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martes, julio 12, 2005

A VUELTAS CON LA CONSTITUCIÓN

Oí ayer que Jiménez de Parga ha tachado el estatuto valenciano de inconstitucional, por el tratamiento que hace de las competencias del Tribunal Superior de Justicia respectivo. Más gente anda por ahí diciendo que la cosa suscita, cuando menos, dudas. Y eso que este estatuto, tan innecesario como todos los demás, está hecho principalmente por el único partido constitucionalista que queda en España – sobre cuyo comportamiento en este asunto, por cierto, cabe guardar más de una reserva. Algunos comentarios –quizá reiterativos para los lectores habituales de esta bitácora, pero que no puedo soslayar, porque reconozco que el asunto me tiene muy preocupado- me vienen a la cabeza.

El primero es que es fácil que, abierto un proceso estatuyente, el resultado sea inconstitucional. Lo raro es lograr algo que suponiendo alguna diferencia sustantiva con lo que hay, caiga dentro de los límites de la Norma Suprema. Y ello es así porque, merced a las sucesivas alzas de competencias, queda poco terreno que recorrer sin forzar las costuras del modelo.

Porque un error muy extendido es el de que nuestra Constitución no diseñó, en sentido estricto, ningún modelo –en parte a ello hacía alusión el Molt Honorable Maragall cuando dijo aquello de la inmensa “disposición transitoria” para referirse al texto del 78-. No es verdad, hay un modelo (como argumento de autoridad, puedo citar a Jorge de Esteban que, ayer mismo, volvía sobre el tema). Ciertamente no cerrado, difuso, técnicamente desastroso, pero razonablemente claro en sus líneas más básicas. Un modelo donde lo que queda menos claro es, precisamente, el techo competencial de las comunidades autónomas, no tanto porque dicho techo no exista como porque no todas estaban obligadas a alcanzarlo – hoy, evidentemente, esto es cuestión superada.

Es meridianamente claro, sin embargo, que el modelo de estado español es, y tomo prestada la expresión del propio Jiménez de Parga, como ya he hecho otras veces, complejo, pero no compuesto. El estado español es un estado unitario descentralizado, que no un estado formado por agregación. Ese carácter unitario y las funciones que se reservan a sus órganos centrales tienen unas implicaciones importantes.

Los órganos centrales del estado están vinculados, en nuestro sistema, por mandatos fuertes, en los que no cabe transigir. A ellos compete, principalmente, garantizar la realización efectiva de los valores del Título Preliminar –que, incluso, anteceden en el numeral a la cuestión de las bases de la organización territorial, porque el artículo 1 va antes que el 2 (dicho sea sin ánimo dogmático, que ya sabemos que no se lleva)-.

En resumidas cuentas, es posible que las comunidades autónomas atraigan para sí tal o cual competencia, alargando una lista ya de por sí larga. Es decir, se podría avanzar sin riesgo excesivo desde un punto de vista cuantitativo. Pero lo que están buscando la mayoría de las reformas en curso es un cambio de naturaleza cuantitativa. No quieren ser más autónomos, sino ser cosa distinta que autónomos. Ser cuasisoberanos, y ahí pinchamos en hueso, claro.
Este cambio en la naturaleza de la autonomía, esta cuasisoberanía puede buscarse de formas más o menos groseras. Una de ellas, la que supone un ataque frontal al Texto Constitucional, es el empleo de la palabra “nación” fuera de contexto, pero hay otras más sutiles. Como, a menudo, recuerdan los representantes más inteligentes del nacionalismo catalán, la cuestión de la financiación, bien empleada, puede inducir un cambio de naturaleza eminentemente cualitativa en la relación entre una comunidad autónoma y el resto. Otro ejemplo es la ruptura de la unidad gubernativa y, sobre todo, jurisdiccional, del poder judicial. El poder judicial es indivisible porque indivisible es la soberanía. Lo recordaba el Presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo no hace mucho.

Naturalmente, todo esto depende mucho de la interpretación que quiera hacerse de la Constitución y sus preceptos. En última instancia, dependerá mucho del Tribunal Constitucional, porque ante él pueden terminar buena parte de los pleitos que se susciten en torno a este asunto.

La interpretación de una Constitución no es como la interpretación de una ley, contra lo que se pudiera pensar. Una Constitución debe interpretarse desde una lealtad profunda a su Texto. Porque, conviene no olvidarlo, el Tribunal Constitucional es un órgano constitucional, creado para proteger la Norma, no para contribuir a destruirla. En este sentido, me pregunto muy seriamente si todos los magistrados del Alto Tribunal son constitucionalistas militantes. Y tengo mis dudas.

Contra lo que pueda parecer, no pretendo insinuar que se trata de que los intérpretes protejan la Constitución de todo cambio, sino de que la defiendan de posibles cambios por vías no ortodoxas. Se trata de conjurar el riesgo más evidente que, hoy, aqueja a la Nación española (riesgo apreciado por mucha gente sensata, entre ellos Alfonso Guerra): la posibilidad de que se desarrolle un proceso constituyente “por la puerta de atrás”, de que se induzcan mutaciones constitucionales que terminen por adulterar el espíritu de la Norma Fundamental. Eso no puede hacerse sin consulta previa al dueño del chiringuito, o sea, ustedes y yo proindiviso con otros pocos millones.

La primera cautela natural ya ha saltado. El gobierno juega a la ruleta con estas cuestiones, en una muestra de irresponsabilidad sin precedentes. El zorro cuida de las gallinas. Habrá que andar ojo avizor.