LECTURAS DE LA ABSTENCIÓN
Decía la semana pasada –por si hiciera falta- que no cabría sino respetar el resultado que saliera de las urnas andaluzas, fuera éste el que fuera, y acudieran los andaluces que acudieran a votar. El resultado es legal y no queda sino estar y pasar por él, según la añeja fórmula. Decía también que el comportamiento abstencionista me resultaría más comprensible en el caso andaluz que en el catalán.
Pero que se pueda comprender por razones propias de la dinámica política de la región no resta un ápice de gravedad a lo sucedido, ni permite tampoco consolarse. Máxime cuando, al final, la proporción de andaluces que se decidió a participar fue muy inferior a la ya exigua de catalanes que hicieron lo propio.
Ya digo, la cosa es grave. Obviemos las manifestaciones –a la altura intelectual habitual- de tirios y troyanos al respecto, en especial la mezquindad, incapacidad para el reconocimiento del error y desprecio por la inteligencia que viene caracterizando a los prebostes del socialismo andaluz. En la práctica, los únicos que tienen alguna razón para estar contentos con lo sucedido el domingo pasado son ellos: una vez más, los andaluces votan y ellos no tienen que afrontar responsabilidad alguna.
Pero tampoco las explicaciones al uso satisfacen. Se dice, por algunos, que el abstencionismo característico de las últimas consultas populares no deja de ser una manifestación del pasotismo de la gente. El pueblo “pasa” de políticos y manda mensajes de desafección. Se dice, incluso, que es un fenómeno a escala europea. A mi juicio, semejante línea de análisis es completamente falsa. En primer lugar, España no es, en general un país abstencionista –tampoco lo es ninguna de sus regiones, en particular- como vienen demostrando las nutridas participaciones en los procesos de elección de parlamentos y municipios, en algunas ocasiones, como en 2004, incluso con cifras récord. Tampoco cabe, sin más, parangonar la realidad española con la de otras democracias mucho más maduras o, simplemente, más viejas. Se entiende el hastío cuando ya se ha probado casi todo y casi nada funciona (véase Italia, véase Francia) o el “voto tácito de confianza” –socorrida interpretación de la abstención – allí donde las instituciones están más que consolidadas y las posibilidades de vaivenes son reducidas por el solo hecho de que cambie el gobierno (democracias anglosajonas –y perdón por el pleonasmo-, fundamentalmente).
En clave de una democracia normal, el comportamiento electoral de los españoles –y creo que, sin excesiva dificultad, se puede presumir que, ante un trance similar, valencianos, madrileños o cualesquiera otros españoles a los que no se ha preguntado ni se preguntará, reaccionarían de modo muy, muy similar a andaluces y catalanes- es paradójico. Mientras que acuden masivamente a las urnas en “condiciones normales”, es decir cuando “sólo” se trata de elegir un parlamento y –de forma mediata- un gobierno, ignoran las oportunidades de participación directa que, al menos en teoría, se corresponden con aquellas ocasiones en las que hay cosas demasiado trascendentes en juego para que los representantes electos lo ventilen entre ellos. Así pues, los españoles se preocupan de las cosas del día a día, pero dejan a sus políticos hacer ellos solos las reglas de la convivencia o dirimir otros asuntos muy trascendentes.
¿Cómo puede explicarse este contradiós?
Un análisis superficial podría llevarnos a concluir que se trata de un caso de inmadurez política. Que nuestro pueblo no sabe por dónde se anda. Que es bisoño en estas lides democráticas y, por tanto, que no sabe distinguir lo principal de lo accesorio. En suma, los políticos tienen carta blanca para hacer y deshacer a su gusto. Puede, también, que el pueblo, lego en ciertos temas, no alcance, simplemente, a percibir la importancia de lo que se le ofrece. Es muy cierto que no es lo mismo pronunciarse sobre un texto prolijo, complicado y trufado de tecnicismos –que, por añadidura, casi ningún mortal en su sano juicio no obligado a ello por razones profesionales ha leído (incluida, por supuesto, la inmensa mayoría de los legisladores regionales y nacionales que lo votaron)- que responder a una pregunta sencilla del tipo “¿aprueba usted el divorcio?” o similar.
Ninguna de las dos explicaciones son satisfactorias. Ni los españoles son tan novatos ni, desde luego, pueden dejar de intuir, cuando menos, que un estatuto de autonomía es algo muy, muy importante.
