FERBLOG

lunes, julio 25, 2005

FELICES VACACIONES

Queridos amigos:

El que suscribe va a tomarse unos días libres, así que no habrá novedades en Ferblog durante algún tiempo. Pero no será mucho, y volveremos con fuerzas renovadas.

¡Felices vacaciones a todos!

LA EDUCACIÓN NO TIENE ARREGLO

Continúa sucediendo. Por lo que se conoce del nuevo proyecto de ley educativa, no va a contribuir en nada a paliar nuestro más grave problema. Insisto, nuestro más grave problema. Me resulta chocante que, cuando se les pregunta, egregios científicos de lo social, economistas, sociólogos, juristas, sean incapaces de identificarlo, pero así es. El principal problema al que se enfrenta España, como buena parte de Europa, es la hecatombe del sistema educativo. Ni la falta de competitividad, ni la inmigración descontrolada, ni las tendencias centrífugas que amenazan la continuidad del proyecto colectivo español... todo eso es peccata minuta en comparación con un desastre que, por supuesto, servirá en el futuro de catalizador para que todos esos problemas coyunturales se tornen irresolubles.

Ya me da igual de quien sea la culpa. Como Rodríguez Adrados, no entiendo qué es lo que sucede. No conozco ningún técnico ministerial, ni ningún político, ni a ninguna persona de buen juicio (quizá, sí, algún oligofrénico progre, pero creo que cada día están más desprestigiados) que diga que es igual cuántas faltas de ortografía se cometan en un texto, que no importa nada no saber una palabra de latín, que la historia es un latazo memorístico sin sentido o que las calculadoras han hecho innecesario saberse las cuatro reglas. ¿Por qué, entonces? ¿por qué sucede lo que sucede?

Obviemos ya todas las consideraciones sobre la financiación, sobre la disciplina, incluso sobre los exámenes y la evaluación. Vamos al mínimo absoluto, a los contenidos. A lo que se considera necesario que la gente sepa. ¿Es concebible que pueda uno acabar el bachillerato sin los más mínimos rudimentos de cultura clásica, por ejemplo? Pues lo es. Y lo es nada menos que en España, que es un país inserto en la órbita de cultura greco-latina y cuyas lenguas, a excepción de una, pertenecen todas al grupo romance. ¿Acaso es necesario convencer a gente con titulación superior de la barbaridad que es esto? ¿Se puede, verdaderamente, llegar a ser ministro de educación sin entenderlo? Parece obvio que sí, que se puede. Uno puede llegar a comprender la pregunta: ¿para qué sirve el latín?, cuando proviene de un estudiante de quince años, sí. Pero no cuando proviene, digamos, de su jefe de estudios.

Por otra parte, resulta, ahora, que el estado define contenidos máximos, en vez de mínimos, lo cual abre el camino a diecisiete sistemas educativos diferentes. Eso es, de por sí, una muy mala solución, incluso en un país normal. Pero es poco menos que suicida en un país en el que buena parte de la población vive bajo la influencia directa, cuando no el gobierno, de fuerzas políticas que estrían fuera del ámbito de lo aceptable en democracias desarrolladas, que sólo en esta nación acomplejada pueden mantener la ficción de que son normales y respetables. A estas alturas, cualquiera que no sea rematadamente imbécil sabe que el mayor error, el mayor de todos, cometido por nuestro sistema ha sido entregar la educación en manos de la patulea de nazis, tarados y locos identitarios que nos hace la vida imposible desde hace treinta años.

Quise entrever un rayo de esperanza cuando, en el reparto proyectado de consejerías en el nuevo gobierno gallego, educación parecía no tocarle al BNG, como si los socialistas hubieran tomado conciencia de lo que se puede y no se puede ceder. Pero supongo que es un espejismo.

No tiene arreglo. Y no entiendo por qué.

domingo, julio 24, 2005

PRESTIGE-GUADALAJARA: UNA COMPARACIÓN SIN SENTIDO

El incendio de Guadalajara y el desastre del Prestige tienen en común precisamente eso, su carácter de desgracia. Ahora bien, ahí terminan los paralelismos. Mientras que en el caso del petrolero la desgracia se debió a una conducta manifiestamente dolosa de una naviera a la que no importó lanzar al mar una chatarra que, por su contenido, equivalía a una bomba de relojería ecológica, en el desdichado incendio de Guadalajara hubo un comportamiento imprudente. No creo que el ecologista de pacotilla al que no se le ocurrió nada mejor que hacer que prender lumbre ese día considerara ni por un momento la posibilidad de terminar causando víctimas mortales (los navieros del Prestige, por el contrario, no podían ignorar ese riesgo, por su carácter de profesionales de ese negocio).

La pérdida de vidas humanas es, cómo no, otra diferencia insoslayable. Hay, seguro, a quien el importan más las aves zancudas y los peces que la gente, pero para el común de los mortales, esas once vidas perdidas suponen algo cualitativamente diferente. La magnitud del desastre ecológico es, supongo, difícil de comparar, ¿qué es más valioso, el litoral de la Costa da Morte o las zonas semiboscosas a caballo entre las provincias de Guadalajara y Soria –parajes hermosísimos, como saben todos aquellos que tengan la suerte de conocerlos- cerca del parque del Alto Tajo? ¿se puede, realmente, comparar?

Finalmente, está la negligencia. Los que cuando el gobierno es de un color están siempre prestos a imputar comportamientos erróneos sin posible paralelismo pero, cuando es de otro, dicen que “todos son iguales” –esto es, en román paladino, la derecha es siempre peor o, como mucho, igual que la izquierda- dirán que negligencia hubo en ambos casos. Y es posible, es seguro, que en ambos casos se cometieron errores, pero hay una diferencia importante: en el caso del Prestige era muy difícil conocer cuál era, a priori, el mejor curso de acción –sí, ya sé que ese desastre nos convirtió a casi todos los españoles en prácticos de puerto de la noche a la mañana y, haciendo bueno aquello de que “a carajo sacado, macho seguro”, todos hubiéramos sido capaces de llevar el barco, sano y salvo, a una dársena para su reparación; pero esto lo averiguamos con el pecio ya a tres mil metros, no antes-. En el caso del incendio, por el contrario, había un curso de acción mejor, seguro, que era una más pronta intervención.

Dicho todo esto, tengo la impresión de que el Partido Popular hará mal en querer sacar rédito político del asunto, por más que se lo pida el cuerpo, y ello por un doble motivo.

El primer motivo, claro, es una cuestión de principios. Con un gran partido político amoral en España hay más que suficiente. Las desgracias colectivas no deben ser campo para la refriega partidista. Eso no quiere decir que no se deban exigir las responsabilidades pertinentes por las vías oportunas pero ni el momento es cuando el bosque aún arde –o cuando aún las playas están ennegrecidas por el fuel, o cuando no se ha terminado de identificar a los cadáveres de una catástrofe aérea- ni la fórmula es el ataque desordenado. Primero, investigar, después, exigir. Pero no al contrario. Y aguantar las provocaciones de un ser tan incalificable como Alfredo Pérez Rubalcaba va en el sueldo y en la dignidad de diputado. No es excusa que la bancada de enfrente no aplique las mismas reglas. Hay rayas que no se debe cruzar. No por respeto a quien, objetivamente, no lo merece, sino por respeto a las instituciones y, sobre todo, por respeto a uno mismo.

El segundo motivo es que, tácticamente, es un error. El PP nunca provocará la misma respuesta social que provocó el PSOE con el Prestige, porque falta el caldo de cultivo esencial. No es verdad que los culturetas y buena parte del voto socialista odiara al gobierno del PP por el Prestige, sino que lo odiaban antes, y ese suceso actuó como catalizador del odio. Por utilizar un léxico bardemiano (esto es, propio de Javier Bardem, ese personaje que adorna su incuestionable talento como actor con una profundidad como pensador digna de estudio, o de su inefable mamá), a Luis Tosar (destacado representante de la Plataforma Nunca Mais), por ejemplo, lo que le jode en el alma no es que el PP haya sido negligente en la gestión de un asunto que afectó de modo especial a su tierra bienamada, sino la misma existencia del PP, y no digamos que el PP gobierne. La derecha es delenda para un porcentaje muy significativo del voto de izquierda, haga lo que haga. Al revés no es cierto, o solo es cierto para un porcentaje relativamente pequeño de votantes.

Esa es una diferencia muy importante que la dirigencia del Partido Popular parece no tener en cuenta. No hay igualdad de armas. Y eso podrá ser injusto, pero es, es un dato de la experiencia. La opinión pública no va a reaccionar igual a estímulos aparentemente similares. Por eso, ante el uso de los paralelismos, buena parte de la opinión no sólo no reacciona con mayor indignación ante el gobierno, sino que se indigna con la oposición (esto es, reacciona como en su día debió reaccionar contra comportamientos mucho más infames que los que hoy protagoniza la oposición del Partido Popular). Véanse, por ejemplo, los niveles de sectarismo a los que pueden llegar los humoristas gráficos de El País y, creo, se entenderá el argumento.

Ahora bien, a lo que hay que aspirar es a que la opinión sea igualmente exigente... nunca igualmente consentidora.

jueves, julio 21, 2005

¿SE PUEDE SER LIBERAL Y NACIONALISTA A LA VEZ?

Reconozco que una cuestión que me obsesiona bastante es la de la posible compatibilidad entre el nacionalismo y el liberalismo. Me imagino que será porque la visión de nuestros nacionalistas de plantilla tiende a provocarme sarpullido, es decir, estoy bastante seguro de que mis reflexiones están bastante contaminadas por factores ambientales. El caso es que gente que me merece todo el respeto intelectual, como Carlos Rodríguez Braun o Xavier Sala i Martín –este último, creo, nacionalista ejerciente- opinan que sí, que ambas cosas son compatibles. Por otra parte, siendo “liberal” y “nacionalista” etiquetas para designar realidades amplias, no habría por qué negar que puedan existir puntos de encuentro. Y luego está, claro, que uno no es coherente a todas horas del día, las cosas como son.

A riesgo de discrepar de gente más inteligente que uno, y sin excesiva seguridad, me atrevo a decir que no, no creo que el liberalismo sea compatible con el nacionalismo, como no lo será nunca con el socialismo. “Nacionalismo liberal” es una contradicción en los términos, me temo, y quizá por ello los partidos nacionalistas suelen ser, además, marxistas-leninistas, democratacristianos, socialdemócratas... pero raramente liberales. La coexistencia de ambos mundos intelectuales en una misma cabeza requiere, creo, cierta dosis de indefinición. Me explicaré.

En primer lugar, hay que recordar –por si a alguien se le ocurre que conoce muchos liberales que adoran su país respectivo y consideran que el plato local es siempre el culmen de la gastronomía mundial- que poco tienen que ver el nacionalismo y el patriotismo y, desde luego, no hay ninguna dificultad para ser liberal y patriota. Negar la importancia de las patrias es algo bastante absurdo. Cuando uno se topa con alguien que se autodefine “ciudadano del mundo” debe ponerse en guardia, porque la probabilidad de hallarse frente a un imbécil redomado se dispara. Los seres humanos tenemos patrias en un doble sentido. El primero, desde luego, es el que se deriva de nuestra necesidad de pertenencia. En la medida en que somos seres sociales, nacemos y nos desarrollamos en el seno de una comunidad determinada de la que recibimos cosas muy importantes (lengua, costumbres, cultura...) y a la que nos unen, pues, vínculos mucho más estrechos que los que nos enlazan al resto de los mortales. La preferencia, o la querencia, por la propia patria es, en este sentido, un nexo sentimental. Pero el patriotismo tiene también una dimensión político-racional: la que nos liga a un determinado estado o país, a través de un lazo de ciudadanía que consideramos valioso, en la medida en que contribuye a la realización de unos valores, objetivos, etc, que compartimos con otros. Naturalmente, no está escrito en ningún sitio que nuestros afectos y nuestros intereses tengan que tener idéntico objeto, lo cual hace posible, por otra parte, un patriotismo “a múltiples niveles”.

