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martes, mayo 31, 2005

¡QUE VIENEN LOS LIBERALES!

El no sé si a estas horas aún ministro de exteriores del gobierno francés, Michel Barnier, anunció ayer que el eje francoalemán se bate en retirada frente al empuje de la “Europa liberal de corte anglosajón”. Descartes huye ante Hume o la geometría cede ante la política –como nos recuerda Pendás, esa misma mañana o, mejor dicho, nos recordaría Churchill-.

El ministro mienta el liberalismo, una vez más, como quien mienta la bicha. No hay miedo. Nuestro ZP ya ha dicho que hasta el rabo todo es toro y que esto no acaba hasta que los 25 hayan dicho su última palabra. No hay riesgos para el “modelo social”. En resumidas cuentas, no piensa hacer absolutamente nada por resolver los problemas de Europa y él y sus colegas estatistas dedicarán esfuerzos dignos de mejor empeño hasta conseguir que el bodrio de Giscard entre en vigor. Si es necesario preguntarle al pueblo francés, o a quien sea, tantas veces como sea preciso hasta que enmiende su error, pues se hace, que ya lo ha apuntado ese gran estadista que es Pepiño Blanco.

Todos sabemos que el voto francés no ha sido, ni mucho menos, proliberal. Una cosa es congratularse de que al esperpento giscardiano le hayan salido termitas y otra cosa compartir las razones que, con toda probabilidad, animan al electorado galo. El mantenimiento de la salud mental de uno exige no coincidir con la pléyade de “–istas” tras el “no” –los socialistas de la rama de monsieur Fabius incluidos, claro (la otra rama también, aunque haya abogado por el “sí” esta vez)- de Francia más que lo estrictamente necesario, como quien viaja en un autobús a distintos destinos.

Barnier lo que pretende es asustar. Pero, pretendiendo asustar, da con la clave, como ya se ha tratado en otras ocasiones en esta bitácora. Cuando un gaullista mienta sus miedos, por lo común, apunta a las soluciones. Creo que el último liberal en Francia debió ser Luis XIV o, al menos, todos los que le han sucedido han sido todavía menos liberales que él.

Cambiar la geometría por la política. Anglosajonizar, de nuevo, el proceso, sí. Ésa es la clave, monsieur Barnier. Abandonen ustedes las declaraciones programáticas, la pretensión de hacer constituciones sin poder constituyente, los grandes textos. Y vuelvan a hacer Europa día a día. Mejor dicho, vuelvan a permitir que los ciudadanos la hagan.

Es curioso pero, el mismo día que se dice “no” al modelo dirigista, conocemos que numerosos bancos europeos están por la labor de fusionarse en operaciones tan grandes y tan parejas que ya no se sabrá, a ciencia cierta, quién es de un lado y quién es de otro. Si Unicredito absorbe a HVB, el banco resultante ¿es alemán o italiano? Ni una cosa, ni otra, a buen seguro. Quedarán todos benditamente contaminados por la cultura del otro. Tras los bancos seguirán otras empresas, que aprovechan el terreno que han creado las directivas, los reglamentos... que se lanzan al terreno de juego. De nuevo, los mercaderes en cabeza.

Es normal que a los Barnier, Zapatero, Chirac... no digamos a los Le Pen y a los Carod les salga un auténtico sarpullido. Me temo que son conscientes de su absoluta prescindibilidad.

La izquierda, en particular, quiere secuestrar Europa. No contenta con haber arruinado la vida a tanta gente en tantos sitios, ahora que parecía que su desprestigio intelectual iba a mantenerla aparte, ha decidido hacerse europeístas. Europa es la nueva idea-fuerza. Suficientemente inconcreta como para poder hacer con ella sus malabarismos fofos, para aplicarle su pensamiento débil. Cuentan, en su empeño, con la inestimable ayuda de socialistas de todos los partidos.

El “no” francés, pues, puede ser considerado una escaramuza en una batalla más amplia. La batalla por la definición del proyecto europeo, básicamente entablada entre quienes pretenden definirlo a su manera y quienes no pretendemos definirlo en absoluto. Nosotros somos muchos menos, claro, pero a la vista esta que ellos son bastante torpes.

Y es que, en su infinito desprecio por la gente, son incapaces de pensar que puedan llevarles la contraria. No nos confiemos. Se reharán.

lunes, mayo 30, 2005

NON

Es insufrible la cantidad de tonterías que se han dicho y se seguirán diciendo acerca de los efectos del “no” francés. Ahora resulta que tirar el tocho de Giscard al cubo de la basura puede causar una crisis similar a la caída del Imperio Romano. En todo caso, no está mal poner las cosas claras: si dependemos de cualquier cosa que haga Giscard es que, en efecto, esto no tiene solución y lo mejor es acabar cuanto antes.

Resulta indecente la actitud del politiquerío continental –especialmente francés, pero lo cierto es que se ha paseado estos días por el Hexágono cuanto cantamañanas tenía gana de lucir palmito, con los resultados esperables- que, no contento con no escuchar -¿hacía falta una segunda vuelta de unas presidenciales que ya resultaron de lo más rarito, que indicaban algo, que exigían pensar?- encima, amenaza con las siete plagas de Egipto si se desdeña el resultado de su magnífica gestión.

Tampoco entiendo la forma de afrontar el asunto de numerosos intelectuales, algunos de ellos muy respetables y con los que, en otros temas, convengo. Ayer mismo, en el ABC, su director calcaba, a propósito de Francia, la misma colección de argumentos con que se apoyaba ese “sí” desganado que nuestra prensa correcta propugnó en febrero. La clase política es completamente inadecuada, carece de respuestas y crea más problemas de los que resuelve pero... a pesar de todo, hemos de apoyarles, en el sagrado nombre de Europa y para no coincidir con Le Pen, con ERC y los troskistas. ¿Acaso la crisis es menos crisis porque queramos mantenerla larvada? ¿Un “sí”, para qué? ¿Para ver cómo se ufanan, lo contentos que se ponen? Han recibido multitud de mensajes en tono suave y han sido incapaces de reaccionar. No escuchan, y no creen que tengan por qué hacerlo. Son los neodéspotas no ilustrados. Son la maldita burocracia que se ha adueñado de Europa y la está infectando como un cáncer con su mediocridad. No, no es verdad, con ellos, con esta farragosa “constitución”, Europa no avanza. Europa decae, Europa se muere.

¿Por qué hay que conceder un aval a semejante caterva? ¿Por qué tiene el pueblo que responder afirmativamente a la desvergüenza de quien, ni corto ni perezoso, pretende que la gente se pronuncie sobre un tratado de cuatrocientos artículos? ¿A santo de qué se tiene que tolerar tanta chulería, tanta falta de respeto, tanta inutilidad? El viejo truco de envolverse en la bandera está ya muy visto. No contentos con oír todos los días que es “Cataluña” la que lo quiere, o que es “la sociedad vasca” la que dice las barbaridades que algunos profieren, tenemos que soportar, ahora, el “L’Europe, c’est moi” de Giscard y sus adláteres.

Francia ha dicho “no”. Es probable que Holanda diga “no” también. Los franceses son unos chovinistas, de acuerdo, ¿son también chovinistas los holandeses? ¿tiene algo, verdaderamente, que temer de Europa el país más abierto del mundo?

Es verdad que el “no” tiene tras de sí una amalgama heterogénea de razones. Es cierto que no todas ellas son plausibles. Es cierto, por último, que los franceses han votado, en buena medida, en clave nacional. Pero creo que el “no” es valioso, refleja un estado de opinión y que, sobre todo, los franceses se han hecho un favor a sí mismos y, quizá de rebote, a Europa. Hace falta, de entrada, una cierta independencia de juicio para sobreponerse a la campaña lanzada desde el Elíseo, apoyada por todo el aparato presidencial y por algo más de la mitad del PS. Bien por Francia.

No es verdad. No va a suceder ninguna catástrofe. No va a suceder nada que no esté ya sucediendo. Pretender negarlo es absurdo. El sistema no funciona, y no funciona porque nuestra miserable clase política lo ha hecho descarrilar. Todos estos dirigistas que en sus países ya no pueden dirigir nada han encontrado en la Unión, donde el control democrático es más débil, el caldo de cultivo ideal para dar rienda suelta a su forma de de ver la política.

Han abierto un auténtico abismo entre las instituciones y los ciudadanos. No hay más que ver las sucesivas elecciones al Parlamento Europeo –siempre seguidas de golpes de pecho, lágrimas de cocodrilo y ayes que acallan enseguida las suculentas dietas-. Pero no ha habido forma. Son incapaces de reflexionar. Su soberbia es sólo paralela a su incapacidad.

España, a mi modo de ver, ha hecho el ridículo. No importa porque, al fin y al cabo, no hay más que ver el distinto grado de atención que se ha prestado a cada referéndum para darnos cuenta de hasta qué punto nos hemos vuelto un país prescindible. Otros deciden. Nosotros sólo hacemos nuestros deberes. Me imagino que, a estas horas, Mariano Rajoy estará algo apurado por haber cedido a la corrección política y no haber defendido, verdaderamente, sus ideas. Él no creía que la constitución fuese buena para España, pero la apoyó para no quedar fuera de juego. Por responsabilidad –similar responsabilidad a la que lleva a todos los partidos catalanes a coserse la boca en cuanto se habla de ciertas cosas, supongo y es que, cuando no es “Cataluña” es “España” y cuando no, “Europa”; cualquier día, no se podrá hablar de ciertas cosas menores en aras de la estabilidad geopolítica mundial-. Sabor agridulce, pues. Son otros los que se atreven a decirle a Giscard que lo intente de nuevo.

Esa sociedad de socorros mutuos en que se ha convertido el neodespotismo nada ilustrado europeo ya tiene la solución. Giscard y el PSOE (obsérvese la amalgama, nada casual) ya andan proponiendo un segundo referéndum. Así pues, ¿a qué tantas alharacas? Supongo que terminarán sacando adelante lo que crean que les viene mejor. Que, encima, quieran hacerlo con dignidad, ya me parece un poquito pretencioso.

domingo, mayo 29, 2005

¿UN FDP ESPAÑOL?

De nuevo, domingo. La actualidad viene marcada por el referéndum francés, sin duda, pero ese será tema de la semana entrante. Aprovechemos la tranquilidad para retomar asuntos que se nos han ido quedando pendientes esta semana que termina.

En contestación a la entrada “Alemania, Europa”, el amigo Luis (Desde el Exilio) hacía mención del buen papel que puede jugar allí el FDP, o sea los liberales. Es verdad. Así ha sido en ocasiones anteriores. Los liberales, por sí mismos, no son gran cosa –no somos gran cosa en ningún sitio, eso es cierto-, pero en coalición, normalmente con la CDU son un elemento dinamizador de primer orden. A menudo se olvida que el gran político alemán de la época más reciente, y el verdadero continuador de la generación de estadistas que representaron Adenauer, Erhardt y compañía fue Hans Dietrich Genscher.

El FDP es, creo, un gran activo de la política alemana, del mismo modo que los Verdes son un gran pasivo. Es difícil hacer, pues, un juicio general sobre los partidos bisagra. A veces son catalizadores de políticas mejores, a veces potenciadores del desastre.

La pregunta que me viene a la cabeza –como, supongo, a muchos otros liberales españoles- es, ¿por qué aquí no? Uno siente la tentación de pensar que, si fuesen posibles, cuando menos, gobiernos de coalición con los liberales, ni el PP estaría totalmente entregado a su alma más democristiana-conservadora, ni, quizá, el PSOE tendría por qué haber tomado la deriva delirante por la que hoy se desliza –aunque, inciso, tengo para mí que esa deriva no viene forzada en exclusiva por el esperpéntico repertorio de socios que tiene, sino por la indefinible personalidad de su líder-. ¿Podrían, podríamos, pues, los liberales desempeñar algún papel más en la política española que el de pepitos grillos en diarios electrónicos, blogs y, ocasionalmente, alguna columna periodística con solera?

La verdad es que lo dudo. Y ello por dos razones fundamentales.

La primera, una razón de fondo. Los liberales son pocos en casi todas partes, pero en España somos poquísimos –quizá sólo en Francia hay menos, pero es que allí el estatismo es la religión de estado, el verdadero galicanismo es la pasión por el estado, sea en versión gaullista, sea en versión socialista-. Y la configuración del espectro político no nos deja mucho sitio. Es, en parte, consecuencia del sistema electoral, como diré luego, pero no sólo.

El debate político en España es de un nivel muy bajo. Tanto, que apenas permite matices. En los últimos tiempos, merced al zapaterismo, incluso está perdiendo todo tinte de racionalidad, a fuerza de introducir en el discurso, de manera continuada, conceptos vacíos, sinsentidos e ideas informes. Es muy difícil que, en este clima, prospere, siquiera mínimamente, ninguna propuesta que, por liberal, habrá de ser diferente a lo que se estila.

