FERBLOG

domingo, febrero 25, 2007

LECTURAS DE LA ABSTENCIÓN

Decía la semana pasada –por si hiciera falta- que no cabría sino respetar el resultado que saliera de las urnas andaluzas, fuera éste el que fuera, y acudieran los andaluces que acudieran a votar. El resultado es legal y no queda sino estar y pasar por él, según la añeja fórmula. Decía también que el comportamiento abstencionista me resultaría más comprensible en el caso andaluz que en el catalán.

Pero que se pueda comprender por razones propias de la dinámica política de la región no resta un ápice de gravedad a lo sucedido, ni permite tampoco consolarse. Máxime cuando, al final, la proporción de andaluces que se decidió a participar fue muy inferior a la ya exigua de catalanes que hicieron lo propio.

Ya digo, la cosa es grave. Obviemos las manifestaciones –a la altura intelectual habitual- de tirios y troyanos al respecto, en especial la mezquindad, incapacidad para el reconocimiento del error y desprecio por la inteligencia que viene caracterizando a los prebostes del socialismo andaluz. En la práctica, los únicos que tienen alguna razón para estar contentos con lo sucedido el domingo pasado son ellos: una vez más, los andaluces votan y ellos no tienen que afrontar responsabilidad alguna.

Pero tampoco las explicaciones al uso satisfacen. Se dice, por algunos, que el abstencionismo característico de las últimas consultas populares no deja de ser una manifestación del pasotismo de la gente. El pueblo “pasa” de políticos y manda mensajes de desafección. Se dice, incluso, que es un fenómeno a escala europea. A mi juicio, semejante línea de análisis es completamente falsa. En primer lugar, España no es, en general un país abstencionista –tampoco lo es ninguna de sus regiones, en particular- como vienen demostrando las nutridas participaciones en los procesos de elección de parlamentos y municipios, en algunas ocasiones, como en 2004, incluso con cifras récord. Tampoco cabe, sin más, parangonar la realidad española con la de otras democracias mucho más maduras o, simplemente, más viejas. Se entiende el hastío cuando ya se ha probado casi todo y casi nada funciona (véase Italia, véase Francia) o el “voto tácito de confianza” –socorrida interpretación de la abstención – allí donde las instituciones están más que consolidadas y las posibilidades de vaivenes son reducidas por el solo hecho de que cambie el gobierno (democracias anglosajonas –y perdón por el pleonasmo-, fundamentalmente).

En clave de una democracia normal, el comportamiento electoral de los españoles –y creo que, sin excesiva dificultad, se puede presumir que, ante un trance similar, valencianos, madrileños o cualesquiera otros españoles a los que no se ha preguntado ni se preguntará, reaccionarían de modo muy, muy similar a andaluces y catalanes- es paradójico. Mientras que acuden masivamente a las urnas en “condiciones normales”, es decir cuando “sólo” se trata de elegir un parlamento y –de forma mediata- un gobierno, ignoran las oportunidades de participación directa que, al menos en teoría, se corresponden con aquellas ocasiones en las que hay cosas demasiado trascendentes en juego para que los representantes electos lo ventilen entre ellos. Así pues, los españoles se preocupan de las cosas del día a día, pero dejan a sus políticos hacer ellos solos las reglas de la convivencia o dirimir otros asuntos muy trascendentes.

¿Cómo puede explicarse este contradiós?

Un análisis superficial podría llevarnos a concluir que se trata de un caso de inmadurez política. Que nuestro pueblo no sabe por dónde se anda. Que es bisoño en estas lides democráticas y, por tanto, que no sabe distinguir lo principal de lo accesorio. En suma, los políticos tienen carta blanca para hacer y deshacer a su gusto. Puede, también, que el pueblo, lego en ciertos temas, no alcance, simplemente, a percibir la importancia de lo que se le ofrece. Es muy cierto que no es lo mismo pronunciarse sobre un texto prolijo, complicado y trufado de tecnicismos –que, por añadidura, casi ningún mortal en su sano juicio no obligado a ello por razones profesionales ha leído (incluida, por supuesto, la inmensa mayoría de los legisladores regionales y nacionales que lo votaron)- que responder a una pregunta sencilla del tipo “¿aprueba usted el divorcio?” o similar.

Ninguna de las dos explicaciones son satisfactorias. Ni los españoles son tan novatos ni, desde luego, pueden dejar de intuir, cuando menos, que un estatuto de autonomía es algo muy, muy importante.

