LA IGLESIA Y LOS LÍMITES RAZONABLES
Los lectores habituales de esta bitácora saben de sobra que el autor, aunque no se proclama católico devoto, no destaca tampoco por anticlerical. Al fin y al cabo, como le dijo aquel paisano al misionero protestante que, en pleno siglo XIX, recorría las tierras de España, si uno no cree en la Iglesia Católica, que es la verdadera, cómo va a creer en las demás, que son todas falsas. Ahora bien, como este blog destaca también por su imparcialidad –desde que ZP proclamó el otro día que TVE es apartidaria, ya no me da pudor afirmarlo-, justo es abordar algunos de los temas por los que la Iglesia viene siendo noticia, con los que no estoy de acuerdo.
A modo de prólogo, interesa recordar, porque esto se confunde, a menudo intencionadamente, que nuestro estado no es laico, sino aconfesional. Ciertamente, ni el estado laico ni el aconfesional tienen religión oficial alguna, pero la actitud de ambos ante el hecho religioso y ante las iglesias difiere notablemente. Hoy por hoy, el estado español está obligado –y si eso es o no correcto es algo que se podrá discutir, pero ese es otro asunto- no sólo a respetar las creencias de los ciudadanos, por supuesto, sino a tomarlas en cuenta en su política legislativa. Como estado aconfesional, que no laico, las creencias religiosas de la población no son una variable sin efecto en España (véase el artículo 16.3 de la Constitución que, por lo demás, forma parte del “núcleo duro” de la misma, es decir, es un mandato de primer orden al legislador), sino que son dignas de la mayor atención. El hecho de que la Iglesia Católica sea la única mencionada, expresis verbis, en la Constitución se debe, claro, a su vasto predominio en el panorama religioso nacional, pero otras confesiones merecen al respecto idéntica consideración. Insisto, esto puede gustar o no (y, personalmente, encuentro algunos motivos para que no guste, con toda probabilidad menos tópicos de lo que algunos pudieran pensar), pero, a fecha de hoy es Ley Suprema en España y no conozco pronunciamiento en contra de Carod Rovira, así que no parece estar previsto que deje de serlo. Lo dicho, creo, se compadece muy mal con el desdén con el que el actual Gobierno trata a la Iglesia, desdén que, en el caso del matrimonio entre personas del mismo sexo, se ha extendido a casi todas las confesiones.
Con independencia de lo anterior, quienes se indignan ante las intervenciones de la Iglesia en política deberían recordar que, al menos como asociación privada (y por si lo anterior no bastara), la Iglesia está asistida de toda la legitimidad del mundo para hablar de lo que quiera. Cabe recordar que, en España, los partidos políticos son actores de primer orden en este terreno, pero ni mucho menos ostentan el monopolio. Todo hijo de vecino tiene, afortunadamente, el derecho de hablar, escribir y opinar, desde los modestos escritores de blogs hasta la Iglesia Católica Romana. Por supuesto, ese derecho incluye, en su haz de facultades, la de crear e inspirar el ideario de cuantos partidos, asociaciones o entes tenga por conveniente, como viene siendo característico, por ejemplo, de los partidos demócrata-cristianos europeos (y de otras instituciones de diverso pelaje). Esto por lo que hace a los efectos ad extra.
Pero es que, además, ad intra, la Iglesia es una asociación de adscripción voluntaria, cuyos miembros convienen en aceptar las directrices de la Jerarquía y en seguir los dictados morales establecidos. Así, cuando la Iglesia dice que el matrimonio de los homosexuales es inmoral se refiere, naturalmente, a la moral que a Ella le compete dictar y que no vincula sino a quienes voluntariamente aceptan ser vinculados. Y esto es compatible, además, con que el feligrés sea, además, diputado en Cortes, al que en ningún caso se le pide que deje de lado sus creencias –porque sería algo tan tonto como pretender que fuera apolítico-. Asiste a la Iglesia el pleno derecho de apelar a la conciencia de esos diputados e intentar informar el sentido de su voto, no en tanto que miembros del Parlamento, sino en tanto que católicos. Es claro que, dada la ovejuna lealtad que caracteriza al parlamentario español, las apelaciones a su conciencia tienen mucho menos poder de convicción que las instrucciones, que estilo quarterback, imparte el portavoz de turno, pero esto es otro cantar.
Hasta aquí todo normal, por más que los que –probablemente por una profunda confusión entre lo que nuestro país es y lo que quisieran que fuese- querrían una Iglesia silente, se escandalicen.
Lo que ya no es tan normal ni aceptable es que la Iglesia se deslice hacia otros terrenos, más propios del Gobierno Vasco, como son los de incitar a la ruptura del orden constitucional.
No es, por ejemplo, procedente, como extensión de esa apelación a la conciencia, promover el incumplimiento de una ley por quienes están obligados a aplicarla. Se puede proponer, si así se quiere, el reconocimiento de un derecho de objeción de conciencia –que, hoy por hoy, no existe- o promover el uso del camino más obvio para su reconocimiento o, incluso, para la derogación de la ley, que es el recurso al Tribunal Constitucional (naturalmente, de acuerdo con lo que otras veces he manifestado sobre el particular, me parecería del todo lógico que el matrimonio homosexual fuera recurrido, puesto que servidor piensa que es inconstitucional). Existen muchas diferencias entre opinar sobre una ley que se propone –que es lo que hace el diputado mediante su voto- y aplicarla cuando ya es ley, que es lo que hace el funcionario público, sometido a su imperio y a la jerarquía normativa. Aunque parezca modular algo la postura, no creo que sea corrección suficiente el que, a un tiempo, se invite a los afectados a aceptar la oportuna sanción disciplinaria, porque el promover una conducta ilícita es en sí mismo inaceptable, con independencia de sus efectos.