Que los pueblos –las naciones, si se prefiere- están ahí y desempeñan un papel en nuestras vidas es, pues, indudable. Y, hasta aquí, nada hay que objetar desde un punto de vista liberal. Los problemas empiezan cuando esos pueblos pasan de ser el entorno en el que los individuos llevan su existencia para pasar a ser sujetos políticos diferenciados y, en ocasiones, más importantes que los propios individuos. Entonces estamos ante el nacionalismo como ideología y, entonces, Cataluña, Flandes o Alemania (o España, claro) pasan a ser algo más que comunidades de individuos con derechos en tanto que tales agregados –los “derechos de los pueblos” sólo tienen sentido en tanto que formas indirectas de aludir a derechos individuales- sino entes con derechos y espíritus propios. Cuando en la frase “el catalán es la lengua propia de Cataluña”, “Cataluña” queda personalizada, como una especie de ente autoconsciente, estamos ante el inicio de un desvarío que será todo en la vida menos liberal (compárese, por cierto, dicha frase con “el castellano es la lengua española oficial del Estado”).

Ahora bien, ¿significa esto que los liberales no pueden promover nunca la ruptura de un estado? No, aunque esto pueda conllevar la paradoja aparente de que se pueda ser liberal y separatista pero no liberal y nacionalista. Se dice a menudo que el fin último de los nacionalismos es convertir a sus naciones en estados, y es cierto que, pudiera ser que muchos de los que denominamos “nacionalismos” sean simples separatismos-independentismos (tengo para mí que no es el caso, porque buena parte de los independentistas de los que tengo noticia son, además, nacionalistas, y mucho) pero la historia muestra que el nacionalismo es algo más profundo. La Alemania nazi era ultranacionalista, y ya tenía un estado. Y es que el mero hecho de alcanzar el rango de estado no agota el desenvolvimiento del “espíritu nacional” que, entonces, empieza a revelar sus rostros más terribles. Esto es, contra lo que se suele pensar, el separatismo no tiene por qué ser la exacerbación del nacionalismo, por más que suelan presentarse juntos.

Los estados son, esencialmente, instrumentos al servicio de los individuos. Organizaciones políticas cuya principal, o más bien única, razón de ser, es la de servir de marcos al desarrollo de las personas –y de los pueblos, si se quiere, en tanto que conjuntos de personas- que viven en ellos. En la medida en que un estado cumple insatisfactoriamente con esos fines, es perfectamente legítimo desear que cambie o, simplemente, intentar crear otro. Así pues, el separatismo puede ser legítimo y aceptable desde el punto de vista liberal. No obstante, eso requiere algunos matices importantes (eludo conscientemente el problema de los medios por los que se persiguen los objetivos, claro).

El primer matiz es que, por lo común, esas aventuras tienen como compañeros de viaje a genuinos nacionalistas, por lo que el punto de llegada puede ser mucho peor que el de partida. Que el estado español, por ejemplo, es muy mejorable en muchos sentidos es indudable, pero que pueda ser sustituido con ventaja por un estado vasco es harto dudoso – por lo menos desde el punto de vista de los que no pertenezcan a la tribu que se prevea dominante.

El segundo matiz es que la historia no parece avalar en exceso la creación de una profusión de estados como mecanismo para mejorar la calidad del orden político y económico. El secesionismo, con algunas excepciones notables, no suele conducir a buenos resultados. Es bastante mejor política la de que los existentes se adapten a los requerimientos mínimos (la solución, por ejemplo, para los kurdos de Turquía no es un Kurdistán independiente, sino que Turquía respete, de una vez por todas, los derechos de todos sus ciudadanos). Conozco quien piensa que un mundo con multitud de estados débiles es un escenario mucho mejor, en la medida en que cosas como la competencia fiscal harían más llevadera la existencia. Discrepo por completo de esa interpretación. Creo que debemos tender a un mundo con menos estados, no con más, por múltiples razones. “Estado débil” y estado mínimo no son sinónimos. Y antes que mínimo, un estado ha de ser de derecho.

Así pues, mi conclusión sería que el objetivo de separar un estado de otro es una cuestión, en sí misma, que puede ser analizada como conveniente o inconveniente, oportuna o inoportuna, pero es en cualquier caso compatible con casi cualquier ideología. Y, sí, probablemente también con el liberalismo. ¿O no?...

miércoles, julio 20, 2005

EDWARD HEATH O LA EUROPEIDAD BRITÁNICA

Hace unos días murió el ex premier británico Edward Heath. La figura de Heath quedó, sin duda, empequeñecida –como la de todos los primeros ministros después de Churchill- por el ciclón Thatcher, con toda probabilidad el personaje más carismático de la política británica tras el viejo león.

Sin embargo, si por algo se recordará a Heath será por haber sido el gran promotor del ingreso del Reino Unido en el entonces Mercado Común, hoy Unión Europea. Sucedió en 1973, con él en el 10 de Downing Street, pero ya había estado involucrado en el proceso desde mucho antes y desde otros puestos.

Heath no compartía, parece evidente, la dicotomía churchilliana entre “Europa” y el “Reino Unido”. Conviene recordar que Churchill era un fervoroso defensor de la unidad europea... pero no se le ocurría pensar que el Imperio Británico –él empleaba aún esa expresión- fuese a integrarse nunca en ella. Más aún, en el pensamiento churchilliano, como en el de algunos otros líderes británicos, existía y existe una especie de contraprestación entre Europa –aún hoy sinónimo de esa otra expresión tan isleña de “el continente”- y el mundo anglosajón. En este sentido, fue capaz de iniciar el difícil proceso, en parte no concluido, de poner en hora el reloj de la soberbia Albión.

Es verdad que los ingleses parecen encontrar un placer especial a jugar a la diferencia. Pero las evidencias cantan. El Reino Unido no sólo es una parte de Europa, sino una parte vital. Es, sin duda, una de las tres naciones centrales del continente –las otras dos son Francia y Alemania- y forma parte de su espina dorsal. Ni los demás países europeos, España entre ellos, desde luego, pueden siquiera pensar en comprender su historia sin tener en cuenta el “factor inglés” (¿fue Toynbee el que afirmó que nuestra “área cultural” está formada por aquellos países que ineludiblemente hemos de tener en cuenta para comprendernos cabalmente a nosotros mismos?) ni, por supuesto, el Reino Unido podría concebirse sin los demás países europeos.

No es verdado que los ingleses se parezcan más a los americanos que a sus conciudadanos del otro lado del Canal. Como siempre, todo es cuestión de si las diferencias se quieren minimizar o se quieren ampliar, y es cierto que la lengua, las bases del sistema jurídico y otros factores importantes son muy similares a ambos lados del Atlántico, como no podía ser de otro modo. Pero ello no debe ocultar la realidad de la cercanía, de los intercambios comerciales y culturales, de las directivas comunitarias compartidas, en fin... de cuanto les une al resto, que es mucho, mucho más de lo que les separa.

Otra cosa, sin duda, es que pueda haber y de hecho haya diferentes maneras de vivir la europeidad, porque la cultura occidental es plural y, sobre todo, existan distintas opiniones acerca de qué es y qué debe ser la Unión Europea como proyecto político que aspira a materializar esa Europa unida en la que todos pensamos. En este campo, la visión inglesa es muy diferente de la que representan los países centrales del Continente, pero no creo que sea menos legítima. Más aún, dado el marasmo en el que nos encontramos gracias a la acción de estos “políticos mínimos” que padecemos, es muy bueno que haya quien, por opinar diferente, pueda aportar una nueva forma de ver las cosas, o una salida, si se prefiere.

La ilusión que Tony Blair puede generar –en la medida en que un político europeo puede generar ilusiones- se basa, precisamente, en que viene de un país no sujeto a las convenciones habituales, en que es distinto y, por tanto, quizá pueda promover fórmulas distintas que pueda merecer la pena intentar. Si hay un plan B, seguro que sólo los ingleses pueden producirlo, toda vez que otros han agotado sus ideas y otros han abdicado hace tiempo hasta del deber de pensar.

Creo, en suma, que Edward Heath estaba en lo cierto. El sitio del Reino Unido estaba y está en Europa. No, quizá, en una Europa uniforme, pero sí en una Europa más real y menos pretenciosa. Una Europa más anglosajona, en suma.

martes, julio 19, 2005

AUTONOMÍAS E IMPUESTOS

Ayer tuve conocimiento de dos noticias interesantes. Por una parte, oí en la radio que el presidente Chaves podría estar sondeando a los grupos de la oposición para ver cómo recibirían el que Andalucía empleara su capacidad de fijación de tributos para, elevando la presión fiscal, financiar la sanidad –por lo visto, el PP se opondría y el Partido Andalucista e IU lo verían aceptable-. Por otro lado, leo en el mundo que los técnicos de Hacienda andan bastante cabreados ante la continua presión que las comunidades autónomas ejercen sobre el sistema de financiación teniendo, como tienen, mecanismos propios para elevar su recaudación.

Entiéndaseme bien. Lejos de mí apoyar subidas de impuestos. Además de por principio, porque no creo que representen la política más adecuada en estos momentos, ni mucho menos. Si considero interesantes ambas noticias es porque ponen el dedo en la llaga de una realidad que muchos parecen no querer ver, y es la de que las comunidades autónomas españolas tienen mucho más margen de maniobra del que parece deducirse del continuo matarile al que nos están sometiendo. Si, verdaderamente, tienen problemas acuciantes, pueden acudir a medios propios antes de jugar al victimismo.

Contra lo que pueda pensarse, las comunidades autónomas en nuestro país no tienen nada de menesterosas. Pese a que su visibilidad es menor que la de los otros dos niveles de la administración, el Estado y los ayuntamientos –por la relevancia social de los servicios prestados, el uno, y por la cercanía, los otros- controlan una parte muy suculenta de la tarta de los recursos (recuérdese que, como dice Rodríguez Braun, las administraciones públicas controlan directamente la mitad del PIB e indirectamente casi todo). Y no es cierto que las competencias hayan llegado completamente ayunas de medios.

Pero es que, además, los parlamentos y gobiernos autonómicos lo son realmente, esto es, son entes dotados no de mera autonomía administrativa, sino también de autonomía política. Sin embargo, a la hora de tomar decisiones que implican responsabilidades directas, toda la pomposidad habitual, toda la simbología, todos los oropeles, se tornan discreción y perfil bajo. Tengo un problema... ¡arréglemelo! De este modo, las autonomías empiezan a parecerse mucho a esos hijos que, pasada holgadamente la raya de la mayoría de edad, se ofenden ante la menor pregunta acerca de en qué emplean su vida y no consienten injerencias; más aún, miran retadores a sus padres como si estos fueran responsables de que no tengan un piso con dos plazas de garaje, un coche y un plan de pensiones... ahora bien, que a nadie se le ocurra preguntar por qué son incapaces de agenciarse un trabajo (cuando no existan obstáculos objetivos para ello), por qué no se van de alquiler o por qué no aceptan rebajas temporales en sus niveles de vida a cambio del ansiado bien de la independencia – es más, muy al estilo del propio estado, los padres suelen mostrar una gran empatía y ponerse en el lugar de sus desdichados retoños. Jamás se hacen la pertinente pregunta –previa a todo compadecimiento- de si su hijo hace cuanto está en su mano por alcanzar sus objetivos o, simplemente, si tiene objetivos.

Esta dinámica es tramposa. Y es que, claro, tener que subir los impuestos para financiar los gastos puede tener varios efectos.

El primero, desde luego, es el cabreo inmediato, porque a nadie le gusta que le metan la mano en el bolsillo.

El segundo puede ser más grave aún, desde el punto de vista del político que “hace país”, porque es la reflexión inducida: si pides dinero es porque te falta... ¿qué has hecho con el que tenías? Es decir, la presión fiscal puede ser un incentivo a la exigencia de rendición de cuentas.

Y, finalmente, está la cuestión mayor. Alguien podría cuestionarse muy seriamente, si no el proceso autonómico en su conjunto sí, desde luego, su irreflexiva “profundización”. El dichoso “mejor cuanta más autonomía” puede ser puesto gravemente en tela de juicio si metemos en el análisis, como sería de rigor, la variable de los costes. Al fin y al cabo, por ejemplo, la sanidad es un servicio que los usuarios esperan sea de una determinada calidad, siéndoles, creo, relativamente indiferente quién se lo preste. Cuánto cuesten las cosas es algo importante. A igualdad de calidad de servicio, es de sentido común que la gente preferirá el sistema que implique menos costes e, incluso, si los incrementos de calidad van acompañados de aumentos de la presión fiscal, empieza a tener sentido plantearse no qué nivel es el óptimo, sino cuál es el que, razonablemente, nos podemos permitir.

