SOBRE LOS LÍMITES DE LA POLÍTICA
El eximio maestro de procesalistas, D. Andrés de la Oliva, pone hoy, en una entrevista publicada en ABC, en dedo en la llaga cuando afirma que, para Zapatero “el derecho es una excrecencia” (observo que en la edición en Internet sólo se recoge una parte de la entrevista: la que tiene que ver con el juicio del 11M). Uno no puede sentirse sino reconfortado cuando gentes de solvencia intelectual contrastada parecen compartir las tesis que se vienen defendiendo en esta bitácora desde hace algún tiempo –y que, por lo demás, para nada son originales del autor de estas líneas-: el principal problema que nos plantea el socialismo gobernante es su aparente incapacidad para entender que las reglas del juego son externas al juego mismo y han de ser respetadas, so pena de conducir al sistema a dilemas sin posible solución.
En el caso de Rodríguez Zapatero –un hombre del que, por frívolo e insustancial, cabe dudar que disponga de planteamientos intelectuales medianamente serios (inciso: fantástico el artículo de Arcadi Espada, ayer, y excelente diagnóstico de la enfermedad literaria que aqueja al presidente) - palabras y hechos apuntan con meridiana claridad a lo que denuncia el catedrático. Pero, siendo esto malo, no es lo peor. Lo peor es que idéntica actitud parece ser moneda de curso legal en la izquierda española. Ya digo, son palabras y hechos con los que uno se topa por doquier y que conducen, lamentablemente, a concluir que, para nuestra izquierda, no hay nada verdaderamente intangible en el sistema. El derecho no es más que la continuación de la política por otros medios.
Es evidente que semejante punto de vista –ya digo, avalado por multitud de declaraciones y por actitudes de toda clase- ha de conducir, por necesidad, a confrontaciones. Es más, me atrevería a decir que la problemática acerca de lo que unos y otros entienden que debe ser respetado en todo caso –que no es sino la problemática sobre los límites de lo posible en la política democrática- se erige en la mayor de las dificultades para la mutua comprensión. En la verdadera razón de ser del galimatías en que parece haberse convertido la vida española contemporánea.
La concepción laxa de los límites del poder político, la noción –incluso explicitada por el propio Zapatero- de la Constitución como “programa político” tanto o más que norma jurídica está, por ejemplo, en la verdadera raíz de la irresoluble disputa entre el Gobierno y el Poder Judicial. O, si se prefiere, de la ya larga historia de desencuentros entre los jueces y los gobiernos socialistas. Mientras unos jamás han tenido empacho en presentarse como enterradores de Montesquieu, los otros deben a la separación de poderes la misma razón de su existencia. Nada hay más absurdo que pedirle a un juez que deje de aplicar el derecho o que se atenga a las circunstancias políticas del momento. Quienes pretenden revestir de juridicidad esas demandas –quienes tienen la desfachatez de ampararse en cosas como que las normas han de ser interpretadas en función de su contexto social, como dice el Código Civil- simplemente es que no se atreven a formular la petición en sus verdaderos términos: los jueces “deberían” tomar en consideración el principio de oportunidad, por construcción, antítesis del de legalidad.
Más en general, y en el amplio contexto del “proceso”, de las reformas territoriales o de cualesquiera otros problemas complejos, la necesidad imperiosa de respetar ciertas reglas, cuando no es compartida, se erige en fuente de desesperante incomunicación. Lo que unos exigen que se respete cual si se tratase de algo sagrado es, para otros, un obstáculo removible. Quien no desea removerlo no es más que un inmovilista que no desea progresar hacia las soluciones.
La política, en estado puro, no conoce de imposibles absolutos. Tan solo de circunstancias impeditivas. La política es el reino de la oportunidad. En política es posible lo que en cada momento puede hacerse. Pero no hace falta excesiva memoria para recordar por qué la política, por esa misma razón, debe ser embridada. Hay cosas que deben ser expulsadas del campo de lo posible si es que queremos que la política sirva al sistema de libertades.
