá no esté dispuesta a concedérnosla graciosamente.
Las aspiraciones del nacionalista hispánico no son ni más ni menos dignas que, por ejemplo, las de sus correligionarios franceses. Allí también hay historia que reivindicar, la Provenza fue un reino y en el País Vasco Francés se habla euskera... pero la transacción francesa les fue mucho menos favorable.
Yo también querría un estado diferente. Y ya digo que sería plenamente unitario, republicano y muy diferente al actual. Sé de sobra que mucha gente comparte todas o algunas de mis ideas, ¿por qué nadie siente esa necesidad imperiosa de satisfacernos? Mi balanza fiscal, como la de toda la clase media, es extremadamente desfavorable, ¿acaso los españoles de clase media no somos un subconjunto tan aceptable como el de los españoles que viven en Cataluña –además, por supuesto, de un subconjunto mucho más homogéneo-? Pues tengo para mí que no hay mucha urgencia en acometer nuestra reforma tributaria.
Es verdad que están ahí, y no puede obviarse. Creo que en absoluto se ha obviado. Se han hecho esfuerzos importantes. Seguro que se pueden hacer más. Lo que no es admisible es la lógica de “tenemos un problema”. El problema, me temo, lo tienen ellos, si los demás no se lo sacamos de encima.
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