En resumidas cuentas, son buenas noticias que alguien empiece a plantearse que no es posible tener atribuciones y poder exentos de responsabilidad. Y los andaluces, que anden con cuidado.

lunes, julio 18, 2005

PAX TELEVISIVA

Leo en los periódicos que el Esdrújulo –tan bisoño, él, para unas cosas y tan avezado para otras- habría llegado a una especie de “pax televisiva”, con todos los interesados en el asunto del reparto de la futura televisión digital. Al parecer, nuestro ínclito presidente habría ofrecido un reparto bastante equitativo de la tarta. Suficiente, al menos, para acallar las protestas y obtener calma en un asunto que se prometía turbulento.

Nada habría que objetar, si no fuera porque nuestros periodistas tienen tendencia a llenarse la boca con su imprescindible papel en la defensa del estado de derecho. Sobre todo alguno que anda jugando a equilibrista, y que en algún editorial churchilliano poco menos que ponía a Dios por testigo de que no iba a dejar que la democracia en España se pervirtiera. Ahí estaba él, para remediar los desmanes de todos los demás poderes, jurídicos y fácticos, de nuestra languideciente nación.

Pues he aquí que semejante furor en favor de la recta aplicación del derecho no se aplaca tomando las decisiones correctas, sino retocando las incorrectas para que, sin dejar de serlo, beneficien a más de uno. Una vez más, en España no se aspira, en realidad, a que cesen la injusticia y el latrocinio, sino a que estén mejor repartidos.

Yo no sé mucho del tema, pero he oído que la concesión al señor Polanco de un nuevo canal en abierto podría haber violado flagrantemente la Ley de Contratos del Estado, porque no hay mucha “razón de interés público” que avale la necesidad inmediata de que el de Valdemorillo disponga de un canal analógico en abierto – cuando hizo su última comanda, lo pidió de pago, fórmula en la que ostenta el monopolio. Las condiciones de su licencia eran las que eran, y no se ve muy claro por qué habrían de cambiarse.

Pero este asunto puede que deje de interesar del todo. Toda vez que se ha logrado la “justicia material”, ¿a quién le importa si son galgos o podencos, no? Al parecer, la posibilidad de que el Gobierno de la Nación haya podido violar la ley no es demasiado interesante en sí misma. Es sólo munición adicional en caso de que haya una causa “verdadera” que dirimir.

Ocurre algo así como con la falsificación de documentos mercantiles... que sólo es relevante cuando estás en un lío, pero en sí misma, no (es decir, si alguien te tiene ganas y no tiene de qué acusarte, te acusará de falsificador de balances, pero si no te metes con nadie, tampoco importa mucho qué historias cuentes, total, aquí nadie se cree nada...)

Pasan los años, pasan los gobiernos, pero continúa esa sensación de conchabeo permanente, de falta de transparencia, de que el que se queja se queja sólo porque está fuera de juego y no por principios. En cierto sentido, es una de las claves de nuestro drama: el socavón ético en que nos encontramos. España sólo es un estado de derecho para quienes, afortunadamente, a nadie importamos –lo que denominamos “progreso” es que la base de los que no importamos vaya creciendo-. Como no somos amigos ni enemigos, podemos aspirar a la aplicación de la ley, ni más ni menos, y a tener un juicio justo. A buen seguro, nadie va a intentar meternos en la cárcel porque sí, o arruinarnos por pura inquina, pero es más seguro todavía que ningún tribunal constitucional va a replantearse por nuestra causa su doctrina de la prescripción, en el dudoso supuesto de que llegara a admitir a trámite nuestro recurso.

País de cínicos y de piensa mal y acertarás. El que anda por ahí, clamando justicia, suele ser porque no le dejaron entrar en la banda. Así de simple.

domingo, julio 17, 2005

LA INACEPTABLE "ALIANZA DE LAS CIVILIZACIONES"

De la “alianza de las civilizaciones”, que trasciende la mera anécdota para convertirse en una idea-fuerza de la política zapateril, de han dicho muchas cosas, desde que es insoportablemente cursi hasta que es inviable. Pero, a mi juicio, se soslaya, a menudo, que es también difícilmente sostenible desde el punto de vista moral y representa una traición a lo más noble de la tradición occidental.

Toda la historia de la reflexión ética, jurídica y política en esta parte del mundo terminó cristalizando en esa especie de tablas de la ley contemporáneas que contienen los “derechos humanos”. Ni el concepto está acabado ni, desde luego, hay un consenso absoluto acerca de cuál es la mejor vía para garantizar su respeto. Pero lo cierto es que las revoluciones burguesas dieron forma, codificaron, si se quiere, una serie de nociones difusas que habían estado entre nosotros desde los albores de la era cristiana, y aún antes. Su última proclamación solemne fue su afirmación en el momento fundacional de la Organización de las Naciones Unidas –probablemente el único instante en que dicha organización y la idea de la que parte caminaron al unísono, porque, desde entonces, todo ha sido divergencia-. Ese día, si hemos de creer lo que afirman quienes se adhieren voluntariamente al organismo, los derechos adquirieron carácter universal o, al menos, fueron reconocidos en muchos países del mundo, algunos de ellos de tradición no estrictamente occidental.

La conciliación del paradigma de los derechos humanos con tradiciones culturales no occidentales es complicada –porque, sí, por más que nos empeñemos, la afirmación de que son universalmente válidos a priori no puede ser fácilmente liberada de su carga dogmática; es una creencia- pero posible. Ahí está, por ejemplo, el Japón contemporáneo como ejemplo sobresaliente.

El primer error de los enfoques multiculturalistas es partir de una especie de “vacío inicial” o de imposible contraste entre diferentes conjuntos de valores. Una idea muy positivista y que, como ya he comentado algunas veces, casa muy bien con la infame tradición de pensamiento derrotista occidental. Pero eso no es cierto. Hay un paradigma vigente, que es el de los derechos humanos, paradigma que está, al menos nominalmente, aceptado en muchos países del mundo pero que, además, en Occidente es el propio, el que deriva de toda la tradición histórica y el que explica no ya buena parte de la organización social, sino casi todas las nociones de lo justo e injusto, lo bueno y malo.

La primera cuestión que se deriva de la vigencia de un paradigma, es la de los límites de la tolerancia. Como bien decía Kelsen, la tolerancia es la única actitud posible ante lo que no conocemos, ante lo que no somos capaces de calificar como inválido. En ausencia de paradigmas o de ideas apriorísticas sobre lo justo y lo bueno, la tolerancia ha de ser total, obviamente, porque no hay posibilidad alguna de fundamentar una solución para la convivencia que no sea puramente arbitraria. Donde es imposible definir, ni siquiera aproximadamente, la justicia, todas las ideas de justicia valen.

Pero eso no es cierto en nuestro caso. Quizá Zapatero y algunos como él, que dicen no creer en dogmatismos, carezcan de intuición alguna sobre el bien y la justicia –cabe preguntarse, entonces, a qué demonios se refieren cuando usan estas palabras, que no se les caen de la boca-, pero esto no vale para la generalidad. Al menos, ahí está nuestra ética de los derechos para demostrarlo.

Desde la creencia en la universal validez de los derechos humanos –proclamada solemnemente en tantas y tantas ocasiones-, la pregunta sería, más bien, por qué no hacemos nada ante la evidencia de que buena parte de los signatarios de la Carta de las Naciones Unidas no los respetan ni tienen la más mínima intención de hacerlo.

En consecuencia, ¿cuál puede ser el fundamento de la “alianza de civilizaciones” o, más bien, cuál ha de ser su fin? El fin no puede ser otro que el de pactar la no agresión mutua –adórnese esto cuanto se quiera-, en otras palabras, en nuestro caso, la renuncia a la extensión universal del paradigma de los derechos humanos y, por tanto, la renuncia a la vocación histórica que fundamenta, entre otras cosas, cosas como el derecho internacional –que bien podría quedar reducido al simple principio de no injerencia en los asuntos ajenos-.

La “alianza de las civilizaciones” no puede ser, cabalmente, otra cosa que el traslado al plano internacional de la democracia no militante que nuestro presidente propugna para nuestro propio país. Una democracia carente de contenidos reales, un puro esquema formal en el que, por reducción a la nada de todos los aspectos exigentes, termine cabiendo casi todo. Del mismo modo que pretende solventar el histórico problema que tienen algunos para ser españoles vaciando de todo contenido real esa condición, el “pacto de no agresión universal” deberá basarse en cuestiones formales, de manera tal que poco, o nada, importe la justicia material de las situaciones.

Concluyendo, que la “alianza de las civilizaciones” supone, con toda probabilidad, apartarse de la militancia en pro de una sociedad universal más justa (no para los estados, sino para las personas), creo que es claro. Esto puede deberse a que haya quien piense que no hay un concepto universal de “justicia” y, por tanto, las alternativas están condenadas al fracaso. Una de dos: o esta actitud es profundamente inmoral, o es nuestro propio sistema el que debe ser sometido a una profunda revisión, porque se concluye que es erróneo.

¿Se entiende ahora por qué algunos afirmamos que, al menos parte de, nuestra izquierda es nihilista? Sólo desde el nihilismo pueden entenderse ciertas actitudes y ciertas propuestas. Sólo el nihilismo sirve como hilo conductor de políticas e iniciativas. Sólo desde el nihilismo puede llegar uno a comprender a nuestro iluminado Presidente.

sábado, julio 16, 2005

REFORMAS EN LA JUSTICIA

Dos cosas llaman la atención en el proyecto de reforma de la justicia cuyas líneas generales se van conociendo estos días: la idea de los “jueces de proximidad” y las reformas de los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas. Hay más cosas, claro, como la enésima medida para que, por narices, el mundillo “progresista” obtenga una representación en todos los ámbitos que no les corresponde ni de lejos, pero esto ya es el pan nuestro de cada día.

En cuanto a los jueces de proximidad, que serán, creo, simples licenciados en derecho, sin mediar la oposición correspondiente, sólo cabe decir que se resucitan viejas figuras y se abren las puertas a la colocación de amiguetes, cuestión en la que los socialistas son maestros consumados. En todo caso, nada sorprendente, pues corren malos tiempos para los viejos cuerpos funcionariales napoleónicos, caracterizados por la alta especialización y la inamovilidad, al estilo francés (los jueces no dejan de ser, en un país como España, unos funcionarios más, sin que esto implique ningún menoscabo).

Nada habría que objetar a ello, incluso hasta sería conveniente, de no ser porque, en un país que carece de una moral pública digna de tal nombre y donde el código penal marca el máximo y el mínimo ético, es difícil confiar en que el viejo sistema de exámenes competitivos –las oposiciones- pueda ser sustituido con ventaja. Paradojas de la vida, si se quiere, pero cuanto más mayor se hace uno, más cariño les coge a nuestras entrañables instituciones jurídicas administrativas, porque sólo ellas terminan por garantizar unos mínimos de control, solvencia técnica e independencia de la administración. Temed a cualquier político que os hable de “flexibilidad” y “modernidad”, porque las más veces eso significará “manipulación”, “amiguismo” y “descontrol”.

Pero, en fin, más enjundia puede presentar el asunto de los TSJ. López Aguilar es un constitucionalista consumado, y por ello pisa la raya por el lado de dentro. Pretende, creo, ampliar las funciones casacionales de los TSJ al derecho autonómico y eliminar las salas de gobierno, para crear unos “consejos autonómicos” semiautónomos (valga la redundancia) del Consejo General del Poder Judicial.

Ni una ni otra cosa violan la letra de la Constitución. En primer lugar porque es preciso distinguir entre el poder judicial desde el punto de vista jurisdiccional –en su función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado- y el poder judicial desde el punto de vista gubernativo –esto es, cómo se organizan los juzgados y tribunales en tanto que conjunto de órganos que encarnan un poder del Estado-. En tanto la unidad jurisdiccional, íntimamente ligada a las funciones casacionales del Supremo (garante último de que la ley es igual para todos y se interpreta para todos del mismo modo) implica que el poder judicial es única y exclusivamente estatal, no ocurre lo mismo con los aspectos gubernativos, en los que cabe manga ancha.

