LA INACEPTABLE "ALIANZA DE LAS CIVILIZACIONES"
De la “alianza de las civilizaciones”, que trasciende la mera anécdota para convertirse en una idea-fuerza de la política zapateril, de han dicho muchas cosas, desde que es insoportablemente cursi hasta que es inviable. Pero, a mi juicio, se soslaya, a menudo, que es también difícilmente sostenible desde el punto de vista moral y representa una traición a lo más noble de la tradición occidental.
Toda la historia de la reflexión ética, jurídica y política en esta parte del mundo terminó cristalizando en esa especie de tablas de la ley contemporáneas que contienen los “derechos humanos”. Ni el concepto está acabado ni, desde luego, hay un consenso absoluto acerca de cuál es la mejor vía para garantizar su respeto. Pero lo cierto es que las revoluciones burguesas dieron forma, codificaron, si se quiere, una serie de nociones difusas que habían estado entre nosotros desde los albores de la era cristiana, y aún antes. Su última proclamación solemne fue su afirmación en el momento fundacional de la Organización de las Naciones Unidas –probablemente el único instante en que dicha organización y la idea de la que parte caminaron al unísono, porque, desde entonces, todo ha sido divergencia-. Ese día, si hemos de creer lo que afirman quienes se adhieren voluntariamente al organismo, los derechos adquirieron carácter universal o, al menos, fueron reconocidos en muchos países del mundo, algunos de ellos de tradición no estrictamente occidental.
La conciliación del paradigma de los derechos humanos con tradiciones culturales no occidentales es complicada –porque, sí, por más que nos empeñemos, la afirmación de que son universalmente válidos a priori no puede ser fácilmente liberada de su carga dogmática; es una creencia- pero posible. Ahí está, por ejemplo, el Japón contemporáneo como ejemplo sobresaliente.
El primer error de los enfoques multiculturalistas es partir de una especie de “vacío inicial” o de imposible contraste entre diferentes conjuntos de valores. Una idea muy positivista y que, como ya he comentado algunas veces, casa muy bien con la infame tradición de pensamiento derrotista occidental. Pero eso no es cierto. Hay un paradigma vigente, que es el de los derechos humanos, paradigma que está, al menos nominalmente, aceptado en muchos países del mundo pero que, además, en Occidente es el propio, el que deriva de toda la tradición histórica y el que explica no ya buena parte de la organización social, sino casi todas las nociones de lo justo e injusto, lo bueno y malo.
La primera cuestión que se deriva de la vigencia de un paradigma, es la de los límites de la tolerancia. Como bien decía Kelsen, la tolerancia es la única actitud posible ante lo que no conocemos, ante lo que no somos capaces de calificar como inválido. En ausencia de paradigmas o de ideas apriorísticas sobre lo justo y lo bueno, la tolerancia ha de ser total, obviamente, porque no hay posibilidad alguna de fundamentar una solución para la convivencia que no sea puramente arbitraria. Donde es imposible definir, ni siquiera aproximadamente, la justicia, todas las ideas de justicia valen.
Pero eso no es cierto en nuestro caso. Quizá Zapatero y algunos como él, que dicen no creer en dogmatismos, carezcan de intuición alguna sobre el bien y la justicia –cabe preguntarse, entonces, a qué demonios se refieren cuando usan estas palabras, que no se les caen de la boca-, pero esto no vale para la generalidad. Al menos, ahí está nuestra ética de los derechos para demostrarlo.
Desde la creencia en la universal validez de los derechos humanos –proclamada solemnemente en tantas y tantas ocasiones-, la pregunta sería, más bien, por qué no hacemos nada ante la evidencia de que buena parte de los signatarios de la Carta de las Naciones Unidas no los respetan ni tienen la más mínima intención de hacerlo.
En consecuencia, ¿cuál puede ser el fundamento de la “alianza de civilizaciones” o, más bien, cuál ha de ser su fin? El fin no puede ser otro que el de pactar la no agresión mutua –adórnese esto cuanto se quiera-, en otras palabras, en nuestro caso, la renuncia a la extensión universal del paradigma de los derechos humanos y, por tanto, la renuncia a la vocación histórica que fundamenta, entre otras cosas, cosas como el derecho internacional –que bien podría quedar reducido al simple principio de no injerencia en los asuntos ajenos-.
La “alianza de las civilizaciones” no puede ser, cabalmente, otra cosa que el traslado al plano internacional de la democracia no militante que nuestro presidente propugna para nuestro propio país. Una democracia carente de contenidos reales, un puro esquema formal en el que, por reducción a la nada de todos los aspectos exigentes, termine cabiendo casi todo. Del mismo modo que pretende solventar el histórico problema que tienen algunos para ser españoles vaciando de todo contenido real esa condición, el “pacto de no agresión universal” deberá basarse en cuestiones formales, de manera tal que poco, o nada, importe la justicia material de las situaciones.
Concluyendo, que la “alianza de las civilizaciones” supone, con toda probabilidad, apartarse de la militancia en pro de una sociedad universal más justa (no para los estados, sino para las personas), creo que es claro. Esto puede deberse a que haya quien piense que no hay un concepto universal de “justicia” y, por tanto, las alternativas están condenadas al fracaso. Una de dos: o esta actitud es profundamente inmoral, o es nuestro propio sistema el que debe ser sometido a una profunda revisión, porque se concluye que es erróneo.
