Mi artículo “tres cuestiones civiles”, publicado ayer, ha recibido unos cuantos comentarios de interés desde ambos lados del espectro político, lo que me lleva a intentar aclarar algunas cuestiones o, simplemente, abundar en otras. Me refiero a ello en orden casi inverso al que abordaba los temas en el primer escrito.
En primer lugar, acerca del nuevo mandato contenido en el Código Civil sobre el reparto doméstico de tareas, todos mis corresponsales parecen convenir en que es un auténtico despropósito. Digo esto porque los que no son de izquierdas así lo indican expresamente y los que son de izquierdas se callan. Cuando mis amigos de izquierdas eluden un tema, es que ya no hay por donde cogerlo, seguro. Así pues, sobre este tema, poco que decir. Tan sólo que no parece que nuestro más que centenario Código Civil no parece el lugar más apropiado para hacer proclamas demagógicas sin ningún tipo de anestesia. Y es que estos ya no respetan ni los viejos textos legislativos.
En cuanto al jocosamente denominado “divorcio exprés”, también parece haber cierto consenso. Tengo que recalcar que, pese a mis reflexiones accesorias sobre la responsabilidad personal, no objeto la mayor. Quiero decir que no me parece mal que se simplifiquen los trámites. No obstante, tomo nota de la observación de Alva acerca de la indisolubilidad, en términos prácticos, del vínculo matrimonial mediando prole. Aquellos que tienen hijos harían bien, en ocasiones, en recordar que, por mucho que la ley les conceda la ocasión de perderse de vista, sus compromisos les obligan a entenderse. Y, desde luego, si las leyes ayudan también con esto –que no sé si es el caso- pues mejor.
Donde sí hay un enconado debate es en la cuestión del matrimonio entre personas del mismo sexo. De entrada, las palabras, que lo son casi todo. Mi amigo Pepe, dado él a los malabarismos lingüísticos, me recuerda que, al fin y al cabo “matrimonio homosexual” significa, precisamente, eso “matrimonio entre personas del mismo sexo”. Bueno, matizo yo, a mi vez, no exactamente. Para empezar “matrimonio homosexual” es un sinsentido como “armario sensible” y una expresión muy ambigua. Prefiero “matrimonio entre personas del mismo sexo” porque, aparte de ser una expresión más concordante con el literal de la ley, creo, eso pone más a las claras la situación y algunas de las perspectivas que abre. A partir de ahora, será perfectamente posible que yo, varón heterosexual –o, al menos, al que nunca se le ha cruzado sujeto asimismo varón que despierte sus instintos, que sobre estas cosas ya se sabe...- case con otro, asimismo varón, asimismo heterosexual y, por ejemplo, residente ilegal en España (a cambio de un módico estipendio o porque me cae bien). Cosas veredes.
Decía yo, también, que la gente nunca se acostumbrará a llamar “matrimonio” al ayuntamiento de varón y varón o mujer y mujer. Se me replica que, merced a lo que los lingüistas denominan “desplazamiento semántico”, los términos extienden su significado a situaciones antes no cubiertas. Y así es. Pero, normalmente, como nos recordaría Álex Grijelmo, casi nunca la lengua suele ir contra su propio genio y así como hemos podido seguir hablando de “bajada de bandera” donde ya no hay bandera ni nada similar, tengo para mí que nos costará, salvo rellenando formularios administrativos, llamar “marido” al marido del exmarido de alguna mujer.
Pero todo esto, siendo muy importante –recordemos, siempre, la importancia de las palabras, que no es que denoten la realidad, es que son la realidad misma, como bien han sabido, de siempre, todos los manipuladores que en el mundo han sido- no es el meollo de la cuestión. En mi artículo abordaba el tema sobre la base de algunos modestos razonamientos jurídicos. Se me objeta –al estilo de ZP- que mi argumentación niega derechos fundamentales a un determinado grupo de personas. Más concretamente que, diciendo que el artículo 32 de la Constitución no ampara a quienes quieren contraer matrimonio con persona de igual sexo, abogaba por una infracción del 14: el sacrosanto principio de igualdad. Intentaré demostrar que eso es falso.
Vaya por delante que yo, como otra mucha gente, estoy a favor de extender a las parejas del mismo sexo que vivan en análoga convivencia a la matrimonial, more uxorio, que dicen los juristas, la mayoría –por no decir todos- los elementos sustantivos que forman el contenido contractual del matrimonio. Abogo, pues, casi por una reserva de denominación, más que otra cosa. No baladí, en su caso, porque “análogo” no es “igual”. Soslayo la cuestión de la adopción, porque me parece un falso debate. Como bien se ha apuntado ya en algún comentario, los homosexuales ya pueden adoptar en España, porque pueden hacerlo como solteros. Lo que, en todo caso, habría que discutir, es la oportunidad de esto último, con independencia del sexo o la orientación sexual del adoptante. Insisto, ese es otro debate y bastante tontos serían los homosexuales si compraran como conquista un derecho que ya tienen.