En cuanto a las funciones de casación del derecho foral y autonómico, tampoco va contra el principio de igualdad el que residan en los TSJ puesto que, al fin y al cabo, la unidad implica que el ámbito de la casación y el del derecho coincidan. El que el TSJ de Baleares, por ejemplo, case sentencias que versen sobre derecho autonómico poco afecta a la igualdad entre españoles, en la medida en que, de entrada, sólo a unos pocos les será aplicable el derecho balear.

Ahora bien, una vez más, hay que insistir en que la mera legalidad de una reforma no la convierte en conveniente ni en deseable. Es imposible ocultar que, una vez más, bailamos al son que marca Carod Rovira. Ellos deciden qué se hace, y la misión del Gobierno parece ser que se haga sin demasiados destrozos.

Empieza a ser el cuento de nunca acabar, y no es más que una extensión a otros ámbitos del dichoso debate de los estatutos. Nadie se ocupa de justificar la necesidad de unas reformas que tienen a los parlamentos y gobiernos autonómicos medio bloqueados, en algunos casos. Y el papel del Gobierno, de nuevo, parece ser el de salvar los muebles.

¿Ha funcionado mal la estructura gubernativa del poder judicial hasta la fecha? Hasta ahora, la única queja real, recurrente, es que la democracia no producía mayorías suficientemente “progresistas” –lo cual es inaceptable, claro-. Aparte de eso, creo recordar que sólo aita Arzallus (que se creía con derecho a nombrar obispos, con que no te digo jueces) se quejaba de los jueces que le nombraban, se conoce que porque no sabían euskera y, encima, se sabían el Código Penal, lo cual es harto inconveniente, claro.

No es que funcione mal, es que a Carod no le gusta. Pues habrá que cambiárselo, para que se sienta cómodo.

viernes, julio 15, 2005

LECCIONES DE WORLDCOM

Un tribunal de Nueva York ha impuesto al primer ejecutivo de Worldcom una sentencia antológica. Más de veinte años por falsificar las cuentas. Ahí es nada. Vista con ojos españoles, la sentencia no puede provocar sino perplejidad, a poco que se piense (ojalá nos sintiéramos perplejos y nos hiciéramos preguntas con más frecuencia, que ya decía Einstein que toda ciencia surge de la capacidad de asombro...).

Perplejidad, en primer lugar y en términos generales, ante el tremendo rigor del sistema penal americano, hecho este que ya nos es conocido en delitos contra las personas (desde el solemne “le condeno a ser colgado por el cuello hasta morir” típico de las películas del Oeste y sus juicios sumarísimos hasta las muy reales condenas a pena capital en diversos estados, o a cadena perpetua en otros – ambos temas también muy cinematográficos), pero que quizá lo es menos en delitos contra el patrimonio. Pero, en fin, nuestros aficionados a la materia prefieren dedicar sus esfuerzos a denunciar la “inhumanidad” del sistema norteamericano –que no digo yo que no sea perfectible, aunque me temo que sus taras principales son de orden procesal (fundamentalmente por el uso y abuso de esa institución tan adorada por todos los progres del mundo que es el jurado)- en lugar de a explicar cabalmente por qué España tiene uno de los derechos penales menos rigurosos de nuestro entorno cultural (¿Suecia, Francia, el Reino Unido son países más “inhumanos” que España?, porque en todos ellos existe, por ejemplo, la cadena perpetua).

Pero, sobre todo, lo más llamativo, desde un país en el que la mentira y el chalaneo se encuentran adheridos a la vida pública mediante una indecente tolerancia, es el rechazo que en aquella sociedad produce el engaño. De hecho, buena parte de la diferencia entre una insolvencia fortuita –cosas de la vida de los negocios para las que todo inversor ha de estar preparado- y un fraude estriba, precisamente, en el engaño, así que lo que se ventilaba en el juicio no es tanto la ruina económica que, ya digo, son gajes del oficio y per se no tiene por qué ser culposa o no tiene por qué serlo hasta merecer tantos años de cárcel, como la falta a la obligación de proporcionar información veraz.

Hay una cosa que por estos pagos no hemos terminado de aprender, que es la importancia de la ética como elemento imprescindible en la economía de mercado. Para muestra un botón: yo estudié lo que en su día se llamaban ciencias empresariales, y recuerdo que en el currículo había, prácticamente, de todo un poco (que, al fin y al cabo, una empresa es un ser vivo y multidimensional): historia, sociología, estadística, derechos, contabilidad y teoría acerca de la valoración todos los productos financieros habidos y por haber.... pero ni había ninguna asignatura de ética. Y eso en los Estados Unidos es impensable. Obsérvese el elenco de materias que componen, por ejemplo, los requisitos para obtener el título de analista financiero registrado (CFA) y se concluirá que un buen número de créditos -como se dice ahora- corresponden a ética y deontología profesionales. Y es que la experiencia puede proporcionar competencia profesional, pero difícilmente cambia unos valores que deberían estar aprendidos antes del primer día.

Es, precisamente, la ética lo que hace posible que fondos de inversión milmillonarios en dólares inviertan cantidades monstruosas en productos financieros sin más respaldo que la información pública. Los analistas del fondo están preparados para todo y pueden valorarlo casi todo, y sus inversores, en última instancia, saben que corren riesgo. Pero todo se viene abajo, como un castillo de naipes, si la información en la que todo se basa, los documentos contables, son falsos.

Los europeos, tan cínicos ellos, dicen que, ante casos como el de Worldcom o como el de Nerón los americanos “sobrerreaccionan” (en parte puede ser cierto). Pero es que es difícil imaginar hasta qué punto estos casos socavan los fundamentos del sistema. Hasta qué punto todo el mecanismo puede entrar en crisis si falla la confianza, que es el auténtico sostén de los mercados y, por extensión, de las economías occidentales.

En general, el crédito de una persona no es sino la medida de cuánto se puede “creer” en ella. Por eso la reputación es un activo. Un activo que se debe cuidar. Imagino que, visto desde la otra orilla, tiene que resultar incomprensible el escaso o nulo valor que en este lado se concede a la palabra. Lo barata que sale la mentira, en general. Todos los días oímos de gente que sigue en la vida pública, como si nada hubiera pasado, tras acontecimientos que, en otros lugares, dañarían su crédito para siempre. Sin ir más lejos, dos conocidos financieros andan a la espera de que un Tribunal confirme que su delito ha prescrito. Entiéndase bien, no arguyen que no hayan delinquido, sino que, jurídicamente, han sido más listos que el sistema. Y siguen yendo a fiestas y haciéndose fotos. Una señora acusada, creo que con todo fundamento, de plagio, es la estrella de la televisión. Y podríamos seguir...

Por eso no tenemos verdaderos mercados ni verdaderos empresarios –con honrosas excepciones- sino corros de amiguetes y conseguidores. Porque mentir no desacredita. Porque en un país donde la vida humana vale bastante poco –a juzgar por las comparaciones con otros lugares- ¿qué puede importar la falsificación de unos papeles contables?

Vivimos en un país donde el los límites de la ética coinciden milimétricamente con los del derecho, donde el código penal, más que mínimo, es máximo. Donde es lícito todo lo que es legal y, por tanto, no hay más moral que la formal y la de la apariencia. Todo ello combinado con una justicia lenta y, en ocasiones, sospechosa de politización. Como ya he dicho otras veces, no hay muchos lugares donde uno pueda ufanarse en público de no pagar sus impuestos –esto es, de robar- sin que eso produzca un rechazo social evidente. ¿No te han pillado?... pues entonces, vale.

Por eso este es el país de los informes de todo tipo (porque la contabilidad, pública, registrada y accesible es poco menos que inútil en la mayoría de los casos), de los avales bancarios para alquilar pisos, del no sabe usted con quién está hablando y del pago por adelantado. Ah, y el único donde te exigen que te identifiques al pagar con una tarjeta de crédito... por tu bien, claro. ¿Han caído alguna vez en la cuenta de la presunción que eso supone? ¿En qué cabeza cabe que uno tenga que probar que es uno mismo? ¿Acaso no debería probarlo quien lo cuestione?

Y lo malo es que, en efecto, es por nuestro bien. Es mejor la política preventiva... porque lo que está claro es que de ningún modo aquí le hubieran caído al de Worldcom más de veinte años. ¡Si no ha matado a nadie, hombre!

jueves, julio 14, 2005

ZAPATERO Y EL NOMINALISMO

Ayer mismo, en el diario el Mundo, Joseba Arregui publicaba un interesante artículo, a doble página, sobre el nuevo debate nominalista que parece aquejar a la política española. Nos recordaba Arregui que, allá por el siglo XIV –si no recuerdo mal (para los de la Logse: eso es la Baja Edad Media)- el asunto del nominalismo ocupó a las más importantes mentes de aquel tiempo, y no nos ha abandonado nunca, desde entonces. En realidad, como también decía Arregui, el nexo entre palabras y realidad no se discutía por puro prurito científico, sino por una cuestión de poder. Por el poder máximo sobre la realidad, que no es otro que el poder de conformarla.

En un ensayo que ya he citado en otras ocasiones, “La Lengua del Tercer Reich”, el lingüista Víctor Klemperer exponía con meridiana claridad cómo ese proceso de conformación de la nueva realidad tuvo lugar, mediante una manipulación intensa, a veces grosera y a veces sibilina, del lenguaje.

Una de las frases más profundamente imbéciles con las que se quiere despachar cualquier cuestión cuando se considera poco relevante es que “eso es una cuestión semántica”. Quien profiere esa frase suele, supongo, ignorar qué significa “semántica”, puesto que no se explica, si no, cómo puede soslayarse que casi todas las cuestiones sobre las que discutimos son semánticas. La semántica es la parte de la lingüística que se ocupa, nada menos, que de lo que las palabras significan. Si no estamos de acuerdo sobre lo que una palabra quiere decir, es que no estamos de acuerdo sobre la realidad subyacente, sobre esto creo que cabe poca discusión.

Las palabras son símbolos, ya se sabe. De hecho, son los más importantes de todos los símbolos. Y nuestra relación con la realidad, en sentido amplio –el propio hecho de vivir, si se quiere- es una manipulación de símbolos constante. Somos seres eminentemente simbólicos. Esto es de sobra conocido por mucha gente, especialmente por quienes quieren influir en los demás, como es lógico, desde los expertos en marketing, a los expertos en retórica, pasando por todos los nacionalistas – que, hoy por hoy, en la España contemporánea, son los grandes manipuladores de símbolos.

Viene todo esto a cuento porque, a propósito del dichoso debate sobre la inclusión del término “nación” en el estatuto catalán –cuyo alcance, por supuesto, ve Arregui muy claro- afirma hoy Jesús Cacho lo siguiente, en relación con Zapatero: “Dicen que el presidente, optimista por naturaleza, cree que la sangre no llegará al río y que las palabras son sólo eso, palabras incapaces de alterar la vida y la realidad de las cosas, de donde se infiere que da lo mismo que en el Estatut figure aquello de que “Cataluña es una nación" o que no figure” (artículo completo aquí).

La afirmación es ciertamente creíble, porque es concordante con las manifestaciones públicas de ZP. Y da una idea cabal de la peligrosidad del sujeto. Porque, desde luego, siempre me he negado a aceptar la idea del “bambi” ingenuo o, lisa y llanamente, del ignorante. No creo que el Esdrújulo sea ni lo uno ni lo otro.

Es algo bastante peor. Se trata de una subespecie de lo que Jon Juaristi llamaría semiculto. Un tipo que es suficientemente osado como para lanzarse a ciertas aventuras intelectuales, pero no lo suficientemente ducho como para salir de ellas con bien, me temo. Zapatero parece quedarse siempre a mitad de camino. Sabemos que rechaza todo lo dado, rechaza todo lo convencional, que entiende que las palabras no significan nada y, por tanto, no conforman la realidad. ¿Qué conforma la realidad, pues? ¿Dónde está su alternativa? De momento, lo único que ha hecho bien es destruir, es poner todo en cuestión y patas arriba. Todo por... ¿nada?

Porque lo que este filósofo de pacotilla se niega sistemáticamente a ofrecer son respuestas no sobre sus puntos de partida –sabemos que lo rechaza todo, que todo le parece prescindible, bueno- sino sobre sus puntos de llegada.

