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sábado, marzo 31, 2007

EN EFECTO, ES QUE ESTAMOS EN ESPAÑA

Josep Piqué se congratulaba hace unos días de que –sabe Dios por cuánto tiempo- Cataluña siguiera en España. Con esa referencia, el líder popular catalán expresaba su temor a lo que podría ser una Cataluña independiente. Ciertamente, si eso llega a suceder y las cosas siguen como hasta ahora, motivos tienen el señor Piqué y sus conciudadanos para temer por ello.

Pero no cabe duda de que la expresión de Piqué, la mención a España como puerto seguro y fuente de confianza, bien podría tornarse en una simple constatación: las cosas que suceden en Cataluña suceden precisamente porque Cataluña está en España. Sencillamente, el nivel de esperpento que se ha alcanzado en estos días no podría tener parangón en ningún otro país occidental. A veces, se pregunta uno si nuestros quejosos nacionalistas han llegado a plantearse cuál podría ser su suerte en cualquier otro Estado vecino. ¿Es, sencillamente, concebible que, en cualquier otro sitio, un partido de gobierno amenace con la convocatoria de un referendo ilegal y, además, lo haga como medida preventiva ante una sentencia de un tribunal que prevé desfavorable? Durán Lleida decía hoy que tenía la sensación de que el espectáculo catalán es ridículo.

Ridículo sí, desde luego, pero también hondamente preocupante. Para los ciudadanos de aquella comunidad, por supuesto, y para todos los que, con ellos, compartimos destino. Preocupante el trasfondo y más preocupante aún el acorchamiento y la pérdida de la capacidad de escándalo que empieza a caracterizar a nuestra sociedad.

El esperpento absoluto en que ha devenido la política española bajo la égida del señor Zapatero, unido al sistemático intento de minimización –de hacer pasar por normal, por venial todo lo más, lo que es verdaderamente grave- de la prensa adicta y de ciertos sectores de la opinión –sí, también la desmesura de otros- hacen que la capacidad de reacción disminuya. Pero las cosas que suceden, suceden.

Ante exhibiciones de imprudencia como las ofrecidas por el nacionalismo catalán –el previsible y el autoproclamado moderado- y de mezquindad y abdicación de la dignidad como la que viene siendo regla en el socialismo, uno empieza a preguntarse dónde están los límites. Por supuesto, es un recurso recurrente, como siempre, rebajar la tensión hablando de tacticismo. Hoy son los disensos internos en ERC como ayer eran las necesidades de “tensar la cuerda” de Pujol. Los analistas de guardia lo explican, cómo no, en clave electoral –las fuerzas se reordenan de cara a los comicios municipales-. En suma, nos vienen a contar, se trata solo de políticos inanes haciendo el payaso, pero son incapaces de hacer nada grave.

Se oculta, claro está, que esta miserable clase política ya ha hecho cosas graves. Pensemos, por un momento, que el estatuto fuese declarado inconstitucional en parte. Obviando las consecuencias políticas, sólo las “técnicas” conllevarían una situación con ribetes de catástrofe. No quiero ni pensar en un fallo que venga, además, tiznado por presiones, dimes, diretes y golpes al prestigio de un TC que apenas puede ya sostenerse en pie. Y es todo gracias a la indigencia mental y a la mínima estatura moral de esta recua de tipos indescriptibles.

Las dimensiones del fracaso en Cataluña serían, en un país civilizado, más que suficientes para llevarse por delante a cualquier Ejecutivo. Tanto más a un Ejecutivo que, como el zapateril, se erige en causa del desaguisado.

Lo de esta semana en el Parlamento de Cataluña produce verdadero pasmo, y el cómo se ha recibido dice mucho, y poco bueno, de la salud de nuestra democracia.

En efecto, señor Piqué: es que estamos en España.

domingo, marzo 25, 2007

LO QUE NOS PASA

Se pregunta hoy Álvaro Delgado-Gal en ABC, muy expresivamente, en el título de su columna dominical “¿Qué nos pasa?” Y se responde, claro, a su modo. Más que la reflexión en sí –cuya lectura, por supuesto, es recomendable- me interesa la pregunta. Y me interesa porque es ya mucha la gente que se la hace.