En una respuesta a algún comentario, citaba yo el otro día a Ulpiano, quien dejó dicho –y quedó en la misma puerta del Digesto- que justicia es procurar dar a cada uno lo suyo. Esta clásica definición inspira, en última instancia, el artículo 14, el principio de igualdad: ha de ser tratado igual lo que es igual. Discriminar es, por tanto, tratar a los iguales de manera diferente. Eso es lo proscrito. Ahora bien, lo contrario, tratar igual lo distinto, tampoco es justicia –nótese que es esto lo que subyace a la famosa “discriminación positiva”, al menos en teoría: si trata usted por igual a personas que no son iguales no sólo no corrige una discriminación, sino que la perpetúa-.
Todas las personas, con independencia de cualquier característica (sexo, raza, orientación sexual...) son portadoras de una serie de derechos. Aunque no es un derecho fundamental (en sentido técnico), uno de ellos es el derecho a contraer matrimonio. Y es evidente que los homosexuales, en España, gozan de él. Nada impide a los homosexuales contraer matrimonio. Pueden acceder a la institución matrimonial. El problema estriba en que la Constitución española, como todas las del mundo, no crea dicha institución. Esa institución preexiste a la Constitución, como preexistía a la república romana. Lo que se dirime, pues, es sólo el derecho de acceso a dicho contrato (admítaseme la figura), la capacidad contractual. Y los homosexuales no tienen, para nada, su capacidad contractual mermada. Es sólo que, al igual que los heterosexuales, su derecho es a acceder a una institución que está prefijada y cuyos términos no son enteramente disponibles.
Así pues, quien plantee este tema como un asunto de derechos subjetivos desvía el tema. No se discute el derecho de nadie a acceder a un determinado instituto, sino el contenido del instituto mismo. Por eso es preciso cambiar la Constitución, porque el único matrimonio jurídicamente existente es el matrimonio entre personas de diferente sexo (no me extiendo más en por qué llego a esta conclusión, porque ya lo expuse en su momento). La cuestión jurídica nos lleva, pues, de cabeza a la cuestión cultural.
En mi opinión, y en la de otros, no está al alcance del legislador operar tal cambio en la definición del matrimonio. La institución es prejurídica, forma parte de la realidad social, cultural y, sí, natural –en cuanto a que el matrimonio, sin ser como el curso de los ríos, entronca de lleno con la cuestión básica de la supervivencia de la especie-. Es verdad que no tiene por qué haber una única forma de matrimonio y una forma de familia. Pero todas, absolutamente todas las que en el mundo han sido, unían el componente femenino y el masculino porque asimismo todas las formas de matrimonio y familia sirven al mismo fin básico (entre otros, naturalmente).
No deja de ser paradójico que quienes están a favor del matrimonio gay estén a un tiempo en contra del poligámico –supongo, aunque con la cantidad de musulmanes que hay en España y que votan...-. Digo paradójico porque, a diferencia del primero, el poligámico no es atacable como instituto no natural, aunque sí desde otras (múltiples) perspectivas. El matrimonio poligámico sí es una forma de matrimonio que conoce muchos precedentes, aunque haga mucho tiempo que está abandonado en nuestra esfera cultural.
Porque lo que en ningún caso es lícito, a mi entender, es proclamar que no debe haber formas prefijadas de familia y después decir que unas valen y otras no. O hay reglas o no las hay, pero es muy complicado buscar situaciones intermedias. Es la ventaja que tiene seguir las tradiciones –algunas tienen sentido, otras no-, que, al menos, cuentan con el aval práctico de la experiencia y eximen de discutirlo todo de nuevo. Si alguien es capaz de presentar un proyecto de legalización de la poligamia –supuesto que poliginia y poliandria sean igualmente válidas-, ¿sobre qué bases se va a decir que no?
Por último, alguien comentaba que el hecho de que una aplastante mayoría insista en negar derechos a una minoría, ello no es razón suficiente para que dichos derechos sean preteridos. No puedo estar más de acuerdo, y me gustaría que esa regla se aplicara coherentemente en otros supuestos. En todo caso, creo haber fundamentado la opinión de que en absoluto estamos ante una cuestión de derechos, sino ante un intento de redefinir instituciones. Por tanto, sí es aplicable al caso la regla de la mayoría. Por eso, porque no estamos ante la preterición de ningún derecho fundamental. Homosexuales y heterosexuales han de tener derecho a acceder a los mismos institutos jurídicos... pero a los existentes, no a los que, a capricho, defina cada uno.