Yo cada día le tengo más miedo.

miércoles, julio 13, 2005

TRES MENTIRAS (CONTINUACIÓN)

Mi artículo sobre las “tres mentiras” de hace unos días ha traído consigo una interesante y larga réplica en forma de comentario –que está ubicada algo fuera de sitio, entre los comentarios al post sobre política exterior de anteayer- de uno de mis corresponsales favoritos del campo contrario al que, por cierto, ya echaba de menos (y es que uno se pone triste cuando se siente ignorado por los afines, pero cuando parecen olvidarle los adversarios se empieza a preocupar de veras). Al grano. La réplica atacaba las tres afirmaciones que yo describía como mentirosas. Ahí va la contrarréplica, o aclaración ya que, como siempre, concedo de entrada que pudiera no haberme expresado del todo bien.

SOBRE LAS “CAUSAS” DEL TERRORISMO

Una primera cuestión que sobre la que no ha lugar a discusión es si existe o no un presunto anatema sobre todos aquellos que pretendan acercarse al fenómeno terrorista con ánimo de comprenderlo – normalmente para mejor combatirlo. Por supuesto que no. Es más, la cerrazón intelectual y los apriorismos no conducen a nada, en ningún terreno, y menos en este, porque parece bastante claro que estamos muy faltos de conocimientos útiles al respecto, sobre todo porque el acervo acumulado en muchos años de lucha con los terrorismos “domésticos” parece servir de poco.

Dicho esto, concede mi corresponsal que la noción de “causa” es en extremo problemática. Y lo es especialmente en el terreno ético-moral, donde es muy difícil escindir el análisis de las motivaciones del juicio valorativo. Sólo tiene, en ese plano, sentido entrar a discernir los motivos de una conducta si es que nuestra valoración de la misma va a variar en función de la respuesta. Este es el sentido de la idea de que no existe “causa” posible para el terrorismo. Es tanto como decir que no existe motivación, por válida que sea en abstracto, que lo legitime. Se me dirá, no sin razón, que esta afirmación es tramposa, en la medida en que la propia definición del terrorismo está vinculada al contexto. Materialmente, el terrorismo no es más que una forma de violencia. Su calificación procede de las circunstancias en que esa violencia se ejerce. En este sentido, soy consciente de que la idea que expongo exige una petición de principio. Petición de principio que es fácil de satisfacer en el caso de los atentados Islamistas en Europa.

Si cambiamos la noción de causa por la más neutra de “circunstancias” o “factores” que se han de tener en cuenta en el análisis, la cosa cambia, sí. La noción del “mar de injusticia” debe desecharse, entonces, por improcedente. Con carácter general, no parece que el terrorismo esté vinculado a situaciones de injusticia objetivamente consideradas –no, al menos, a situaciones de injusticia de imposible superación-. O bien, si se prefiere, no hay situación que no resulte injusta en la mente de algún terrorista, lo que es tanto como decir que es perfectamente inútil rastrear el mapa de las injusticias desde nuestro punto de vista, porque así sólo conseguiremos neutralizar las que a nosotros nos parecen relevantes (ello nos conduciría, probablemente, a la conclusión de que en Euskadi no hay entuerto que desfacer, contra lo que piensa toda la patulea nacionalista). Y si adoptamos sus puntos de vista, es evidente que los que creamos el mar de injusticia somos nosotros mismos –volviendo al ejemplo de Euskadi, hemos de recordar que la “injusticia” sólo se reparará el día que no quede un vasco no euskaldún sobre la faz de las tres provincias, ¿es eso razonable?-.

Se dice, a menudo, que la población de los países árabes está sometida a un deterioro constante en el nivel de vida y en su situación socieconómica. ¿Obedece eso a alguna injusticia que proceda del exterior, que nosotros podamos reparar (como no sea por el expeditivo método de sustituir manu militari las estructuras políticas – cosa que tampoco parece gozar del beneplácito de nuestra progresía militante que, en este tema como en otros, se parece mucho, todo hay que decirlo, al perro del hortelano)? Me da la sensación de que no existe otra razón para que el nivel de vida se degrade, por ejemplo, en Arabia Saudí que la incapacidad de sus propios sátrapas. Quizá la “gran injusticia” se refiera a la existencia de Israel, pero con eso vamos luego.

Paradójicamente, allí donde Occidente ha contribuido, en parte, al “mar de injusticia” no surgen grupos terroristas. No hay terrorismo global proveniente de África o de América Latina. Finalmente, es cierto que, con la excepción de los territorios palestinos, no es en absoluto cierto que el ejército de la Yihad esté compuesto por desheredados de la tierra. Lo más granado del Islamismo se recluta en escuelas coránicas y madrazas de Arabia Saudí, Egipto, Pakistán... o, directamente, en Madrid, Londres o Hamburgo.

Me temo que la teoría del “mar de injusticia” aporta poco a la cabal comprensión del fenómeno. Ahora, pues, ¿a qué se refería nuestro Esdrújulo? No lo sabemos, porque si algo caracteriza a nuestro presidente es nutrir su discurso, fundamentalmente, de frases hechas, sin reparar nunca en su significado. Lamentablemente, fuera en el sentido que fuera, quien escriba los discursos de nuestro líder no ha ido a la misma escuela que los que escriben los discursos del resto. La alusión es extemporánea y puede ser muy mal percibida, incluso en el dudoso supuesto de que Zapatero no quisiera decir lo que muchos entendemos que quiso decir.

ISRAEL

Casi siempre que se apunta que del análisis de los acontecimientos del 48 para acá no se deduce incontrovertiblemente que los árabes tengan razón, surge alguien que alarga el pleito, buscando antecedentes más remotos –la parte proisraelí puede, fácilmente, aplicar el mismo método y, de este modo, terminar con los legionarios romanos cercando Masadá-. El nacimiento del estado de Israel no tiene ni más ni menos contenido de injusticia que el de otros muchos estados que, en particular, son hijos de un proceso de descolonización. El estado palestino debería ser igual.

Lo cierto es que Israel es la coartada permanente –lo cual resulta infame viniendo, en particular, de gente que ha hecho tanto daño a los palestinos como el resto del mundo árabe-. Es mentira que la destrucción de Israel sea el fin último. No nos libraremos entregando a ese estado –la única democracia de Oriente Medio, por más que la calidad de los derechos se deteriore cada vez más en la interminable pesadilla en la que ha degenerado el día a día en Israel-, porque el objetivo final es cumplir con el mandato yihadista de un Islam universal.

La estrategia es inteligente, porque pocas cosas hay que den mejor resultado que atizar el fuego del antisemitismo, que aún corroe las almas occidentales, y se nota a poco que se escarbe.

No hay solución “justa” para el conflicto árabe-israelí en la obtusa mente de los integrismos. El líder que firme una paz duradera se condena a sí mismo a muerte, como Rabin y como Sadat. Por otra parte, el pueblo palestino –como el pueblo árabe, en general- empezará a reparar su “mar de injusticias” particular el día que empiece a cuestionarse seriamente la calidad de su liderazgo. El día que se pregunte por qué su posición negociadora no ha hecho sino empeorar.

SOBRE LAS RELIGIONES

Yo no he dicho nunca que el Cristianismo sea superior al Islam. Si he dicho que el mundo occidental es superior, moralmente, a su enemigo, que es el terrorismo integrista y liberticida.

Ahora bien, sí he dicho que ambas religiones no son, ni mucho menos, iguales en su relación con el proselitismo violento. Ignoro si la teología islámica dispone de medios eficaces para neutralizar el mandato de la Yihad y ponerla en consonancia con la convivencia con otros cultos – más allá claro, de ignorar el mandato olímpicamente, esto es, me pregunto si puede resolverse ese enigma sin dejar, al tiempo, de ser buen musulmán.

En todo caso, lo que no creo que conduzca a ninguna parte es ignorar las peculiaridades y consiguientes dificultades de la religión islámica. Que el estado no sea confesional no significa que las religiones deban serle indiferentes o que no deba interesarse por sus doctrinas. El discurso políticamente correcto, además de ser tan vacuo como siempre, puede ser, en este caso, letal.

Por otra parte, no se me entienda mal, tampoco quiero parapetarme yo mismo en la corrección política. Hay formas de vida y creencias que me parecen mejores y formas que me parecen peores... pues claro. Escribí no hace mucho, tomando prestados unos cuantos conceptos de John Gray, que la tolerancia liberal implica admitir que existen distintos conceptos del bien que no pueden ser ordenados entre sí –él dice que son “inconmensurables”, pero yo prefiero hablar de que no se puede establecer una relación de preferencia. El hecho de que existan multitud de concepciones religiosas, éticas y morales perfectamente compatibles con el paradigma de la sociedad liberal –y, por tanto, indiferentes y plenamente válidas- no obsta a que exista otra multitud incompatible y, por tanto, netamente peor.

A la hora de definir el campo de la tolerancia, yo –como la mayor parte de las leyes políticas vigentes en nuestras sociedades- lo hago desde el liberalismo, no desde el cristianismo (el cristianismo es una de las concepciones de la vida compatibles, en general, con el paradigma liberal). Pero el campo de lo tolerable no es infinito. De eso no debería caber duda. Y esta conclusión no es una mera frase hecha o retórica, sino que tiene sus implicaciones. De hecho es la base de la diferencia entre una sociedad “plural” y “multicultural”. Yo creo firmemente en el pluralismo, pero en absoluto en el multiculturalismo (y sé que los términos son problemáticos).

Son indiferentes cualesquiera concepciones de la vida que sean compatibles con los fundamentos de la sociedad abierta. Y hay muchas. Pero otras, muchas también, se quedan fuera, eso seguro.

martes, julio 12, 2005

A VUELTAS CON LA CONSTITUCIÓN

Oí ayer que Jiménez de Parga ha tachado el estatuto valenciano de inconstitucional, por el tratamiento que hace de las competencias del Tribunal Superior de Justicia respectivo. Más gente anda por ahí diciendo que la cosa suscita, cuando menos, dudas. Y eso que este estatuto, tan innecesario como todos los demás, está hecho principalmente por el único partido constitucionalista que queda en España – sobre cuyo comportamiento en este asunto, por cierto, cabe guardar más de una reserva. Algunos comentarios –quizá reiterativos para los lectores habituales de esta bitácora, pero que no puedo soslayar, porque reconozco que el asunto me tiene muy preocupado- me vienen a la cabeza.

El primero es que es fácil que, abierto un proceso estatuyente, el resultado sea inconstitucional. Lo raro es lograr algo que suponiendo alguna diferencia sustantiva con lo que hay, caiga dentro de los límites de la Norma Suprema. Y ello es así porque, merced a las sucesivas alzas de competencias, queda poco terreno que recorrer sin forzar las costuras del modelo.

Porque un error muy extendido es el de que nuestra Constitución no diseñó, en sentido estricto, ningún modelo –en parte a ello hacía alusión el Molt Honorable Maragall cuando dijo aquello de la inmensa “disposición transitoria” para referirse al texto del 78-. No es verdad, hay un modelo (como argumento de autoridad, puedo citar a Jorge de Esteban que, ayer mismo, volvía sobre el tema). Ciertamente no cerrado, difuso, técnicamente desastroso, pero razonablemente claro en sus líneas más básicas. Un modelo donde lo que queda menos claro es, precisamente, el techo competencial de las comunidades autónomas, no tanto porque dicho techo no exista como porque no todas estaban obligadas a alcanzarlo – hoy, evidentemente, esto es cuestión superada.

Es meridianamente claro, sin embargo, que el modelo de estado español es, y tomo prestada la expresión del propio Jiménez de Parga, como ya he hecho otras veces, complejo, pero no compuesto. El estado español es un estado unitario descentralizado, que no un estado formado por agregación. Ese carácter unitario y las funciones que se reservan a sus órganos centrales tienen unas implicaciones importantes.

Los órganos centrales del estado están vinculados, en nuestro sistema, por mandatos fuertes, en los que no cabe transigir. A ellos compete, principalmente, garantizar la realización efectiva de los valores del Título Preliminar –que, incluso, anteceden en el numeral a la cuestión de las bases de la organización territorial, porque el artículo 1 va antes que el 2 (dicho sea sin ánimo dogmático, que ya sabemos que no se lleva)-.

