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martes, julio 19, 2005

AUTONOMÍAS E IMPUESTOS

Ayer tuve conocimiento de dos noticias interesantes. Por una parte, oí en la radio que el presidente Chaves podría estar sondeando a los grupos de la oposición para ver cómo recibirían el que Andalucía empleara su capacidad de fijación de tributos para, elevando la presión fiscal, financiar la sanidad –por lo visto, el PP se opondría y el Partido Andalucista e IU lo verían aceptable-. Por otro lado, leo en el mundo que los técnicos de Hacienda andan bastante cabreados ante la continua presión que las comunidades autónomas ejercen sobre el sistema de financiación teniendo, como tienen, mecanismos propios para elevar su recaudación.

Entiéndaseme bien. Lejos de mí apoyar subidas de impuestos. Además de por principio, porque no creo que representen la política más adecuada en estos momentos, ni mucho menos. Si considero interesantes ambas noticias es porque ponen el dedo en la llaga de una realidad que muchos parecen no querer ver, y es la de que las comunidades autónomas españolas tienen mucho más margen de maniobra del que parece deducirse del continuo matarile al que nos están sometiendo. Si, verdaderamente, tienen problemas acuciantes, pueden acudir a medios propios antes de jugar al victimismo.

Contra lo que pueda pensarse, las comunidades autónomas en nuestro país no tienen nada de menesterosas. Pese a que su visibilidad es menor que la de los otros dos niveles de la administración, el Estado y los ayuntamientos –por la relevancia social de los servicios prestados, el uno, y por la cercanía, los otros- controlan una parte muy suculenta de la tarta de los recursos (recuérdese que, como dice Rodríguez Braun, las administraciones públicas controlan directamente la mitad del PIB e indirectamente casi todo). Y no es cierto que las competencias hayan llegado completamente ayunas de medios.

Pero es que, además, los parlamentos y gobiernos autonómicos lo son realmente, esto es, son entes dotados no de mera autonomía administrativa, sino también de autonomía política. Sin embargo, a la hora de tomar decisiones que implican responsabilidades directas, toda la pomposidad habitual, toda la simbología, todos los oropeles, se tornan discreción y perfil bajo. Tengo un problema... ¡arréglemelo! De este modo, las autonomías empiezan a parecerse mucho a esos hijos que, pasada holgadamente la raya de la mayoría de edad, se ofenden ante la menor pregunta acerca de en qué emplean su vida y no consienten injerencias; más aún, miran retadores a sus padres como si estos fueran responsables de que no tengan un piso con dos plazas de garaje, un coche y un plan de pensiones... ahora bien, que a nadie se le ocurra preguntar por qué son incapaces de agenciarse un trabajo (cuando no existan obstáculos objetivos para ello), por qué no se van de alquiler o por qué no aceptan rebajas temporales en sus niveles de vida a cambio del ansiado bien de la independencia – es más, muy al estilo del propio estado, los padres suelen mostrar una gran empatía y ponerse en el lugar de sus desdichados retoños. Jamás se hacen la pertinente pregunta –previa a todo compadecimiento- de si su hijo hace cuanto está en su mano por alcanzar sus objetivos o, simplemente, si tiene objetivos.

Esta dinámica es tramposa. Y es que, claro, tener que subir los impuestos para financiar los gastos puede tener varios efectos.

El primero, desde luego, es el cabreo inmediato, porque a nadie le gusta que le metan la mano en el bolsillo.

El segundo puede ser más grave aún, desde el punto de vista del político que “hace país”, porque es la reflexión inducida: si pides dinero es porque te falta... ¿qué has hecho con el que tenías? Es decir, la presión fiscal puede ser un incentivo a la exigencia de rendición de cuentas.

Y, finalmente, está la cuestión mayor. Alguien podría cuestionarse muy seriamente, si no el proceso autonómico en su conjunto sí, desde luego, su irreflexiva “profundización”. El dichoso “mejor cuanta más autonomía” puede ser puesto gravemente en tela de juicio si metemos en el análisis, como sería de rigor, la variable de los costes. Al fin y al cabo, por ejemplo, la sanidad es un servicio que los usuarios esperan sea de una determinada calidad, siéndoles, creo, relativamente indiferente quién se lo preste. Cuánto cuesten las cosas es algo importante. A igualdad de calidad de servicio, es de sentido común que la gente preferirá el sistema que implique menos costes e, incluso, si los incrementos de calidad van acompañados de aumentos de la presión fiscal, empieza a tener sentido plantearse no qué nivel es el óptimo, sino cuál es el que, razonablemente, nos podemos permitir.

En resumidas cuentas, son buenas noticias que alguien empiece a plantearse que no es posible tener atribuciones y poder exentos de responsabilidad. Y los andaluces, que anden con cuidado.