Por otra parte, es difícil exagerar hasta qué punto es intolerante el pensamiento único en España, y lo proscrita que está la diferencia. No hace mucho, me decía un amigo, en un comentario, que no entendía por qué, por ejemplo, los que se oponen –con respetable fundamento- a un estado de autonomías más desarrollado, o incluso a la propia existencia del estado de las autonomías, no se dejaban oír. Pues, evidentemente, porque es muy difícil hacerse oír si se discrepa de la corriente mayoritaria. El ámbito de la discrepancia tolerada es estrecho.

Tiene, en fin, el liberalismo muy mala prensa en nuestro país. Cuarenta años de franquismo y quince de socialismo –con ocho de derecha conservadora y bastante acomplejada en medio- no son, desde luego, el mejor caldo de cultivo para el desarrollo de un discurso de la libertad y la responsabilidad personales.

Cuando se presentó a aquellas elecciones presidenciales en las que fue rival de Fujimori, sus asesores le decían a Vargas Llosa que hiciera el favor de no decir la verdad. Que, simplemente, le prometiera al pueblo jauja y, después, aplicara las políticas de saneamiento económico que el país necesitara, sin más. Vargas Llosa se negó, se negó a ejercer esa especie de neodespotismo ilustrado, y se empeñó en decirle a la gente lo que la gente no quería oír. Fujimori ganó, claro, y procedió exactamente como los asesores de Vargas Llosa aconsejaban. Diríase, pues, que el pueblo peruano estaba dispuesto a soportar padecimientos sin cuento, pero no a que se le hablara de ello.

Con las naturales diferencias, la España y la Europa contemporáneas son parecidas a aquel Perú. Mal caldo de cultivo para un discurso liberal.

El segundo problema, relacionado con el primero, es el sistema electoral español. Digo yo que, algún día, habría que hablar de este tema en serio. Sencillamente, porque la realidad ha resultado no ser como los constituyentes preveían. Su sistema electoral –en realidad, buena parte de la arquitectura constitucional- estaba encaminado a la formación de gobiernos estables, porque se temían que la menesterosa situación del gobierno Suárez iba a ser la regla general. Desde luego, a la vista de la sopa de siglas que eran las Cortes del 77, nadie podría reprocharles esa conclusión.

Pero no fue así. Desde entonces, las mayorías absolutas han sido tanto o más corrientes que las mayorías relativas y, finalmente, los grandes beneficiarios del sistema han sido los nacionalismos –que casi desaparecerían del mapa con el simple cambio de que el mínimo necesario de votos, tres por cien, se exigiera a nivel nacional y no provincial (cambio que, hoy por hoy, es inconstitucional)-. Las coaliciones y los pactos de legislatura, que no son malos en sí mismos, se vuelven poco deseables porque los partidos nacionales están condenados a entenderse con quienes no son leales al sistema.

Las víctimas del sistema son los “terceros en discordia”, naturalmente. El caso de Izquierda Unida es paradigmático, pero cabe suponer que lo mismo le sucedería a un partido liberal, en el dudoso supuesto de que consiguiera, de entrada, los apoyos necesarios para hacer una campaña digna.

En resumidas cuentas, la idea es atractiva, sin duda. Y creo que, además, sería muy bueno para España. Un partido liberal medianamente fuerte podría ser un agente dinamizador y, además, un garante de estabilidad –estabilidad sin necesidad de desmontar nada a cambio-. Pero conviene no engañarse. Estamos tan lejos de nuestro FDP como Madrid de Berlín.

sábado, mayo 28, 2005

¿SEÑALES DE VUELTA (O DE HARTAZGO)?

Algo se mueve en Cataluña. Al parecer, algunos militantes del PSC se habrían dirigido a la cúpula del PSOE para denunciar que, en el colmo de la economía, sus altos cargos ha renunciado a la “E”, a la “O” y, posiblemente, incluso a la “S”. Vamos, que se han convertido en nacionalistas puros y duros. Y, claro, no termina el personal de entender qué demonios hacen ellos poniendo los votos para que, al cabo, la cosa termine siendo igual, o peor, que cuando gobernaba CiU, desde muchos puntos de vista.

Cabe decir, desde luego, que la militancia socialista ha tardado en darse cuenta de cuál es le guión real de esta película. Y es que no deja de ser paradójico que el voto de izquierda, inmigrante y, si no españolista, sí muy español haya terminado por aupar a la presidencia de la Generalitat a un niño bien de barrio alto y a sus muy catalanistas amigos. En realidad, no deja de ser una extensión y una particularización de un fenómeno más general por el que mucho voto con conciencia social o de clase sirve para que un montón de progres que, desde luego, no pertenecen al mismo estrato que sus votantes hagan carrera.

En Cataluña, además, la cosa es especialmente sangrante, en efecto, porque el votado se dedica a “hacer país”, procurando construir un “país” en el que el que le vota no cabe o, de caber, sería muy de perfil y sin hacer ruido. Tiene guasa que uno emigre de Jaén a L’Hospitalet, por ejemplo, y se pase la vida trabajando allí para que le terminen considerando un elemento extraño, anómalo y renuente a aceptar la “normalidad” que caracteriza a “su país de acogida” –de hecho, es posible que los parientes que se quedaron en Jaén sigan pensando que, simplemente, su primo se marchó a Barcelona, no a una especie de Alemania-.

La denuncia de los militantes del PSC viene a coincidir con el manifiesto que gente como Albert Boadella –al que le cabe el honor de haber sido perseguido por la dictadura... y por la democracia- firmaba esta semana, denunciando la insoportable uniformización a la que los sucesivos gobiernos catalanes han intentado someter a Cataluña. Coincide la noticia con la de que el gobierno de la Generalitat se niega a enviar a la feria de Francfort a escritores que no escriban, precisamente, en catalán. O sea, que Juan Marsé o el propio Boadella no son representativos de la cultura catalana, porque se expresan en castellano, lengua que, amén de ser conocida por casi todos los catalanes, es la propia de la mitad de ellos, aproximadamente.

El manifiesto denuncia lo que, a estas alturas, es bastante evidente: que el nacionalismo es empobrecedor. Es empobrecedor, sin duda, cultural y socialmente, toda vez que aspira a castrar a la mitad del cuerpo social sobre el que actúa pero es que, a la larga, es también empobrecedor económicamente, como se demuestra por los datos que se van conociendo, nada halagüeños para Cataluña y no digamos para el País Vasco –única región española cuya población no aumenta, sino que disminuye-. El chorreo de victimismo con el que el nacionalismo recibe estos datos no es en absoluto convincente, la verdad.

Es muy de suponer que los denunciantes tengan poco éxito. Más bien, se les va a echar encima una riada de políticamente correctos que les dirá desde que están exagerando la nota hasta que ven visiones. Tampoco el momento es muy oportuno para reclamar la atención de las instancias de Madrid, que andan a partir un piñón con cuanto totalitario anda por el mundo. Aquí lo que está mal visto ahora es ser del PP, pero no ser racista.

Hoy mismo recuerda García de Cortázar la extraña manera que tienen los nacionalismos de concebir la dichosa “España plural”. Para ellos, el nuestro no es un país heterogéneo, sino un conjunto de homogeneidades yuxtapuestas. Así, España en su conjunto es plural, pero Cataluña no. Cataluña es tan monolítica que, de hecho, la guerra civil española allí no fue tal, sino que fueron todos los demás los que agredieron a los catalanes que, como una piña, eran adscribibles a un solo bando, todos.

Otro tanto ocurre con Euskadi. Sólo hay que ver los resultados de las elecciones para caer en la cuenta de que el País Vasco es tal prodigio de homogeneidad que es del todo lícito hablar por él con una sola voz.

Y es que no hay más que verlo. Es tal la insignificancia del castellano en Cataluña, por ejemplo, su anormalidad, que no hay más remedio que considerar a los que lo emplean como auténticos resistentes, elementos discordes que, por su reducido número, deberían modificar sus posiciones para que fueran concordes con la dinámica mayoritaria. Es posible, incluso, que buena parte de los ejemplares que vende La Vanguardia los adquieran agentes del CNI.

Pues mira tú por donde, los votantes parece que van cayendo en la cuenta. Aquí todo el mundo habla de estatutos y más estatutos pero, ¿y el paro?, ¿y las infraestructuras?, ¿y la educación?, ¿y la sanidad?, se pregunta, mosqueado, el votante. Le contestarán, claro, que el estatuto es para eso, para que haya menos paro, más infraestructuras, mejor educación y mejor sanidad. Pero igual al votante le sigue dando por hacerse preguntas, y se pregunta si es que el estatuto actual no daba más de sí o, incluso, qué tiene que ver que Cataluña sea o no una nación para todo lo anterior.

Porque algún día, también, el votante puede caer en la cuenta de que cuando los que queman contenedores están en la cárcel, los contenedores no arden solos. Cuando algunos están en el trullo o no tienen dinero, “el conflicto” se calma como por ensalmo. O de que no recuerda que hubiera tal nivel de tensión antes de que el Carod Rovira de turno empezara a repetir cien veces al día que la hay.

Un buen día, el votante puede darse cuenta de que le han servido un menú que él no ha pedido.

Algún día, en fin, es posible que la gente decida terminar con las posibilidades que tienen muchos para vivir del cuento.

viernes, mayo 27, 2005

ALEMANIA, EUROPA

Es cierto que Gerhard Schröder lidera el que, probablemente, era el gobierno más esperpéntico de Europa, con permiso del Cavaliere y, como es natural, hasta la llegada de nuestro Esdrújulo, actual líder indiscutible de la categoría. Es cierto que el Bundeskanzler es maestro en el arte del que ZP es discípulo aventajado: la producción continuada de naderías, conceptos vacíos y discursos biensonantes enteramente privados de contenido. Es cierto, en fin, que determinados elementos del SPD merecerían estar en un museo.

Pero no es menos cierto que Alemania padece problemas estructurales graves, unos endémicos, otros compartidos con el común de los europeos. Y la única alternativa creíble –sin descartar, claro, que el Canciller vuelva a ganar (¿se prevén lluvias torrenciales para este otoño?) a un candidato más solvente que él (Merkel lo es, pero también lo era Stoiber)- tampoco parece aportar verdaderas soluciones. Alguien apuntaba no hace mucho que no puede decirse que la CDU esté por la labor de acometer la tarea que Alemania necesita. Tan solo los liberales –por supuesto, incapaces de formar gobierno por sí mismos- se atreven a mentar la bicha de las auténticas reformas.

Hay quien insiste en ver en la situación alemana un problema coyuntural, de largo alcance, pero coyuntural en suma. Estaríamos, conforme a esta tesis –y empleo el plural porque lo que ocurre en Berlín repercute indudablemente en todo el continente- pagando los costes de una reunificación mal ejecutada y peor digerida. Convengo en que la reunificación pudo hacerse mejor. No convengo, no obstante, en que hubiera sido mejor no hacerla. Creo que terminar con el monstruo comunista, del que la RDA era punta de lanza justificaría, en última instancia, incluso sacrificios duraderos en el bienestar de todos. Lo siento, no comparto esa idea, tan cara a algunos, tan amigos del “equilibrio de poder” por la que el “equilibrio” lo pagan otros con sus libertades, no puedo aceptar ningún “equilibrio” que no se derive de la sana competencia entablada con igualdad de armas.

Pero me desvío del asunto. Decía que convengo en que la reunificación puede ser un problema, de acuerdo. Pero el verdadero problema alemán, el verdadero problema europeo es, hoy por hoy, la constitucionalización de ese modelo socialdemócrata-socialcristiano –lo que se quiera pero, en todo caso, contaminado por ese “social”, el gran anulador de significados, el disolvente lingüístico e ideológico más potente jamás inventado-. Por constitucionalización entiendo exclusión del debate político o incorporación al marco de las reglas básicas, como se prefiera.

En su día, tuve ocasión de hablar de este asunto a propósito del estado mínimo y la constitución española. Decía, entonces, que nuestra norma fundamental había incorporado en su esquema –elevado por encima del debate, por tanto- un determinado modelo socioeconómico. Mutatis mutandi, lo mismo ocurre a escala general europea y, desde luego, en Alemania, yéndose mucho más lejos, en este y otros países, en el terreno de las realizaciones prácticas –hay quien opina que esto es una deficiencia española, yo pienso que eso significa que España es un país que, afortunadamente, conserva aún mayor capacidad de maniobra.

Los ciudadanos alemanes y europeos tienen, en consecuencia, razones profundas para el escepticismo. El escepticismo que, a través de múltiples canales, termina alimentando el “no” francés. Escepticismo basado en la muy fundada sospecha de que, elijan los políticos que elijan, terminarán por no ocuparse nunca de sus problemas reales.

Ante esto, los políticos europeos reaccionan con soberbia o, como comentaba ayer mismo Glucksmann, incluso con una fuerte dosis de narcisismo. No solo no admiten posibles fallos del modelo, sino que se reafirman en sus principios e incluso se felicitan por “lo diferente” que es Europa.

Nadie parece querer entender, nadie parece querer interpretar nada. Acontecimientos tan chocantes como el ascenso de la ultraderecha en Austria, la recurrente indiferencia en los comicios europeos o las últimas elecciones presidenciales francesas no suponen ninguna consecuencia. Nadie entiende que los ciudadanos pueden estar hartos de esta especie de sopa de consensos transversales que es la política europea, que hace poco menos que imposible tomar las medidas que el continente necesita.

