EL REY REINÓ, CREO
El Rey reafirmó en su mensaje de Nochebuena cosas como que “España es una gran nación” y, por supuesto, que nuestra Constitución está plenamente vigente y que la solución a nuestros problemas ha de encontrarse, necesariamente, dentro de ella.
Es comprensible que, dependiendo de las posiciones políticas en las que cada uno se ubique, esas palabras, y otras por el estilo, puedan no caer bien. Lo que difícilmente debería poder suceder es que sorprendan. Si llama la atención que el Rey de España subraye la validez de la piedra angular del ordenamiento jurídico español y, por consiguiente, del pacto político sobre el que ésta se asienta, es que algo va mal. ¿Qué puede haber de raro en que el Monarca se reafirme en los principios en los que, al fin y al cabo, se asienta su propia legitimidad?
Pretender que el Rey dé por finiquitado el pacto constitucional implica un verdadero absurdo lógico. Que se sepa, hasta la fecha, solo José Luis Rodríguez Zapatero y el Lehendakari Ibarretxe son capaces de corroer los cimientos del edificio que fundamenta su propia posición política e institucional. Si se quiere, en el caso del Rey, hay un grado más de dependencia, en tanto la Corona ve condicionada su propia existencia a la subsistencia del marco del 78.
No sé si en la Real Casa han caído ya en la cuenta, pero sería hora. La Corona será, con poco lugar a dudas, la gran perdedora de un cambio no controlado. Las demás instituciones cambiarán, posiblemente, de forma. El Trono dejará de existir. Si, tras mucho meditar, Don Juan Carlos I y sus colaboradores han concluido que el vínculo entre Su Majestad y la Nación es algo más que meramente simbólico, vamos bien. En el debate neoconstituyente, el Rey solo puede estar de un lado, por razones jurídicas, por razones políticas e, incluso, por puro instinto de supervivencia.
Y bien está que las dos fuerzas políticas con capacidad de constituir gobierno se limiten a acusar recibo y a darse por enteradas.
Nada debería haber, insisto, de extraordinario en el discurso del Rey. Lo hay, empero. Lo hay porque no es difícil, a poco que se siga la actualidad, intuir que las palabras regias sobre la vigencia del modelo construido en la Transición tienen poco de retóricas y mucho de oportunas. El Rey subraya la validez de los pactos no solo por costumbre, sino por necesidad. Y temo que llega tarde.
Llega tarde su Majestad para mantener incólume el modelo del 78 (o del 78-83, para ser más precisos), porque ese modelo ya ha recibido una serie de andanadas bajo la línea de flotación, y se hunde irremisiblemente. En lo puramente jurídico, el desdichado estatuto de Cataluña –y sus múltiples hijuelos- ha abierto auténticos boquetes en el entramado que tan trabajosamente fueron armando los legisladores y el Tribunal Constitucional, boquetes que, más pronto que tarde, requerirán cirugía invasiva para su reparación. En lo puramente político, la deserción del Partido Socialista, o de la parte de él que está al mando, de los consensos fundamentales del sistema convierte los pactos en una ficción.
Importa poco, en realidad, quién dio el primer paso. Lo único cierto es que, por su propia definición, el consenso exige que todos los partícipes en el mismo lo reputen vigente. Basta que una parte, con razón o sin ella, se sienta no vinculada para que sea preciso elaborar uno nuevo. La situación en España, hoy, es esa. Insisto en que lo de menos es la búsqueda de culpables –personalmente, opino que la raíz del problema estriba en la conducta irresponsable del presidente del Gobierno, con toda probabilidad magnificada por un Partido Popular escasamente cooperador, pero esto no es más que mi opinión-, lo de más es el desencuentro. Un desencuentro al que la Nación española malamente puede sobrevivir.
Así pues, aunque sea tarde, bien hace la Corona en lanzarse al campo de la defensa de la Constitución.
Ya digo que no creo que sea posible sostener que el modelo constitucional sigue vigente. No, desde luego, en términos estrictamente jurídicos, ya que las nuevas normas de reparto territorial del poder han operado una mutación constitucional de calado. Tampoco en términos políticos.
Lo que sí es posible, creo, es reencauzar la situación “dentro” de la Constitución. Porque modelos constitucionales hay muchos, lo que no quiere decir que todos lo sean. La vía de solución, no nos cansaremos de repetirlo, es la apertura de un proceso constituyente formal –comprendo que la sola perspectiva sea suficiente para aterrar en Zarzuela-, del que nada habría que temer si es cierto que esta sociedad confía en sí misma, cosa que no tiene motivos para no hacer.
