INDESTRUCTIBLE DEBILIDAD
Los atentados de Londres dejan, una vez más, impresiones contrapuestas, más allá del horror y la consternación por las víctimas – víctimas que, por cierto, no han aparecido a diestro y siniestro en las pantallas de televisión, reabriendo, de nuevo, el debate sobre los límites razonables: ¿debe primar el derecho a una información puntual o, por el contrario, contribuye al mantenimiento de la calma una adecuada dosificación?, la respuesta no es sencilla.
Impresiones contrapuestas, decía, porque por un lado es inevitable constatar lo fácil que es hacer un daño inmenso. Las ciudades, amalgamas de calles, túneles, conducciones... son gigantescos amplificadores de un potencial destructivo que sale muy barato. Es suficiente con unas cuantas explosiones, porque la dinámica urbana pone lo demás. Los trenes van abarrotados y muy cerca unos de otros, las estaciones son auténticas ratoneras y, en fin, el tejido de la ciudad se encarga de que el caos se expanda.
Somos tremendamente vulnerables, eso es cierto. Somos vulnerables porque somos libres. Porque no se puede prohibir a la gente que lleve mochilas o que utilice teléfonos móviles. La libertad es nuestra seña de identidad y, desde cierto punto de vista, una vía de entrada de todo tipo de parásitos.
Pero, al tiempo, los atentados permiten constatar la fortaleza de las sociedades abiertas. Somos débiles, sí... indestructiblemente débiles. Los trenes volverán a rodar. Si no es hoy, será mañana. Casi una semana tardó Nueva York en rearrancar, pero rearrancó y está hoy ahí, de nuevo, pujante e inmensa. No importa cuantas veces golpeen. Quizá no en unas horas, quizá no en unos días, pero los trenes volverán a partir de las miles de estaciones de Atocha que hay en nuestro mundo occidental, para seguir llevando a la gente a sus casas o al trabajo.
Gente que, por el mero hecho de vivir cada día su vida, muestra un valor inmenso. Valor que será inconsciente, no lo dudo, pero que ahí está. El londinense, madrileño, neoyorquino o bagdadí que, cada día, se levanta de la cama con la sana intención de hacer lo que crea que debe hacer o, lisa y llanamente, lo que tenga por conveniente, jugándose lo que se tenga que jugar, se convierte en portador de una cantidad inmensa de valores. Personifica siglos de historia y luchas por las libertades.
A menudo la gente se queja, no sin razón, sobre la pesadez y la prolijidad de los trámites de acceso a los Estados Unidos –por otra parte, similares a los que imperan en otras partes del mundo occidental-. Si alguien se ha tomado la molestia de leer los formularios que indican cuáles son los pasos que hay que dar para superar la carrera de obstáculos, sabrá que lo que digo es cierto. Pero, quizá, también haya constatado que la última frase en esos formularios recuerda que, una vez superados los trámites... “es usted libre de ir adonde quiera”. No nos damos cuenta, a menudo, de lo que eso significa. En los Estados Unidos, en el Reino Unido, en España, somos dueños de nuestro destino, y esa soberanía se manifiesta en la simple circunstancia de nuestra libertad de movimiento.
Somos libres de ir adonde queramos. Eso no sucede en ninguna de las repugnantes teocracias que paren endemoniados como Bin Laden y jamás sucedería en un mundo donde ellos dictaran las reglas. Lo afirmo para quien quiera oírlo: nuestra civilización es superior. Y lo es no porque ningún dios haya decidido nada, sino porque hemos conseguido que, al salir del metro, podamos ir a la izquierda o a la derecha, según nos apetezca. Y por eso, indefectiblemente, ganaremos esta guerra contra un enemigo sin rostro.
En otro orden de cosas, la figura de Tony Blair se agranda por momentos. Se podrá estar o no de acuerdo con sus ideas y planteamientos, pero los últimos días le han dado ocasión de dar una cantidad inusitada de pruebas de que anda sobrado de una de las virtudes más escasas, que es la capacidad de liderazgo. Liderazgo que se ve facilitado por la serena respuesta de la sociedad que encabeza, empezando por sus instituciones políticas.
Ya hay quien hace comparaciones entre el 11M y el 7J. Salimos muy mal parados, se mire desde el ángulo que se mire (salvo, claro, si de respuesta ciudadana y de eficacia de los servicios de emergencia se trata, porque ahí sacamos nota). Creo que es el Mundo el que dice hoy que los hechos son similares, pero las culturas políticas son diferentes. También el 11S vale como término de comparación. Fueron distintas las reacciones de los gobiernos, pero también las de las oposiciones políticas.