Porque Alemania, Europa, necesitan menos estado y más mercado. Necesitan más libertad. Necesitan menos política –en el sentido menor- y más políticos. Gente que resuelva los problemas de la gente y que no se los cree –justamente al revés que Maragall, vamos-. Necesitan libertad, recuperación de las iniciativas, remoción de obstáculos.

No es fácil, desde luego, solucionar el principal problema europeo. Porque ese problema es la atonía. Una situación en la que nada funciona mal del todo y nada funciona como debiera. Una certeza, compartida por muchos, de que no vamos por buen camino pero, al tiempo, nos es imposible virar. Los políticos, entretanto, no paran de jugar a aprendiz de brujo. No contentos con haber introducido una moneda única que, a estas alturas, quizá mereciera una revisión crítica –Recarte lo apunta en Libertad Digital, ojo, hablo de revisión crítica, simplemente, hablo de poder preguntarse cosas, de que no haya tabúes-, siguen empeñados en hacer descarrilar el tren de la Unión Europea a fuerza de acelerarlo. Es harto probable que la dichosa constitución termine en el cubo de la basura porque media docena de imbéciles han querido darse un baño de multitudes en el que pueden acabar ahogados.

Y es que nuestra clase política es una parte importante del problema. El ciudadano medio europeo quizá no sabe muchas cosas, pero sí que intuye que está en apuros cuando para apagar el fuego sólo tiene el número de teléfono de una colección de pirómanos.

jueves, mayo 26, 2005

EL PAÍS DE MODA

Una de las cosas que peor llevo es que China sea el país de moda. No precisamente porque esté inundando el mundo con sus camisetas y, en general, con esos productos de consumo que son capaces de fabricar más barato que nadie, no. Lo llevo muy mal porque China es el indiscutible campeón del mundo de dictaduras en categoría absoluta. Las hay más esperpénticas, como la satrapía castrista, más horripilantes, como el engendro norcoreano o, en fin, impresentables como la teocracia saudí. Pero nadie está en condiciones de amargar la vida a mil doscientos millones de personas. Eso es imbatible.

Nadie puede romper ese récord de ejecuciones sin garantías procesales. En términos relativos, quizá, Pol Pot se llevó la palma casi exterminando a la población camboyana. Pero es que Camboya es un país pequeño. Ahora bien, si se combina una ideología criminógena, como es el comunismo, con una cantidad inigualable de material humano, el resultado son holocaustos de proporciones irrepetibles como el Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural o, en fin, el día a día de China. El genocidio en un solo país.

Pero, por lo visto, ya no hace falta denunciar todo esto. Las empresas invierten –donde les dicen, eso sí, y ojito con preguntar por lo que no se debe-, los estudiosos estudian -¿quién demonios valida, por cierto, esas cifras de crecimiento, inflación, producto...? ¿con qué metodología están elaboradas?, ¿son fiables las estadísticas o sabemos tanto de China como sabíamos de la Europa del Este anterior al 89?, ¿por qué nadie se pregunta esto?- y se organizan cursos y seminarios por doquier, donde todo el mundo asiste boquiabierto a los logros chinos, que merecen, ni más ni menos, que el premio de unos Juegos Olímpicos (serán muy seguros, eso sí, porque exterminarán a los rateros de Pekín, me temo).

Todos los que se llenan la boca denunciando cuánta gente vive en Estados Unidos por debajo del umbral de la pobreza (del umbral de la pobreza estadounidense, claro) soslayan cuántos pobres hay en China. ¿Cuál es la renta per cápita de su inmenso campesinado?, ¿por qué sólo vemos fotos de ciudades? ¿es que China es sólo Pekín y Shanghai?

Hoy mismo, Amnistía Internacional, una ONG seria –no financiada con fondos públicos, creo-, dice que el mayor problema para los derechos humanos que hay es... Guantánamo. Que los países donde hay que mejorar son Estados Unidos y el Reino Unido. Vamos a ver, convengo en que Guantánamo es un problema. Un problema que, en EEUU, se puede esperar que resuelvan los tribunales. ¿Ante qué tribunal pueden apelar todos los que en China ven violados sus derechos día tras día? ¿Esto le importa a Amnistía, le importa a alguien?

Tiene guasa que lo único que se critica habitualmente de China es que se está abandonando al “capitalismo salvaje”. Incluso se ha llegado a decir que China se ha vuelto “ultraliberal”. Sin duda. Un paraíso del liberalismo, oiga.

Lo honrado sería decir: “es un país tan poderoso que, sencillamente, nos callamos” Pero las loas sobran. Comprendo que a nadie se le ocurra bloquear a China como se bloqueó a Sudáfrica, a pesar de que tan graves son las violaciones de los derechos en un lugar como en otro (bueno, en realidad, en Sudáfrica carecían de derechos los negros, en China carece de derechos todo el mundo y es que ya se sabe, el comunismo si algo es, es igualitario). Pero, ¿dónde están los que siempre sueñan?, ¿dónde están los enemigos de toda realpolitik, los utopistas, los progres?

Tengo para mí que si esto no se denuncia es, precisamente, porque China es una dictadura de izquierda. Alabar el progreso económico de Chile bajo la dictadura de Pinochet era un tabú, pero hacer lo mismo con las dictaduras comunistas está bien.

China no hace nada políticamente incorrecto. Sólo es comunista. Eso es sinónimo de que es una dictadura, y una dictadura atroz. Pero eso es algo que no se acaba de entender por algunos a los que les hacen los ojos chiribitas cada vez que oyen eso de “un país, dos sistemas”, cada vez que oyen y creen que se puede producir progreso sin libertades.

No es verdad, China no progresa. Progresan algunos chinos, claro, como en todas las dictaduras comunistas –incluso la cubana, salvo que en Cuba el número de los que progresan es despreciable, de puro reducido- y en todas las dictaduras en general. Ningún régimen es malo para todo el mundo. Esa es la clave de su sostenimiento.

Lo que China está produciendo es una caricatura de régimen capitalista que resulta verdaderamente obscena, por estar fundamentada en el padecimiento de tantos seres humanos. El capitalismo sin libertades es un sarcasmo.

Comprendo que nos preocupe Guantánamo pero, ¿sería posible un poquito más de decencia? Basta con no aplaudir.

miércoles, mayo 25, 2005

Y MÁS SOBRE EL FEDERALISMO

Tal como apuntaba anteayer, bastó que Montilla declarara lo que declaró sobre el estado federal para que Simancas le saliera al paso, recordando que España es, hoy por hoy, la única nación constitucionalizada. Desde Castilla-La Mancha llegan, sin embargo, voces menos críticas. En fin, una ceremonia de la confusión.

No se trata, por supuesto, de que todo el mundo tenga que opinar igual por el mero hecho de militar en el Partido Socialista o en cualquier otro, pero sí sería muy de agradecer el poder distinguir la línea oficial –si es que existe- de las opiniones personales y, sobre todo, que el debate se llevara con un mínimo de transparencia.

Porque es ésta, no nos engañemos, la gran cuestión de la legislatura. Quizá es la gran cuestión abierta de la democracia española: aquello en lo que nuestro sistema ha funcionado peor. Hemos progresado mucho en muchos aspectos, pero hemos cometido tremendos errores, el más grave de los cuales no haber hecho una pedagogía suficiente, el no haber contribuido a madurar una sociedad civil capaz de defenderse del embate nacionalista. Y, claro, eso lo saben todos los que tienen que saberlo y los que son conscientes de la extrema debilidad –en todos los sentidos de la palabra- del Gobierno del 14M. Insisto, éste es el tema. Ni siquiera el asunto del fin del terrorismo puede desligarse de él, porque son cuestiones indisociables (y si no, ahí está la invitación: “si dejáis las armas, hablaremos del País Vasco con vuestros adláteres”; esta es la oferta, no otra). El “modelo Aznar” incluía, como ingrediente necesario para la derrota del terrorismo, un refuerzo significativo del estado democrático. La certeza de que nunca, por ningún medio violento, se llegaría a forzar la estructura de nuestro país.

Decía, pues, que el debate sobre la federalización está sobre la mesa, por imperativo de Cebrián, Maragall y compañía. Quienes son maestros en el arte de hacer de la necesidad virtud aducen que, al fin y al cabo, a este estado le viene bien un cierre, que no se puede andar con la inestabilidad congénita del Título VIII. Así pues, abra quien abra el debate, bienvenido sea. Y dicho así, siente uno la tentación de decir, ¿por qué no?

En primer lugar, hay una cuestión de oportunidad. Y no cabe la menor duda de que el sistema no ha madurado tiempo suficiente para proceder a su reforma, por una parte, y de que, de nuevo, el terrorismo es un factor que se debe tener en cuenta. Si hay discusión, ETA quiere participar, eso seguro. En general, y por otra parte, uno no debe acercarse a reformas de este calado con aire de experimentador, a ver qué sale. Es muy necesario disponer de un plan de acción del que hoy nadie dispone, que se sepa (al menos, hasta que el presidente salga a cenar de nuevo con sus amigos, lo que no creo que suceda con toda la frecuencia que él quisiera, por sus obligaciones).

Por otra parte, y siendo muy cierto que necesitamos, de una vez por todas, cerrar el modelo el 78.¿Quién ha dicho que ese cierre y la federalización de España hayan de ir indisolublemente unidas? La cuestión del reparto competencial –o sea, qué hace cada uno de los niveles- quedó abierta en el Título VIII, existiendo, además, mecanismos de transferencia de competencias que son una invitación permanente a la presión por parte de las comunidades autónomas. Si unimos a esto un sistema de financiación que se renegocia día sí, día también, tenemos los ingredientes para este sinvivir que nos acompaña desde hace años, esta vorágine de cambio permanente. Nadie discute, pues, que es conveniente dejar, de una vez por todas, las cosas claras.

Pero esta cuestión –técnica, en definitiva- no lleva de suyo una redefinición del estado en términos radicales. Insisto en que hay que recordar que el Estado Español es ya, probablemente, algo más que federal en el terreno práctico, pero no lo es, ni mucho menos, en el terreno conceptual, que aquí importa, y mucho. El estado es complejo, no compuesto, como decía, una vez más, no hace mucho Jiménez de Parga.

Por último, a mí me parece enormemente ingenuo pensar que “esta vez sí” o que los nacionalistas no van ya a tener excusa. El nacionalismo no ha hecho ningún mérito especial para que se le conceda esa oportunidad –en todo hay grados, eso es cierto-. No ha habido, hasta la fecha, ni un ápice de lealtad. El rango de actitudes se ha extendido de la desobediencia y el fraude al acatamiento más o menos complaciente, pero eludiendo siempre el compromiso. No hay ninguna prueba de que ahora fuese a ser distinto. Lo siento, será que el gato escaldado del agua fría huye, pero la contumacia en el error no parece un camino aconsejable.

En otro orden de cosas, mi amigo Pepe, representante involuntario de la izquierda entre los comentaristas a este blog y, por tanto, fuente inagotable de inspiración (gracias por ambas cosas) me llama la atención sobre lo sorprendente que es que en España, prácticamente, no haya abogados del centralismo (mal llamados, en efecto, jacobinos) y los que hay, a su juicio, son más bien españolistas rancios, es decir contranacionalistas o nacionalistas a secas.

A mí, de entrada, lo del contranacionalismo me parece una cosa muy sana, sobre todo en algún caso. Como el nacionalismo realmente existente no es el español, precisamente, es fácil que en España un antinacionalista termine siendo confundido con un españolista furibundo, así que tampoco hay que asustarse en exceso.

Por otra parte, es cierto que la presión mediática y de la corrección política ha convertido en un pecado mortal el que se dude de que vivimos en el mejor de los mundos, políticamente hablando. Se expone al anatema cualquiera que piense que lo de “profundizar en el estado autonómico” es un error, y no digamos ya quien, en coyuntura constituyente, quisiera proponer –lo cual es muy legítimo-, un recorte en lo que hay. Corren por ahí afirmaciones sin excesivo fundamento –cuando no abiertamente falsas- como esa de que “mejor cuanto más autogobierno” (dicho como regla máxima de aplicación permanente) o “el estado autonómico ha sido un éxito”. Creo que, sobre todo desde un punto de vista liberal, es muy legítimo dudar de ambas cosas y de muchas más.

Naturalmente, no es de recibo decir que el sistema ha sido un fracaso sin paliativos, porque todo admite matices, pero el estado autonómico es caro, ha sido manifiestamente ineficaz a la hora de solucionar los problemas para los que se creó y ha creado unas elites políticas intermedias igualmente prepotentes que las nacionales, pero menos transparentes, más corruptas y con menos nivel de alternancia. ¿Por qué hemos de creer, pues, que las cosas mejorarían dando más poder, todavía, a esas elites?