No estamos en 1975. Los militares están en sus cuarteles, venturosamente, y sí existen algunas ideas básicas en las que es posible hallar el acuerdo de la inmensa mayoría de los españoles –incluso, probablemente, de los que a priori se estimarían irreductibles-. Tampoco se precisa volver el país del revés. Simplemente, se trata de aprender de la experiencia y actualizar aquello que exige ser actualizado. Las propuestas de Mariano Rajoy –diga lo que diga la nulidad intelectual que atiende por Pepiño- pueden ser, cuando menos, un punto inicial de discusión.
Por desgracia, lo probable es que las vías civilizadas y con un mínimo de anticipación sean, por enésima vez, ignoradas por unos políticos insensatos, incultos y sectarios –la maldición española de la falta de solvencia intelectual y patriotismo sincero de las clases dirigentes, que se resiste a abandonarnos-. Como han anticipado gentes con buenas entendederas, ello solo conseguirá que las reformas sean inevitables y lleguen, además, de forma abrupta. Sin pensar, vamos, siguiendo la marca de la casa. Sin ir más lejos, las reformas territoriales pueden hacer que el estado en su conjunto se torne inviable. Seguro que se precisarán más ejemplos de descoordinación como el de los desdichados incendios de Guadalajara, o agravios comparativos y discusiones a cara de perro entre los que tienen sus inversiones garantizadas y los que no. Pero, al final, alguien exigirá que se reparen los desaguisados. Y lo hará impulsado por la indignación y el ánimo de revancha, para variar.
Estamos a tiempo. Es probable que el Rey estuviera, en el fondo, haciendo una apelación a que todo siga igual. Al fin y al cabo, es normal, porque el Trono pesa, y es lógico que se quiera asentar sobre suelo firme. Pero las palabras del Monarca son inspiradoras, creo.
Nadie sabe definir con precisión qué es reinar en una monarquía constitucional. Solo sé que Juan Carlos I viene haciéndolo desde hace treinta años, por desgracia no siempre con la misma intensidad ni con el mismo acierto. Creo que esta Nochebuena, el Rey reinó.
Es comprensible que, dependiendo de las posiciones políticas en las que cada uno se ubique, esas palabras, y otras por el estilo, puedan no caer bien. Lo que difícilmente debería poder suceder es que sorprendan. Si llama la atención que el Rey de España subraye la validez de la piedra angular del ordenamiento jurídico español y, por consiguiente, del pacto político sobre el que ésta se asienta, es que algo va mal. ¿Qué puede haber de raro en que el Monarca se reafirme en los principios en los que, al fin y al cabo, se asienta su propia legitimidad?
Pretender que el Rey dé por finiquitado el pacto constitucional implica un verdadero absurdo lógico. Que se sepa, hasta la fecha, solo José Luis Rodríguez Zapatero y el Lehendakari Ibarretxe son capaces de corroer los cimientos del edificio que fundamenta su propia posición política e institucional. Si se quiere, en el caso del Rey, hay un grado más de dependencia, en tanto la Corona ve condicionada su propia existencia a la subsistencia del marco del 78.
No sé si en la Real Casa han caído ya en la cuenta, pero sería hora. La Corona será, con poco lugar a dudas, la gran perdedora de un cambio no controlado. Las demás instituciones cambiarán, posiblemente, de forma. El Trono dejará de existir. Si, tras mucho meditar, Don Juan Carlos I y sus colaboradores han concluido que el vínculo entre Su Majestad y la Nación es algo más que meramente simbólico, vamos bien. En el debate neoconstituyente, el Rey solo puede estar de un lado, por razones jurídicas, por razones políticas e, incluso, por puro instinto de supervivencia.
Y bien está que las dos fuerzas políticas con capacidad de constituir gobierno se limiten a acusar recibo y a darse por enteradas.
Nada debería haber, insisto, de extraordinario en el discurso del Rey. Lo hay, empero. Lo hay porque no es difícil, a poco que se siga la actualidad, intuir que las palabras regias sobre la vigencia del modelo construido en la Transición tienen poco de retóricas y mucho de oportunas. El Rey subraya la validez de los pactos no solo por costumbre, sino por necesidad. Y temo que llega tarde.
Llega tarde su Majestad para mantener incólume el modelo del 78 (o del 78-83, para ser más precisos), porque ese modelo ya ha recibido una serie de andanadas bajo la línea de flotación, y se hunde irremisiblemente. En lo puramente jurídico, el desdichado estatuto de Cataluña –y sus múltiples hijuelos- ha abierto auténticos boquetes en el entramado que tan trabajosamente fueron armando los legisladores y el Tribunal Constitucional, boquetes que, más pronto que tarde, requerirán cirugía invasiva para su reparación. En lo puramente político, la deserción del Partido Socialista, o de la parte de él que está al mando, de los consensos fundamentales del sistema convierte los pactos en una ficción.