Lo que nos conduce a una tercera explicación, temo que más realista y que, si bien deja al pueblo a mejor altura –no voy a decir cosas como que el pueblo “demuestra su sabiduría”, que “no se equivoca nunca” o tonterías similares propias de cobistas- ofrece una perspectiva nada halagüeña sobre nuestra democracia. El pueblo se moviliza sólo para participar en la designación de quien manda, y todo lo demás importa un carajo. Ya digo, tristemente, puede que esta sea la explicación más certera, en un doble sentido.

En primer lugar, me temo que es una buena explicación porque está mucho más en línea con el ánimo cainita que sigue inspirando a una parte muy significativa de nuestro pueblo –especialmente, y espero que no se me acuse de maniqueo, en la izquierda-. Para muchos, muchos españoles, el verdadero infierno son los otros. Hombre, puestos a elegir, sería mejor que la educación no fuese un desastre, que el estado no saltara por los aires, que los batasunos acabaran todos en la cárcel... y un largo etcétera. Pero, sobre todo, lo importante es que no dejen de gobernar los míos. Así pues, el único momento en el que realmente hay que movilizarse es cuando se dirime si son los míos o son los otros los que van a estar en la poltrona. Lo demás, son cuestiones secundarias.

Por otra parte, más allá de las motivaciones basadas en la animosidad, el inveterado escepticismo patrio tiene también su papel y su razón. ¿Qué sentido tiene preocuparse en exceso por las leyes en un país en el que, al final, las leyes valen lo que el gobierno que las sostiene? ¿Sería razonable, por ejemplo, perder un minuto si hoy nos propusieran refrendar la ley de partidos, visto lo que el ejecutivo de Zapatero ha hecho con ella? La trayectoria de falta de respeto al estado de derecho y postración de las instituciones, de sometimiento de lo jurídico a lo político, parece dar la razón a los que se niegan a salir de casa como no sea, precisamente, para disparar la única bala medianamente efectiva que el sistema pone en nuestra mano, que es la de intentar influir en la formación de gobiernos o, más exactamente, la de intentar decidir qué partido tiene derecho al usufructo general del aparato estatal.

En mi opinión personal, el primer punto de vista es irracional –y, por tanto, no merece mayor comentario- pero el segundo, que sí lo merece, es errado. Ciertamente, no gozamos de un aparato institucional óptimo, ni nuestro estado de derecho funciona a las mil maravillas, pero la dinámica política española es demasiado compleja –afortunadamente, cabría decir- para que la cosa pueda reducirse a determinar quién manda y esperar que lo demás venga por añadidura. Es verdad, por supuesto, que el resultado práctico de las reformas estatutarias va a depender, en gran medida, de los poderes central y autonómico, su correlación de fuerzas, etc. Es verdad, en suma, que los textos, en sí mismos, no predeterminan el futuro. Pero no es menos cierto que influyen, y poderosamente. O, dicho de otra manera, los políticos tienen la mala costumbre de desatar fuerzas que no van a poder controlar.

La responsabilidad de los políticos, de todos –porque el Partido Popular no puede llamarse a andanas- es difícil de exagerar. De una parte, porque han contribuido poderosamente a que esa actitud escéptica, incluso algo cínica, pase en España por cabal y sensata. Y, por otra parte, porque han hecho al entramado institucional un daño de alcance imprevisible, pero ciertamente elevado, que requerirá, sin duda, penosas suturas en un futuro no lejano.

Y todavía esperarán pasar a la posteridad con bustos a cuyo pie esté esa leyenda de “la Nación, agradecida”.

sábado, febrero 17, 2007

VÍSPERAS DE NADA

A la chita callando, los andaluces están convocados mañana a las urnas para hipertrofiar su estatuto y, una vez más, “no ser menos que nadie”. El barrunto es que serán pocos los que se acerquen a refrendar el nuevo documento que habrá de regir sus destinos. Los dos partidos mayoritarios –el ministerio de gobierno y el ministerio de la oposición- que abogan por el “sí”, se temen que, con facilidad, la participación no llegará al cincuenta por cien. Lo mismo da.