En estos mismos días, Mariano Rajoy afirma que el Gobierno de España está “contra la ley” y, desde México, Felipe González –en la línea de Jesús de Polanco- no se recata en hablar de “clima prebélico”. Podemos despachar la cuestión, en especial las recurrentes –y, por obvias razones, escalofriantes- menciones al espectro de la guerra civil, como excesos verbales, absolutamente fuera de tono. De hecho, los comentaristas más próximos a la izquierda denuncian que todo lo que pasa es eso, una salida de tono continua por parte de una derecha “crispada” que, por repetitiva, habría tomado cuerpo en un verdadero desquiciamiento. Según estos comentaristas, la derecha habría perdido conciencia, incluso, de su propia demagogia y habría terminado por creerse su discurso apocalíptico.

Sin negar que algo de esto puede haber –o, mejor, dejémonos de paños calientes: que algo de esto hay; que la derecha española igual debería tranquilizarse o bajar el tono varias octavas- tampoco cabe decir que el discurso de la izquierda discurra por aguas mansas. La insistente puesta en cuestión de las credenciales democráticas del adversario, el desempolvar continuamente viejos prejuicios, el motejar ipso facto, al crítico de “franquista” (obsérvese el calificativo: no “tarado”, “descerebrado” o, simplemente, “errado”, no; “franquista”), la insistente búsqueda de águilas de San Juan donde hace ya mucho que no anidan o, en fin, los desmesurados planteamientos en torno al Tribunal de la Haya, la Guerra de Irak... Pruebas sobradas de que, desde luego, esté como esté el adversario, en lo último que se piensa es en amistarse con él.

Nótese, sin embargo, que hasta ahora no hemos hablado más que de problemas del discurso, pero no de los hechos. Es obvio que del uno puede pasarse a los otros sin demasiadas dificultades –lo que, en sí, es muy preocupante- pero no es lo mismo. La pregunta de “¿qué nos pasa?” bien podría reformularse en un “¿nos pasa algo, realmente?” Y me temo es que, mal que nos pese, la respuesta es sí. Hace unos días, en una entrevista en la radio, Sabino Fernández Campo se lamentaba de que los problemas de los españoles, por vez primera, eran problemas autogenerados. Pero el hecho de que nos los hayamos buscado no los convierte en problemas imaginarios. Hay problemas bien reales, y la responsabilidad hay que buscarla en el Gobierno.

El Gobierno de España encabezado por el señor Rodríguez Zapatero –por lo demás un mal gobierno en cuanto a las cosas del día a día, pero esto es menos grave- viene siendo distinto a todos los que le precedieron. Distinto en cuanto a que, probablemente con los mimbres más débiles de cualquier gobierno desde la transición, ha pretendido acometer cambios que le excedían desde todos los puntos de vista y para los que no contaba ni con el deseable respaldo parlamentario ni, me temo, con la imprescindible armadura intelectual y de ideas.

Estos cambios se resumen en uno: intentar resolver problemas de inmenso calado a través de una serie de reformas en los equilibrios sociopolíticos básicos del país. Nada hay de malo, por supuesto, ni en la intención o el objetivo ni, necesariamente, en la técnica. Uno puede intentar acometer dolencias crónicas con cirugía mayor. Pero claro está que, una vez en el quirófano, no hay vuelta atrás. El Gobierno de Rodríguez ha abierto nuestros equilibrios fundamentales sin contar con un plan suficientemente preciso e ignorando, en todo momento, las tempranas señales que avisaban de que el curso no era el correcto.

Esto es un problema bien real, y un problema gravísimo. Es, además, relativamente independiente de las actitudes de la oposición (que, por cierto, en algunos casos, no solo no ha contribuido a paliar las dificultades, sino que ha hecho por agravarlas, y su errático planteamiento en materia territorial es un buen ejemplo).

El hecho de que estas cosas hayan pasado –que sigan pasando- en un contexto de prosperidad ha contribuido, sin duda, a mitigar los efectos, pero no se ha podido evitar que, más allá de los continuos dimes y diretes entre tirios y troyanos, la gente, la sociedad española, sienta inquietud. Inquietud natural ante lo que adivina como unos planteamientos insuficientemente fundamentados.

Los españoles desconfían. Desconfían del “proceso” con ETA, desconfían de las reformas territoriales, porque intuyen que los daños potenciales no van a ser fáciles de reparar, y no pueden sustraerse al aire de fracaso. Los referendos estatutarios catalán y andaluz, por ejemplo, ponen en evidencia que algo valioso se ha roto. Algo que no va a ser fácil de reparar.

Lo que nos pasa es, creo, exactamente esto. Sabemos –todos- que las cosas no se están haciendo bien o, más bien, que se están haciendo muy mal. Y, ante eso, la reacción es la típica: echarle las culpas al otro. Pero no, no hay problemas inventados, como sobre todo la izquierda quisiera, aunque sabe que no es cierto. Saben que los problemas son reales.

