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jueves, julio 14, 2005

ZAPATERO Y EL NOMINALISMO

Ayer mismo, en el diario el Mundo, Joseba Arregui publicaba un interesante artículo, a doble página, sobre el nuevo debate nominalista que parece aquejar a la política española. Nos recordaba Arregui que, allá por el siglo XIV –si no recuerdo mal (para los de la Logse: eso es la Baja Edad Media)- el asunto del nominalismo ocupó a las más importantes mentes de aquel tiempo, y no nos ha abandonado nunca, desde entonces. En realidad, como también decía Arregui, el nexo entre palabras y realidad no se discutía por puro prurito científico, sino por una cuestión de poder. Por el poder máximo sobre la realidad, que no es otro que el poder de conformarla.

En un ensayo que ya he citado en otras ocasiones, “La Lengua del Tercer Reich”, el lingüista Víctor Klemperer exponía con meridiana claridad cómo ese proceso de conformación de la nueva realidad tuvo lugar, mediante una manipulación intensa, a veces grosera y a veces sibilina, del lenguaje.

Una de las frases más profundamente imbéciles con las que se quiere despachar cualquier cuestión cuando se considera poco relevante es que “eso es una cuestión semántica”. Quien profiere esa frase suele, supongo, ignorar qué significa “semántica”, puesto que no se explica, si no, cómo puede soslayarse que casi todas las cuestiones sobre las que discutimos son semánticas. La semántica es la parte de la lingüística que se ocupa, nada menos, que de lo que las palabras significan. Si no estamos de acuerdo sobre lo que una palabra quiere decir, es que no estamos de acuerdo sobre la realidad subyacente, sobre esto creo que cabe poca discusión.

Las palabras son símbolos, ya se sabe. De hecho, son los más importantes de todos los símbolos. Y nuestra relación con la realidad, en sentido amplio –el propio hecho de vivir, si se quiere- es una manipulación de símbolos constante. Somos seres eminentemente simbólicos. Esto es de sobra conocido por mucha gente, especialmente por quienes quieren influir en los demás, como es lógico, desde los expertos en marketing, a los expertos en retórica, pasando por todos los nacionalistas – que, hoy por hoy, en la España contemporánea, son los grandes manipuladores de símbolos.

Viene todo esto a cuento porque, a propósito del dichoso debate sobre la inclusión del término “nación” en el estatuto catalán –cuyo alcance, por supuesto, ve Arregui muy claro- afirma hoy Jesús Cacho lo siguiente, en relación con Zapatero: “Dicen que el presidente, optimista por naturaleza, cree que la sangre no llegará al río y que las palabras son sólo eso, palabras incapaces de alterar la vida y la realidad de las cosas, de donde se infiere que da lo mismo que en el Estatut figure aquello de que “Cataluña es una nación" o que no figure” (artículo completo aquí).

La afirmación es ciertamente creíble, porque es concordante con las manifestaciones públicas de ZP. Y da una idea cabal de la peligrosidad del sujeto. Porque, desde luego, siempre me he negado a aceptar la idea del “bambi” ingenuo o, lisa y llanamente, del ignorante. No creo que el Esdrújulo sea ni lo uno ni lo otro.

Es algo bastante peor. Se trata de una subespecie de lo que Jon Juaristi llamaría semiculto. Un tipo que es suficientemente osado como para lanzarse a ciertas aventuras intelectuales, pero no lo suficientemente ducho como para salir de ellas con bien, me temo. Zapatero parece quedarse siempre a mitad de camino. Sabemos que rechaza todo lo dado, rechaza todo lo convencional, que entiende que las palabras no significan nada y, por tanto, no conforman la realidad. ¿Qué conforma la realidad, pues? ¿Dónde está su alternativa? De momento, lo único que ha hecho bien es destruir, es poner todo en cuestión y patas arriba. Todo por... ¿nada?

Porque lo que este filósofo de pacotilla se niega sistemáticamente a ofrecer son respuestas no sobre sus puntos de partida –sabemos que lo rechaza todo, que todo le parece prescindible, bueno- sino sobre sus puntos de llegada.

Yo cada día le tengo más miedo.