Y aquí llegamos a otro nudo gordiano: la cuestión de la libertad, o de las libertades. Las limitaciones a la política, incluso a la política democrática, son en esencia una técnica de libertad. La falta absoluta de educación en la valoración de las libertades por encima de todo que caracteriza a la izquierda explica la dificultad que parece aquejar al socialismo gobernante y sus adláteres para entender esto. Y explica también su perversa concepción de la democracia y el principio de la mayoría como principio legitimador. Son demócratas, probablemente, pero no son en absoluto liberales.
No creen, en realidad, que nada ni nadie debiera alzarse frente al principio mayoritario. No es exagerado, me temo, entender que Zapatero se cree legitimado para cambiarlo absolutamente todo por el mero hecho de que cuenta con legitimidad para gobernar –que es algo muy distinto y bastante concreto-. La distinción, sencillamente, no se le alcanza. En ese camino, el aparato del estado de derecho se alza como un obstáculo que no debería serle infranqueable.
Entiéndaseme bien, no creo que nuestros socialistas estén en la idea de que no deban existir instituciones, o de que las leyes sean contingentes. Más bien, me temo, están en la convicción de que, por encima de todo ese aparato, debería existir una suerte de “principio orientador” que es la voluntad del electorado, manifestada en una mayoría. Es la sociedad en su conjunto la que debería atenerse a la realidad política o, más bien, al circunstancial reparto político del poder.
Quien se enfrenta a esta forma de comprender las cosas está, por ello, y desde inicio, tocado por una ilegitimidad de fondo. Es antidemócrata. La simple defensa de los límites del derecho se torna una rigidez insoportable. El recordatorio de que la ley ha de ser cambiada o cumplida, pero jamás ignorada, se vuelve “crispación”. En suma, quien no está en la idea de que todo debe ceder ante el impulso político, es inoportuno, en el más profundo sentido de la palabra.
No es difícil reconocer en semejante forma de pensar ecos de ideologías que ya han probado sobradamente su capacidad destructiva. Al final, va a ser cierto que la izquierda no deja de ser el precipitado de una serie de imposturas y errores, malamente rectificados a lo largo de una historia compleja. Pero siempre volvemos a lo mismo: la sociedad, lejos de ser el marco, es el problema, que requiere del político –el líder, el que sabe, en suma- la solución. El líder nos muestra el camino. ¿Cuál es la diferencia con tiempos pretéritos? Que el líder es ahora democrático, en el sentido de que ha sido elegido con nuestros votos. En una especie de síntesis venturosa, resulta que ahora nuestra servidumbre es autoimpuesta, y por ello inobjetable.
Se dijo del régimen priísta que se había erigido en la dictadura perfecta. Perfecta por inatacable, por fundada en el voto y en la regla democrática. El mundo entero se quedaba con los ojos abiertos ante semejante patología del sistema democrático, preguntándose cómo es posible la ocupación total de una sociedad, hasta sus últimos resquicios, sin necesidad de aplicar los cruentos métodos tradicionales de las dictaduras. Es, sin ir más lejos, el mismo fenómeno que hoy se reproduce, por ejemplo, en Venezuela.
La fórmula consiste, por supuesto, en ir difuminando progresivamente las estructuras del derecho, ir haciendo indistinguibles partido y estado, ir haciendo que el principio de legalidad ceda, poco a poco, al principio de oportunidad. Ir consintiendo que, ante la voluntad de los que mandan –que, por supuesto, están inspirados por el afán del bien común- vayan cayendo las barreras formales del sistema liberal, que son despreciadas como obstáculos de leguleyos –pese a que, como bien dice de la Oliva, los verdaderos leguleyos son todos estos dizque juristas que, abdicando de todo compromiso ético y profesional, se avienen a revestir cualquier despropósito con los ropajes de un lenguaje pseudojurídico, una manipulación de textos de la que, por supuesto, el derecho está ausente-.
Hasta que, un buen día, la seguridad haya desaparecido. Un buen día, el principio de confianza legítima –que éste, y no el derecho al voto, es el principio axial de las sociedades civilizadas- quiebra. Un buen día, cualquier cosa es posible. Puede suceder lo que sea. Ese día, el día en que la frase “eso no puede ser” carezca de sentido, nos acordaremos de todas las prédicas sobre la “flexibilidad”.