ALGO SÍ FUNCIONA

La ciudad colombiana de Medellín vive, en estos días, en el contento de no ser noticia por las cosas de antaño –balaseras, secuestros, matanzas...-, sino porque va a dar nombre, nada menos, que a la primera gramática contemporánea del español, y la primera genuinamente panhispánica.

Los diarios nos recuerdan que el nuevo texto, que verá la luz en 2008, reemplazará al de 1931. Inexacto. Lo que se publicó en 1931 fue el llamado “esbozo”, porque la Academia, tan puntillosa ella, no quiso dar el trabajo por acabado. Ha habido después, claro, obras señeras, algunas de ellas –como la Gramática de Alarcos- en cierto modo reconocidas por la propia Academia, pero no asumidas. La de Medellín será, con pleno rigor, pues, una gramática normativa y académica, como Dios manda y requiere la completitud del corpus de disciplina del idioma. Tendremos, al día y en perfecto estado de uso gramática, diccionario y ortografía. Las agujas de marear en esto del hablar y el escribir a derechas –para que los demás nos entiendan, quiero decir-.

Los tres conjuntos normativos son, además, válidos para todo el orbe hispánico, y habrán participado en ellos, en esfuerzo colegiado, las veintidós Academias de letras y lengua que están dispersas –que no desparramadas- por los países que hablan el español, desde la Española –la más antigua y, por ello, primus inter pares- a la Norteamericana, la más nueva, y que se dedica a seguir el español de frontera que es ya, sin duda, la segunda lengua en los Estados Unidos.

No deja de ser llamativo y digno de destacar que, en mitad del marasmo de frivolidad, demagogia y falta de rigor que caracteriza a los países hispánicos, hayan sido, precisamente, las Academias las encargadas de demostrar que las cosas pueden hacerse bien, con la necesaria paciencia. Miren ustedes por dónde, son Instituciones añejas, motejadas de conservadoras y reaccionarias, cuando no caducas, las que nos recuerdan que, con ilusión, tesón y verdadero espíritu científico, es posible sacar adelante no ya grandes obras, sino grandes obras colectivas. Las Academias han demostrado que no son, ni mucho menos, entidades prescindibles o superadas por los tiempos. Prueban su utilidad y su flexibilidad –en el sentido recto del término- en su función de notarias de lo que sucede con el idioma. Notarias, claro, no imparciales, sino orientadas por un afán tan simple de enunciar como duro de perseguir: el de la unidad idiomática de una lengua que, dicho sea de paso, padece amenazas y no siempre se encuentra en las mejores condiciones.

Que españoles e hispanoamericanos hayamos llegado hasta aquí entendiéndonos, y que el idioma atraiga a muchos extranjeros que quieren poseerlo, debe calificarse de pequeño milagro, a poco que se conozca la historia. Dada la fecundidad del mundo hispánico en el alumbramiento de cretinos, la ruptura de los vínculos políticos entre España y los luego países americanos, y más tarde de las repúblicas entre sí, hacía presagiar lo peor. A la vista está que no fue así.

Los cretinos subsisten, por supuesto, y redoblan sus esfuerzos cada día. Pocos tesones hay en el mundo que puedan parangonarse al de los españoles contemporáneos, por ejemplo, para ser cada día un poquito más imbéciles, más incultos, más nuevos ricos... Si a mí me dicen que unos abueletes que se juntan los jueves –no se me ofenda nadie, que se ven esfuerzos por la renovación generacional, pero las edades provectas siguen predominando- y que todavía encabezan las cartas con un “muy señor mío” y las acaban “con la certeza de mi más distinguida consideración” iban a conseguir que esto no se les fuera de las manos, no me lo hubiera creído.

Pues a la vista está que sí. Ojito a los abuelos, que han aprendido a manejarse por Internet. Enhorabuena, a los abuelos y a Medellín.

domingo, marzo 11, 2007

11M: EL RECUERDO PARCIAL

El diario El País editorializa hoy, con ocasión de la inauguración del monumento en memoria de las víctimas del 11M, sobre la efeméride. Nos previene, oportunamente, el rotativo madrileño, contra el virus del olvido, y llama nuestra atención sobre hechos que no debieran pasar inadvertidos, como el de que muchos heridos aún no han concluido su proceso de recuperación –en lo que puedan llegar a recuperarse- o que otros están aún a la espera de que concluyan los trámites para su reconocimiento como víctimas del terrorismo, lo que les daría acceso al sistema de ayudas públicas instituido, por cierto, por el señor Aznar y su mayoría parlamentaria, hoy en tela de juicio incluso a este respecto.