En resumidas cuentas, es posible que las comunidades autónomas atraigan para sí tal o cual competencia, alargando una lista ya de por sí larga. Es decir, se podría avanzar sin riesgo excesivo desde un punto de vista cuantitativo. Pero lo que están buscando la mayoría de las reformas en curso es un cambio de naturaleza cuantitativa. No quieren ser más autónomos, sino ser cosa distinta que autónomos. Ser cuasisoberanos, y ahí pinchamos en hueso, claro.
Este cambio en la naturaleza de la autonomía, esta cuasisoberanía puede buscarse de formas más o menos groseras. Una de ellas, la que supone un ataque frontal al Texto Constitucional, es el empleo de la palabra “nación” fuera de contexto, pero hay otras más sutiles. Como, a menudo, recuerdan los representantes más inteligentes del nacionalismo catalán, la cuestión de la financiación, bien empleada, puede inducir un cambio de naturaleza eminentemente cualitativa en la relación entre una comunidad autónoma y el resto. Otro ejemplo es la ruptura de la unidad gubernativa y, sobre todo, jurisdiccional, del poder judicial. El poder judicial es indivisible porque indivisible es la soberanía. Lo recordaba el Presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo no hace mucho.

Naturalmente, todo esto depende mucho de la interpretación que quiera hacerse de la Constitución y sus preceptos. En última instancia, dependerá mucho del Tribunal Constitucional, porque ante él pueden terminar buena parte de los pleitos que se susciten en torno a este asunto.

La interpretación de una Constitución no es como la interpretación de una ley, contra lo que se pudiera pensar. Una Constitución debe interpretarse desde una lealtad profunda a su Texto. Porque, conviene no olvidarlo, el Tribunal Constitucional es un órgano constitucional, creado para proteger la Norma, no para contribuir a destruirla. En este sentido, me pregunto muy seriamente si todos los magistrados del Alto Tribunal son constitucionalistas militantes. Y tengo mis dudas.

Contra lo que pueda parecer, no pretendo insinuar que se trata de que los intérpretes protejan la Constitución de todo cambio, sino de que la defiendan de posibles cambios por vías no ortodoxas. Se trata de conjurar el riesgo más evidente que, hoy, aqueja a la Nación española (riesgo apreciado por mucha gente sensata, entre ellos Alfonso Guerra): la posibilidad de que se desarrolle un proceso constituyente “por la puerta de atrás”, de que se induzcan mutaciones constitucionales que terminen por adulterar el espíritu de la Norma Fundamental. Eso no puede hacerse sin consulta previa al dueño del chiringuito, o sea, ustedes y yo proindiviso con otros pocos millones.

La primera cautela natural ya ha saltado. El gobierno juega a la ruleta con estas cuestiones, en una muestra de irresponsabilidad sin precedentes. El zorro cuida de las gallinas. Habrá que andar ojo avizor.

lunes, julio 11, 2005

POLÍTICA EXTERIOR

El naufragio de Madrid 2012, tan honroso como de costumbre, ha suscitado comentarios acerca de las consecuencias de nuestra errática política exterior, al parecer basadas en que ningún voto previamente otorgado a Nueva York cayó del lado de Madrid cuando la Gran Manzana quedó fuera de carrera. Ello vendría a demostrar, a juicio de muchos, el desdén con el que nos trata el mundo anglosajón. Hay quien enlaza el asunto con el desdichado episodio del culo atornillado del hoy presidente ante el paso de la bandera norteamericana – cuando el hoy presidente no pensaba ni asomarse por Moncloa en mucho tiempo, todo hay que decirlo.

No creo que sea muy juicioso extralimitarse en las conclusiones a la vista de lo que sucede en ese extraño club que es el COI, la verdad. El voto de estos señores es secreto y se orienta por vericuetos poco accesibles a profanos. No voy a ser tan ingenuo de afirmar que la política no influye, pero tampoco tengo claro que sea a ciencia cierta previsible en qué sentido.

Lo cual no obsta, por supuesto, para que la premisa mayor sea cierta. Nuestra política exterior es delirante y, en particular, desatiende al mundo anglosajón del modo más estúpido. Siempre he pensado, quizá por pura anglofilia, que el mundo sajón era aliado natural de España. Al menos, mucho más natural que el aliado natural que nos endilga la izquierda. El ser fámulos de Francia no nos ha traído excesivos bienes en la historia. Soy injusto, por otra parte, porque tampoco la derecha ha sido nunca excesivamente proatlantista. Aquí, antes que Aznar, que yo recuerde, sólo Ortega hacía encendidas manifestaciones de atlantismo militante.

Estoy convencido de que el corte definitivo de la subordinación mental a Francia representará la emancipación de España en todos los órdenes, y su definitivo despegue como país desarrollado. El establecimiento de vínculos estables con el Reino Unido y los Estados Unidos significará un cambio real en las circunstancias de este país. Por eso no sé si yo lo llegaré a ver.

Escribí en otro artículo, y lo mantengo, que la izquierda jamás podrá hacer una política exterior ambiciosa. No podrá porque no cree en España. No cree que España sea un país que, al menos, pueda afirmarse con la misma rotundidad que los demás –un país que, como mínimo, tiene intereses tan legítimos como los de otros- y, por tanto, un país con criterios propios. La izquierda española cree que España es un inmenso error histórico en trance de superación y, por tanto, su política es la de la progresiva “aceptación” de España en el contexto de las naciones.

Ahora bien, esta política tímida de potencia media en el estilo Solana puede dar resultados no humillantes cuando se combina con liderazgos ideológicamente planos, es decir, cuando, al menos, se es mínimamente práctico. Cuando se roza la hecatombe es en el momento en que, además, nos encontramos con un gobierno poblado por seres de extraño perfil psicológico y de ideología abiertamente tercermundista.

En la actualidad, el proceso de expiación de culpas del pasado va a llevar a España a convertirse en una especie de líder de los no alineados. Supongo que es en ese contexto donde nuestro presidente está cómodo, porque ni siquiera en el entorno medio doméstico de las cumbres europeas parece a gusto –o eso parece indicar la circunstancia de que no hable con nadie.

El resto de las naciones del mundo occidental tienen que estar, necesariamente, perplejas. Y causar perplejidad, estupor, aunque a nuestro Esdrújulo parece gustarle, no es la mejor receta en el contexto internacional. Las monumentales paridas que profiere nuestro ínclito, huérfanas de la cobertura mediática de casa, sin el eco de los corifeos de turno son eso... monumentales paridas.

Ante un primer ministro que escupe a diario insultos a la inteligencia, las potencias extranjeras sólo pueden reaccionar de dos maneras:

La primera es concluir que, toda vez que los españoles no pueden haber votado como primer ministro a un tarado, en efecto, España se está saliendo de todos los consensos posibles. Si el primer ministro dice esas cosas, puesto que no es tonto, las piensa. Y lo que un primer ministro piensa y dice expresa, normalmente, las líneas de su política.

La segunda es entender que España no es un país serio, puesto que puede ser gobernado por tipos bananeros y que, efectivamente, el primer ministro no es más que un chico que pasaba por allí. Toda vez que tampoco es un país pobre, sólo cabe ubicarla en algún lugar indefinido, extramuros de la normalidad occidental.

No sé cuál de las dos conclusiones es más desagradable. Ahora bien, ambas conducen al mismo resultado práctico: no se debe contar con España para nada. Y en eso están.

domingo, julio 10, 2005

TRES GRANDES MENTIRAS

José Luis Rodríguez Zapatero parece haber encontrado su sitio bajo el sol de la política internacional: quiere convertirse en el vocero del pensamiento fofo a nivel mundial. Quiere, por tanto, alinearse con los que dan oxígeno a los enemigos de ese sistema que, aunque en su fuero interno detesta, es el que le permite ir por el mundo a cargo del contribuyente, dando gusto a todos los resentidos, todos los sesentayochistas, los antisistema y los que no tienen valor para reconocer que se equivocaron.

El papel le cuadra, como digno representante que es de la nada intelectual más absoluta. Nada mejor para propagar estulticia a nivel mundial que un líder coyuntural carente de ideas dignas de tal nombre, como si fuera una especie de caja vacía, presta a ser rellenada de cuanta tontería biensonante se le proponga.

Ha dicho nuestro esdrújulo que el terrorismo se explica por la existencia de “un mar de injusticia universal”. A buen seguro, suscribiría estas tres afirmaciones:

TODA AGRESIÓN TIENE SU CAUSA

Nuestros visionarios particulares, lo primero que se preguntan ante cualquier crimen es por qué. De hecho, lo hacen con carácter general, a la vista de cualquier comportamiento antisocial. Porque ello es coherente con un pensamiento que hace de la irresponsabilidad personal una bandera.

El delincuente no es nunca delincuente per se, sino porque existe alguna causa, algo que le impele a delinquir. Lo mismo sucede, claro, con el terrorismo internacional. La causa inmediata de lo que sucedió en Londres es, cómo no, la Guerra de Irak. En la medida que hubo también agresiones anteriores a esa Guerra –por ejemplo, ese “suceso” que se llevó a tres mil personas (que Susan Sonntag declaró “culpables”) en Nueva York, pero también Bali, los atentados de las embajadas....- hay que concluir que la causa final, la causa explicativa es “el mar de injusticia”, la pobreza y las desigualdades.

Todo con tal de excluir la culpabilidad voluntaria en cualquiera que cometa una agresión contra el orden de las sociedades occidentales. Pero el argumento se cae por su peso. Hay mucha gente pobre, mucha gente que padece injusticias objetivas que no delinque ni, desde luego, se hace terrorista. Hay mucha gente que no tiene sus patrones éticos trastocados por el hecho de que la vida les presente agravios.

Además, centrándonos ya en la cuestión del terrorismo, la experiencia muestra que, por lo común, el “mar de injusticia” por sí mismo no genera casi nada. Es preciso que sobre ese “mar de injusticia” se superponga el trabajo ideológico y teórico de un Bin Laden, un subcomandante Marcos, un Abimael Guzmán... gentes todas ellas nada maltratadas por la vida. A menudo universitarios y con frecuencia de clases muy acomodadas. Tuvieron en sus manos hacer cosas buenas para reparar el “mar de injusticia”, pero no, optaron por la deriva del odio. Como los niños bien de nuestro PNV, ¿recuerdan? Decidieron hacerse de ETA y empezar a luchar “por la libertad de Euskadi”... desde luego no autoinmolándose contra las tapias de El Pardo.

Los Zapatero de hoy son herederos de una larga tradición. En otro tiempo, la gente sublimaba –y en otras latitudes, sigue sublimando- sus odios de otra manera.

El ser humano es, a veces por desgracia, un ser libre. Un ser dotado de conciencia y capaz de hacerse una representación mental de la realidad no siempre acorde a la realidad misma. Sí, señores, a veces hay quien se inventa los agravios y quien odia porque sí.

Es curioso, a los seres que tiene fobia a los demás o manías persecutorias se les suele detener, enviar al psiquiatra y, una vez diagnosticados, encerrar por asociales. Eso si eres un demente cualquiera, porque si eres un demente capaz de poner bombas en el metro... siempre hay quien teoriza una coartada para ti. La culpa la terminan teniendo los que iban en el metro.

Lo dicho no equivale a decir, por supuesto, que las injusticias no existan y que no haya que ocuparse de ellas. Pero hay una enorme diferencia entre constatar esto y hallar justificaciones para lo injustificable.

ES LA HUMILLACIÓN CONTINUA DE ISRAEL

En versión antisemita, el “mar de injusticia” se concreta, y se convierte en un problema ligado a Israel. Según el grado de antisemitismo a “la conducta” de Israel o, en los niveles más altos, a la propia existencia de ese estado (o de los judíos).

Israel sería, pues, el nudo gordiano que los menos políticamente correctos se atreven a mentar por su nombre. La pobreza, el hambre y la injusticia son zarandajas. El problema es que el mundo árabe vive continuamente humillado por su derrota y, como Israel se niega a autodisolverse como estado, la cosa no tiene fin. Todos los demás acontecimientos son conectables con este.

La cuestión sería, más o menos: tú me agredes dos veces, con infamante superioridad numérica, violando mis fiestas más sagradas y yo, contra todo pronóstico, te venzo... pero quedo obligado a proporcionarte ayuda psicológica por alguna razón que no se termina de entender muy bien.

Esto que acabo de decir sonará a caricatura y, ciertamente, es una interpretación maniquea, pero no mucho más (de hecho, bastante menos) que otras que circulan. Un hecho incontrovertible es que el mundo árabe ha sido el agresor en ambas guerras y que, si algún día llega a haber un estado palestino, eso sólo nos devolverá al status quo que muy bien pudiera haber existido desde el mismo día de la creación del estado judío, puesto que era ese el plan inicial.