Lo que nos conduce a una tercera explicación, temo que más realista y que, si bien deja al pueblo a mejor altura –no voy a decir cosas como que el pueblo “demuestra su sabiduría”, que “no se equivoca nunca” o tonterías similares propias de cobistas- ofrece una perspectiva nada halagüeña sobre nuestra democracia. El pueblo se moviliza sólo para participar en la designación de quien manda, y todo lo demás importa un carajo. Ya digo, tristemente, puede que esta sea la explicación más certera, en un doble sentido.
En primer lugar, me temo que es una buena explicación porque está mucho más en línea con el ánimo cainita que sigue inspirando a una parte muy significativa de nuestro pueblo –especialmente, y espero que no se me acuse de maniqueo, en la izquierda-. Para muchos, muchos españoles, el verdadero infierno son los otros. Hombre, puestos a elegir, sería mejor que la educación no fuese un desastre, que el estado no saltara por los aires, que los batasunos acabaran todos en la cárcel... y un largo etcétera. Pero, sobre todo, lo importante es que no dejen de gobernar los míos. Así pues, el único momento en el que realmente hay que movilizarse es cuando se dirime si son los míos o son los otros los que van a estar en la poltrona. Lo demás, son cuestiones secundarias.
Por otra parte, más allá de las motivaciones basadas en la animosidad, el inveterado escepticismo patrio tiene también su papel y su razón. ¿Qué sentido tiene preocuparse en exceso por las leyes en un país en el que, al final, las leyes valen lo que el gobierno que las sostiene? ¿Sería razonable, por ejemplo, perder un minuto si hoy nos propusieran refrendar la ley de partidos, visto lo que el ejecutivo de Zapatero ha hecho con ella? La trayectoria de falta de respeto al estado de derecho y postración de las instituciones, de sometimiento de lo jurídico a lo político, parece dar la razón a los que se niegan a salir de casa como no sea, precisamente, para disparar la única bala medianamente efectiva que el sistema pone en nuestra mano, que es la de intentar influir en la formación de gobiernos o, más exactamente, la de intentar decidir qué partido tiene derecho al usufructo general del aparato estatal.
En mi opinión personal, el primer punto de vista es irracional –y, por tanto, no merece mayor comentario- pero el segundo, que sí lo merece, es errado. Ciertamente, no gozamos de un aparato institucional óptimo, ni nuestro estado de derecho funciona a las mil maravillas, pero la dinámica política española es demasiado compleja –afortunadamente, cabría decir- para que la cosa pueda reducirse a determinar quién manda y esperar que lo demás venga por añadidura. Es verdad, por supuesto, que el resultado práctico de las reformas estatutarias va a depender, en gran medida, de los poderes central y autonómico, su correlación de fuerzas, etc. Es verdad, en suma, que los textos, en sí mismos, no predeterminan el futuro. Pero no es menos cierto que influyen, y poderosamente. O, dicho de otra manera, los políticos tienen la mala costumbre de desatar fuerzas que no van a poder controlar.
La responsabilidad de los políticos, de todos –porque el Partido Popular no puede llamarse a andanas- es difícil de exagerar. De una parte, porque han contribuido poderosamente a que esa actitud escéptica, incluso algo cínica, pase en España por cabal y sensata. Y, por otra parte, porque han hecho al entramado institucional un daño de alcance imprevisible, pero ciertamente elevado, que requerirá, sin duda, penosas suturas en un futuro no lejano.
Y todavía esperarán pasar a la posteridad con bustos a cuyo pie esté esa leyenda de “la Nación, agradecida”.
Pero que se pueda comprender por razones propias de la dinámica política de la región no resta un ápice de gravedad a lo sucedido, ni permite tampoco consolarse. Máxime cuando, al final, la proporción de andaluces que se decidió a participar fue muy inferior a la ya exigua de catalanes que hicieron lo propio.
Ya digo, la cosa es grave. Obviemos las manifestaciones –a la altura intelectual habitual- de tirios y troyanos al respecto, en especial la mezquindad, incapacidad para el reconocimiento del error y desprecio por la inteligencia que viene caracterizando a los prebostes del socialismo andaluz. En la práctica, los únicos que tienen alguna razón para estar contentos con lo sucedido el domingo pasado son ellos: una vez más, los andaluces votan y ellos no tienen que afrontar responsabilidad alguna.