¿Se entiende ahora por qué algunos afirmamos que, al menos parte de, nuestra izquierda es nihilista? Sólo desde el nihilismo pueden entenderse ciertas actitudes y ciertas propuestas. Sólo el nihilismo sirve como hilo conductor de políticas e iniciativas. Sólo desde el nihilismo puede llegar uno a comprender a nuestro iluminado Presidente.
Toda la historia de la reflexión ética, jurídica y política en esta parte del mundo terminó cristalizando en esa especie de tablas de la ley contemporáneas que contienen los “derechos humanos”. Ni el concepto está acabado ni, desde luego, hay un consenso absoluto acerca de cuál es la mejor vía para garantizar su respeto. Pero lo cierto es que las revoluciones burguesas dieron forma, codificaron, si se quiere, una serie de nociones difusas que habían estado entre nosotros desde los albores de la era cristiana, y aún antes. Su última proclamación solemne fue su afirmación en el momento fundacional de la Organización de las Naciones Unidas –probablemente el único instante en que dicha organización y la idea de la que parte caminaron al unísono, porque, desde entonces, todo ha sido divergencia-. Ese día, si hemos de creer lo que afirman quienes se adhieren voluntariamente al organismo, los derechos adquirieron carácter universal o, al menos, fueron reconocidos en muchos países del mundo, algunos de ellos de tradición no estrictamente occidental.
La conciliación del paradigma de los derechos humanos con tradiciones culturales no occidentales es complicada –porque, sí, por más que nos empeñemos, la afirmación de que son universalmente válidos a priori no puede ser fácilmente liberada de su carga dogmática; es una creencia- pero posible. Ahí está, por ejemplo, el Japón contemporáneo como ejemplo sobresaliente.
El primer error de los enfoques multiculturalistas es partir de una especie de “vacío inicial” o de imposible contraste entre diferentes conjuntos de valores. Una idea muy positivista y que, como ya he comentado algunas veces, casa muy bien con la infame tradición de pensamiento derrotista occidental. Pero eso no es cierto. Hay un paradigma vigente, que es el de los derechos humanos, paradigma que está, al menos nominalmente, aceptado en muchos países del mundo pero que, además, en Occidente es el propio, el que deriva de toda la tradición histórica y el que explica no ya buena parte de la organización social, sino casi todas las nociones de lo justo e injusto, lo bueno y malo.
La primera cuestión que se deriva de la vigencia de un paradigma, es la de los límites de la tolerancia. Como bien decía Kelsen, la tolerancia es la única actitud posible ante lo que no conocemos, ante lo que no somos capaces de calificar como inválido. En ausencia de paradigmas o de ideas apriorísticas sobre lo justo y lo bueno, la tolerancia ha de ser total, obviamente, porque no hay posibilidad alguna de fundamentar una solución para la convivencia que no sea puramente arbitraria. Donde es imposible definir, ni siquiera aproximadamente, la justicia, todas las ideas de justicia valen.
Pero eso no es cierto en nuestro caso. Quizá Zapatero y algunos como él, que dicen no creer en dogmatismos, carezcan de intuición alguna sobre el bien y la justicia –cabe preguntarse, entonces, a qué demonios se refieren cuando usan estas palabras, que no se les caen de la boca-, pero esto no vale para la generalidad. Al menos, ahí está nuestra ética de los derechos para demostrarlo.
Desde la creencia en la universal validez de los derechos humanos –proclamada solemnemente en tantas y tantas ocasiones-, la pregunta sería, más bien, por qué no hacemos nada ante la evidencia de que buena parte de los signatarios de la Carta de las Naciones Unidas no los respetan ni tienen la más mínima intención de hacerlo.
En consecuencia, ¿cuál puede ser el fundamento de la “alianza de civilizaciones” o, más bien, cuál ha de ser su fin? El fin no puede ser otro que el de pactar la no agresión mutua –adórnese esto cuanto se quiera-, en otras palabras, en nuestro caso, la renuncia a la extensión universal del paradigma de los derechos humanos y, por tanto, la renuncia a la vocación histórica que fundamenta, entre otras cosas, cosas como el derecho internacional –que bien podría quedar reducido al simple principio de no injerencia en los asuntos ajenos-.
La “alianza de las civilizaciones” no puede ser, cabalmente, otra cosa que el traslado al plano internacional de la democracia no militante que nuestro presidente propugna para nuestro propio país. Una democracia carente de contenidos reales, un puro esquema formal en el que, por reducción a la nada de todos los aspectos exigentes, termine cabiendo casi todo. Del mismo modo que pretende solventar el histórico problema que tienen algunos para ser españoles vaciando de todo contenido real esa condición, el “pacto de no agresión universal” deberá basarse en cuestiones formales, de manera tal que poco, o nada, importe la justicia material de las situaciones.
Concluyendo, que la “alianza de las civilizaciones” supone, con toda probabilidad, apartarse de la militancia en pro de una sociedad universal más justa (no para los estados, sino para las personas), creo que es claro. Esto puede deberse a que haya quien piense que no hay un concepto universal de “justicia” y, por tanto, las alternativas están condenadas al fracaso. Una de dos: o esta actitud es profundamente inmoral, o es nuestro propio sistema el que debe ser sometido a una profunda revisión, porque se concluye que es erróneo.
¿Se entiende ahora por qué algunos afirmamos que, al menos parte de, nuestra izquierda es nihilista? Sólo desde el nihilismo pueden entenderse ciertas actitudes y ciertas propuestas. Sólo el nihilismo sirve como hilo conductor de políticas e iniciativas. Sólo desde el nihilismo puede llegar uno a comprender a nuestro iluminado Presidente.
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