Valen todos y cada uno de los argumentos que, en esta bitácora como en tantas otras, apoyaron la recomendación del “no” al estatuto de Cataluña. La “profundización en el autogobierno” –pensamos algunos- y la “segunda transición” no solo son prescindibles sino que son indeseables. No creo, personalmente, que esa segunda ola que se extiende por España como un verdadero sarampión vaya a redundar en nada positivo para los españoles, además de poner en jaque todo el ordenamiento constitucional. Y, conviene insistir por si hay dudas, en que el razonamiento vale para: Andalucía, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias, Cantabria, Castilla León, Castilla-La Mancha, Cataluña, Extremadura, Galicia, La Rioja, Madrid, Murcia, Navarra, País Vasco, la Comunidad Valenciana, y las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. No hay razón alguna para sostener que lo que es malo, e incluso inconstitucional, para Cataluña, pueda ser un precepto adecuado en Andalucía. Y, por cierto, el “consenso” sobre una estupidez o un despropósito no lo convierte en una gran idea: simplemente hace a todo el mundo corresponsable.

Con todo, el caso andaluz tiene, al menos para mí, ribetes que lo convierten en especialmente triste. Triste porque, una vez más, Andalucía es usada por sus nuevos señoritos como expediente para blanquear errores. Andalucía es tratada como un objeto, como una fórmula de legitimación, esta vez ya sin la disculpa de una necesidad social sentida. A estas alturas, hay ya motivos para temer que la priización del socialismo –esa a la que aspiran en toda España- es total de Despeñaperros para abajo. En aquella bendita tierra, el PSOE es ya el ejecutivo, el legislativo, será el judicial en cuanto la unidad de este poder se quiebre y, demonio, es la novia en la boda, el niño en el bautizo y el muerto en el entierro. La omnipresencia de la Junta, como primer empleador, primer inversor y primer todo hacen ya muy difícil apostar por un cambio.

Pero triste, también, porque el dichoso Partido Popular se ha mostrado como lo que, me temo, es de verdad: una derecha meapilas y cobarde que tiene los principios muy justitos. Una derecha cortoplacista y acojonada, incapaz de pertrecharse en ideas y tener la necesaria paciencia. Una derecha del “sentido común” y el tópico, oportunista y sin otra aspiración que la de servir de recambio. Una derecha incapaz de aguantar estoica con un solo discurso, y que no se da cuenta de que, si es que gana credibilidad al sur –cosa que dudo, porque la gente ve la tele y lee periódicos- la pierde a chorros en el norte.

El señor Arenas, mañana, irá del bracete de Chaves –el de Sevilla, no el de Caracas- a pedirle al andaluz que “no sea menos que nadie”, en suma. El señor Arenas se hará con ello un flaco favor a sí mismo, hará un flaco favor a los andaluces y, por extensión, a todos los españoles. Su apoyo al estatuto no será, por supuesto, recompensado por los socialistas andaluces y, también por supuesto, será señalado con el dedo por los socialistas en el resto de España como lo que es: una palmaria prueba de incoherencia.

Nada de lo que he dicho ha de interpretarse, por supuesto, como una falta de respeto a la decisión de los andaluces que, con toda probabilidad, será “sí”. No nos engañemos, sobre todo a la vista de la experiencia catalana ¿por qué demonios iba siquiera a molestarse en ir a votar quien tuviera previsto votar “no”? Si no pude comprender, en absoluto, la desidia de los catalanes, he de reconocer que, entre los andaluces que disientan, el desánimo es más comprensible. De hecho, me parecen del todo admirables las muestras de compromiso ciudadano que allí aún subsisten.

Hay en Andalucía gentes que se niegan a lo que, en resumidas cuentas, se les propone desde la Andalucía oficial, que se resume en una palabra: resignación.

La Andalucía que mañana va a las urnas no es ya la Andalucía ilusionada y transida de espíritu expectante. Los andaluces saben hoy mucho más de lo que sabían. Aun cuando la pretensión de esta clase política adocenada sea la de no ser jamás juzgada por sus hechos, sus hechos no deberían poder ignorarse. Los andaluces no son hoy ya ciudadanos –como todos los españoles- bisoños en democracia. Tienen elementos de juicio. Y ese juicio no puede sino conducir al desencanto.

Hoy son, pues, vísperas de nada.

domingo, febrero 11, 2007

SOBRE LOS LÍMITES DE LA POLÍTICA

El eximio maestro de procesalistas, D. Andrés de la Oliva, pone hoy, en una entrevista publicada en ABC, en dedo en la llaga cuando afirma que, para Zapatero “el derecho es una excrecencia” (observo que en la edición en Internet sólo se recoge una parte de la entrevista: la que tiene que ver con el juicio del 11M). Uno no puede sentirse sino reconfortado cuando gentes de solvencia intelectual contrastada parecen compartir las tesis que se vienen defendiendo en esta bitácora desde hace algún tiempo –y que, por lo demás, para nada son originales del autor de estas líneas-: el principal problema que nos plantea el socialismo gobernante es su aparente incapacidad para entender que las reglas del juego son externas al juego mismo y han de ser respetadas, so pena de conducir al sistema a dilemas sin posible solución.