Está, claro el desequilibrio de la balanza que implica el apoyo incondicional a Israel por el “gran Satán yanqui”. Lo que suele ocultarse muy cuidadosamente es que ese gran Satán sólo apoya a Israel ya transcurrida buena parte del conflicto y, desde luego, no antes de finales de los 60. Es decir, Israel se las compuso solo durante buena parte del conflicto –sin que los árabes alcanzaran mayor fortuna-. De hecho, el Israel sionista del movimiento kibbuztim estaba más en la órbita de los estados socialistas que en la de la sinagoga de Nueva York, muy renuente a apoyar, al menos inicialmente, el proyecto del nuevo estado.

Por si lo anterior no bastara, la historia demuestra que hombres valientes como Anuar El-Sadat (asesinado antes de la Guerra de Irak) alcanzaron acuerdos de paz con Israel y resolvieron sus cuitas. ¿Quizá fue más fuerte su interés en cuidar de su pueblo? ¿Quizá quiso demostrar que no hay ninguna necesidad en ningún estado dado de las cosas?

LAS RELIGIONES SON TODAS IGUALES

Esto queda muy bien. Se salva la dignidad del Islam afirmando que, al fin y al cabo, todas las religiones son iguales. Hay salvación para ellos, pues, en la vía del laicismo. No discuto la segunda afirmación pero, desde luego, sí la primera.

Nadie medianamente serio puede sostener que, desde la perspectiva doctrinal, Cristianismo, Judaísmo e Islam son idénticos en cuanto al proselitismo violento. Mientras que el Islam lo consagra como obligación ética (la yihad), el Judaísmo lo proscribe –como el proselitismo en general- y el Cristianismo es muy escrupuloso al respecto.

Es recurrente, a este respecto, recordar las cruzadas (momento en el que ambas religiones estuvieron más próximas en cuanto a su nivel de intolerancia). Pero las cruzadas no son iguales a la yihad. Una guerra, por los santos lugares, fue proclamada como santa, pero eso no equivale a consagrar la guerra santa permanente. Las cruzadas son coyunturales en la historia del Cristianismo. Además, cualquier progre bien informado –de estos que no reconocen en las acciones de Occidente el más mínimo valor- nos dirá que el fondo real de la cuestión fue una guerra por el control de la ruta de las especias, las rutas a Oriente.

Más bien al contrario, era el Islam el que llevaba a cabo una expansión incontrolada, llevado por sus propios mandatos religiosos (son los turcos los que llegan, más tarde, a Viena, no Carlos V el que sitia Estambul). Mandatos que subsisten hoy día.

Quienes insisten en las comparaciones preferirán, claro, ignorar el debate ético que presidió la conquista española en América. Una de las preguntas que había que responder era, precisamente, si había, o no, derecho a evangelizar a los pueblos que allí se hallaban (pregunta, dicho sea de paso, de importantísima trascendencia política, ya que la Corona española carecía de otros justos títulos que le permitieran acometer la conquista – el mandato de evangelizar era, por sí, título bastante). Es indiferente, a nuestros efectos, que el pleito quedara sin respuesta definitiva y que, después, tanto autoridades civiles como religiosas hicieran de su capa un sayo. Lo auténticamente relevante es que la pregunta carecía y carece de sentido en el seno de la religión islámica.

Por la misma razón, de las tres grandes religiones monoteístas, es en el Cristianismo en la que la separación Iglesia-estado encuentra más fácil acomodo y solución. La autonomía del poder temporal encuentra acomodo en el propio evangelio y por ello fue, desde fecha muy temprana, una aspiración de los príncipes cristianos. Ningún jerarca musulmán podía ni puede hacer lo mismo fácilmente sin caer en herejía (de hecho, los integristas hablan de “estados apóstatas” para referirse a quienes, siempre parcialmente, han hecho algún progreso en este sentido).

Que las cosas no siempre han discurrido por el camino del deber ser está claro. Pero que nuestra religión no es idéntica a las demás, también. Y no se arregla nada ignorando las dificultades.

sábado, julio 09, 2005

INEVITABLES COMPARACIONES

Las inevitables comparaciones entre Londres y Madrid siguen sucediéndose en todos los foros.

La comparación sólo puede mover a la vergüenza, esa es la verdad. Cuanto más pasan las horas, más se agranda la brecha que se abrió ese malhadado 11 de marzo entre España y el mundo civilizado del que presumía de formar parte y del que nunca estuvo más cerca.

Algunos se empeñan en querer ver nuestras desdichas presentes –entre las que destaca padecer el gobierno más inepto de la democracia- el resultado de un accidente. Pero no es verdad. Es cierto que los trágicos ataques del 11M fueron un detonante y un fenómeno anormal. Pero la palabra “accidente” cuadra muy mal, en primer lugar porque un atentado terrorista nada tiene de accidental pero, sobre todo, por la evidencia de que no hay deflagración sin explosivo.

Lo sucedido en Londres lo demuestra. De poco sirve arrimar lumbre a la mecha de un barril vacío, sin pólvora. Para que un 11M resulte como resultó, las cotas de miseria moral de la sociedad tienen que ser muy altas. Los terroristas lo saben, claro. Saben que de nada sirve atentar la víspera de unas elecciones generales en un país como el Reino Unido, a no ser que lo que se busque es llevar en volandas al gobierno de turno hacia una mayoría apabullante (o, quizá, que las elecciones se suspendan en una muestra de fair play, no de la oposición para con el gobierno, sino del gobierno para la oposición – porque en las democracias normales, la que en una coyuntura desastrosa se ve privada de sus armas naturales en el lance político es la oposición).

Pero sabían, saben que España no es el Reino Unido. Sabían perfectamente –porque la condición de loco fanático no es incompatible con la de ser pensante y con capacidad de análisis (mediando formación universitaria, claro, porque estos “desheredados de la tierra” andan sobrados de medios para pagar matrículas)- que la oposición española no era leal, ni lo ha sido nunca. Sabían perfectamente que el cainismo es la moneda corriente en nuestro país. Y sabían, por supuesto, que siempre pueden contar con el apoyo impagable de una serie de medios de comunicación que pugnan desde hace años por hacerse un hueco en la historia universal de la infamia y que, desde ese día, creo que lo tienen asegurado.

Y lo que sabían, en última instancia, es que esta no es una cuestión de políticos o periodistas, sino que unos y otros tienen siempre a medio país detrás. Esa es nuestra tragedia. La tragedia de que el único rasgo de normalidad de España es, precisamente, que, como en todas partes, al menos en todas las sociedades democráticas, los políticos son trasunto de la sociedad, y no al revés. Millones de personas escuchan cada día esa emisora que se autoconcedió un Premio Ondas por una cobertura mediática que muy bien puede merecer el calificativo de desestabilizadora, cuando no de golpista. Y gozan con ello, porque les permite canalizar odios ancestrales que anidan en sus corazones. Odios que, con buena voluntad, se atemperarían e irían cicatrizando, pero que mucha gente quiere mantener vivos. Esos odios son el salvoconducto de algunos hacia la perpetua irresponsabilidad y no lo piensan perder así como así.

Se ha vuelto a insistir en la dichosa idea de las Azores y la guerra de Irak, pese a que está archidemostrado que la amenaza islámica es muy anterior (hay voceros progres que admiten este razonamiento y entonces... la toman con Israel, que es la verdadera causa de todos los males). No merece la pena gastar una sola línea en volver sobre este tema. Otros ya lo han hecho con tanta solvencia como paciencia (Glucksmann, por ejemplo).

Hay quien se resiste a aceptar la idea de que hay quien puede odiarte por lo que eres y no por lo que haces. Esta impresión de que “algo debemos de haber hecho” cuadra muy bien con más de cien años de autoculpabilización. Va a nuestros sesentayochistas como anillo al dedo. Bin Laden y su piara son, en última instancia, la prueba del nueve de que todos ellos tenían razón, que este sistema era y es intrínsecamente perverso y, por tanto, debe ser destruido. No se dice, cosa razonable, que podamos haber cometidos errores, sino que somos un error, de entrada.

Toda vez que ellos tienen su parte de razón, apliquemos el “diálogo” a buscar un armisticio. Supliquemos piedad. Démosles aún más asco, si cabe.

Los samurai japoneses, cuyos códigos aún estaban vigentes en la Guerra Mundial, no podían entender cosas como la Convención de Ginebra. No podían entender cómo, a la humillación de la derrota, había quien añadía la vergüenza del acomodo en la situación de prisionero y, encima, pedía ser tratado dignamente. ¿Cómo podían aquellos sujetos pretender seguir viviendo, privados de su honor militar? ¿Qué sentido podía tener la vida, desde entonces?

Nuestros queridos multiculturalistas son incapaces de razonar multiculturalmente. ¿De veras hay quien cree que España está ya libre de amenaza sólo porque nuestro Presidente del Gobierno infligiera a nuestras Fuerzas Armadas, nada más llegar al poder, la mayor de las humillaciones? ¿Alguien cree que nuestro descrédito es suficiente para comprarnos inmunidad? ¿Por qué estábamos en alerta anteayer, entonces? Una cosa es segura: enseñamos a los terroristas que pueden conseguir cosas asesinando, masacrando a inocentes –hoy mismo, por cierto, el presidente Mubarak afirma que Egipto no va a abandonar Irak-, y les invitamos a probar suerte en otras partes (bien es verdad que hay pocos países tan guerracivilistas como España y con tanto malnacido por metro cuadrado, así que es complicado repetir la jugada), pero ¿desde cuándo un chantajista deja de chantajear cuando obtiene lo que pide?... pagas la primera vez, pagas siempre.

El hecho de ser tan miserables como un Carod Rovira puede llegar a servir con gente como ETA – e incluso esto es difícil, no nos engañemos, porque, a nivel nacional, no podemos ofrecer objetivos alternativos, que es lo que hizo Carod. Pero no con quienes ven el mundo como lo ven los integristas islámicos. No va a haber rincón del mundo donde nos podamos esconder. Aunque cortáramos todos los vínculos con nuestros aliados occidentales, seguiríamos teniendo nuestros propios pecados que expiar, no se olvide.

El 14M clamamos por el deshonor. Ya tenemos deshonor... y tendremos también la guerra. Los ingleses lo tienen muy claro –entre otras cosas porque ya probaron la “vía española”... y Londres fue bombardeado durante dos años-, y se han ahorrado el primer paso.

viernes, julio 08, 2005

INDESTRUCTIBLE DEBILIDAD

Los atentados de Londres dejan, una vez más, impresiones contrapuestas, más allá del horror y la consternación por las víctimas – víctimas que, por cierto, no han aparecido a diestro y siniestro en las pantallas de televisión, reabriendo, de nuevo, el debate sobre los límites razonables: ¿debe primar el derecho a una información puntual o, por el contrario, contribuye al mantenimiento de la calma una adecuada dosificación?, la respuesta no es sencilla.

Impresiones contrapuestas, decía, porque por un lado es inevitable constatar lo fácil que es hacer un daño inmenso. Las ciudades, amalgamas de calles, túneles, conducciones... son gigantescos amplificadores de un potencial destructivo que sale muy barato. Es suficiente con unas cuantas explosiones, porque la dinámica urbana pone lo demás. Los trenes van abarrotados y muy cerca unos de otros, las estaciones son auténticas ratoneras y, en fin, el tejido de la ciudad se encarga de que el caos se expanda.

Somos tremendamente vulnerables, eso es cierto. Somos vulnerables porque somos libres. Porque no se puede prohibir a la gente que lleve mochilas o que utilice teléfonos móviles. La libertad es nuestra seña de identidad y, desde cierto punto de vista, una vía de entrada de todo tipo de parásitos.

Pero, al tiempo, los atentados permiten constatar la fortaleza de las sociedades abiertas. Somos débiles, sí... indestructiblemente débiles. Los trenes volverán a rodar. Si no es hoy, será mañana. Casi una semana tardó Nueva York en rearrancar, pero rearrancó y está hoy ahí, de nuevo, pujante e inmensa. No importa cuantas veces golpeen. Quizá no en unas horas, quizá no en unos días, pero los trenes volverán a partir de las miles de estaciones de Atocha que hay en nuestro mundo occidental, para seguir llevando a la gente a sus casas o al trabajo.