Me resulta muy paradójico, por otra parte, que quienes desdeñan la tradición como fuente de legitimación sean, sin embargo, tan adoradores de la “España plural”, hecho social e histórico que justificaría, por sí mismo, la existencia de un estado complejo. Son, en esencia, los mismos argumentos que se opusieron, en su día a los codificadores civiles, impidiendo que el Código hiciera tabla rasa de los derechos forales (casi todos ellos perpetuadores de estructuras de dominación, arcaicas y poco potenciadoras de la libertad personal y de mercado).

En fin, que el liberalismo sigue donde estaba, lo que ha cambiado, sorprendentemente, es la tropa que sitia Bilbao.

martes, mayo 24, 2005

EL AFFAIRE SAVATER

La verdad es que no quería hablar del asunto, porque hay hoy mucha tela que cortar en otras cuestiones, pero no parece fácil ignorar el affaire Savater, o la cena del filósofo con el Esdrújulo.

De acuerdo con lo que se publicaba en prensa, Savater manifestó que ZP le había dicho que su giro copernicano en la lucha antiterrorista obedecería a que ETA venía dando, desde hace algún tiempo, señales de estar buscando una salida. Enseguida llegaron los desmentidos y los mea culpas por parte del propio Savater. En resumidas cuentas, de lo dicho nada, y si hay algún dato, pues será algo vaporoso y, desde luego, nada parecido a una carta de Josu Ternera o cosa por el estilo.

Las palabras de Savater han causado una justa indignación en el Partido Popular. Digo justa porque, mereciéndome el Sr. Savater todo el respeto del mundo –respeto que se ha ganado en primera línea, y esto conviene no olvidarlo- lo lógico no es que el presidente del Gobierno le cuente lo que sabe a él (y si se lo cuenta, es deber del filósofo suplir la irresponsabilidad del político y callarse), sino al presidente del principal partido de la oposición. Ítem más, el foro adecuado para manifestarse a ese respecto hubiera sido la sede parlamentaria, en general y tanto más para un campeón del diálogo y la transparencia.

Porque, en efecto, de ser ciertas las manifestaciones de Savater, ZP habría mentido al Congreso, ante el que dijo que comparecería en cuanto hubiera algo que permitiera llenar de contenido la comparecencia. Si lo que dijo Savater es como el lo cuenta, ya habría material para una comparecencia más que sustanciosa.

Me inclino, más bien, porque ZP no dijo lo que Savater dijo que dijo, pero, a buen seguro, comentó algo. Y, si es así, el ejercicio de vedettismo entre amiguetes se describe por sí mismo. Por otra parte, me parece del género bobo no pensar que el mandamás de la Nación tenga algo más de información que el resto de los mortales. Aunque tratándose del Esdrújulo nada es descartable, creo que es cabal suponer que habrá asumido esta línea de conducta sobre la base de algún indicio, motivo o lo que sea.

Pero es que, desde mi punto de vista, el que ZP tenga indicios –que, ya digo, los debería tener y supongo que los tiene- no cambia las cosas. Yerra Savater, a mi juicio, cuando dice que la manifestación de la AVT carece de sentido. Como yerran los que se enzarzan en si ZP miente o dice la verdad, si es transparente o no lo es. Ese es un debate importante, sin duda, pero no el más sustancial, a mi juicio.

La negociación con ETA es un error en las condiciones actuales. Desde luego, es un error si la busca el Gobierno, pero lo es incluso aunque la busque la propia ETA. No es verdad que sólo quieran hablar de presos. Quien diga que la paz no tiene precio político miente, o bien no quiere ver la realidad. La paz ya ha tenido precio y ZP ha pagado un anticipo. Ese anticipo es la presencia del PCTV en las instituciones (añado yo: prólogo necesario del retorno de Batasuna al poder municipal en 2007, que barrunto que se producirá).

La imbricación entre el PCTV y ETA es tan clara que el propio ZP condiciona a la desaparición de la banda la admisión del partido a las conversaciones sobre un nuevo marco político. Es decir, el propio ZP admite que el PCTV está ahí como interlocutor no ya potencial, sino actual –por lo menos de Patxi López-, representando a “ese mundo”.

Decir, por tanto, que la paz no va a tener precio político es un ejercicio de cinismo –por cierto, violadores y asesinos del mundo: rendíos-, porque que ello implica supondría disociar, de nuevo, a ETA del resto de su mundo. Para pretender que no hay precio político hay que pretender asimismo que hay compartimentos estancos y que, por tanto, las concesiones que se hacen al “mundo abertzale” son independientes de la mesa de negociación.

Estamos, pues, ante una impostura monumental, y ese es, como decía no hace mucho, el principal problema con este asunto. La estrategia de ZP, en el mejor de los casos, no es ya que implique la demolición del Pacto por las Libertades y contra el terrorismo (insisto en llamar de nuevo la atención sobre el orden de factores – las mayúsculas las he puesto para subrayar elementos), es que implica establecer un muro de separación, absolutamente indecente y que, además, nos retrotrae a épocas muy antiguas en la comprensión del fenómeno terrorista, entre la ETA que actúa bajo esas siglas y la ETA que actúa bajo otras, dando carta de naturaleza a la segunda.

He ahí, a mi juicio, el error. Hay gente bienintencionada que pensará que, muerto el terrorismo, no hay ya razón legítima para impedir que el mundo abertzale se reconstituya y organice en el “nuevo marco”. Una Batasuna sin ETA vendría a ser, piensan algunos, como una especie de ERC. Error, craso error –al menos mientras se haga depender tal transformación de la sola desaparición de ETA-. Los muchachos de la camisa parda de diseño serán muchas cosas, pero considerarles una banda de batasunos sin pistola es colgarles un baldón de infamia que no merecen. Batasuna y sus derivaciones son una estructura íntegramente criminal y de coacción, cuyas faltas no se limpian por una simple condena de la violencia de otros. Como si ellos no practicaran la propia.

El gran riesgo del diálogo con la banda no estriba en que este fracase, que por supuesto sino, más bien, en que su éxito conlleve, de hecho, el abandono de la pretensión de lograr en el País Vasco un estado de derecho homologable al resto de Europa Occidental, con libertades para todos.

lunes, mayo 23, 2005

MÁS SOBRE EL FEDERALISMO

Hoy es el ministro Montilla el que emplea la dichosa palabreja. “Federal”. Afirma que el modelo socialista es federal. No lo afirma de manera rotunda, claro, emplea sustitutivos cercanos marca de la casa (confusión de confusiones) como “federalizante” o cosa por el estilo. Esa ambigüedad, llegado el caso, permitiría darse la vuelta, negarlo, decir lo que convenga, en definitiva. En la Tercera de ABC, supongo que es coincidencia, Jiménez de Parga vuelve a recordar lo que dice la Constitución, todavía: que nuestro estado es complejo, no compuesto.

Lo siento por Jiménez de Parga y por unos cuantos más. En efecto, ese es el modelo. Porque ese es el modelo que quiere el nacionalismo (otra estación intermedia, claro) y, sobre todo, ya lo ha decretado Cebrián desde El País, como decretó la muerte de la alternativa constitucionalista en el País Vasco y otras tantas cosas.

No me cabe duda de que las palabras de Montilla serán contradichas una y mil veces por las “voces discordantes”, en esa especie de nadar y guardar la ropa que caracteriza al socialismo gobernante. Cualquier concepto, cualquier idea, es presentada en forma de globo-sonda. Se consigue así, a un tiempo, que estén contentos el votante catalán y el castellano-manchego. Pero, esta vez, no es un globo sonda. De hecho, sólo introduciendo este concepto federal- (¿”-ista”?, ¿”-ante”?, “-al” en cualquier caso) cabe hallar cierta lógica en los planteamientos territoriales del zapaterismo. No mucha, pero alguno (recordatorio: pedirle a Cebrián que sea más explícito).

Nada hay que objetar, por supuesto, a que el partido en el Gobierno o cualquiera tenga un modelo de estado de corte federal, o federal a secas. Ellos sabrán. El problema estriba, una vez más, en la forma de presentarlo. En la manera goebbelsiana de ir colando la idea en el debate, de rondón y sin que se note. Negándolo todo. ¿Dónde está la gracia de que los demás, cual cónyuge mosqueado, vayamos encontrando indicios de la infidelidad, mientras el otro nos dice que vemos visiones? ¿habrá un momento en que se descubra el pastel? ¿A qué viene insistir en que no hay debate constituyente, en que los cambios constitucionales se van a limitar a lo del niño de Leti y poco más?

Viene, claro, a que hay mucha, mucha gente que no está dispuesta a tragarse eso tal cual viene. Mucha gente que está más que harta y que, si se le preguntara si cree necesario dar un paso más hacia ninguna parte –porque mucha gente está convencida de que, al final del camino, en todo caso nos espera el mismo nacionalista permanentemente insatisfecho que, como mucho dentro de otros 25 años, dirá que o ponemos escuelas de sardana hasta en Córdoba o rompe la baraja- dirá, cabalmente, que no. Que ya se ha puesto bastante dinero y bastantes ilusiones.

Por eso, el socialnacionalismo (el cuerpo me pide cambiar el orden de los términos, pero lo que sale me parece en exceso cruel) tiene que hacer otra exhibición en ese arte en el que son maestros consumados: el de llevar a la gente donde no quiere ir. Y se les da un rato bien. Paco Vázquez, Pepe Bono y Manolo Chaves, por no hablar de nuestro lenguaraz amigo el presidente de Extremadura (se te va toda la fuerza por la boca, Juan Carlos...) se encargarán de conducir a la grey, mansamente, a la que vota a los buenos, a los decentes, a la gente que no es derechas, en definitiva, donde quiere Cebrián –que ese sí que es de derechas, casi tanto como su patrón-.

En cuanto a Jiménez de Parga y otra gente, pues sólo cabe aconsejarles que vuelvan a sus libros. Es una pena. Son sabios, saben muchas cosas, pero aún no han conseguido darse cuenta de cómo funciona este país.

Jiménez de Parga y otros constitucionalistas resultan un tanto patéticos (en mi modestia, me incluyo en lo del patetismo –no como constitucionalista, claro, pero sí como vocero de algunos de ellos-). A las artes de Cebrián, a las “ansias infinitas” de lo que sea, oponen la exégesis del texto constitucional, Kelsen y compañía, la ciencia política y la historia. Oponen la razón, en definitiva. Con el debido respeto, van ustedes de culo, profesores.

Se lamenta hoy Jiménez de que España no tenga un himno cantable. Por ahí empieza a entender el profesor. Algunos ya lo intuyeron. La gente de Basta Ya, por ejemplo, se dio cuenta hace rato de que es muy fastidiado, frente a la torrentera de demagogia nacionalista oponer razón, reflexión y libertades, Constitución, en definitiva.

Daremos la batalla que podamos pero, personalmente, me doy por j... No hay igualdad de armas, ni mucho menos.

domingo, mayo 22, 2005

A PROPÓSITO DEL CENTRO

Hoy es domingo, y los domingos ya se sabe que da uno rienda suelta a las ideas. Ayer mismo, hablaba con un amigo sobre la idea del centro político. Y es algo sobre lo que tengo dicho que volvería, en algún momento. Aprovechemos el domingo.

Le decía a mi amigo que el centro es una práctica, no una idea. La acción política es de centro. Los principios políticos, no. Me explicaré.

Es absolutamente cierto que el político práctico en su acción de gobierno, ha de ser moderado (si se quiere, ha de orientarse al centro, entendido como zona intermedia del espacio electoral). Así debe ser, al menos en una democracia. Y ello por dos razones:

La primera es que el elector casi nunca, por no decir nunca, suscribe un programa electoral al cien por cien, ni comulga con las ideas de un determinado partido de forma total. La oferta en unas elecciones está restringida a una serie de modelos de “talla única” entre las que no hay más cáscaras que escoger. Los liberales somos, en este sentido, un buen ejemplo: no hay partido en el espectro electoral que nos represente, así que nos vemos, por necesidad, forzados a asumir idearios más o menos próximos, sea escorados a la derecha, sea escorados a la izquierda. En consecuencia, el partido ganador debe tener siempre en cuenta que el respaldo con el que cuenta es un respaldo matizado.

En segundo lugar, en el terreno de los principios, aun en el supuesto de que la mayoría fuese absolutamente monolítica, en la rara eventualidad de que no hubiera ningún tipo de matiz en el cuerpo electoral que apoya al gobierno, seguiría quedando el nivel de respeto imprescindible por quienes no lo apoyan. El freno necesario del respeto a la minoría, tanto mayor cuanto más grande sea esa minoría, lógicamente.

Es insensato, por tanto, pretender que algún partido político obtiene en las urnas mandato para desarrollar su programa máximo. El político en acción de gobierno, el político práctico, deberá, por necesidad, modular sus actuaciones, en función de múltiples circunstancias. Así es la política, como arte práctica.

La no observancia de estas reglas anteriores es, por ejemplo, lo que permite calificar, a todas luces, al gobierno ZP como un mal gobierno. Mal gobierno porque opera, sobre la base de una muy precaria base electoral, traducida en el Parlamento en coaliciones imposibles, como si disfrutara, en primer lugar, de la más holgada de las mayorías y, además, como si esa mayoría apenas tuviera en sí disenso alguno. Además, falta al respeto e ignora de forma manifiesta a una minoría que, por las circunstancias de la coyuntura política española es muy, muy significativa.