En el caso de Rodríguez Zapatero –un hombre del que, por frívolo e insustancial, cabe dudar que disponga de planteamientos intelectuales medianamente serios (inciso: fantástico el artículo de Arcadi Espada, ayer, y excelente diagnóstico de la enfermedad literaria que aqueja al presidente) - palabras y hechos apuntan con meridiana claridad a lo que denuncia el catedrático. Pero, siendo esto malo, no es lo peor. Lo peor es que idéntica actitud parece ser moneda de curso legal en la izquierda española. Ya digo, son palabras y hechos con los que uno se topa por doquier y que conducen, lamentablemente, a concluir que, para nuestra izquierda, no hay nada verdaderamente intangible en el sistema. El derecho no es más que la continuación de la política por otros medios.

Es evidente que semejante punto de vista –ya digo, avalado por multitud de declaraciones y por actitudes de toda clase- ha de conducir, por necesidad, a confrontaciones. Es más, me atrevería a decir que la problemática acerca de lo que unos y otros entienden que debe ser respetado en todo caso –que no es sino la problemática sobre los límites de lo posible en la política democrática- se erige en la mayor de las dificultades para la mutua comprensión. En la verdadera razón de ser del galimatías en que parece haberse convertido la vida española contemporánea.

La concepción laxa de los límites del poder político, la noción –incluso explicitada por el propio Zapatero- de la Constitución como “programa político” tanto o más que norma jurídica está, por ejemplo, en la verdadera raíz de la irresoluble disputa entre el Gobierno y el Poder Judicial. O, si se prefiere, de la ya larga historia de desencuentros entre los jueces y los gobiernos socialistas. Mientras unos jamás han tenido empacho en presentarse como enterradores de Montesquieu, los otros deben a la separación de poderes la misma razón de su existencia. Nada hay más absurdo que pedirle a un juez que deje de aplicar el derecho o que se atenga a las circunstancias políticas del momento. Quienes pretenden revestir de juridicidad esas demandas –quienes tienen la desfachatez de ampararse en cosas como que las normas han de ser interpretadas en función de su contexto social, como dice el Código Civil- simplemente es que no se atreven a formular la petición en sus verdaderos términos: los jueces “deberían” tomar en consideración el principio de oportunidad, por construcción, antítesis del de legalidad.

Más en general, y en el amplio contexto del “proceso”, de las reformas territoriales o de cualesquiera otros problemas complejos, la necesidad imperiosa de respetar ciertas reglas, cuando no es compartida, se erige en fuente de desesperante incomunicación. Lo que unos exigen que se respete cual si se tratase de algo sagrado es, para otros, un obstáculo removible. Quien no desea removerlo no es más que un inmovilista que no desea progresar hacia las soluciones.

La política, en estado puro, no conoce de imposibles absolutos. Tan solo de circunstancias impeditivas. La política es el reino de la oportunidad. En política es posible lo que en cada momento puede hacerse. Pero no hace falta excesiva memoria para recordar por qué la política, por esa misma razón, debe ser embridada. Hay cosas que deben ser expulsadas del campo de lo posible si es que queremos que la política sirva al sistema de libertades.

Y aquí llegamos a otro nudo gordiano: la cuestión de la libertad, o de las libertades. Las limitaciones a la política, incluso a la política democrática, son en esencia una técnica de libertad. La falta absoluta de educación en la valoración de las libertades por encima de todo que caracteriza a la izquierda explica la dificultad que parece aquejar al socialismo gobernante y sus adláteres para entender esto. Y explica también su perversa concepción de la democracia y el principio de la mayoría como principio legitimador. Son demócratas, probablemente, pero no son en absoluto liberales.

No creen, en realidad, que nada ni nadie debiera alzarse frente al principio mayoritario. No es exagerado, me temo, entender que Zapatero se cree legitimado para cambiarlo absolutamente todo por el mero hecho de que cuenta con legitimidad para gobernar –que es algo muy distinto y bastante concreto-. La distinción, sencillamente, no se le alcanza. En ese camino, el aparato del estado de derecho se alza como un obstáculo que no debería serle infranqueable.