Pero tampoco las explicaciones al uso satisfacen. Se dice, por algunos, que el abstencionismo característico de las últimas consultas populares no deja de ser una manifestación del pasotismo de la gente. El pueblo “pasa” de políticos y manda mensajes de desafección. Se dice, incluso, que es un fenómeno a escala europea. A mi juicio, semejante línea de análisis es completamente falsa. En primer lugar, España no es, en general un país abstencionista –tampoco lo es ninguna de sus regiones, en particular- como vienen demostrando las nutridas participaciones en los procesos de elección de parlamentos y municipios, en algunas ocasiones, como en 2004, incluso con cifras récord. Tampoco cabe, sin más, parangonar la realidad española con la de otras democracias mucho más maduras o, simplemente, más viejas. Se entiende el hastío cuando ya se ha probado casi todo y casi nada funciona (véase Italia, véase Francia) o el “voto tácito de confianza” –socorrida interpretación de la abstención – allí donde las instituciones están más que consolidadas y las posibilidades de vaivenes son reducidas por el solo hecho de que cambie el gobierno (democracias anglosajonas –y perdón por el pleonasmo-, fundamentalmente).
En clave de una democracia normal, el comportamiento electoral de los españoles –y creo que, sin excesiva dificultad, se puede presumir que, ante un trance similar, valencianos, madrileños o cualesquiera otros españoles a los que no se ha preguntado ni se preguntará, reaccionarían de modo muy, muy similar a andaluces y catalanes- es paradójico. Mientras que acuden masivamente a las urnas en “condiciones normales”, es decir cuando “sólo” se trata de elegir un parlamento y –de forma mediata- un gobierno, ignoran las oportunidades de participación directa que, al menos en teoría, se corresponden con aquellas ocasiones en las que hay cosas demasiado trascendentes en juego para que los representantes electos lo ventilen entre ellos. Así pues, los españoles se preocupan de las cosas del día a día, pero dejan a sus políticos hacer ellos solos las reglas de la convivencia o dirimir otros asuntos muy trascendentes.
¿Cómo puede explicarse este contradiós?
Un análisis superficial podría llevarnos a concluir que se trata de un caso de inmadurez política. Que nuestro pueblo no sabe por dónde se anda. Que es bisoño en estas lides democráticas y, por tanto, que no sabe distinguir lo principal de lo accesorio. En suma, los políticos tienen carta blanca para hacer y deshacer a su gusto. Puede, también, que el pueblo, lego en ciertos temas, no alcance, simplemente, a percibir la importancia de lo que se le ofrece. Es muy cierto que no es lo mismo pronunciarse sobre un texto prolijo, complicado y trufado de tecnicismos –que, por añadidura, casi ningún mortal en su sano juicio no obligado a ello por razones profesionales ha leído (incluida, por supuesto, la inmensa mayoría de los legisladores regionales y nacionales que lo votaron)- que responder a una pregunta sencilla del tipo “¿aprueba usted el divorcio?” o similar.
Ninguna de las dos explicaciones son satisfactorias. Ni los españoles son tan novatos ni, desde luego, pueden dejar de intuir, cuando menos, que un estatuto de autonomía es algo muy, muy importante.
Lo que nos conduce a una tercera explicación, temo que más realista y que, si bien deja al pueblo a mejor altura –no voy a decir cosas como que el pueblo “demuestra su sabiduría”, que “no se equivoca nunca” o tonterías similares propias de cobistas- ofrece una perspectiva nada halagüeña sobre nuestra democracia. El pueblo se moviliza sólo para participar en la designación de quien manda, y todo lo demás importa un carajo. Ya digo, tristemente, puede que esta sea la explicación más certera, en un doble sentido.
En primer lugar, me temo que es una buena explicación porque está mucho más en línea con el ánimo cainita que sigue inspirando a una parte muy significativa de nuestro pueblo –especialmente, y espero que no se me acuse de maniqueo, en la izquierda-. Para muchos, muchos españoles, el verdadero infierno son los otros. Hombre, puestos a elegir, sería mejor que la educación no fuese un desastre, que el estado no saltara por los aires, que los batasunos acabaran todos en la cárcel... y un largo etcétera. Pero, sobre todo, lo importante es que no dejen de gobernar los míos. Así pues, el único momento en el que realmente hay que movilizarse es cuando se dirime si son los míos o son los otros los que van a estar en la poltrona. Lo demás, son cuestiones secundarias.
Por otra parte, más allá de las motivaciones basadas en la animosidad, el inveterado escepticismo patrio tiene también su papel y su razón. ¿Qué sentido tiene preocuparse en exceso por las leyes en un país en el que, al final, las leyes valen lo que el gobierno que las sostiene? ¿Sería razonable, por ejemplo, perder un minuto si hoy nos propusieran refrendar la ley de partidos, visto lo que el ejecutivo de Zapatero ha hecho con ella? La trayectoria de falta de respeto al estado de derecho y postración de las instituciones, de sometimiento de lo jurídico a lo político, parece dar la razón a los que se niegan a salir de casa como no sea, precisamente, para disparar la única bala medianamente efectiva que el sistema pone en nuestra mano, que es la de intentar influir en la formación de gobiernos o, más exactamente, la de intentar decidir qué partido tiene derecho al usufructo general del aparato estatal.
