LIBERALISMO E IDENTIDAD NACIONAL
El diario El Mundo contenía, ayer, un interesante artículo de Henry Kamen acerca de la cuestión de la identidad nacional. El autor disertaba sobre la problematicidad de la definición de la identidad, en particular cuando ésta –lo que no deja de ser paradójico, si bien se mira- se nos presenta como mudable en el tiempo. Kamen recurre no ya al ejemplo español –cuya complejidad le parece de todo punto obvia- sino al caso británico, que no está, ni mucho menos, exento de dificultades. Y es que, en efecto, no parece sencillo dar cuenta, a fecha de hoy, de qué pueda significar “ser británico”, como tampoco de qué pueda significar “ser español”. Concluye Kamen que, a falta de una definición concreta de la identidad, resulta complicado lograr para ella adhesiones. Por tanto –y esto ya es de mi cosecha- el autor parece indicar que, no mediando ese esfuerzo de definición, será complicado cultivar el patriotismo en el futuro.
Ahora bien, si traigo a colación la pieza del historiador inglés no es tanto por su interés general, que también, como por una referencia particular al liberalismo que realiza al final. Concretamente, parece afirmar Kamen que el liberalismo español no ha cuestionado nunca la identidad española, pero tampoco ha contribuido a definirla.
A mi juicio, con la identidad española ocurre, en el liberalismo patrio primigenio, lo que con la religión católica. Así como el anticlericalismo característico de los liberales ha de ser entendido como reacción frente a la estructura eclesial –que no, por lo general, como cuestionamiento de dogma alguno- sus invectivas contra el régimen político se dirigían siempre contra la estructura social existente, sin cuestionar jamás la existencia misma de la Nación española o su continuidad histórica. Es más, cabe subrayar que, frente a la insistencia en el particularismo, en la diversidad y en la tradición fragmentaria ahora tan de moda y tan propia, siempre, de las fuerzas de la reacción, el liberalismo se agarró a los elementos más propiamente nacionales. El liberalismo español ha sido siempre un movimiento españolista, exaltador de la Nación, no tanto por una querencia esencialista como, sobre todo, por oposición a las banderas del bando contrario, agarrado a “lo plural” como manto protector de “lo tradicional”.
La existencia de la Nación española, y su identidad como tal –no como agregado de pueblos- se transforma en una especie de prius lógico para lo que se trataba de desarrollar: un régimen político moderno, fundado en el ciudadano y pensado para el ciudadano. Como es completamente natural, el liberalismo hace abstracción de todos los cuerpos intermedios porque con ellos viajaban todas las servidumbres que se trataba de superar. En ese proceso lógico, los ciudadanos quedan despojados de cuanto los distingue entre sí para quedar “reducidos” a su común condición de “españoles”.
No deja de ser curioso que ahora, al menos en ciertas regiones, “España” y “español” sean términos que –largo tiempo secuestrados- vuelvan a hermanarse, como en el siglo XIX, con las libertades, con el progreso y con la racionalidad, frente al atavismo nacionalista –y, por tanto, premoderno- que se enseñorea del panorama. Desconozco si existen ejemplos por ahí de nacionalismos liberales, pero podemos asegurar que los nacionalismos españoles son, todos, profundamente antiliberales.
En suma, el liberalismo en España solo podía elegir entre ser español o no ser nada.
Dicho lo anterior, es cierto que nadie destinó mayor esfuerzo doctrinal a la definición de “lo español”. Quizá porque –y aquí es donde creo que Kamen yerra- nadie pensó que fuera preciso perder mucho tiempo en definir lo obvio. Me temo, y esto es discutible, claro, que a la hora de hablar de la supuesta problematicidad de la noción, Kamen exagera, probablemente inducido por un siglo XX –en especial su último tercio- destinado íntegramente, en lo intelectual, a avalar esa tesis: la supuesta problematicidad de la noción.
Entiéndaseme bien, no estoy afirmando que “lo español” sea un concepto elemental y mucho menos inmutable. Tampoco afirmo, ni mucho menos, que no haya sido manipulado hasta la náusea –sobre todo, ya digo, a lo largo del siglo XX y, muy en particular, desde 1978-. Tan solo afirmo que su supuestamente insuperable complejidad, hasta el punto de que, se sostiene, sería una noción evanescente –más bien, se quiere afirmar, algo inexistente- no es tal, o nunca lo ha sido. Semejante premisa es falsa.
Los liberales decimonónicos no necesitaron nunca elaborar demasiado un concepto de Nación española porque semejante noción aparecía con unos perfiles nítidos, tanto ad extra –los españoles siempre tuvieron conciencia de sí mismos como distintos de los pueblos extranjeros- como ad intra –los españoles siempre tuvieron noción de su condición de tales y lo que de común tenían con otros españoles; así, siendo del todo cierto y muy cacareado que coexistían en el país distintos sistemas legislativos, no lo es menos, por ejemplo, que el sistema aragonés, distinguiendo un aragonés de un castellano, en absoluto reputaba al castellano extranjero-. Lo lamento por algunos, pero la noción en absoluto resultaba problemática. No, al menos, hasta el punto de necesitar elaboración doctrinal profusa. La “crisis de identidad” llega a España de la mano, primero, de unos nacionalismos contrariados del XIX tardío y, más tarde, del dislate del XX, complicado por esos mismos nacionalismos y muy mal llevado por una izquierda incapaz de situarse intelectualmente.