El País también echa la vista atrás para denunciar la “teoría de la conspiración”, precisamente ahora que, al fin, se ventila el 11M desde el punto de vista penal, y glosa las mejoras que, por fortuna, ha ido experimentando nuestro sistema de lucha antiterrorista en materia de prevención de atentados por parte de grupos radicales islámicos; no sin advertir que esas mejoras son insuficientes porque nuestro país “sigue estando en el punto de mira” de esa clase de terrorismo. Muy bien por el recordatorio, pues.

Ahora bien, el diario El País hace gala de memoria selectiva, puesto que, mirados estos tres años en perspectiva, hay mucho que decir y mucho sobre lo que prevenir. Bien hace el periódico de Prisa en denunciar a quienes, careciendo de pruebas concluyentes, se dedican a promover una versión alternativa de lo que sucedió aquel día de la infamia, poniendo en tela de juicio la labor de los jueces y de los policías sin datos sólidos para hacerlo. Pero El País no ha gastado una gota de tinta en combatir la instalación en ciertos medios de otra verdad indemostrada, cual es la de que el atentado del 11M se cometió en represalia por la participación española en la guerra de Irak (sic). Ayer mismo, un alto cargo de la UGT en Madrid no tenía empacho en endosar al José María Aznar la responsabilidad política de los más de 190 muertos que, a juicio de este fino analista, traen causa directa de la foto de las Azores. Si es así, y una vez purgados nuestros crímenes deshaciéndonos del inicuo y poniendo pies en polvorosa de Mesopotamia, ¿por qué afirma El País –con toda justeza- que seguimos en el punto de mira? ¿Por qué seguimos siendo percibidos como uno de los eslabones más débiles del mundo occidental?

Tampoco tiene El País problema alguno en disociar el 11M de los días que le siguieron, el 12, el 13 y el 14. Nada habría de malo en ello, por supuesto si, en esta hora, el diario se limitara a pronunciar su elegía por los muertos, y a recordar a los heridos. Pero, no. El diario El País no tiene inconveniente en extender su lectura política, en admitir que el 11M es importante, además de por lo que sucedió, por lo que pasó después. No hay problema alguno en repetir hasta la saciedad que una de las claves explicativas de la legislatura es, precisamente, que el Partido Popular no ha aceptado su derrota del 14M. Tampoco se tiene inconveniente en reconocer la concatenación de hechos entre lo sucedido el 11 y lo que pasó el 14 ya que se da por probado que la derrota le sobrevino al Gobierno Aznar –en la persona de Rajoy- “por mentir”.

El País se calla muy oportunamente muchas cosas. Se calla la menor crítica al repugnante comportamiento de medios de su propio grupo y de buena parte de la izquierda. Se calla muy oportunamente que, en cualquier país civilizado, es harto probable que esas elecciones no se hubieran celebrado jamás y que hubiera bastado una semana, una sola semana –el diferimiento de emergencia que bien pudiera haberse entendido como normal-, para que el resultado electoral hubiera podido ser otro diferente –desconozco cuál, por supuesto, pero otro-. El pueblo no fue dejado tranquilo con su justa indignación, sino que se hizo cuanto se pudo por aventarla en un “ahora o nunca” que muchos llevarán toda su vida como baldón de infamia, al menos frente a quienes no tienen una memoria tan selectiva como los editorialistas de El País.

Porque lo cierto es que si el 11 y el 14 de marzo de 2004 no forman una unidad es a los solos efectos penales y, contemplados en su conjunto, suponen una anomalía de tal calibre que lo que más llama la atención es la actitud de los partidos políticos al respecto.

En el lado de la oposición –y más allá de teorías conspirativas o faltas de aceptación de la realidad- se ha asentado la tesis de que la derrota electoral no se habría producido sin el atentado. Nadie sabe, por supuesto, cuáles hubieran sido los resultados electorales de un 14M normal y, sin duda el principal efecto inducido del atentado –convenientemente manejado desde ciertas instancias- fue una afluencia de participación imprevista, que sólo fue al PP en muy baja proporción pero, ¿pueden echarse a ese mismo saco, automáticamente, los 700.000 votos que desertaron de las listas populares? Sobre todo, las desdichadas circunstancias han tenido tres efectos claros: impedir un análisis riguroso –con exigencia de responsabilidades incluidas- de una de las campañas electorales peor planteadas que imaginarse pueda; avalar el prejuicio de que la derecha pierde siempre que la gente participa –con lo que ello supone de renuncia implícita- y permitir la continuidad indiscutida de un equipo que, en otras condiciones, quizá hubiera debido replantearse muchas cosas.