Entiéndaseme bien, no creo que nuestros socialistas estén en la idea de que no deban existir instituciones, o de que las leyes sean contingentes. Más bien, me temo, están en la convicción de que, por encima de todo ese aparato, debería existir una suerte de “principio orientador” que es la voluntad del electorado, manifestada en una mayoría. Es la sociedad en su conjunto la que debería atenerse a la realidad política o, más bien, al circunstancial reparto político del poder.

Quien se enfrenta a esta forma de comprender las cosas está, por ello, y desde inicio, tocado por una ilegitimidad de fondo. Es antidemócrata. La simple defensa de los límites del derecho se torna una rigidez insoportable. El recordatorio de que la ley ha de ser cambiada o cumplida, pero jamás ignorada, se vuelve “crispación”. En suma, quien no está en la idea de que todo debe ceder ante el impulso político, es inoportuno, en el más profundo sentido de la palabra.

No es difícil reconocer en semejante forma de pensar ecos de ideologías que ya han probado sobradamente su capacidad destructiva. Al final, va a ser cierto que la izquierda no deja de ser el precipitado de una serie de imposturas y errores, malamente rectificados a lo largo de una historia compleja. Pero siempre volvemos a lo mismo: la sociedad, lejos de ser el marco, es el problema, que requiere del político –el líder, el que sabe, en suma- la solución. El líder nos muestra el camino. ¿Cuál es la diferencia con tiempos pretéritos? Que el líder es ahora democrático, en el sentido de que ha sido elegido con nuestros votos. En una especie de síntesis venturosa, resulta que ahora nuestra servidumbre es autoimpuesta, y por ello inobjetable.

Se dijo del régimen priísta que se había erigido en la dictadura perfecta. Perfecta por inatacable, por fundada en el voto y en la regla democrática. El mundo entero se quedaba con los ojos abiertos ante semejante patología del sistema democrático, preguntándose cómo es posible la ocupación total de una sociedad, hasta sus últimos resquicios, sin necesidad de aplicar los cruentos métodos tradicionales de las dictaduras. Es, sin ir más lejos, el mismo fenómeno que hoy se reproduce, por ejemplo, en Venezuela.

La fórmula consiste, por supuesto, en ir difuminando progresivamente las estructuras del derecho, ir haciendo indistinguibles partido y estado, ir haciendo que el principio de legalidad ceda, poco a poco, al principio de oportunidad. Ir consintiendo que, ante la voluntad de los que mandan –que, por supuesto, están inspirados por el afán del bien común- vayan cayendo las barreras formales del sistema liberal, que son despreciadas como obstáculos de leguleyos –pese a que, como bien dice de la Oliva, los verdaderos leguleyos son todos estos dizque juristas que, abdicando de todo compromiso ético y profesional, se avienen a revestir cualquier despropósito con los ropajes de un lenguaje pseudojurídico, una manipulación de textos de la que, por supuesto, el derecho está ausente-.

Hasta que, un buen día, la seguridad haya desaparecido. Un buen día, el principio de confianza legítima –que éste, y no el derecho al voto, es el principio axial de las sociedades civilizadas- quiebra. Un buen día, cualquier cosa es posible. Puede suceder lo que sea. Ese día, el día en que la frase “eso no puede ser” carezca de sentido, nos acordaremos de todas las prédicas sobre la “flexibilidad”.

LIBERALISMO E IDENTIDAD NACIONAL

El diario El Mundo contenía, ayer, un interesante artículo de Henry Kamen acerca de la cuestión de la identidad nacional. El autor disertaba sobre la problematicidad de la definición de la identidad, en particular cuando ésta –lo que no deja de ser paradójico, si bien se mira- se nos presenta como mudable en el tiempo. Kamen recurre no ya al ejemplo español –cuya complejidad le parece de todo punto obvia- sino al caso británico, que no está, ni mucho menos, exento de dificultades. Y es que, en efecto, no parece sencillo dar cuenta, a fecha de hoy, de qué pueda significar “ser británico”, como tampoco de qué pueda significar “ser español”. Concluye Kamen que, a falta de una definición concreta de la identidad, resulta complicado lograr para ella adhesiones. Por tanto –y esto ya es de mi cosecha- el autor parece indicar que, no mediando ese esfuerzo de definición, será complicado cultivar el patriotismo en el futuro.

Ahora bien, si traigo a colación la pieza del historiador inglés no es tanto por su interés general, que también, como por una referencia particular al liberalismo que realiza al final. Concretamente, parece afirmar Kamen que el liberalismo español no ha cuestionado nunca la identidad española, pero tampoco ha contribuido a definirla.