Gente que, por el mero hecho de vivir cada día su vida, muestra un valor inmenso. Valor que será inconsciente, no lo dudo, pero que ahí está. El londinense, madrileño, neoyorquino o bagdadí que, cada día, se levanta de la cama con la sana intención de hacer lo que crea que debe hacer o, lisa y llanamente, lo que tenga por conveniente, jugándose lo que se tenga que jugar, se convierte en portador de una cantidad inmensa de valores. Personifica siglos de historia y luchas por las libertades.

A menudo la gente se queja, no sin razón, sobre la pesadez y la prolijidad de los trámites de acceso a los Estados Unidos –por otra parte, similares a los que imperan en otras partes del mundo occidental-. Si alguien se ha tomado la molestia de leer los formularios que indican cuáles son los pasos que hay que dar para superar la carrera de obstáculos, sabrá que lo que digo es cierto. Pero, quizá, también haya constatado que la última frase en esos formularios recuerda que, una vez superados los trámites... “es usted libre de ir adonde quiera”. No nos damos cuenta, a menudo, de lo que eso significa. En los Estados Unidos, en el Reino Unido, en España, somos dueños de nuestro destino, y esa soberanía se manifiesta en la simple circunstancia de nuestra libertad de movimiento.

Somos libres de ir adonde queramos. Eso no sucede en ninguna de las repugnantes teocracias que paren endemoniados como Bin Laden y jamás sucedería en un mundo donde ellos dictaran las reglas. Lo afirmo para quien quiera oírlo: nuestra civilización es superior. Y lo es no porque ningún dios haya decidido nada, sino porque hemos conseguido que, al salir del metro, podamos ir a la izquierda o a la derecha, según nos apetezca. Y por eso, indefectiblemente, ganaremos esta guerra contra un enemigo sin rostro.

En otro orden de cosas, la figura de Tony Blair se agranda por momentos. Se podrá estar o no de acuerdo con sus ideas y planteamientos, pero los últimos días le han dado ocasión de dar una cantidad inusitada de pruebas de que anda sobrado de una de las virtudes más escasas, que es la capacidad de liderazgo. Liderazgo que se ve facilitado por la serena respuesta de la sociedad que encabeza, empezando por sus instituciones políticas.

Ya hay quien hace comparaciones entre el 11M y el 7J. Salimos muy mal parados, se mire desde el ángulo que se mire (salvo, claro, si de respuesta ciudadana y de eficacia de los servicios de emergencia se trata, porque ahí sacamos nota). Creo que es el Mundo el que dice hoy que los hechos son similares, pero las culturas políticas son diferentes. También el 11S vale como término de comparación. Fueron distintas las reacciones de los gobiernos, pero también las de las oposiciones políticas.

Quizá sea mejor no hurgar en las heridas. Ya anticipé ayer que no tardarían en aparecer las exhibiciones de miseria moral, que son consustanciales a cierta gente y a ciertos medios. Lean hoy el chiste de Romeu en El País y entenderán lo que digo.

jueves, julio 07, 2005

LONDRES

Cuando escribo estas líneas, aún no hay certeza, ni siquiera aproximada, sobre el número de muertos y heridos que han dejado las bombas en Londres. Es igual. Tenemos la seguridad de que serán muchos.

Cualquiera que conozca, además, esa fascinante metrópoli, esa especie de cruce de caminos del mundo que es la maravillosa capital del Reino Unido y su sistema de transporte podrá hacerse una idea del caos que debe presidir ahora sus calles, y de la aventura que, para mucha gente que acudió por la mañana a su trabajo, va a ser volver a su casa.

Para quienes, además, hemos vivido en carne propia algo similar en fecha reciente, las imágenes no pueden ser más evocadoras.

Ahora toca mantener un discreto silencio, y muchos se unirán al duelo. No habrá voces discordantes. Por el momento.

Es curioso. En mis viajes a aquella ciudad suelo entrar por el mastodóntico aeropuerto de Heathrow –que tiene ya su quinta terminal en avanzado estado de construcción-. Soy, además, de los que se pasan el rato pegados a la ventanilla. Pues bien, para amenizar los largos tránsitos por las pistas suelo fijarme en los pabellones de los aviones aparcados. Los hay de todos los rincones del mundo. De hecho, conviene viajar allí, de vez en cuando, para ver qué significa “multinacionalidad”. De ese aeropuerto salen, continuamente, vuelos a todos los rincones del planeta. Cualquiera sabe que esa primera impresión se ve corroborada en las calles. Londres, el gran Londres, es un crisol de razas, lenguas, acentos, colores de piel... Así ha sido siempre. Por eso ha sido y es, junto con Nueva York, la ciudad anglosajona por excelencia o, lo que es lo mismo, el escaparate de la sociedad abierta.

Londres sí es el gran teatro del mundo. Allí quieren ir todos. Allí el sistema occidental –ya digo, con la Gran Manzana como único par- despliega todos sus rostros. Sus defectos, sí –todo es excesivo, todo es enorme- pero también sus inmensas virtudes. Su inmensa capacidad para llevar al ser humano al punto más alto de su desarrollo.

Londres, Inglaterra es, además, un icono para los liberales. Tanto que, a veces, hay que admitirlo, pierde esencia de país real. Inglaterra, como Atenas, más que un ente geográfico realmente existente es algo imaginado. La democracia tiene su mitología y su liturgia. Su lenguaje simbólico. Ojalá, algún día, en algún rincón del mundo, la sede de una institución política española pudiera transmitir las mismas sensaciones, el mismo estremecimiento que la visión del Parlamento de Westminster. Ojalá una institución civil pudiera llegar a ser la mitad de evocadora. Londres es, perdóneseme la cursilería, la Roma liberal.

Y porque todo eso es así, porque Londres representa tanto para tanta gente, porque el Big Ben, el Journey Planner, los Royal House Guards o el Puente de la Torre son imágenes reconocibles de inmediato en cualquier lugar del planeta, por todo eso –y sólo por eso- sabíamos que lo de hoy tenía que suceder. La duda era cuando.

Recuerden lo que les digo, porque, en unos días, se despejará la solidaridad que parte de las mismas entrañas –la nacida de la visión de los cuerpos desmembrados y del temblor de piernas que produce la sensación de que podría sucederle a cualquiera- y volverán los buscadores de causas, los buscadores de explicaciones, los que creen que el terrorismo “se debe rechazar, pero es necesario entenderlo”.

Volverán a cagarse en el santo nombre de la paz. Propondrán retiradas y claudicaciones revestidas de juiciosos movimientos estratégicos. Alternativas y terceras vías. Equidistancias y repartos de culpas. “Diálogo con todos, sin exclusiones”.

Habrá, en fin, quienes con el corazón emponzoñado crean que Londres, que el Reino Unido, se lo merecía –algunos ni se atreverán a confesárselo a sí mismos, pero así piensan-.

Si algo me tranquiliza, desde luego, es que no tengo la menor duda de que el espíritu de esa gran nación no va a ser doblegado. Les odian... y reventarán odiándoles, seguro.

SINGAPUR: ESTACIÓN DE TÉRMINO

Reconozco que no era yo un promotor entusiasta de los Juegos Olímpicos para Madrid, más bien lo contrario. Más aún, el rollo olímpico –en general, la cuestión del deporte en nuestra sociedad- me parece bastante salido de madre. Con tanto cargo público pululando por allí, naturalmente a cargo del contribuyente, la asambleíta de marras me ha parecido un tanto obscena, la verdad.

Dicho todo lo cual, en primer lugar, como anglófilo convencido, perdidas nuestras opciones y puesto que ellos parecen contentos, me alegro de la victoria de Londres. Comprendo que nuestra querida Francia esté en estado de shock, pero apuesto a que tampoco esta vez monsieur Chirac decidirá que es hora de dejarlo – afortunadamente para Villepin, lleva pocas semanas en el cargo, porque, si no, habría grandes posibilidades de que fuese formalmente destituido.

En segundo lugar, si en algo convengo con el alcalde es que, si Madrid quiere verdaderamente los juegos, terminará por organizarlos, Dios sabe cuándo, claro. Perseverar en el intento parece una buena idea. También creo que no se deben sacar conclusiones precipitadas, ni en un sentido ni en otro. Al fin y al cabo, nos batíamos el cobre nada menos que con las principales ciudades del planeta –sólo faltaba Tokio para completar el elenco de las megalópolis del mundo desarrollado, creo-. Influye, cómo no, la simple coyuntura. Además, siempre se te puede cruzar un principito de opereta, sin oficio conocido y cuya preocupación por la seguridad es tan grande como pequeña la cooperación del paisito que encabeza para que mejore el tema en el mundo. Son cosas de la vida.

Una vez más, nos volvemos a casa con un resultado “digno”. Es ya recurrente, la verdad, y entristece. Aunque caben lecturas. Se puede decir, y será cierto, que estamos en el umbral, en el “segundo grupo” de países del mundo. Tenemos un país importante y atractivo, capaz de hacer las cosas bien y concitar apoyos –sí, también manías y rechazos, pero conviene no perder de vista que hay quien nos da su respaldo en casi toda circunstancia, además, es oportuno recordar que no hay país importante que no tenga enemigos, ¡que se lo digan a Chirac!-.

Pero no es menos cierto que entre ese “segundo grupo” y el primero hay un salto importante, que no es cuantitativo, sino profundamente cualitativo. Madrid es una ciudad grande y pujante –la tercera de Europa, dicen- pero nunca llegará a ser como las otras dos grandes capitales europeas de rango mundial. Y es que no se trata de eso. Se trata, en definitiva, de que nuestra deuda alcance esa “A” final que le falta, esa que a países como Alemania les cuesta tanto perder, aunque se pasen media vida haciendo el payaso. Y es que destruir una reputación es, a veces, tan difícil como construirla. Lo que diferencia a España del grupo de países de cabeza es, en última instancia, la fiabilidad. Nadie tiene sensación de riesgo, en ningún sentido, porque el Reino Unido organice cualquier cosa. La cosa saldrá bien o mal, pero ni los británicos tienen la sensación de estar siendo examinados ni, desde luego, parece que el resto del mundo esté examinándoles.

Los vaivenes políticos y la incertidumbre sobre cuestiones fundamentales están totalmente ausentes del panorama de esas grandes naciones. Alemania podrá ir a la bancarrota, pero no a la secesión de Baviera, y los Estados Unidos ganarán y perderán guerras, pero no van a convertirse en una monarquía.

Ocasiones como la presente sirven de recordatorio de lo que podría haber dado de sí tanta energía desperdiciada.

Por otra parte, y cambiando de tercio, convengo con González Urbaneja, que publica hoy una sensata tercera en ABC. No es bueno que las ciudades del tamaño de Madrid dependan de proyectos coyunturales. Esos proyectos de envergadura están bien, sí, para dar saltos, para recuperar el tiempo perdido –no cabe duda de que los Juegos tuvieron un gran sentido para la Barcelona del 92, y por eso mismo alcanzaron una dimensión de interés nacional-, pero no valen como “motor perpetuo”.

Madrid, por méritos propios, ha entrado en la serie de las ciudades que cuentan, que están en el panorama internacional de forma permanente, aunque no tengan un acontecimiento que, durante quince días, las ponga en el centro del mundo. Por eso mismo, necesita de una atención continuada, de mejoras pequeñas pero permanentes.

El gran perdedor de todo esto es, sin duda, el alcalde Gallardón, por cuanto la derrota le deja desamparado y enfrentado a una realidad: es “sólo” el alcalde de Madrid. A algunos les parecerá paradójico que esto sea una desgracia. Y es que es paradójico. Al fin y al cabo, ser alcalde es siempre uno de los cargos más hermosos que puede desempeñar un político, y ser alcalde de una capital tan apasionante como Madrid, mucho más, pero nuestros políticos, siempre tan providencialistas, siempre deseosos de pasar a la historia, desprecian estos cargos. Si recuerdan, Madrid ha presentado siempre alcaldes “de perfil bajo” y eso da la medida de qué consideración merece el cargo para las directivas de los partidos.

Si quiere pasar a la historia, quizá lo mejor que podría hacer Gallardón es afrontar el desafío de estar a la altura de la ciudad que preside... sin alharacas, sin ayudas y sin proyectos faraónicos. Día a día.

A todo esto y hablando de munícipes, ya que su edil ayer se olvidó de ellos, lo digo yo: Pamploneses... ¡viva San Fermín!