Más aún, a mi juicio, la nación española se aparecía a nuestros protoliberales no ya como una evidencia, sino como un verdadero arquetipo de nación cívico-política. Una nación que es y existe por encima de las diferencias “naturales” –tan obvias, por otra parte- si se quiere, como una voluntad de existir. Difícilmente puede hallarse un mejor ejemplo, de hecho, para que el liberalismo despliegue sus virtudes. Los españoles son, eran, muchas cosas, pero solo en tanto que españoles –entendían los viejos liberales- podían alcanzar la plenitud ciudadana. La españolidad se alzaba, pues, como una condición plenamente política en el sentido más noble del término. La españolidad se revelaba, pues, como una nacionalidad en el más pleno significado.
Desde una perspectiva histórica, además, la españolidad se revelaba como el precipitado de la empresa común y, en ese sentido, permitía a los españoles ampararse en su historia. Mientras que la mayor parte de las mezquindades de la historia de España están íntimamente ligadas a la experiencia interna, los españoles han hecho sus cosas más grandes en tanto que españoles, o así parecía.
¿Podían, pues, los liberales hallar mejores bases para la construcción de su nación cívica que ese sustrato de españolidad? ¿Qué sentido hubiera tenido, entonces, que cuestionaran la identidad que tan buenas perspectivas ofrecía?
Las cosas luego se torcieron, claro, y ahora nos vemos en trance de explicar lo evidente. Sí tiene razón Kamen en que hay que dar a los jóvenes –españoles y no sé si británicos- mimbres para que puedan reconocerse a sí mismos y para que puedan incardinar su propia experiencia en la historia de la Nación a la que pertenecen.
Pero que los liberales, en España, no pueden ser más que españoles, de eso caben pocas dudas.
Ahora bien, si traigo a colación la pieza del historiador inglés no es tanto por su interés general, que también, como por una referencia particular al liberalismo que realiza al final. Concretamente, parece afirmar Kamen que el liberalismo español no ha cuestionado nunca la identidad española, pero tampoco ha contribuido a definirla.
A mi juicio, con la identidad española ocurre, en el liberalismo patrio primigenio, lo que con la religión católica. Así como el anticlericalismo característico de los liberales ha de ser entendido como reacción frente a la estructura eclesial –que no, por lo general, como cuestionamiento de dogma alguno- sus invectivas contra el régimen político se dirigían siempre contra la estructura social existente, sin cuestionar jamás la existencia misma de la Nación española o su continuidad histórica. Es más, cabe subrayar que, frente a la insistencia en el particularismo, en la diversidad y en la tradición fragmentaria ahora tan de moda y tan propia, siempre, de las fuerzas de la reacción, el liberalismo se agarró a los elementos más propiamente nacionales. El liberalismo español ha sido siempre un movimiento españolista, exaltador de la Nación, no tanto por una querencia esencialista como, sobre todo, por oposición a las banderas del bando contrario, agarrado a “lo plural” como manto protector de “lo tradicional”.
La existencia de la Nación española, y su identidad como tal –no como agregado de pueblos- se transforma en una especie de prius lógico para lo que se trataba de desarrollar: un régimen político moderno, fundado en el ciudadano y pensado para el ciudadano. Como es completamente natural, el liberalismo hace abstracción de todos los cuerpos intermedios porque con ellos viajaban todas las servidumbres que se trataba de superar. En ese proceso lógico, los ciudadanos quedan despojados de cuanto los distingue entre sí para quedar “reducidos” a su común condición de “españoles”.
No deja de ser curioso que ahora, al menos en ciertas regiones, “España” y “español” sean términos que –largo tiempo secuestrados- vuelvan a hermanarse, como en el siglo XIX, con las libertades, con el progreso y con la racionalidad, frente al atavismo nacionalista –y, por tanto, premoderno- que se enseñorea del panorama. Desconozco si existen ejemplos por ahí de nacionalismos liberales, pero podemos asegurar que los nacionalismos españoles son, todos, profundamente antiliberales.
En suma, el liberalismo en España solo podía elegir entre ser español o no ser nada.
Dicho lo anterior, es cierto que nadie destinó mayor esfuerzo doctrinal a la definición de “lo español”. Quizá porque –y aquí es donde creo que Kamen yerra- nadie pensó que fuera preciso perder mucho tiempo en definir lo obvio. Me temo, y esto es discutible, claro, que a la hora de hablar de la supuesta problematicidad de la noción, Kamen exagera, probablemente inducido por un siglo XX –en especial su último tercio- destinado íntegramente, en lo intelectual, a avalar esa tesis: la supuesta problematicidad de la noción.