Quizá sea mejor no hurgar en las heridas. Ya anticipé ayer que no tardarían en aparecer las exhibiciones de miseria moral, que son consustanciales a cierta gente y a ciertos medios. Lean hoy el chiste de Romeu en El País y entenderán lo que digo.
Impresiones contrapuestas, decía, porque por un lado es inevitable constatar lo fácil que es hacer un daño inmenso. Las ciudades, amalgamas de calles, túneles, conducciones... son gigantescos amplificadores de un potencial destructivo que sale muy barato. Es suficiente con unas cuantas explosiones, porque la dinámica urbana pone lo demás. Los trenes van abarrotados y muy cerca unos de otros, las estaciones son auténticas ratoneras y, en fin, el tejido de la ciudad se encarga de que el caos se expanda.
Somos tremendamente vulnerables, eso es cierto. Somos vulnerables porque somos libres. Porque no se puede prohibir a la gente que lleve mochilas o que utilice teléfonos móviles. La libertad es nuestra seña de identidad y, desde cierto punto de vista, una vía de entrada de todo tipo de parásitos.
Pero, al tiempo, los atentados permiten constatar la fortaleza de las sociedades abiertas. Somos débiles, sí... indestructiblemente débiles. Los trenes volverán a rodar. Si no es hoy, será mañana. Casi una semana tardó Nueva York en rearrancar, pero rearrancó y está hoy ahí, de nuevo, pujante e inmensa. No importa cuantas veces golpeen. Quizá no en unas horas, quizá no en unos días, pero los trenes volverán a partir de las miles de estaciones de Atocha que hay en nuestro mundo occidental, para seguir llevando a la gente a sus casas o al trabajo.
Gente que, por el mero hecho de vivir cada día su vida, muestra un valor inmenso. Valor que será inconsciente, no lo dudo, pero que ahí está. El londinense, madrileño, neoyorquino o bagdadí que, cada día, se levanta de la cama con la sana intención de hacer lo que crea que debe hacer o, lisa y llanamente, lo que tenga por conveniente, jugándose lo que se tenga que jugar, se convierte en portador de una cantidad inmensa de valores. Personifica siglos de historia y luchas por las libertades.
A menudo la gente se queja, no sin razón, sobre la pesadez y la prolijidad de los trámites de acceso a los Estados Unidos –por otra parte, similares a los que imperan en otras partes del mundo occidental-. Si alguien se ha tomado la molestia de leer los formularios que indican cuáles son los pasos que hay que dar para superar la carrera de obstáculos, sabrá que lo que digo es cierto. Pero, quizá, también haya constatado que la última frase en esos formularios recuerda que, una vez superados los trámites... “es usted libre de ir adonde quiera”. No nos damos cuenta, a menudo, de lo que eso significa. En los Estados Unidos, en el Reino Unido, en España, somos dueños de nuestro destino, y esa soberanía se manifiesta en la simple circunstancia de nuestra libertad de movimiento.
Somos libres de ir adonde queramos. Eso no sucede en ninguna de las repugnantes teocracias que paren endemoniados como Bin Laden y jamás sucedería en un mundo donde ellos dictaran las reglas. Lo afirmo para quien quiera oírlo: nuestra civilización es superior. Y lo es no porque ningún dios haya decidido nada, sino porque hemos conseguido que, al salir del metro, podamos ir a la izquierda o a la derecha, según nos apetezca. Y por eso, indefectiblemente, ganaremos esta guerra contra un enemigo sin rostro.
En otro orden de cosas, la figura de Tony Blair se agranda por momentos. Se podrá estar o no de acuerdo con sus ideas y planteamientos, pero los últimos días le han dado ocasión de dar una cantidad inusitada de pruebas de que anda sobrado de una de las virtudes más escasas, que es la capacidad de liderazgo. Liderazgo que se ve facilitado por la serena respuesta de la sociedad que encabeza, empezando por sus instituciones políticas.
Ya hay quien hace comparaciones entre el 11M y el 7J. Salimos muy mal parados, se mire desde el ángulo que se mire (salvo, claro, si de respuesta ciudadana y de eficacia de los servicios de emergencia se trata, porque ahí sacamos nota). Creo que es el Mundo el que dice hoy que los hechos son similares, pero las culturas políticas son diferentes. También el 11S vale como término de comparación. Fueron distintas las reacciones de los gobiernos, pero también las de las oposiciones políticas.
Quizá sea mejor no hurgar en las heridas. Ya anticipé ayer que no tardarían en aparecer las exhibiciones de miseria moral, que son consustanciales a cierta gente y a ciertos medios. Lean hoy el chiste de Romeu en El País y entenderán lo que digo.
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