En suma, parece haberse asumido que los resultados del 14M, por su propia monstruosidad, son irrelevantes, algo así como “ruido” en la serie histórica. Y eso es un craso error.

Mucho más grave es el lote que atañe al Gobierno. Poco importa si el atentado fue la causa determinante o simplemente un factor coadyuvante; lo único relevante es que el señor Rodríguez Zapatero recibió, por un lado, un apoyo electoral en sí mismo insuficiente y un país en estado de shock. Contemplados en su conjunto, resultados, circunstancias y aritmética parlamentaria, sólo podían entenderse como una llamada a la prudencia. De hecho, así pareció recibirse, en las primeras horas, el mandato de las urnas.

En lugar de ello, y olvidándose de su endeble programa electoral, el presidente empezó, desde muy temprano, a comportarse como el líder de una “mayoría social” –trasunto de sus bizarras alianzas parlamentarias- a la que nada pudiera oponerse. Desde unas bases intelectuales que, siendo generosos, cabe calificar de escasas, Zapatero y su mariachi se dispusieron a encarar una especie de “segunda transición”, con una manifiesta ignorancia de los tiempos políticos y un claro desprecio por los consensos básicos de la sociedad española.

El diario El País, como buena parte de la izquierda, se empeñan en pintar el presente hijo del 11M como el resultado de la acción de una derecha desquiciada, resistente a la aceptación de la derrota e imposible de cara a cualquier clase de diálogo. Una derecha que se habría vuelto antisistema, que estaría haciendo lo imposible por impedir el normal desarrollo de la legislatura. A todo ello se uniría, claro está, una desmesurada actuación mediática dedicada a propalar la especie de una derecha “expulsada” del sistema por la perfidia socialista.

Aun cuando la acción opositora pueda venir, en ocasiones, marcada por la exageración, semejante maniqueísmo produce sonrojo. Podría ser una descripción ajustada de la realidad si, por parte de la izquierda gobernante, se estuviese intentando desarrollar –sin lograrlo- una acción de gobierno normal. Los propios voceros de esa izquierda saben que eso no es así pero, todo lo más, llegan a calificar las iniciativas gubernamentales de “inoportunas” o “insuficientemente explicadas”. El seguimiento de la línea editorial del propio diario El País pone de manifiesto los juegos malabares dialécticos a los que la acción de Zapatero viene obligando a sus afines. Cada vez es más complicado caer de pie.

Las urnas y los desdichados acontecimientos que las precedieron llamaban a la prudencia. En lugar de ello, nos topamos con el aventurerismo de un Presidente que, presentándose a sí mismo como un “político nuevo” resulta carecer por completo de las virtudes más nobles del “político tradicional”. Quintaesencia del producto que generan los aparatos de los partidos políticos, es difícil pensar en un líder menos a la altura de las circunstancias.

Pero esto, El País, lo soslaya oportunamente.

domingo, marzo 04, 2007

SÍ HAY TERCER CURSO POSIBLE

El pasado domingo, el señor Zarzalejos, desde su atalaya de la Tercera del ABC, daba ciertos consejos a Mariano Rajoy –de hecho, se le vienen dando consejos desde el diario de Vocento desde hace ya algún tiempo- acerca de la necesidad de “soltar lastre” y reorientar el partido hacia posiciones “más moderadas”. En otras palabras, menos Zaplana y más Gallardón.

A lo largo de la semana, se ha podido ver que el pontevedrés ha decidido salir respondón, manifestando que no está en su ánimo prescindir de nadie. En fin, todo apunta a que en casa de la derecha –ni en la política ni en la mediática- no todo es paz y quietud, ni mucho menos. Imagino que es la más que acreditada experiencia de que por separado valen incluso menos que juntos la que les aconseja mantener los mínimos necesarios de cohesión; pero es harto probable que una segunda derrota electoral, además de dar al traste con Mariano Rajoy como candidato, agigantara esos disensos internos.

El mar de fondo, por supuesto, es la aparente incapacidad del Partido Popular de construir un discurso en positivo o, por lo menos, que enganche a capas amplias de la población. En otras palabras, hay quien no se explica cómo se puede estar en situación de “empate técnico” teniendo enfrente al peor gobierno español desde Calomarde.