En el caso de Rodríguez Zapatero –un hombre del que, por frívolo e insustancial, cabe dudar que disponga de planteamientos intelectuales medianamente serios (inciso: fantástico el artículo de Arcadi Espada, ayer, y excelente diagnóstico de la enfermedad literaria que aqueja al presidente) - palabras y hechos apuntan con meridiana claridad a lo que denuncia el catedrático. Pero, siendo esto malo, no es lo peor. Lo peor es que idéntica actitud parece ser moneda de curso legal en la izquierda española. Ya digo, son palabras y hechos con los que uno se topa por doquier y que conducen, lamentablemente, a concluir que, para nuestra izquierda, no hay nada verdaderamente intangible en el sistema. El derecho no es más que la continuación de la política por otros medios.
Es evidente que semejante punto de vista –ya digo, avalado por multitud de declaraciones y por actitudes de toda clase- ha de conducir, por necesidad, a confrontaciones. Es más, me atrevería a decir que la problemática acerca de lo que unos y otros entienden que debe ser respetado en todo caso –que no es sino la problemática sobre los límites de lo posible en la política democrática- se erige en la mayor de las dificultades para la mutua comprensión. En la verdadera razón de ser del galimatías en que parece haberse convertido la vida española contemporánea.
La concepción laxa de los límites del poder político, la noción –incluso explicitada por el propio Zapatero- de la Constitución como “programa político” tanto o más que norma jurídica está, por ejemplo, en la verdadera raíz de la irresoluble disputa entre el Gobierno y el Poder Judicial. O, si se prefiere, de la ya larga historia de desencuentros entre los jueces y los gobiernos socialistas. Mientras unos jamás han tenido empacho en presentarse como enterradores de Montesquieu, los otros deben a la separación de poderes la misma razón de su existencia. Nada hay más absurdo que pedirle a un juez que deje de aplicar el derecho o que se atenga a las circunstancias políticas del momento. Quienes pretenden revestir de juridicidad esas demandas –quienes tienen la desfachatez de ampararse en cosas como que las normas han de ser interpretadas en función de su contexto social, como dice el Código Civil- simplemente es que no se atreven a formular la petición en sus verdaderos términos: los jueces “deberían” tomar en consideración el principio de oportunidad, por construcción, antítesis del de legalidad.
Más en general, y en el amplio contexto del “proceso”, de las reformas territoriales o de cualesquiera otros problemas complejos, la necesidad imperiosa de respetar ciertas reglas, cuando no es compartida, se erige en fuente de desesperante incomunicación. Lo que unos exigen que se respete cual si se tratase de algo sagrado es, para otros, un obstáculo removible. Quien no desea removerlo no es más que un inmovilista que no desea progresar hacia las soluciones.
La política, en estado puro, no conoce de imposibles absolutos. Tan solo de circunstancias impeditivas. La política es el reino de la oportunidad. En política es posible lo que en cada momento puede hacerse. Pero no hace falta excesiva memoria para recordar por qué la política, por esa misma razón, debe ser embridada. Hay cosas que deben ser expulsadas del campo de lo posible si es que queremos que la política sirva al sistema de libertades.
Y aquí llegamos a otro nudo gordiano: la cuestión de la libertad, o de las libertades. Las limitaciones a la política, incluso a la política democrática, son en esencia una técnica de libertad. La falta absoluta de educación en la valoración de las libertades por encima de todo que caracteriza a la izquierda explica la dificultad que parece aquejar al socialismo gobernante y sus adláteres para entender esto. Y explica también su perversa concepción de la democracia y el principio de la mayoría como principio legitimador. Son demócratas, probablemente, pero no son en absoluto liberales.
No creen, en realidad, que nada ni nadie debiera alzarse frente al principio mayoritario. No es exagerado, me temo, entender que Zapatero se cree legitimado para cambiarlo absolutamente todo por el mero hecho de que cuenta con legitimidad para gobernar –que es algo muy distinto y bastante concreto-. La distinción, sencillamente, no se le alcanza. En ese camino, el aparato del estado de derecho se alza como un obstáculo que no debería serle infranqueable.
Entiéndaseme bien, no creo que nuestros socialistas estén en la idea de que no deban existir instituciones, o de que las leyes sean contingentes. Más bien, me temo, están en la convicción de que, por encima de todo ese aparato, debería existir una suerte de “principio orientador” que es la voluntad del electorado, manifestada en una mayoría. Es la sociedad en su conjunto la que debería atenerse a la realidad política o, más bien, al circunstancial reparto político del poder.