Pero saber que la práctica habrá de ser moderada no es una idea útil en absoluto para construir un discurso político dotado de cierta sustancia. Se “está” en el centro, pero no se “es” de centro. Los partidos políticos cumplen muchas funciones en el estado contemporáneo. Ciertamente, una de ellas es operar el mercado electoral y servir de base para el funcionamiento de las instituciones. Pero otra, no menos importante, es la producción de discurso –por más que en España esta sea una función muy preterida-, de ideas-fuerza, de soporte ideológico orientador de una acción de Gobierno.

Hasta los partidos-ómnibus como el PP o el PSOE, destinados a agrupar espectro enormemente diversos de votantes, necesitan un núcleo mínimo de ideas básicas. Y esas ideas han de ser distinguibles, han de servir para inspirar, siquiera vagamente, después de muchos matices, una línea de actuación.

Pues bien, la “moderación”, el “justo medio” o “el centro” no son, en sí mismas, ideas políticas, sino pautas en la aplicación. Más aún, empleadas como base del discurso, pueden legitimar la contradicción permanente, contradicción que es incluso admisible –sin llegar a extremos zapateriles, claro- en el día a día, pero intolerable en el terreno teórico. Quizá un ejemplo me ayude a explicarme: un partido político que aspire a gobernar España ha de tener, entre otras muchas ideas, un modelo de estado claro (y, en tanto claro, explicable y, por supuesto, criticable) –lo que luego pueda implantar de él en la práctica dependerá de muchos factores-, pero no puede plantear como modelo algo entre dos aguas, o la ausencia de modelo.

Es inevitable que, en cuanto las ideas se hagan expresas, queden automáticamente adscritas a un determinado campo: izquierda o derecha. No es que esas etiquetas tengan siempre el mismo valor, pero sirven para orientarse y no hay por qué tenerles miedo.

Y esto me lleva a otra idea: la querencia española por “el centro” tiene, como todo el mundo puede imaginarse, raíces históricas claras. “Centro” es un vocablo vergonzante para denotar “derecha” en nuestro país donde, paradójicamente, apenas se usan términos como “demócrata cristiano”, “conservador” o “liberal” –con sus combinaciones-. El horror a la derecha hace que se pierdan incluso los múltiples matices que podrían adornar al término.

Entiendo que hay también un cierto componente casual. Que los que apoyaban en su día a Suárez –no se me ocurre definición más comprensiva- vinieran a llamarse “centro” introdujo la palabreja en el discurso, y aquí se quedó. Aquello tenía mucho de coyuntural, como luego se vio después, pero en la Transición hubo mucha gente que pensó que UCD era uno de los partidos destinados a articular el sistema político español y eso, aparte de tener importantísimas consecuencias en los campos más variados (diseño del sistema electoral, por ejemplo, o configuración de la posición constitucional del Presidente del Gobierno), debió llevar a algunos a creer que su discurso político tenía algo de sustantivo.

Que la palabreja siga dando tanto juego a estas alturas es más que significativo. Bueno, lo dicho, feliz domingo.

sábado, mayo 21, 2005

ENDEMISMOS IBÉRICOS

El imbécil, el tarado, el frustrado peligroso, el impotente mental... no son endemismos ibéricos, como el lince o determinadas plantas mediterráneas, créanme. Existen en otras muchas latitudes. Lo que sí parece ser endémico de estos pagos es que semejante patulea tenga una influencia en la vida del común infinitamente superior de la que podría esperarse de su número, llegando al extremo de marcar la agenda.

Josep M. Fàbregas se hacía eco el otro día en su bitácora de una iniciativa de no sé qué secretaría de no sé qué instituto catalán que aconsejaba no emplear plurales inclusivos, cambiando, pues, “niños” por “infancia” o “presos” por “población reclusa”. Entiendo que la finalidad del consejo (un tocho de documento) era mejorar el estilo y no tener que recurrir permanentemente al cansino “niños y niñas” o “presos y presas”. La iniciativa da mucha más credibilidad a un rumor que decía que el Gobierno –el de España, no el de Cataluña- tenía previsto establecer una especie de “policía administrativa” revisora de textos, cuya misión debía ser, por lo visto, la cruzada contra el susodicho plural inclusivo, que es el que usted y yo, fascistas redomados, usamos de forma inconsciente todos los días.

La anécdota, si bien se mira, no tiene gracia, en tanto la iniciativa no proviene de una oscura oenegé –subvencionada, probablemente, pero, al cabo, una excrecencia más- sino de un organismo gubernamental o paragubernamental dependiente de un ejecutivo que rige los destinos de siete millones de españoles y manda sobre la primera región del país. Por tanto, un ejecutivo que gestiona un trozo muy significativo de nuestra vida colectiva.

No es nada satisfactorio, no es gracioso, constatar que la primera de nuestras comunidades autónomas está en manos de una colección de elementos de frenopático. No tiene ninguna gracia.

El espectáculo ofrecido por el Sr. Carod en Israel ha sido infamante. Carod es un engendro, sí y, si me apuran, no es nadie. Pero es que el engendro iba acompañado por el dizque presidente de la Generalitat. Un alto, altísimo cargo del estado español. Su representante ordinario en Cataluña y presidente de su principal gobierno autónomo. Y ese señor se comporta peor que un turista inglés en Torremolinos.

No tiene ninguna gracia. La sociedad catalana debe reflexionar, y reflexionar profundamente. No ya por ella, sino por todos. ¿Hasta cuándo se va a consentir esta ofensa continuada a la inteligencia? ¿Cuál es el límite que los catalanes piensan poner a esto? Si pretenden seguir gobernados por semejantes seres, ¿serían tan amables de no permitirles salir fuera? Yo comprendo que es lamentable, para algunos catalanes, que les tomen por españoles pero, créanme, igualmente lamentable es para muchos españoles que se crean por ahí que somos todos como ciertos catalanes. Así pues, en tanto se solventa esta confusión y el resto del mundo aprende cuán enormes son las diferencias –un tanto ignoradas en Japón e Israel, por ejemplo-, les sugiero que no permitan viajar a sus altos cargos o, en su defecto, desplacen al lugar a algún probo funcionario que dé a los anfitriones la oportuna clase teórica previa.

El señor Carod le dice a todo el mundo que él no es español. ¿Sería posible, por favor, que lo explicara aún más? ¿Sería posible que, el día anterior a su llegada donde sea, se insertara un anuncio en la prensa diciendo que “el espectáculo que va a comenzar nada tiene que ver con España ni con los españoles”? Algunos lo agradeceríamos mucho.

En cuanto a los que, teóricamente, sí son de los nuestros, ¿qué decir? ¿Es posible que un embajador de España se aplique diligentemente a retirar los símbolos nacionales para no violentar a un tarado?

No, nada de lo que pasa tiene gracia. Es muy grave. Es nuestro problema más grave, con diferencia. El poder desbocado del que la imbecilidad disfruta en España no conoce precedentes. Y es que la que sí es muy endémica es la absoluta falta de dignidad y patriotismo que caracteriza a quienes debían encargarse de que los imbéciles estuvieran en su sitio.

viernes, mayo 20, 2005

UN DESCUBRIMIENTO

Supongo que muchos lectores de esta bitácora ya lo conocían, pero para mí ha sido un descubrimiento. El blog de Josep M. Fabregas "Nihil Obstat" (linkado desde ya). Me ha llenado de ilusión ver que, desde Cataluña y en catalán, se resiste contra lo políticamente correcto.

Lo recomiendo vivamente.

EL OBJETIVO ERA LA LIBERTAD

Míkel Buesa le ha dicho a Rajoy que no está solo. Creo que Rajoy ya lo sabía, pero siempre viene bien que se lo recuerden, sobre todo con la que está cayendo. Cada uno escoge sus compañías en la vida: Rajoy las suyas, y ZP las de ERC, IU y el PNV, entre otros. No hay un ápice de ironía en lo que digo. ZP ha escogido (y me consta que incluso gente que le da la razón en el fondo piensa que no debió nunca escoger, que el precio que ha pagado es ya demasiado alto).

Por si alguien no le conoce, o a alguien no le suena el apellido Buesa, el hermano de Míkel se llamaba Fernando. Y era secretario general de los socialistas alaveses, y había sido vicelehendakari del Gobierno Vasco. Escribo en pasado porque, en el año 2000, después de la “tregua”, ETA asesinó a Fernando. Eso tuvo mucho impacto en toda la gente bien nacida, pero creo que quien lo llevó, y lo lleva, especialmente mal es una tal Rosa Díez. Como una tal María San Gil está en política porque, un buen día, en un bar que se llama la Cepa (unos pintxos cojonudos, oye, lleno de cantidad de buena gente, de gente jatorra – póngase acento de Martín Berasategi) y que está en el Barrio Viejo de una ciudad que unos conocen por San Sebastián y otros por Donosti, asesinaron a un tal Gregorio Ordóñez. El tal Gregorio pudo haber sido alcalde de San Sebastián, pero a algunos de los que comen pintxos a dos carrillos no se le puso en los... y les apeteció recordarles a los donostiarras que ellos no eligen como alcalde a quien les da la gana así, porque sí. ¿Sigo? No, para qué.

Recordar todo esto es de mal gusto, creo. Por lo menos al tal López le joroba. Como recordar que Otegi ha dicho que el PSOE “ha asumido el espíritu de Anoeta”. Y, miren, todos tenemos defectos, pero es muy raro atesorarlos todos a la vez. Otegi no es la excepción, y ya es raro, porque es difícil ser peor tipo. Pero, mira tú por dónde, mentiroso no es.

Pero no se trata de ponernos sentimentales. Míkel Buesa es un hombre bastante sereno, y lo importante es lo que ha dicho. Ha dicho que la libertad trae paz, pero la paz no trae libertad.

Esto es muy cierto. A menudo se recuerda, no sin razón, que no hay lugar más pacífico que un cementerio. Pero, sin llegar a esos extremos, cabe recordar que la sociedad franquista era también muy pacífica. De hecho, Franco celebró con extremo regocijo los “veinticinco años de paz”. A condición, claro, de que uno no se meta en política. Es curioso que el único lugar de España donde se sigue haciendo referencia a lo de "no meterse en política" sea el País Vasco. No hace mucho, en un programa de televisión, sacaron una sociedad gastronómica donostiarra. Allí todo era paz y armonía, y proclamaban con orgullo que unos pensaban de un modo y otros de otro. Lo que pasa es que no hablaban de ello. Se concluye que Euskadi es un sitio estupendo para vivir, siempre que no la líes, claro. Sólo tienes que aceptar, de entrada “que unos piensan de un modo, y otros de otro”, es decir, que todos tienen “su parte de razón” y, claro, luego tienes que no provocar al que, además de “su parte de razón” tiene pistola.

Esto que acabo de describir es peor, mucho peor que las balas. Y esto es lo que, día tras día, el Foro de Ermua y voces como la de Maite Pagazaurtundúa, Savater, Rosa Díez, María San Gil... quieren que no se olvide. Que en Euskadi no hay libertad.

Gracias, entre otras cosas, a los de las “ansias infinitas de paz”, nos hemos terminado por acorchar, de forma que acabamos tomando el mínimo minimorum exigible –no matar- como una conquista. Y nos importa un pepino la tensión, nos importa un pepino que la gente “no pueda meterse en política”. En las últimas elecciones vascas, por ejemplo, María San Gil fue importunada cuando iba a depositar su voto por los interventores batasunos. En cualquier democracia normal, eso anula las elecciones, cuando menos en esa mesa. Pero esta no es una democracia normal, sino una democracia claudicante.

Lo que se temen algunos, con fundamento, es que, si el de las “ansias infinitas de paz” no quiere ni siquiera luchar contra la manifestación más tremenda de esa presión, que es el riesgo físico –prefiere transigir- ¿cómo pretender que mueva un dedo para detener esa presión sorda, constante, asfixiante, que padecen en el País Vasco los no nacionalistas? ¿Es decente que el estado donde vives dé por bueno que no te maten, como único derecho?

Los mejor intencionados quizá piensen que, si no hay miedo a la muerte, la libertad florecerá, y todo el mundo dirá lo que le dé la gana. Quienes así piensan desconocen todos los medios que puede emplear el totalitarismo. Hay más cosas. Hay acosos, hay exilios, exteriores e interiores. Hay paces como las de la sociedad franquista, no se olvide.

Antes de las elecciones del 17 de abril, alguien fue a hacer un reportaje sobre cómo se vive, ahora, en Andoain. Andoain tiene un alcalde socialista, porque una ley que pactó su partido con el PP impidió que Batasuna se presentara a las elecciones. Pues bien, se constata que ese pueblo, que se ha hecho famoso por la cantidad de sangre que se ha derramado en él, es hoy un sitio mucho más vivible. El ayuntamiento se comporta como una administración normal, que limpia aceras, pone farolas y planta árboles, no como un núcleo de resistencia y una plataforma de desobediencia civil.

¿Por qué tiene Batasuna ese interés en volver a los ayuntamientos? Pues por la elemental razón de que desde allí, desde donde todos se conocen, es desde donde mejor “se trabaja”.

