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jueves, julio 07, 2005

SINGAPUR: ESTACIÓN DE TÉRMINO

Reconozco que no era yo un promotor entusiasta de los Juegos Olímpicos para Madrid, más bien lo contrario. Más aún, el rollo olímpico –en general, la cuestión del deporte en nuestra sociedad- me parece bastante salido de madre. Con tanto cargo público pululando por allí, naturalmente a cargo del contribuyente, la asambleíta de marras me ha parecido un tanto obscena, la verdad.

Dicho todo lo cual, en primer lugar, como anglófilo convencido, perdidas nuestras opciones y puesto que ellos parecen contentos, me alegro de la victoria de Londres. Comprendo que nuestra querida Francia esté en estado de shock, pero apuesto a que tampoco esta vez monsieur Chirac decidirá que es hora de dejarlo – afortunadamente para Villepin, lleva pocas semanas en el cargo, porque, si no, habría grandes posibilidades de que fuese formalmente destituido.

En segundo lugar, si en algo convengo con el alcalde es que, si Madrid quiere verdaderamente los juegos, terminará por organizarlos, Dios sabe cuándo, claro. Perseverar en el intento parece una buena idea. También creo que no se deben sacar conclusiones precipitadas, ni en un sentido ni en otro. Al fin y al cabo, nos batíamos el cobre nada menos que con las principales ciudades del planeta –sólo faltaba Tokio para completar el elenco de las megalópolis del mundo desarrollado, creo-. Influye, cómo no, la simple coyuntura. Además, siempre se te puede cruzar un principito de opereta, sin oficio conocido y cuya preocupación por la seguridad es tan grande como pequeña la cooperación del paisito que encabeza para que mejore el tema en el mundo. Son cosas de la vida.

Una vez más, nos volvemos a casa con un resultado “digno”. Es ya recurrente, la verdad, y entristece. Aunque caben lecturas. Se puede decir, y será cierto, que estamos en el umbral, en el “segundo grupo” de países del mundo. Tenemos un país importante y atractivo, capaz de hacer las cosas bien y concitar apoyos –sí, también manías y rechazos, pero conviene no perder de vista que hay quien nos da su respaldo en casi toda circunstancia, además, es oportuno recordar que no hay país importante que no tenga enemigos, ¡que se lo digan a Chirac!-.

Pero no es menos cierto que entre ese “segundo grupo” y el primero hay un salto importante, que no es cuantitativo, sino profundamente cualitativo. Madrid es una ciudad grande y pujante –la tercera de Europa, dicen- pero nunca llegará a ser como las otras dos grandes capitales europeas de rango mundial. Y es que no se trata de eso. Se trata, en definitiva, de que nuestra deuda alcance esa “A” final que le falta, esa que a países como Alemania les cuesta tanto perder, aunque se pasen media vida haciendo el payaso. Y es que destruir una reputación es, a veces, tan difícil como construirla. Lo que diferencia a España del grupo de países de cabeza es, en última instancia, la fiabilidad. Nadie tiene sensación de riesgo, en ningún sentido, porque el Reino Unido organice cualquier cosa. La cosa saldrá bien o mal, pero ni los británicos tienen la sensación de estar siendo examinados ni, desde luego, parece que el resto del mundo esté examinándoles.

Los vaivenes políticos y la incertidumbre sobre cuestiones fundamentales están totalmente ausentes del panorama de esas grandes naciones. Alemania podrá ir a la bancarrota, pero no a la secesión de Baviera, y los Estados Unidos ganarán y perderán guerras, pero no van a convertirse en una monarquía.

Ocasiones como la presente sirven de recordatorio de lo que podría haber dado de sí tanta energía desperdiciada.

Por otra parte, y cambiando de tercio, convengo con González Urbaneja, que publica hoy una sensata tercera en ABC. No es bueno que las ciudades del tamaño de Madrid dependan de proyectos coyunturales. Esos proyectos de envergadura están bien, sí, para dar saltos, para recuperar el tiempo perdido –no cabe duda de que los Juegos tuvieron un gran sentido para la Barcelona del 92, y por eso mismo alcanzaron una dimensión de interés nacional-, pero no valen como “motor perpetuo”.

Madrid, por méritos propios, ha entrado en la serie de las ciudades que cuentan, que están en el panorama internacional de forma permanente, aunque no tengan un acontecimiento que, durante quince días, las ponga en el centro del mundo. Por eso mismo, necesita de una atención continuada, de mejoras pequeñas pero permanentes.

El gran perdedor de todo esto es, sin duda, el alcalde Gallardón, por cuanto la derrota le deja desamparado y enfrentado a una realidad: es “sólo” el alcalde de Madrid. A algunos les parecerá paradójico que esto sea una desgracia. Y es que es paradójico. Al fin y al cabo, ser alcalde es siempre uno de los cargos más hermosos que puede desempeñar un político, y ser alcalde de una capital tan apasionante como Madrid, mucho más, pero nuestros políticos, siempre tan providencialistas, siempre deseosos de pasar a la historia, desprecian estos cargos. Si recuerdan, Madrid ha presentado siempre alcaldes “de perfil bajo” y eso da la medida de qué consideración merece el cargo para las directivas de los partidos.

Si quiere pasar a la historia, quizá lo mejor que podría hacer Gallardón es afrontar el desafío de estar a la altura de la ciudad que preside... sin alharacas, sin ayudas y sin proyectos faraónicos. Día a día.

A todo esto y hablando de munícipes, ya que su edil ayer se olvidó de ellos, lo digo yo: Pamploneses... ¡viva San Fermín!