En mi opinión personal, el primer punto de vista es irracional –y, por tanto, no merece mayor comentario- pero el segundo, que sí lo merece, es errado. Ciertamente, no gozamos de un aparato institucional óptimo, ni nuestro estado de derecho funciona a las mil maravillas, pero la dinámica política española es demasiado compleja –afortunadamente, cabría decir- para que la cosa pueda reducirse a determinar quién manda y esperar que lo demás venga por añadidura. Es verdad, por supuesto, que el resultado práctico de las reformas estatutarias va a depender, en gran medida, de los poderes central y autonómico, su correlación de fuerzas, etc. Es verdad, en suma, que los textos, en sí mismos, no predeterminan el futuro. Pero no es menos cierto que influyen, y poderosamente. O, dicho de otra manera, los políticos tienen la mala costumbre de desatar fuerzas que no van a poder controlar.
La responsabilidad de los políticos, de todos –porque el Partido Popular no puede llamarse a andanas- es difícil de exagerar. De una parte, porque han contribuido poderosamente a que esa actitud escéptica, incluso algo cínica, pase en España por cabal y sensata. Y, por otra parte, porque han hecho al entramado institucional un daño de alcance imprevisible, pero ciertamente elevado, que requerirá, sin duda, penosas suturas en un futuro no lejano.
Y todavía esperarán pasar a la posteridad con bustos a cuyo pie esté esa leyenda de “la Nación, agradecida”.
2 Comments:
Los políticos han enseñado al ciudadano a no resignarse a ser menos que nadie, por un lado, ("yo quiero la mitad del niño, igual que su madre") y a no tomarse a sí mismo en serio, por otro ("usted no sabe de lo que habla, usted no tiene argumentos presentables, lo suyo son verdades de taberna. Ande, deme su dinero, tome este cupón y retire la barra de pan el día que se indica. Procure no ponerse enfermo. Y vaya el fútbol, que es un foro a la altura de su talento.")
Cuando los problemas estallen, y haya que tomar las primera decisiones reales del periodo democrático es posible que nos sorprendamos.
By Anónimo, at 3:22 p. m.
No se a que te refieres en cuanto a bustos, en un país en que quedan todavía bustos, calles y plazas en homenaje al franquismo que vamos a estar avanzados, mientras en Alemania no queda reducto alguno del fuhrer o sea Hitler.
Nota suya:
"Y todavía esperarán pasar a la posteridad con bustos a cuyo pie esté esa leyenda de “la Nación, agradecida”."
Agradecido al PP por la aquel decreto de empleo que se ha demostrado inconstitucional.
En España los políticos nos dan como en la antigua Roma: pan, vino y circo pero en el contexto actual, o sea fiesta, futbol y demás.
En un país con un índice tan alto de jóvenes que dejan la escuela antes de llegar a los educación obligatoria, por no decir ya en la universidad que la mayoría dejan las carreras a medio camino, por falta de interés, necesidad económica u otros factores.
Qué decir de cuando uno sale del colegio que sabe cero patatero, muchas cosas variadas pero nada en clara.
Sólo uno tiene que ver las últimas noticias sólo son: terrorismo la oposición vs el gobierno, maltrato a la mujer y accidentes.
No se habla de reformas o planes para mejorar la educación, leyes para fomentar la incorporación al trabajo, el estado de las carreteras, los contratos basuras, las irregularidades en el trabajo, la falta de información a la hora de elegir unos estudios, el estado de las carreteras españolas, los barcos que vienen a nuestros puertos con fuel que tendrían que estar ya fuera del mar, el gravísimo problema medioambiental que azota al mundo, las desigualdades sociales entre los países pobres pobres y ricos, que gracias al tratado de Bretton Woods se agravaron, al final esto no le salío bien a USA y se devaluó su moneda, más un largo etc...
Así es lo que importa sólo actualmente es Euskadi (no país vasco al igual que los ingleses llaman país de Gales.
Lo demás como que es secundario. Ni se habló de la propuesta disparatada de Carod Rovira para la autodeterminación de Cataluña. Menudo este personaje.
Por cierto cansa ya a los medios con este error es Gerona no Girona en español y Lérida no Lleida.
By Anónimo, at 1:07 p. m.
Publicar un comentario
<< Home