Si algún día el País Vasco deja de ser noticia porque ya no hay terrorismo “de alta intensidad” –una vez que ZP haya obtenido el título de presidente vitalicio por su triunfo-, el nacionalismo tendrá carta blanca para hacer lo que quiera. Ése será el precio, precisamente. Se dará “el conflicto” por solucionado y todo esto de lo que estoy hablando se olvidará... hasta la próxima, claro. Quizá algún imbécil piense que estoy afirmando que “contra ETA vivíamos mejor” o cosa por el estilo. No. Lo único que quiero decir es que, por fin, parecía estar claro que luchar contra ETA era combatir todo ese mundo.

El objetivo no era, no podía ser, sólo derrotar a ETA. El objetivo era llevar la libertad a Euskadi y, por extensión, a España (el pacto era “por las libertades y contra el terrorismo”, y creo que el orden es muy expresivo). Lo uno, por supuesto, es una condición necesaria para lo otro. Necesaria pero no suficiente. A partir de ahora, el objetivo mediato, simplemente, ha desaparecido de la estrategia, y el inmediato se reduce a alcanzar “un final”, se supone que en términos no demasiado humillantes para la banda.

La indignación de las víctimas es ahora comprensible. Y no es por revanchismo, ni por ira –de sobra han demostrado una templanza fuera de lo común- sino por lo vano del sacrificio. El camino a la libertad no es la paz, a secas, sino la justicia. Y una “paz” en términos zapateriles –algo así como un ofrecer tablas cuando se juega con blancas y con mate a la vista en pocas jugadas: incomprensible- será una paz injusta. Es imposible construir nada sobre eso.

jueves, mayo 19, 2005

EL LIBERALISMO Y SUS CONTRADICCIONES

Alberto Recarte habla hoy, en Libertad Digital, sobre sus aparentes contradicciones como liberal. De hecho, termina preguntándose si él es liberal, liberal-conservador, neoconservador o conservador a secas. Se pregunta, por ejemplo, si tiene sentido que un liberal esté en contra del tipo único del impuesto sobre la renta, de las balanzas fiscales (de las subvenciones entre autonomías, por tanto), de la intervención americana en Irak y, en fin, de otras muchas cosas.

Desde luego, yo le diría al amigo Recarte que, para empezar, la contradicción es bastante inherente a la condición humana; que es muy saludable poner en cuestión, de forma continua, las propias convicciones y, desde luego, que el liberalismo –como yo lo entiendo, al menos- no es una fe. Ni siquiera es una ideología, en el más estricto sentido del término. Quien quiera explicaciones totales de la realidad hará bien en apuntarse a alguna Iglesia, a un partido nacionalista o a algún otro extremismo con respuestas para todo.

Más en general, las palabras de Recarte llaman mi atención sobre todas esas visiones simplistas, reduccionistas, economicistas de los liberales y el liberalismo. Según estas visiones, los liberales son unos señores muy raros, que van por el mundo diciendo que todo tiene que ser privado, que hay que “dejar hacer, dejar pasar” y que están en contra de casi todo lo que el común de los mortales acepta como normal y deseable. Si se da el paso adicional de tildar estas actitudes de inmorales, el camino está expedito para hacer de la palabra “liberal” un insulto –cosa en extremo paradójica, pero común, al menos en el país que inventó el vocablo, o sea este-, sobre todo acompañado del tiznante prefijo “neo” (lo del “neo” añade a los horrores de la ideología en sí, el matiz del muerto viviente, del monstruo ya superado que resurge de sus cenizas).

El liberalismo político va mucho más allá que el liberalismo económico, desde luego –y empleo ambos vocablos como valores entendidos-. Y si el liberalismo político tiene una idea-fuerza es la preservación de la libertad humana. Una libertad que, por otra parte, se realiza en el plano concreto y que nunca es un valor absoluto. El liberalismo, sobre todo el liberalismo inspirado en la práctica política inglesa, es en esencia posibilista y pragmático. En este sentido, hay que estar preparados para entender que la vida es elección. El mantenimiento a ultranza de ciertas convicciones puede conducir al paradójico resultado de un menor nivel del libertad, lo cual es contradictorio con las propias bases del liberalismo. Y esto puede no ser obvio.

¿Acaso un País Vasco independiente no podría constituir un paraíso fiscal que obligara a España a rebajar sus tipos tributarios? Pues no. No al precio de que muchos conciudadanos tengan que vivir en un régimen racista, podrido de nazis y, por tanto, sufriendo en su libertad mermas muy superiores a las que se derivan del régimen impositivo, por ejemplo.

El debate sobre las balanzas fiscales, por ejemplo, tiene el pequeño inconveniente de ser irracional y demagógico. Malo es, sin duda, tener unas regiones permanentemente subsidiadas por otras, pero mucho peor es tener un sistema político que no opera conforme a criterios de racionalidad. Desde un enfoque genuinamente liberal, importa más, mucho más, la eventualidad de que, cada día, estamos gobernados menos por la razón y más por la demagogia que las posibles ineficiencias fiscales del sistema.
No son liberales las soluciones a los problemas que pasen por retorcer el estado de derecho. Sencillamente, es peor el remedio de que la enfermedad. Como he dicho alguna vez –y tomo prestado el ejemplo de Rodríguez Braun-, es infinitamente preferible un estado ávido de recursos pero constreñido por el derecho como Dinamarca que una cleptocracia sin freno como Argentina. Es preferible en algunos aspectos, sin duda, la muy intervencionista Suecia que la insufrible mezcolanza entre lo público y lo privado que alguien ha tenido la desvergüenza de calificar de “capitalismo español”.

El régimen chino, al menos en ciertas zonas, se está convirtiendo en un régimen de laissez faire, laissez passer. Pero eso sigue siendo una dictadura monstruosa. Una dictadura salvaje en la que se legaliza el lucro personal es un régimen repulsivo, no un régimen liberal.

Creo que las contradicciones de Recarte no son tales. Más bien, cuando opina que la intervención en Irak fue correcta o cuando cree que el debate sobre las balanzas fiscales está fuera de lugar está mostrándose como liberal genuino: está demostrando que sabe diferenciar los objetivos inmediatos de los objetivos últimos.

miércoles, mayo 18, 2005

LA TAREA DE RAJOY

Como me imagino que él mismo esperaba, el discurso de Mariano Rajoy en el debate del Estado de la Nación y la subsiguiente posición ante la infamante moción que ayer votó el Congreso (inciso: el Presidente del Gobierno se ufana de que le apoyaron 8 de 9 grupos, pero soslaya que el que no le apoyó es algo menos de media Cámara – en otras palabras, su política antiterrorista tiene, desde ayer, mucho menos apoyo del que tenía) le han traído críticas e incomprensión.

Críticas e incomprensión desde las falanges socialpolanquistas, que eso va de suyo pero, sobre todo, críticas e incomprensión de la “gente de centro”. Concretamente, los tácticos del lado de la derecha –que también los hay, claro- le acusan de lo de siempre: renunciar al centro. Al hablar como lo hace, Rajoy acojona a Juan Español, que no siente que las cosas vayan tan mal como él dice, que puede pagar todavía la hipoteca sin agobios y que está ocupado en algo mucho más importante: dónde pasar las vacaciones este año. Ante eso, lo último que quiere Juan Español es ponerse a pensar en la tragedia griega que pinta don Mariano. Al contrario, prefiere confiar en las buenas intenciones de ZP y en su rostro sonriente... mientras intenta componérselas para encontrar un apartamento en primera línea de playa para el mes de agosto, que eso sí que no es fácil.

Perdóneseme la comparación, muy hiperbólica sin duda, pero, ¿es preciso recordar que, en los años 30, cuando Churchill clamaba por la acción, sus colegas en los Comunes aún hablaban del Canciller de Alemania como “señor Hitler”? En aquel momento, el que luego sería Primer Ministro encargado de arreglar el desaguisado hizo de profeta incómodo. Naturalmente, pudo haberse equivocado, y pudo haber estado más cómodo con el consenso. Y es que la aversión profunda al conflicto no es algo nuevo. Es connatural a las sociedades acomodadas.

Rajoy no debe, no puede callarse. Aunque eso le cueste perder votos en “el centro”. Aunque hipoteque con ello sus posibilidades de llegar a ser presidente del Gobierno. No deja de ser paradójico que, en la era de las pancartas, la antiglobalización, las soflamas pacifistas, la era de los pretendidos valores, en suma, se estile tanto este neomaquiavelismo barato, que parece eximir a la política de todo freno moral, con tal de que un fin pretendidamente superior lo justifique. Esto no es nuevo, y creía yo que ya había pasado la época en que el político definía, basándose única y exclusivamente en su juicio más informado, qué es aceptable y qué no lo es. Los liberales del siglo XVIII inventaron un sistema –cuyas bases, un tanto alteradas, juzgaba yo aún vigentes- que funciona exactamente al revés: la moral pública viene dada por el derecho; es el derecho el que le marca al político las reglas del juego. No al contrario.

Rajoy ni puede ni debe callarse ante el despropósito absoluto en el que nos encontramos inmersos. No puede permitir que el derecho se subvierta, no puede permitir ese retroceso a un despotismo, esta vez nada ilustrado y trufado de demagogia, a una especie de leninismo posmoderno, en el que no necesitamos libertad porque ya tenemos gobierno revolucionario. El hecho de que muchos conciudadanos hayan abdicado de su deber de pensar (cosa que no está tan clara, ojo, que tampoco conviene dar más importancia de la que tienen a encuestas de primera hora) no justifica que él deje de hacerlo y de obrar en consecuencia.

Cuando se le dice a Rajoy que se sale del centro, se está omitiendo, con evidente intención y mala fe –explicable en algunos, menos explicable en otros y, desde luego, inexcusable en todos- el deslizamiento del concepto. “El centro” es una noción lábil, dependiente, en cada momento, de la composición aritmética del Congreso o, más en general, del espectro político – por eso es una noción absolutamente inútil, más allá del puro cálculo electoral. El centro, se dice, es la moderación. De nuevo, neomaquavelismo: son las posturas de los partidos las que dictan que es lo moderado y lo no moderado, ¿no? Tómese la media aritmética entre ERC y el PNV ¿alguien puede sostener, seriamente, que el “centro” entendido como moderación queda ahí? Y es que cuando se dice que el PP está fuera de la mayoría, se obvia referirse a la composición de esa mayoría. Aquí, la técnica es genuinamente Goebbelsiana: a fuerza de repetirlo, se trata de que nos convenzamos de que el PP “está muy solo” y, sobre todo, de que el heptapartido que tiene enfrente está integrado por gente toda ella moderada y, sobre todo, muy comprometida con los españoles y su forma de vida. Al fiar su herencia a semejantes albaceas y quedarse tranquilo, Juan Español se retrata como ciudadano, las cosas como son.

No, Rajoy debe resistir esta demagogia por la que quedan fuera de juego todos los que no acepten el “lenguaje nuevo”. Como decía ayer Luis Herrero, no nos hemos pasado la vida clamando contra el lenguaje de lo políticamente correcto para, a las primeras de cambio, correr a refugiarnos en el “diálogo”, “la paz perpetua” y otros vocablos de parecido tenor. Rajoy, al hablar claro, le está prestando un servicio impagable a la democracia y a la libertad.

Por otra parte, quizá las posturas en el bando correcto no sean tan monolíticas como parece, a tenor de la desabrida respuesta del indefinible Patxi López a quienes le afeaban su indecente conducta con María San Gil. “PL” (así evitamos el muy sonoro y castellanísismo “López”) les invita a abandonar el partido. Convengo con él en que es lo más correcto. Quizá ellos (hablo de Rosa Díez, entre otros) terminen por entender que la virtud no tiene por qué estar necesariamente donde está el partido. La trayectoria de alguno de ellos no deja lugar a dudas: saben distinguir qué raya no se debe traspasar. Por eso mismo, saben que PL no sabe, o no quiere.

Savater, Rosa Díez y compañía saben que la única esperanza para este país está en la Constitución del 78 y en su consenso –Constitución y consenso que, aunque imperfectos, agigantan su valor a medida que, poco a poco, los enanos mentales que pululan a su alrededor los van dañando-. Y su supervivencia exige que alguien, al menos unos cuantos, sean leales.

A Rajoy le compete esa tarea. Quizá no sea nunca presidente del Gobierno. Apuesto a que no será por esta causa. Pero es igual, no es necesario ocupar la primera magistratura, en ocasiones, para hacer política en su único sentido recto, que es en aras del bien común... Bueno, a la vista está que la primera magistratura, a veces, parece comportarse más bien como el peor enemigo.

martes, mayo 17, 2005

TRASPASANDO LOS LÍMITES

A la vista de lo que va sucediendo, y toda vez que puede darse por seguro que nuestro Presidente no es tonto ni está loco, sólo queda la duda de por qué un sujeto empeña su vida en ser el primer mandatario de un país al que no es ya que no ame –que eso queda en las entrañas de cada cual y no es algo fácilmente constatable- sino que no respeta, que es algo mucho más objetivable. Misterios de la vida.