Entiéndaseme bien, no estoy afirmando que “lo español” sea un concepto elemental y mucho menos inmutable. Tampoco afirmo, ni mucho menos, que no haya sido manipulado hasta la náusea –sobre todo, ya digo, a lo largo del siglo XX y, muy en particular, desde 1978-. Tan solo afirmo que su supuestamente insuperable complejidad, hasta el punto de que, se sostiene, sería una noción evanescente –más bien, se quiere afirmar, algo inexistente- no es tal, o nunca lo ha sido. Semejante premisa es falsa.
Los liberales decimonónicos no necesitaron nunca elaborar demasiado un concepto de Nación española porque semejante noción aparecía con unos perfiles nítidos, tanto ad extra –los españoles siempre tuvieron conciencia de sí mismos como distintos de los pueblos extranjeros- como ad intra –los españoles siempre tuvieron noción de su condición de tales y lo que de común tenían con otros españoles; así, siendo del todo cierto y muy cacareado que coexistían en el país distintos sistemas legislativos, no lo es menos, por ejemplo, que el sistema aragonés, distinguiendo un aragonés de un castellano, en absoluto reputaba al castellano extranjero-. Lo lamento por algunos, pero la noción en absoluto resultaba problemática. No, al menos, hasta el punto de necesitar elaboración doctrinal profusa. La “crisis de identidad” llega a España de la mano, primero, de unos nacionalismos contrariados del XIX tardío y, más tarde, del dislate del XX, complicado por esos mismos nacionalismos y muy mal llevado por una izquierda incapaz de situarse intelectualmente.
Más aún, a mi juicio, la nación española se aparecía a nuestros protoliberales no ya como una evidencia, sino como un verdadero arquetipo de nación cívico-política. Una nación que es y existe por encima de las diferencias “naturales” –tan obvias, por otra parte- si se quiere, como una voluntad de existir. Difícilmente puede hallarse un mejor ejemplo, de hecho, para que el liberalismo despliegue sus virtudes. Los españoles son, eran, muchas cosas, pero solo en tanto que españoles –entendían los viejos liberales- podían alcanzar la plenitud ciudadana. La españolidad se alzaba, pues, como una condición plenamente política en el sentido más noble del término. La españolidad se revelaba, pues, como una nacionalidad en el más pleno significado.
Desde una perspectiva histórica, además, la españolidad se revelaba como el precipitado de la empresa común y, en ese sentido, permitía a los españoles ampararse en su historia. Mientras que la mayor parte de las mezquindades de la historia de España están íntimamente ligadas a la experiencia interna, los españoles han hecho sus cosas más grandes en tanto que españoles, o así parecía.
¿Podían, pues, los liberales hallar mejores bases para la construcción de su nación cívica que ese sustrato de españolidad? ¿Qué sentido hubiera tenido, entonces, que cuestionaran la identidad que tan buenas perspectivas ofrecía?
Las cosas luego se torcieron, claro, y ahora nos vemos en trance de explicar lo evidente. Sí tiene razón Kamen en que hay que dar a los jóvenes –españoles y no sé si británicos- mimbres para que puedan reconocerse a sí mismos y para que puedan incardinar su propia experiencia en la historia de la Nación a la que pertenecen.
Pero que los liberales, en España, no pueden ser más que españoles, de eso caben pocas dudas.
3 Comments:
Bueno, pues al respecto. Ya echaremos de menos el Estado español.
By Anónimo, at 11:53 p. m.
enlace al respecto
By Anónimo, at 11:55 p. m.
"...si España no se rompe, el Estado se fragmenta. El Estado será incapaz de hacer políticas de largo alcance, de verdadera transformación de la sociedad, o simples reformas, porque se queda sin competencias: lo estamos viendo con el agua, con las inversiones públicas, con la educación, es probable que con la ley-estrella del Gobierno, la de dependencia... Esto es lo que parece -en mi humilde opinión- contrario al pensamiento socialista que, si algunos lo tenemos asumido como propio, es porque siempre hemos defendido un Estado fuerte, único garante de la justicia y único lugar donde anida lo poco que de democracia existe en este mundo. No se entiende que al Estado se le vaya despojando de sus atribuciones y encima que se haga al amparo de esta ideología centenaria, debeladora de las estructuras locales y caciquiles. Tuve el honor de actuar desde un alto cargo en el Ministerio de Administraciones públicas en los años ochenta a las órdenes de los ministros Tomás de la Quadra-Salcedo y Félix Pons, y así veíamos las cosas entonces y así se ven por cierto hoy en el Dictamen del Consejo de Estado, emitido hace poco a instancia del propio Gobierno.."
Francisco Sosa Wagner.
By Anónimo, at 9:27 a. m.
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