Quien se enfrenta a esta forma de comprender las cosas está, por ello, y desde inicio, tocado por una ilegitimidad de fondo. Es antidemócrata. La simple defensa de los límites del derecho se torna una rigidez insoportable. El recordatorio de que la ley ha de ser cambiada o cumplida, pero jamás ignorada, se vuelve “crispación”. En suma, quien no está en la idea de que todo debe ceder ante el impulso político, es inoportuno, en el más profundo sentido de la palabra.
No es difícil reconocer en semejante forma de pensar ecos de ideologías que ya han probado sobradamente su capacidad destructiva. Al final, va a ser cierto que la izquierda no deja de ser el precipitado de una serie de imposturas y errores, malamente rectificados a lo largo de una historia compleja. Pero siempre volvemos a lo mismo: la sociedad, lejos de ser el marco, es el problema, que requiere del político –el líder, el que sabe, en suma- la solución. El líder nos muestra el camino. ¿Cuál es la diferencia con tiempos pretéritos? Que el líder es ahora democrático, en el sentido de que ha sido elegido con nuestros votos. En una especie de síntesis venturosa, resulta que ahora nuestra servidumbre es autoimpuesta, y por ello inobjetable.
Se dijo del régimen priísta que se había erigido en la dictadura perfecta. Perfecta por inatacable, por fundada en el voto y en la regla democrática. El mundo entero se quedaba con los ojos abiertos ante semejante patología del sistema democrático, preguntándose cómo es posible la ocupación total de una sociedad, hasta sus últimos resquicios, sin necesidad de aplicar los cruentos métodos tradicionales de las dictaduras. Es, sin ir más lejos, el mismo fenómeno que hoy se reproduce, por ejemplo, en Venezuela.
La fórmula consiste, por supuesto, en ir difuminando progresivamente las estructuras del derecho, ir haciendo indistinguibles partido y estado, ir haciendo que el principio de legalidad ceda, poco a poco, al principio de oportunidad. Ir consintiendo que, ante la voluntad de los que mandan –que, por supuesto, están inspirados por el afán del bien común- vayan cayendo las barreras formales del sistema liberal, que son despreciadas como obstáculos de leguleyos –pese a que, como bien dice de la Oliva, los verdaderos leguleyos son todos estos dizque juristas que, abdicando de todo compromiso ético y profesional, se avienen a revestir cualquier despropósito con los ropajes de un lenguaje pseudojurídico, una manipulación de textos de la que, por supuesto, el derecho está ausente-.
Hasta que, un buen día, la seguridad haya desaparecido. Un buen día, el principio de confianza legítima –que éste, y no el derecho al voto, es el principio axial de las sociedades civilizadas- quiebra. Un buen día, cualquier cosa es posible. Puede suceder lo que sea. Ese día, el día en que la frase “eso no puede ser” carezca de sentido, nos acordaremos de todas las prédicas sobre la “flexibilidad”.
2 Comments:
Que Andres de la Oliva se atreva a dar lecciones de neutralidad política sobrepasa el límite del cinismo.
Precisamente fue él, y nadie más que él, quien inauguró la época de los jueces como correa transmisora de los partidos politicos.
Pero si hasta acabó querellado con Gomez de Liaño, hombre.
By Anónimo, at 11:11 p. m.
Jo, el de la Oliva un eximio maestro. ¿por qué callar que el PP le nombró para el CGPJ?
Y hablando de desprecio a la Justicia, nadie mejor que el ex-ministro del ramo, el Sr.Acebes (¿también eximio?). Otro que no sabe qué es el principio de legalidad, la irretroactividad de la norma penal, etc. Oírle decir que al asqueroso de Juana Chaos (es lo único en lo que tiene razón) hay que meterle cuantos más años mejor por las amenazas, porque cometió muchos asesinatos y no ha estado suficiente tiempo por ello en la cárcel, ha hecho que se remuevan en su sepultura todos los juristas que han existido desde Justiniano, pasando por Kielsen e incluso Alfonso X el Sabio.
En fin, cada uno ve lo que quiere ver.
By Anónimo, at 11:38 p. m.
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