Importa poco, en realidad, quién dio el primer paso. Lo único cierto es que, por su propia definición, el consenso exige que todos los partícipes en el mismo lo reputen vigente. Basta que una parte, con razón o sin ella, se sienta no vinculada para que sea preciso elaborar uno nuevo. La situación en España, hoy, es esa. Insisto en que lo de menos es la búsqueda de culpables –personalmente, opino que la raíz del problema estriba en la conducta irresponsable del presidente del Gobierno, con toda probabilidad magnificada por un Partido Popular escasamente cooperador, pero esto no es más que mi opinión-, lo de más es el desencuentro. Un desencuentro al que la Nación española malamente puede sobrevivir.
Así pues, aunque sea tarde, bien hace la Corona en lanzarse al campo de la defensa de la Constitución.
Ya digo que no creo que sea posible sostener que el modelo constitucional sigue vigente. No, desde luego, en términos estrictamente jurídicos, ya que las nuevas normas de reparto territorial del poder han operado una mutación constitucional de calado. Tampoco en términos políticos.
Lo que sí es posible, creo, es reencauzar la situación “dentro” de la Constitución. Porque modelos constitucionales hay muchos, lo que no quiere decir que todos lo sean. La vía de solución, no nos cansaremos de repetirlo, es la apertura de un proceso constituyente formal –comprendo que la sola perspectiva sea suficiente para aterrar en Zarzuela-, del que nada habría que temer si es cierto que esta sociedad confía en sí misma, cosa que no tiene motivos para no hacer.
No estamos en 1975. Los militares están en sus cuarteles, venturosamente, y sí existen algunas ideas básicas en las que es posible hallar el acuerdo de la inmensa mayoría de los españoles –incluso, probablemente, de los que a priori se estimarían irreductibles-. Tampoco se precisa volver el país del revés. Simplemente, se trata de aprender de la experiencia y actualizar aquello que exige ser actualizado. Las propuestas de Mariano Rajoy –diga lo que diga la nulidad intelectual que atiende por Pepiño- pueden ser, cuando menos, un punto inicial de discusión.
Por desgracia, lo probable es que las vías civilizadas y con un mínimo de anticipación sean, por enésima vez, ignoradas por unos políticos insensatos, incultos y sectarios –la maldición española de la falta de solvencia intelectual y patriotismo sincero de las clases dirigentes, que se resiste a abandonarnos-. Como han anticipado gentes con buenas entendederas, ello solo conseguirá que las reformas sean inevitables y lleguen, además, de forma abrupta. Sin pensar, vamos, siguiendo la marca de la casa. Sin ir más lejos, las reformas territoriales pueden hacer que el estado en su conjunto se torne inviable. Seguro que se precisarán más ejemplos de descoordinación como el de los desdichados incendios de Guadalajara, o agravios comparativos y discusiones a cara de perro entre los que tienen sus inversiones garantizadas y los que no. Pero, al final, alguien exigirá que se reparen los desaguisados. Y lo hará impulsado por la indignación y el ánimo de revancha, para variar.
Estamos a tiempo. Es probable que el Rey estuviera, en el fondo, haciendo una apelación a que todo siga igual. Al fin y al cabo, es normal, porque el Trono pesa, y es lógico que se quiera asentar sobre suelo firme. Pero las palabras del Monarca son inspiradoras, creo.
Nadie sabe definir con precisión qué es reinar en una monarquía constitucional. Solo sé que Juan Carlos I viene haciéndolo desde hace treinta años, por desgracia no siempre con la misma intensidad ni con el mismo acierto. Creo que esta Nochebuena, el Rey reinó.
1 Comments:
Solo voy a hacerte un pequeño comentario, tirando por arriba.
La relación entre nación, corona y constitución no es algo que este tan claro. Tendemos a confundir la Monarquia (una forma de gobierno) con la Corona (que es una Institucion social, que puede ser o no ser positivizada como poder publico en una Constitucion escrita). La corona podria sobrevivir aunque el gobierno no fuera monarquico y perdiera su estatus constitucional. En otra forma de estado y gobierno, por ejemplo, una republica federal, o una confederacion de estados independientes la corona podria tener una importancia muy grande sin estar recogida en su constitucion. Es mas (si vamos a una situacion muy extrema) en una sociedad anarquista, su papel podria ser muy importante, por ejemplo siendo contratada por las agencias privadas para ejercer de arbitro cualificado entre ellas dentro del territorio nacional.
Tanto la corona como la nación (aunque con matices) existen con o sin constitución y Estado. Otra cosa es su papel efectivo.
Cuando el rey defiende el consenso dentro de la constitución de 1978, defiende algo que cree bueno para los españoles, no necesariamente para la corona, aunque a menudo, el futuro de uno y otro vayan unidos.
By Anónimo, at 10:58 p. m.
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