Puede que el consejo puntual de cambiar algunas caras sí debiera ser seguido por Rajoy, no tanto porque le parezca conveniente a Zarzalejos como porque resulta muy difícil de entender, desde la opinión pública, que un equipo derrotado en las elecciones siendo gobierno perdure casi intacto en la oposición. Se transmite, con claridad, al electorado una resistencia a asumir responsabilidades que no hace ningún favor. Ahora bien, esto es lo de menos. Lo de más es dar con un posicionamiento político correcto para el partido, en suma: dar con un discurso ganador o, cuando menos, con algún discurso sensato.

Y aquí es donde el planteamiento de Zarzalejos es, a mi entender, errado, y profundamente, además. Porque, si hemos de creer al director del ABC, los cursos de acción que se le abren a Rajoy son, básicamente, dos: apuntarse a la “línea leñera” auspiciada desde los micros de la COPE y las páginas de El Mundo –medios con los que Vocento mantiene sus propias cuitas, claro está- o adoptar un talante “gallardonil”, es decir, lo que la gente de derechas en el sentido más rancio de la palabra entiende por “centrista”. Manifestaciones de “centrismo” serían, por ejemplo, las “contribuciones al consenso” como las del estatuto andaluz (mucho mejor que el catalán, ¡dónde va a parar!)


Pues bien, algunos pensamos que existe tercera, o terceras, alternativas posibles. El Partido Popular podría intentar armar un discurso en torno a un bloque de principios sólido, que puede erigirse en un punto de encuentro de sensibilidades conservadoras, liberales o, incluso, socialdemócratas: recuperación de la primacía del todo sobre las partes en materia territorial; la ciudadanía (la de verdad, no la zapateril) como eje central de la política (garantías de igualdad efectiva para los españoles, vivan donde vivan); recuperación de la dignidad del país en política exterior y reubicación de España en sus lugares naturales (más cerca de Estados Unidos que de la Venezuela chavista, por dar pistas); compromiso con la economía de mercado: impuestos congelados o a la baja, respeto por las decisiones privadas, unidad de mercado en todo el territorio nacional, abstención de intervenir y respeto por la independencia de los reguladores –que deben ser neutrales-, supresión de instituciones y medidas inútiles... Y un largo etcétera. El PP tiene abierta la posibilidad de convertirse en un, en el único, gran partido nacional y constitucional.

La cuestión es que, en las actuales circunstancias, la defensa de esos principios –que, bien formulados, podrían ser objeto de un consenso amplio- puede requerir tomas de posición “radicales”, lo cual tiene poco o nada que ver con una oposición navajera o deslegitimadota de las instituciones. La materia territorial es un buen ejemplo de que el “sentido de la oportunidad” puede conducir al caos. Es posible que el restañar las heridas del zapaterismo –que serán tanto más profundas cuanto más prolongado resulte este período- conlleve cirugía mayor. Es posible, por tanto, que la recuperación de la serenidad exija nada más y nada menos que una reforma constitucional, con algunos elementos auxiliares. Lo verdaderamente trágico –y esto es lo que Zarzalejos propone- sería que a un gobierno socialista desquiciado lo sucediera un gobierno popular con ánimo de “gestionar lo que haya”.

Lo cierto es que semejante planteamiento requiere, además de un programa audaz, ejercitar la virtud de la paciencia. Es verdad que el partido no avanza en las encuestas, ni siquiera en un contexto en el que el Gobierno hace cuanto puede por ganarse el descrédito. Pero no es menos cierto que la historia, en España, enseña que las elecciones las acaba perdiendo el poderoso por desafección, no por estímulo de la alternativa. Así ocurrió con el propio Partido Popular –incluso en circunstancias que, por anómalas, quizá ni siquiera deberían ser consideradas-. No se trata tanto de atraer al desafecto como, sobre todo, de ofrecerle una alternativa cuando éste ya ha decidido que no seguirá apoyando al poder.

En suma, es cierto que el PP no puede vivir pendiente del 11M, cual si la historia hubiera quedado en suspenso. Pero tampoco puede tomar como referente a políticos oportunistas cuyo único norte sea el de ganar elecciones “como sea”. No, cuando se trata, precisamente, de recuperar una confianza que se ha perdido para conservarla muchos años. En definitiva, cuando se quiere crear un proyecto de vida larga. Un proyecto para un país.