FERBLOG

viernes, diciembre 29, 2006

BOTÓN DE MUESTRA

No ha habido que esperar mucho para que la realidad práctica nos demuestre dónde nos han podido conducir la insensatez y frivolidad de algunos, en necesario maridaje con la desvergüenza y cobardía de otros.

Según se sabe, el Poder Central anda intentando nada más y nada menos que la machada de que los niños (y las niñas, claro, no se me vaya a enfadar nadie) reciban, en su más tierna infancia, un poquito más de enseñanza de lengua castellana. Se trata de pasar de dos a tres horas semanales. Entre la gente con dos dedos de frente que vive en comunidades monolingües o bilingües sin virus nacionalista, lo que produce pasmo es, más bien, enterarse de que los críos –muchos de los cuales tienen el castellano como lengua materna- han de aprender correctamente el español con una carga docente tan mínima.

Pero así son las cosas. A los nacionalistas catalanes, es decir, a todos los partidos excepto el PP, Ciudadanos y una tímida fracción del PSC, les parece, además de un atentado a las competencias autonómicas, una andanada contra la línea de flotación del sistema. Ernest Maragall causó, por cierto, un gran revuelo cuando admitió que lo de ampliar un poquito el crédito horario, igual tenía fundamento, por aquello de que da la sensación de que muchos niños no están alcanzando la competencia prevista en lengua castellana. Es evidente que no se trata tanto de que el catalán sea la lengua que hay que promover como que el castellano es el idioma a batir. Los nacionalistas no tendrían, con toda probabilidad, mayor inconveniente en que ambos, castellano y catalán, fueran preteridos por el sueco.

No obstante, no es éste el debate que interesa señalar.

Lo verdaderamente relevante es que, leídos los artículos 111 y 131 del Nuevo Estatuto de Cataluña, hay base jurídica más que sólida para argüir que nuestro bienintencionado Gobierno ha podido cometer un exceso reglamentario. Por tanto, y aunque parece que, en el fondo, pueda estar de acuerdo con la medida, el Ejecutivo de Montilla no puede sino oponerse. Es su obligación, como será obligación de los tribunales de justicia, en su caso, anular el decreto, porque el Estatuto es una Ley Orgánica que, como todas, goza de presunción de constitucionalidad hasta que el Tribunal Constitucional diga otra cosa. Serán nulas de pleno derecho todas las normas de rango inferior que contravengan la ley.

Esto es el abecé del derecho, pero conviene insistir en ello, porque el caso nos ofrece un precioso botón de muestra de lo que algunos hemos venido denunciando hace tiempo: el Estado no tiene medios para imponer lo que es percibido por muchos, dentro y fuera de Cataluña, como de sentido común.

Se dirá, no sin razón, que, al fin y al cabo, poco debería importar quién ostente la competencia. Si se percibe que la necesidad existe –si, verdaderamente, los Ernest Maragall y demás creen de veras que los niños de la comarca del Besòs andan cojos de castellano, o de cualquier otra materia- lo que debe hacer el Gobierno catalán es proveer la solución. Debería ser el propio Montilla quien decretara las horas de castellano que se precisen o quien tomase las decisiones procedentes para tapar con urgencia el hueco que se detecta.

Pero todos sabemos que el “mejor cuanto más autogobierno” incuestionado, en la práctica, hace a las sociedades rehenes de los políticos locales. Es vana la esperanza, desde luego, de que los nacionalistas, por iniciativa propia, atiendan la demanda de castellano que pueda existir o hagan verdaderos esfuerzos porque los niños sean igualmente competentes en ambas lenguas –porque, sencillamente, no lo desean así, quieren, y a ello se aplican, que el castellano tenga en Cataluña estatus de lengua extranjera, que se emplee únicamente cuando, por causa de fuerza mayor, se haya de viajar a algún país hispanoparlante, como España, por ejemplo- pero tampoco cabe esperar que Montilla o quienquiera que le suceda al frente del PSC haga nada que moleste a sus socios, actuales o potenciales. La educación de los niños catalanes no vale una bronca, me temo, para el recién estrenado Presidente.

Solo el Estado, solo el poder distante cuenta, en ocasiones, con la libertad suficiente para, si se quiere paradójicamente, hacerse indiferente a las mezquindades y miserias locales. Solo el Estado, el poder “de Madrid” –y vale el argumento, trasladado de ámbito, para “Barcelona” o para “Bruselas”-, está en grado de atender un interés general absolutamente huérfano de auxilios en su “ámbito natural”.

El Gobierno de Zapatero despreció esta reflexión –como desprecia, en general, toda reflexión- porque nada significan para ellos ni el derecho ni el medio y largo plazo. Se trataba de salir adelante “como sea”, de dar a Cataluña “un” estatuto, el que fuera. Poco importa que ese estatuto coadyuve o no, no ya a la mejor gobernación de Cataluña, lo que es muy dudoso, sino a la mejor gobernación de España en su conjunto, como correspondería a su estatus de ley básica del Estado –porque un estatuto de autonomía, y más el principal de todos, no es una ley cualquiera, sino una ley fundamental, para la comunidad cuyos destinos va a regir y para todas las demás-. Esta fuera de duda que esto último no va a suceder, simplemente porque ni tan siquiera se buscó como objetivo.

No sé si Zapatero tiene el estatuto que quería –tengo para mí que le resultaba bastante indiferente- pero, ciertamente, tiene uno coherente con sus premisas de partida (ninguna, si mal no recuerdo).

La cuestión no es nueva. Ya el Partido Popular tuvo que tragarse sus buenas intenciones con la malhadada ley del suelo, que el Tribunal Constitucional hubo de parar –en cumplimiento de una ya insensata distribución competencial-. De esos barros, estos lodos. Como suele suceder, semejante aviso no dio lugar a ninguna clase de reflexión, salvo los típicos clamores en el desierto. Muy al contrario, se decidió perseverar en la línea que condujo a semejantes dislates.

El panorama es claro: existirán diecisiete sistemas educativos diferentes y al menos tres de ellos no garantizarán, a buen seguro, el dominio de la lengua común (el vasco, el catalán y el gallego); no se pondrá nunca coto a la corrupción urbanística; se romperá –o se seguirá rompiendo- la unidad de mercad; y un largo etcétera. No es ninguna profecía apocalíptica. Es, simplemente, que las cosas suelen desarrollarse conforme a sendas predecibles. Esos resultados nada tendrán de extraordinario sino que, muy al contrario, serán el efecto natural y previsible de un sistema desquiciado. Nadie deberá llamarse a engaño.

Y, la verdad, no sé por qué sigo insistiendo en lo que ya sabe todo el mundo e importa un carajo a más de la mitad.