A mi juicio, con la identidad española ocurre, en el liberalismo patrio primigenio, lo que con la religión católica. Así como el anticlericalismo característico de los liberales ha de ser entendido como reacción frente a la estructura eclesial –que no, por lo general, como cuestionamiento de dogma alguno- sus invectivas contra el régimen político se dirigían siempre contra la estructura social existente, sin cuestionar jamás la existencia misma de la Nación española o su continuidad histórica. Es más, cabe subrayar que, frente a la insistencia en el particularismo, en la diversidad y en la tradición fragmentaria ahora tan de moda y tan propia, siempre, de las fuerzas de la reacción, el liberalismo se agarró a los elementos más propiamente nacionales. El liberalismo español ha sido siempre un movimiento españolista, exaltador de la Nación, no tanto por una querencia esencialista como, sobre todo, por oposición a las banderas del bando contrario, agarrado a “lo plural” como manto protector de “lo tradicional”.

La existencia de la Nación española, y su identidad como tal –no como agregado de pueblos- se transforma en una especie de prius lógico para lo que se trataba de desarrollar: un régimen político moderno, fundado en el ciudadano y pensado para el ciudadano. Como es completamente natural, el liberalismo hace abstracción de todos los cuerpos intermedios porque con ellos viajaban todas las servidumbres que se trataba de superar. En ese proceso lógico, los ciudadanos quedan despojados de cuanto los distingue entre sí para quedar “reducidos” a su común condición de “españoles”.

No deja de ser curioso que ahora, al menos en ciertas regiones, “España” y “español” sean términos que –largo tiempo secuestrados- vuelvan a hermanarse, como en el siglo XIX, con las libertades, con el progreso y con la racionalidad, frente al atavismo nacionalista –y, por tanto, premoderno- que se enseñorea del panorama. Desconozco si existen ejemplos por ahí de nacionalismos liberales, pero podemos asegurar que los nacionalismos españoles son, todos, profundamente antiliberales.

En suma, el liberalismo en España solo podía elegir entre ser español o no ser nada.

Dicho lo anterior, es cierto que nadie destinó mayor esfuerzo doctrinal a la definición de “lo español”. Quizá porque –y aquí es donde creo que Kamen yerra- nadie pensó que fuera preciso perder mucho tiempo en definir lo obvio. Me temo, y esto es discutible, claro, que a la hora de hablar de la supuesta problematicidad de la noción, Kamen exagera, probablemente inducido por un siglo XX –en especial su último tercio- destinado íntegramente, en lo intelectual, a avalar esa tesis: la supuesta problematicidad de la noción.

Entiéndaseme bien, no estoy afirmando que “lo español” sea un concepto elemental y mucho menos inmutable. Tampoco afirmo, ni mucho menos, que no haya sido manipulado hasta la náusea –sobre todo, ya digo, a lo largo del siglo XX y, muy en particular, desde 1978-. Tan solo afirmo que su supuestamente insuperable complejidad, hasta el punto de que, se sostiene, sería una noción evanescente –más bien, se quiere afirmar, algo inexistente- no es tal, o nunca lo ha sido. Semejante premisa es falsa.

Los liberales decimonónicos no necesitaron nunca elaborar demasiado un concepto de Nación española porque semejante noción aparecía con unos perfiles nítidos, tanto ad extra –los españoles siempre tuvieron conciencia de sí mismos como distintos de los pueblos extranjeros- como ad intra –los españoles siempre tuvieron noción de su condición de tales y lo que de común tenían con otros españoles; así, siendo del todo cierto y muy cacareado que coexistían en el país distintos sistemas legislativos, no lo es menos, por ejemplo, que el sistema aragonés, distinguiendo un aragonés de un castellano, en absoluto reputaba al castellano extranjero-. Lo lamento por algunos, pero la noción en absoluto resultaba problemática. No, al menos, hasta el punto de necesitar elaboración doctrinal profusa. La “crisis de identidad” llega a España de la mano, primero, de unos nacionalismos contrariados del XIX tardío y, más tarde, del dislate del XX, complicado por esos mismos nacionalismos y muy mal llevado por una izquierda incapaz de situarse intelectualmente.