Y es que la moción que se pretende proponer al Congreso, unida a las bombas de este fin de semana hacen que la política ¿antiterrorista? abandone definitivamente el terreno de la extravagancia para entrar en la del delirio.

Sólo desde la falta de respeto más absoluta por una nación, desde el desafecto más completo por su dignidad, puede infligirse una humillación semejante a un Parlamento soberano como la que el Gobierno y su mariachi están por la labor de imponer a nuestro Congreso de los Diputados. El Gobierno puede, si quiere, con discreción, bajo gravísima responsabilidad y sin levantar mucho la voz –no con secretismo, que no es lo mismo- soslayar un tanto el derecho y tender una mano a quienes sólo se han hecho acreedores a la rigurosa aplicación del Código Penal. Pero hay un mundo de diferencia entre eso y pretender que los representantes de la Nación ofrezcan “diálogo”, ¡tomando la iniciativa! a una banda criminal. Quizá desde la absoluta falta de ideas dignas de tal nombre que caracteriza al zapaterismo, desde la total incomprensión de lo que un estado de derecho es y significa, desde ese malabarismo continuo y esa prostitución permanente del lenguaje, quepa concebir esto como monsergas, como escolástica barata (¿cómo dijo a propósito de la idea constitucional de nación el muy...? ¡ah, sí!, "fundamentalismos"). Pero quien piense así, quien desconoce lo que el plano simbólico es e implica está incapacitado para comprender los resortes de la política entendida en su sentido más noble. Y sólo desde ese desconocimiento profundo o desde una infinita mala fe se puede enlodazar de esa manera el prestigio de una Cámara que, por estar investida de la confianza directa de los ciudadanos, es el órgano preeminente, el corazón mismo del sistema constitucional.

Zapatero se apresta a cometer una terrible afrenta al Congreso de los Diputados, a la Nación misma, por ende. Sé que esto suena muy rimbombante, y está totalmente fuera de la capacidad de comprensión de quienes sólo conciben la democracia como un conjunto de procedimientos y reglas, como ZP y buena parte de sus correligionarios. El Presidente va a poner, en idéntico plano, a una banda terrorista y a la Nación española, representada por sus diputados. La Nación puede, si quiere, en uso de su soberanía, indultar, amnistiar, perdonar... pero no puede, jamás, transigir sobre su propio derecho. El Poder Legislativo no puede, nunca, ofrecer una negociación a quien, hoy por hoy, continúa pretendiendo desconocer la ley y el orden promovido por ese mismo poder. Pregunto: con independencia de que se pueda o no compartir la iniciativa “de diálogo” –en general, con independencia de que se puedan o no compartir las iniciativas gubernamentales- ¿es imprescindible rodearlo todo, absolutamente todo, de esta puesta en escena ofensiva, de esta gestualidad estúpida y grandilocuente, destinada a reforzar el aire seráfico de quien, por lo demás, nada tiene de inocente ni de bienaventurado ni, en ocasiones, de bienintencionado?

La humillación es tanto mayor cuando los representantes del partido en el poder y el propio Presidente se permiten ignorar que la banda terrorista, anteayer mismo, atentó contra la propiedad de ciudadanos con el ánimo de intimidarles. Y alguien hablaba de tregua tácita, pero ¿es posible mayor desvergüenza? ¿es posible que los representantes públicos se permitan decidir qué clase de actos terroristas constituyen una “ofensa suficiente”? Porque, en el fondo, lo que nuestros procedimientalistas piensan es que, “no ha sido para tanto”. Que unas bombas sin mayores consecuencias y la extorsión que no cesa no permiten poner en cuestión “la oportunidad”. ¿Se puede bucear más en la miseria moral? ¿Se va a definir en algún lado qué delitos son compatibles con la hipótesis de la tregua tácita y cuáles obligarían a descartarla? ¿Podemos suponer que una vida humana es suficiente o, por el contrario, las “ansias infinitas de paz” permiten asumir unas cuantas? ¿Se puede jugar a una macabra ruleta rusa con esa banda de psicópatas que es ETA (por cierto, Sr. Presidente, espero que sea usted consciente de que, de haber alguien que pensara en ese mundo, lo habría dejado hace ya mucho tiempo; espero que sea usted consciente de que si quienes condenarían en ese mundo la violencia no lo hacen es –además de porque son cobardes de natural, claro- porque quienes no están dispuestos a dejar nada no lo permiten; espero que sea usted consciente de que buena parte de la manga de criminales que es aquello vive de esto; en fin... espero que sea usted consciente de algo más en esta puñetera vida que de la manía que le tiene al PP)?

Sería patético si no fuese aterrador. El otro día, en Galicia, al dejar de condenar los atentados, al entrar a discernir –porque, lo quiera o no, eso es lo que hizo- qué nivel de violencia es “compatible con el diálogo”, al entrar en el juego de ETA, José Luis Rodríguez Zapatero se ha colocado, codo con codo, con el PNV –siempre partidario de “hacer política”, pase lo que pase-. Me imagino que lo que acabo de decir, a mucha gente le da igual, pero desde luego, para mí, representa algo muy significativo.

Me anticipo a los que van a decir que somos otros “los que caemos en la trampa”. Los tácticos. Los que miden las palabras, los tiempos y el volumen de las deflagraciones. Aquellos para los que todo tiene número, peso y medida. Seguro que todos ellos tienen una buena explicación de por qué no condenar las bombas de Guipúzcoa es conveniente –bombas cuyo fin, seguro, es que el PP “haga saltar el proceso de paz” (pronto oiremos hablar de “proceso de paz”)- y por qué insultar al Congreso es oportuno. Seguro. Y les digo que el problema es otro. Que no se esfuercen en explicarnos, a algunos, todas esas conveniencias, porque se trata de un problema de principios. Afortunadamente, la carta que ayer mismo dirigían destacados representantes socialistas a ese ser indefinible que atiende por Patxi López demuestra que no todo el socialismo está podrido de tacticismo. Queda tan solo, pues, la confianza de que puede haber relevo.

lunes, mayo 16, 2005

SOBRE EL ESTADO FEDERAL

Últimamente, estoy oyendo hablar mucho del estado federal, un concepto que, de manera tan recurrente, sólo se empleaba desde las filas de Izquierda Unida. Comienza, en cierto sentido, a crearse una corriente de opinión que ve en la federalización una especie de bálsamo de Fierabrás para nuestras dolencias territoriales.

A mi modo de ver, no hay ninguna razón por la que en España deba procederse a un reforma conducente al estado federal –sin que ello implique objeciones de fondo al modelo, con carácter general-, y tampoco creo que sea la fórmula más adecuada para resolver nuestras cuitas con los nacionalismos –que es esto en lo que se resume nuestra “cuestión territorial”, porque nadie puede, seriamente, sostener que hay una demanda real de un cambio del modelo de estado-.

Ciertamente, todos los beneficios (teóricos, sobre todo si alguien hiciera algún día la merced de contemplar su coste) de la descentralización política y administrativa pueden ser alcanzados dentro del actual sistema autonómico que, funcionalmente, va ya mucho más lejos que la mayor parte de los estados federales. Tenemos, pues, muy poco que ganar en este sentido. Sí que es cierto que una característica propia de los estados federales, ausente en nuestro modelo autonómico es el “cierre de competencias”, normalmente a través de una doble lista más una “cláusula escoba” –competencias de la federación, competencias de los estados federados y atribución genérica de competencias no expresas, bien a la federación, bien a los estados federados-. Tal cierre mejoraría de forma notable el modelo existente, pero no cabe duda de que se puede obtener una “terminación del estado” sin necesidad de convertir éste en federal.

Pero lo más importante es que, a mi entender, tampoco el estado federal, en sentido estricto, lograría satisfacer las demandas de los nacionalismos. Vaya por delante que no creo que esa satisfacción sea posible con ningún género de estado compuesto –ni siquiera con la confederación-, porque los nacionalismos no serían leales a ninguno. Faltaría siempre la Bundestreue, la lealtad federal, como elemento necesario para garantizar la viabilidad de cualquier artificio que implique un cierto compromiso. Y ello es así porque el nacionalismo es, por esencia, un perpetuum mobile, algo que no puede parar so pena de perder su propia razón de existir. Esa es una de las características fundamentales de los proyectos políticos estructurados como “movimientos”, y por eso yerran quienes creen que es posible detenerlos mediante la transacción. No pueden transar sin desaparecer al tiempo.

Pero hablamos ahora de los estados federales, no de otras soluciones. Decía yo que la solución federal es, de entrada, incompatible con ciertas reivindicaciones hoy, ya, sobre la mesa. Piénsese, por aquello de atenerse a modelos existentes, en los dos arquetipos de sistema federal: Alemania y los Estados Unidos. Ni que decir tiene que el segundo modelo es mucho más “puro” que el primero que es, en realidad, un federalismo de ejecución, lo que conlleva que los Länder alemanes tengan, desde muchos puntos de vista, sus competencias más recortadas que las comunidades españolas. Pero esto último hace al funcionamiento de la cuestión, no al terreno de los conceptos.

En este último terreno, tanto en un país como en otro, un principio básico es la radical igualdad, no ya de los ciudadanos, que por supuesto, sino de los propios entes federados. Igualdad que se manifiesta en muchos terrenos pero quizá de modo más notable en la identidad de pesos en las cámaras altas –sin ignorar las muy importantes diferencias entre el Senado de EEUU y el Bundesrat, lo cierto es que lo mismo da California que Rhode Island o Baviera que Hesse-. Sin mencionar cosas como el “federalismo asimétrico” –por esperpénticas-, esto quiere decir que los regímenes de concierto económico y, en general, el reconocimiento de “hechos diferenciales” están vedados. Y no nos olvidemos que aquí, de lo que se trata, es de un supuesto derecho a la diferencia.

Tampoco esos estados están concebidos, en absoluto, como “plurinacionales”. No hay, por supuesto, derecho de autodeterminación alguno. Si acaso, es posible reconocer, en el caso norteamericano, una autodeterminación inicial, primigenia e irrevocable, en el pacto constitutivo de la federación –lo cual, dicho sea de paso, abona la tesis, sostenida por muchos, de que el falaz debate sobre la autodeterminación en España oculta el valor que, en este sentido, tuvo la aprobación mayoritaria del conjunto de Constitución y estatutos plebiscitados-, hace ya más de 200 años. Si a alguien le cupieran dudas, no tiene más que acercarse por el Lincoln Memorial y fijarse en la estatua de don Abraham; el rostro pétreo, tan firme como las convicciones del Presidente, en su día, le recordará que los Estados Unidos de América no tienen nada de realidad coyuntural. En Alemania no hay caso, porque jamás se planteó la cuestión, que yo sepa.

En ambos estados federales subsisten instituciones y funciones transversales indispensables, como son, en EEUU, el impuesto federal sobre la renta, la unidad de mercado y, por supuesto, el Tribunal Supremo, máximo intérprete de la ley y la Constitución, al que están sometidos todos los tribunales inferiores, en términos parecidos a lo que sucede en España, demostrándose la falsedad absoluta de la tesis de que hay allí cincuenta ordenamientos diferentes. Hay un único ordenamiento, con cincuenta subsistemas, pero integrado por la Ley Suprema, el derecho federal y la acción de los jueces superiores de Washington, de manera muy similar a lo que sucede en nuestro país (sin perjuicio de que las materias abiertas a los ordenamientos autonómicos españoles sean diferentes que las que caben a los subsistemas estatales americanos). Algunas propuestas de nuestros nacionalistas y adláteres son inconstitucionales en España, pero lo serían también, con toda probabilidad, en Estados Unidos y en Alemania.

Y es que, en definitiva, lo que nuestros amigos buscan no es que el estado se reforme, sino que se suicide.

domingo, mayo 15, 2005

CREER O NO CREER: UN DILEMA INADMISIBLE

Si tuviera que resumir la nota más característica, a mi juicio, de este año largo de José Luis Rodríguez, el Esdrújulo, sería, sin duda sería el deslizamiento definitivo de la política española –que nunca gozó de un nivel glorioso en sus debates, para qué engañarnos- hacia un tremendo grado de irracionalidad.

El presidente parece encontrarse cómodo en un discurso trufado de palabrería hueca, conceptos vagos y términos-comodín, que ha terminado por contaminar la totalidad del lenguaje político y que, básicamente, contribuye a dividir el espectro en dos tramos: los que creen en él y los que no.

Rodríguez parece haber renunciado por completo al esfuerzo de explicarse. Vive a gusto con sus contradicciones –que se pusieron de manifiesto, en el reciente debate sobre el estado de la Nación, no ya por los ajenos, sino también los por propios-, que no le pasan, según parece y de momento, factura, y se limita a despachar las cuestiones espinosas con una sonrisa que enmarca, por lo común, una frase hecha o un aserto (como ese de que la paz no tiene precio político pero la política puede contribuir) que parece destinado a causar perplejidad, a abonar la leyenda propia entre sus partidarios y, quién sabe si intencionadamente, a soliviantar los ánimos y crear irritación en campo contrario.