Más aún, a mi juicio, la nación española se aparecía a nuestros protoliberales no ya como una evidencia, sino como un verdadero arquetipo de nación cívico-política. Una nación que es y existe por encima de las diferencias “naturales” –tan obvias, por otra parte- si se quiere, como una voluntad de existir. Difícilmente puede hallarse un mejor ejemplo, de hecho, para que el liberalismo despliegue sus virtudes. Los españoles son, eran, muchas cosas, pero solo en tanto que españoles –entendían los viejos liberales- podían alcanzar la plenitud ciudadana. La españolidad se alzaba, pues, como una condición plenamente política en el sentido más noble del término. La españolidad se revelaba, pues, como una nacionalidad en el más pleno significado.

Desde una perspectiva histórica, además, la españolidad se revelaba como el precipitado de la empresa común y, en ese sentido, permitía a los españoles ampararse en su historia. Mientras que la mayor parte de las mezquindades de la historia de España están íntimamente ligadas a la experiencia interna, los españoles han hecho sus cosas más grandes en tanto que españoles, o así parecía.

¿Podían, pues, los liberales hallar mejores bases para la construcción de su nación cívica que ese sustrato de españolidad? ¿Qué sentido hubiera tenido, entonces, que cuestionaran la identidad que tan buenas perspectivas ofrecía?

Las cosas luego se torcieron, claro, y ahora nos vemos en trance de explicar lo evidente. Sí tiene razón Kamen en que hay que dar a los jóvenes –españoles y no sé si británicos- mimbres para que puedan reconocerse a sí mismos y para que puedan incardinar su propia experiencia en la historia de la Nación a la que pertenecen.

Pero que los liberales, en España, no pueden ser más que españoles, de eso caben pocas dudas.

domingo, febrero 04, 2007

¿CÓMO LE SONARÍA LA MARSELLESA A LUIS XVI?

El Foro de Ermua tuvo ayer una iniciativa verdaderamente original: concluir su acto –una manifestación de rechazo a la negociación con una banda criminal, un acto cívico, en suma- con los acordes del himno nacional. Confieso que me produjo pasmo. Es verdad que, allende las fronteras españolas, nada tendría de particular esta iniciativa. Fuera de España, el uso de los símbolos nacionales resulta frecuente en todo tipo de eventos, públicos y privados. Así, es común oír los acordes del himno nacional en acontecimientos como un partido de fútbol o que una bandera presida una junta de accionistas.

Pero en España no. Es un complejo que comienza tímidamente a superarse. Ya hay empresas españolas –sobre todo las que se postulan como multinacionales, “músculo financiero” del país- que hacen no solo que la bandera ondee en sus sedes, sino que presida sus actos. Y las asociaciones cívicas adscritas mecánicamente a “la derecha” hace ya algún tiempo que inundan las calles con banderas nacionales –también de las comunidades autónomas, pero estas jamás han estado proscritas en el imaginario colectivo durante la democracia-. Pero no recuerdo un solo acto no oficial en el que el himno nacional de España haya sonado como colofón. Y la cuestión no es baladí porque incluso un himno sin letra como el nuestro tiene una capacidad simbólica muy superior a una bandera, a un escudo... o a un texto constitucional.

Los “del otro lado” denunciarán esta actitud como apropiación de símbolos. Dirán que no es correcto que los símbolos de todos arropen posiciones de parte. Pero el argumento falla por la base: precisamente porque son de todos, también ellos pudieron –y pueden- usarlos cuando y cuanto deseen. En la manifestación anterior, sin ir más lejos, tuvieron ocasión. Pero no lo hicieron. Los pocos ecuatorianos que acudieron a la marcha si se acogieron a su enseña, la marea de españoles, no. Es verdad que no se es más ni menos español por eso, ni puede ponerse en tela de juicio el patriotismo de nadie por ello. Todos sabemos de excelentes patriotas a quienes los símbolos nacionales dejaban fríos y de verdaderos enemigos de España –dañinos para el país y su convivencia- con la rojigualda bordada en los calcetines.

Ahora bien, en el actual contexto, la cuestión no debe minusvalorarse.

A mi entender, el Foro de Ermua y las demás organizaciones que, en este momento, constituyen la más cerrada oposición al Gobierno (inciso: me parece un tanto ridículo que el Gobierno afee las conductas de quienes gritaban contra él, en la medida en que el núcleo de la protesta no era otro que ése, el de manifestarse contra una negociación que apadrina el Gobierno) no pretenden –no sólo- tocar fibras sensibles a través de la manipulación simbólica. Pretenden, además, poner de manifiesto el que, quizá, es el verdadero fondo del problema.

Los convocantes, con su actitud, encomiendan su causa ni más ni menos que al Estado, entendido en su sentido más noble. El Estado como personificación jurídica misma de la ley. Porque la ley, piensan, les da la razón. El derecho les ampara y, por eso, a él acuden. Lo verdaderamente grave del tema es que, precisamente por ello, la distinción entre el Estado y el Gobierno –que, de ordinario, es algo confinado al mundo de los aparatos teóricos- aparece nítida en la calle. Están contra el Gobierno, eso es obvio, pero no solo no creen que ello implique estar contra el Estado sino, muy al contrario, creen que el Estado es su esperanza en esa pugna.

El Gobierno de España es percibido por muchos españoles, hoy, como enemigo de la Nación española. Ha contribuido a ello, desde luego, la falta de claridad con la que el Ejecutivo se conduce en la cuestión del terrorismo –antes y después del atentado de la T4- pero también la insistencia del Gobierno en aparecer como valedor o, cuando menos, no como decidido adversario, de todos aquellos que dicen tener una cuita con España.

Rodríguez Zapatero puede ver, hoy, en la calle, lo paradójico de su situación. Quizá empezó todo aquel día en que no se le ocurrió mejor idea que decir que “nación” era un concepto “discutido y discutible”. Reflexión teórica muy ajustada, pero muy impropia de la persona que rige los destinos de una particular y concreta nación y del que debería esperarse que, cuando menos, conociera los contornos del teórico objeto de sus desvelos.

Por activa y por pasiva, Rodríguez ha pretendido y pretende presentarse a sí mismo como el líder llamado a “enderezar” esta nación que, por razones de lógica, debe percibir como “torcida”. Pues bien, al comportarse de este modo debería saber que es difícil llegar a tener la simpatía de los “enderezados”. Lo diga o no, como buena parte de la izquierda tradicional española –y buena parte de la que ya no lo piensa así tampoco se atreve a decir lo contrario- Rodríguez cree que España es un inmenso error histórico, que el mismo concepto de España es cavernario, de derechas, atávico. Rodríguez es de los que, a la vista del mapa, no ven más que un inmenso toro de Osborne bajo cuyos atributos se aposta una pareja de la Guardia Civil.

Rodríguez prefiere situarse en el universo mental de los Federico Lupi y demás patulea totalitaria y profundamente antiespañola. Pues bien, lo grave del asunto es que hay una marea de gente que, sin identificarse para nada con esa imagen antigua, tampoco está en la onda de los titiriteros. Lo que Rodríguez no sabe, o no quiere saber –y es algo inasequible para los desechos del 68 que aún viven de nuestro presupuesto- es que esa “España nueva” ya existe. Existe y se siente profundamente ofendida con quienes la niegan. Se siente ofendida por partida doble: ofendida por quienes parecen entender que ser y sentirse español es algo malo per se y ofendida por quienes creen que ese mero hecho implica ya una toma de postura política.

Rodríguez debería saber que no se puede gobernar un país frente a sus clases medias –entendidas no tanto en sentido económico como en sentido sociológico, como clases medulares-. González, el todopoderoso, el que carecía de oposición digna de tal nombre, comenzó a declinar el día en que las clases medias urbanas empezaron a desertar. La nación española existe, y no está formada por elementos siniestros, sino por ciudadanos corrientes. Son los ciudadanos que pagan los impuestos de los que comen Federico Lupi y compañía. Los que pagan el sueldo de Rosa Regás. Esos ciudadanos pueden ser derechas o de izquierdas. Pero son, ante todo, ciudadanos conformes con las reglas del Estado de derecho, y perfectamente en paz con su condición de españoles.

En suma, Rodríguez debería preocuparse cuando, en una manifestación que ni en el colmo de los delirios se puede entender como plagada de ultraderechistas peligrosos, suenan los acordes del himno nacional y existe la convicción de que el Gobierno no tiene nada que ver con ello. Que es ajeno, para muchos ciudadanos, a la realidad del país. Hoy, muchos ciudadanos españoles no solo carecen de un Gobierno con el que identificarse, sino que creen que tienen que defenderse del Gobierno. Es cierto que, en pura aritmética, Rodríguez no tiene que inquietarse mientras los otros sigan siendo uno más pero, ¿es sensato? Quizá su única fuente de verdadera tranquilidad es la escasa capacidad de la oposición para construir un discurso a partir de ese descontento.

En fin, si yo fuera ZP, creo que esos acordes me hubieran recordado a los de La Marsellesa... en los regios (y bobos) oídos de Luis XVI.