Apuntan observadores bien informados que el duro discurso de Rajoy el otro día en el Hemiciclo tenía como finalidad básica ponerse en sintonía con su parroquia. Si eso es cierto, cabe concluir que la parroquia está bastante cabreada. Y esto no parece suscitar ningún tipo de reacción en ZP que no sea conminar a esa parroquia a calmarse y no exagerar. Parece darle igual que los parroquianos de Rajoy sean, en números redondos, la mitad, sobre poco más o menos, de los totales.

El ejemplo más claro de lo que digo es, una vez más, la lucha antiterrorista. El presidente parece querer iniciar un camino que es, como mínimo, para mover al escepticismo más absoluto (mediando, además, una moción en el Congreso que merece inscribirse en la antología del absurdo).

En primer lugar, y aunque la teoría es sólo teoría, se apresta el gobernante a romper, si la ocasión le es propicia, la vieja máxima, que hoy mismo nos recuerda Ferlosio, de que no se debe llevar al Estado al trance de tener que negociar con quienes ejercen la violencia, siquiera porque eso supone, de una forma u otra, dar un mínimo de legitimidad a una violencia que no es la propia (nótese que negociar implica, como prius lógico, absolutamente necesario, reconocer en el otro el mínimo de la capacidad de interlocución), lo cual es la misma negación del derecho, que se basa en que la violencia es monopolio absoluto del propio Estado. Es cierto que es este un dogma que ha conocido muchas excepciones y que el gobernante puede decidir romper si con ello pretende alcanzar un bien mayor (recuérdese, por cierto, que la idea de bien no está tan relacionada con la de “paz” como con la de “justicia”), pero deberá ser en todo momento consciente de que su decisión es gravísima.

En segundo lugar, y en el terreno de las realidades prácticas, la experiencia española, ya larga y dura, extremadamente dura, enseña que las contrapartes, el mundo abertzale y, en general, el mundo nacionalista, no son dignos de la más mínima confianza. Esto es aplicable tanto al capítulo de la lucha antiterrorista como al más amplio de las reformas territoriales, del que el primero, por más que se quiera, no se halla enteramente disociado. La idea del pacto, de la negociación, no es nueva en nuestro país. A veces, con frecuencia, se olvida el enorme esfuerzo y las grandes concesiones que esta sociedad ha hecho ya . Quien venga a pedir un esfuerzo adicional no puede, sencillamente, presentarse como el poseedor de una varita mágica, capaz de enderezar, por su sola virtud, lo que otros no pudieron. No estamos para que se nos venga a contar que es posible obtener duros a peseta. Ya no.

Tercero y, posiblemente, más importante. Nadie serio discute que la política antiterrorista vigente ha funcionado, y funcionado como nunca antes. Si siempre incumbe la carga de la prueba al que hace una nueva propuesta, tanto más cuando se pretende abandonar una senda que, lleve o no al final, lleva a algún sitio. ¿Estamos, realmente, como para lujos de este tipo?

Pues bien, todas estas inquietudes quedan sin respuesta o, peor, tienen una respuesta vaga e incoherente con el propio planteamiento de la pregunta. Por lo común, los defensores del Presidente, bien afirman su derecho a intentar sus propias soluciones –lo cual no es sino recalcar una obviedad que nada añade al asunto- bien lo fían todo a una confianza unas veces ciega y otras veces más matizada. Un “a ver dónde nos conduce” que, honradamente, está fuera de lugar a estas alturas y en el asunto que nos ocupa. También está del todo fuera de lugar, como hacen no pocos, afirmar que el PP exagera porque, al fin y al cabo, aquí no ha pasado nada... todavía.

Este es, sin ningún género de dudas, el asunto más grave de todos. Pero es que este esquema se reproduce en otras áreas de mucha relevancia. Sin ir más lejos, en el debate territorial, ya convertido en debate constitucional –se quiera o no, porque hay propuestas que no pueden ser discutidas en otra clave y, por tanto, o son propuestas neoconstituyentes, o son simples provocaciones-. Pero hay muchos más ejemplos de esta especie de “brainstorming” permanente del que algunos pretenden que puede obtenerse una síntesis positiva.

Aun concediendo –aunque sólo sea por cuestiones estadísticas- la posibilidad de que esa síntesis pueda alcanzarse en algún caso, el proceso es, lisa y llanamente, inadmisible. No se puede hacer de la política un monumento a la irracionalidad, al ensayo y error. No se puede, no se debe, conducir un país que se pretenda civilizado con un arsenal de conceptos de límites difusos, fungibles, adaptando cada día el lenguaje a las circunstancias.

No es admisible, en definitiva, que un presidente del Gobierno coloque, de manera continuada, a una sociedad en la tesitura de creer o no creer. Por supuesto que los dirigentes políticos están investidos de una confianza que les autoriza a tomar decisiones que pueden ser, perfectamente, contrarias al sentir mayoritario. Pero están en la obligación inexcusable de explicarlas, tanto más cuanto más difíciles sean.

Explicar no es convencer, por supuesto, y puede ocurrir que el político, tras dar cuentas, no recabe apoyos. Pero nada le exime de intentar articular un discurso que revista un mínimo de lógica. Y eso hoy no sucede.

sábado, mayo 14, 2005

LA IGLESIA Y LOS LÍMITES RAZONABLES

Los lectores habituales de esta bitácora saben de sobra que el autor, aunque no se proclama católico devoto, no destaca tampoco por anticlerical. Al fin y al cabo, como le dijo aquel paisano al misionero protestante que, en pleno siglo XIX, recorría las tierras de España, si uno no cree en la Iglesia Católica, que es la verdadera, cómo va a creer en las demás, que son todas falsas. Ahora bien, como este blog destaca también por su imparcialidad –desde que ZP proclamó el otro día que TVE es apartidaria, ya no me da pudor afirmarlo-, justo es abordar algunos de los temas por los que la Iglesia viene siendo noticia, con los que no estoy de acuerdo.

A modo de prólogo, interesa recordar, porque esto se confunde, a menudo intencionadamente, que nuestro estado no es laico, sino aconfesional. Ciertamente, ni el estado laico ni el aconfesional tienen religión oficial alguna, pero la actitud de ambos ante el hecho religioso y ante las iglesias difiere notablemente. Hoy por hoy, el estado español está obligado –y si eso es o no correcto es algo que se podrá discutir, pero ese es otro asunto- no sólo a respetar las creencias de los ciudadanos, por supuesto, sino a tomarlas en cuenta en su política legislativa. Como estado aconfesional, que no laico, las creencias religiosas de la población no son una variable sin efecto en España (véase el artículo 16.3 de la Constitución que, por lo demás, forma parte del “núcleo duro” de la misma, es decir, es un mandato de primer orden al legislador), sino que son dignas de la mayor atención. El hecho de que la Iglesia Católica sea la única mencionada, expresis verbis, en la Constitución se debe, claro, a su vasto predominio en el panorama religioso nacional, pero otras confesiones merecen al respecto idéntica consideración. Insisto, esto puede gustar o no (y, personalmente, encuentro algunos motivos para que no guste, con toda probabilidad menos tópicos de lo que algunos pudieran pensar), pero, a fecha de hoy es Ley Suprema en España y no conozco pronunciamiento en contra de Carod Rovira, así que no parece estar previsto que deje de serlo. Lo dicho, creo, se compadece muy mal con el desdén con el que el actual Gobierno trata a la Iglesia, desdén que, en el caso del matrimonio entre personas del mismo sexo, se ha extendido a casi todas las confesiones.

Con independencia de lo anterior, quienes se indignan ante las intervenciones de la Iglesia en política deberían recordar que, al menos como asociación privada (y por si lo anterior no bastara), la Iglesia está asistida de toda la legitimidad del mundo para hablar de lo que quiera. Cabe recordar que, en España, los partidos políticos son actores de primer orden en este terreno, pero ni mucho menos ostentan el monopolio. Todo hijo de vecino tiene, afortunadamente, el derecho de hablar, escribir y opinar, desde los modestos escritores de blogs hasta la Iglesia Católica Romana. Por supuesto, ese derecho incluye, en su haz de facultades, la de crear e inspirar el ideario de cuantos partidos, asociaciones o entes tenga por conveniente, como viene siendo característico, por ejemplo, de los partidos demócrata-cristianos europeos (y de otras instituciones de diverso pelaje). Esto por lo que hace a los efectos ad extra.

Pero es que, además, ad intra, la Iglesia es una asociación de adscripción voluntaria, cuyos miembros convienen en aceptar las directrices de la Jerarquía y en seguir los dictados morales establecidos. Así, cuando la Iglesia dice que el matrimonio de los homosexuales es inmoral se refiere, naturalmente, a la moral que a Ella le compete dictar y que no vincula sino a quienes voluntariamente aceptan ser vinculados. Y esto es compatible, además, con que el feligrés sea, además, diputado en Cortes, al que en ningún caso se le pide que deje de lado sus creencias –porque sería algo tan tonto como pretender que fuera apolítico-. Asiste a la Iglesia el pleno derecho de apelar a la conciencia de esos diputados e intentar informar el sentido de su voto, no en tanto que miembros del Parlamento, sino en tanto que católicos. Es claro que, dada la ovejuna lealtad que caracteriza al parlamentario español, las apelaciones a su conciencia tienen mucho menos poder de convicción que las instrucciones, que estilo quarterback, imparte el portavoz de turno, pero esto es otro cantar.

Hasta aquí todo normal, por más que los que –probablemente por una profunda confusión entre lo que nuestro país es y lo que quisieran que fuese- querrían una Iglesia silente, se escandalicen.

Lo que ya no es tan normal ni aceptable es que la Iglesia se deslice hacia otros terrenos, más propios del Gobierno Vasco, como son los de incitar a la ruptura del orden constitucional.

No es, por ejemplo, procedente, como extensión de esa apelación a la conciencia, promover el incumplimiento de una ley por quienes están obligados a aplicarla. Se puede proponer, si así se quiere, el reconocimiento de un derecho de objeción de conciencia –que, hoy por hoy, no existe- o promover el uso del camino más obvio para su reconocimiento o, incluso, para la derogación de la ley, que es el recurso al Tribunal Constitucional (naturalmente, de acuerdo con lo que otras veces he manifestado sobre el particular, me parecería del todo lógico que el matrimonio homosexual fuera recurrido, puesto que servidor piensa que es inconstitucional). Existen muchas diferencias entre opinar sobre una ley que se propone –que es lo que hace el diputado mediante su voto- y aplicarla cuando ya es ley, que es lo que hace el funcionario público, sometido a su imperio y a la jerarquía normativa. Aunque parezca modular algo la postura, no creo que sea corrección suficiente el que, a un tiempo, se invite a los afectados a aceptar la oportuna sanción disciplinaria, porque el promover una conducta ilícita es en sí mismo inaceptable, con independencia de sus efectos.

Pero, sobre todo, es del todo improcedente la apelación al Rey para que niegue su sanción a la ley de marras. Dicha apelación sólo puede hacerse desde un profundo desconocimiento de nuestro sistema constitucional. Desconozco cuál es el sistema belga, pero traer a colación el precedente de Balduino está fuera de lugar, porque la conducta pretendidamente ejemplar que se reseña es, probablemente, lo único que Balduino no hizo de ejemplar en su vida. Antes al contrario, su conducta fue del todo inaceptable.

La sanción del Rey es, por lo demás, un acto debido, un residuo de una capacidad de veto que hoy ya no existe y que, en puridad, no debería tener lugar. Es imposible hallar en la sanción real el más mínimo resquicio de voluntad. Ni siquiera aporta perfección, en sentido estricto, al acto legislativo, porque este es pefectísimo en tanto sale de las Cortes Generales (y tiene, por tanto, todos los atributos de la ley). Todo lo más, cabe entender la sanción como la orden formal de publicación –en el sentido más material del término-. Por tanto, ¿qué sentido tiene apelar a la conciencia del monarca? Si el Rey se negara a sancionar una ley, debería ipso facto dejar de ser Rey –y no por 36 horas, sino para siempre-. Provocaría una crisis constitucional no resoluble, quizá, sino mediante la abolición de la monarquía (sí, no se piense que exagero: el precedente obligaría, quizá, a regular el supuesto de que el Rey dejara de sancionar la ley, lo cual lleva a la implosión de la institución).

En su día, la Sala Primera del Supremo, cuando sintió invadidas sus competencias por el Constitucional, apeló “al poder arbitral del Rey”. Naturalmente, los magistrados del Supremo sabían de sobra que nada podía hacer el Rey al respecto, pero era una forma perfectamente constitucional de hacer manifiesto su descontento (paradójicamente, ese “poder arbitral”, concretado en nada, se hace efectivo con sólo mencionarlo). Clamaban al Rey, como quien clama al cielo, llamando la atención sobre su problema. Lógicamente, no se les pasó por la cabeza pretender que el Rey negara, por ejemplo, su firma a los nombramientos de los magistrados rivales. Eso es pretender la subversión del orden constitucional.

Dios juzgará en el Cielo, pero en la tierra se aplican las leyes de los hombres... leyes que dan a la Iglesia fórmulas más ortodoxas para avalar la rectitud de su postura.