Pero, sobre todo, es del todo improcedente la apelación al Rey para que niegue su sanción a la ley de marras. Dicha apelación sólo puede hacerse desde un profundo desconocimiento de nuestro sistema constitucional. Desconozco cuál es el sistema belga, pero traer a colación el precedente de Balduino está fuera de lugar, porque la conducta pretendidamente ejemplar que se reseña es, probablemente, lo único que Balduino no hizo de ejemplar en su vida. Antes al contrario, su conducta fue del todo inaceptable.
La sanción del Rey es, por lo demás, un acto debido, un residuo de una capacidad de veto que hoy ya no existe y que, en puridad, no debería tener lugar. Es imposible hallar en la sanción real el más mínimo resquicio de voluntad. Ni siquiera aporta perfección, en sentido estricto, al acto legislativo, porque este es pefectísimo en tanto sale de las Cortes Generales (y tiene, por tanto, todos los atributos de la ley). Todo lo más, cabe entender la sanción como la orden formal de publicación –en el sentido más material del término-. Por tanto, ¿qué sentido tiene apelar a la conciencia del monarca? Si el Rey se negara a sancionar una ley, debería ipso facto dejar de ser Rey –y no por 36 horas, sino para siempre-. Provocaría una crisis constitucional no resoluble, quizá, sino mediante la abolición de la monarquía (sí, no se piense que exagero: el precedente obligaría, quizá, a regular el supuesto de que el Rey dejara de sancionar la ley, lo cual lleva a la implosión de la institución).
En su día, la Sala Primera del Supremo, cuando sintió invadidas sus competencias por el Constitucional, apeló “al poder arbitral del Rey”. Naturalmente, los magistrados del Supremo sabían de sobra que nada podía hacer el Rey al respecto, pero era una forma perfectamente constitucional de hacer manifiesto su descontento (paradójicamente, ese “poder arbitral”, concretado en nada, se hace efectivo con sólo mencionarlo). Clamaban al Rey, como quien clama al cielo, llamando la atención sobre su problema. Lógicamente, no se les pasó por la cabeza pretender que el Rey negara, por ejemplo, su firma a los nombramientos de los magistrados rivales. Eso es pretender la subversión del orden constitucional.
Dios juzgará en el Cielo, pero en la tierra se aplican las leyes de los hombres... leyes que dan a la Iglesia fórmulas más ortodoxas para avalar la rectitud de su postura.
A modo de prólogo, interesa recordar, porque esto se confunde, a menudo intencionadamente, que nuestro estado no es laico, sino aconfesional. Ciertamente, ni el estado laico ni el aconfesional tienen religión oficial alguna, pero la actitud de ambos ante el hecho religioso y ante las iglesias difiere notablemente. Hoy por hoy, el estado español está obligado –y si eso es o no correcto es algo que se podrá discutir, pero ese es otro asunto- no sólo a respetar las creencias de los ciudadanos, por supuesto, sino a tomarlas en cuenta en su política legislativa. Como estado aconfesional, que no laico, las creencias religiosas de la población no son una variable sin efecto en España (véase el artículo 16.3 de la Constitución que, por lo demás, forma parte del “núcleo duro” de la misma, es decir, es un mandato de primer orden al legislador), sino que son dignas de la mayor atención. El hecho de que la Iglesia Católica sea la única mencionada, expresis verbis, en la Constitución se debe, claro, a su vasto predominio en el panorama religioso nacional, pero otras confesiones merecen al respecto idéntica consideración. Insisto, esto puede gustar o no (y, personalmente, encuentro algunos motivos para que no guste, con toda probabilidad menos tópicos de lo que algunos pudieran pensar), pero, a fecha de hoy es Ley Suprema en España y no conozco pronunciamiento en contra de Carod Rovira, así que no parece estar previsto que deje de serlo. Lo dicho, creo, se compadece muy mal con el desdén con el que el actual Gobierno trata a la Iglesia, desdén que, en el caso del matrimonio entre personas del mismo sexo, se ha extendido a casi todas las confesiones.
Con independencia de lo anterior, quienes se indignan ante las intervenciones de la Iglesia en política deberían recordar que, al menos como asociación privada (y por si lo anterior no bastara), la Iglesia está asistida de toda la legitimidad del mundo para hablar de lo que quiera. Cabe recordar que, en España, los partidos políticos son actores de primer orden en este terreno, pero ni mucho menos ostentan el monopolio. Todo hijo de vecino tiene, afortunadamente, el derecho de hablar, escribir y opinar, desde los modestos escritores de blogs hasta la Iglesia Católica Romana. Por supuesto, ese derecho incluye, en su haz de facultades, la de crear e inspirar el ideario de cuantos partidos, asociaciones o entes tenga por conveniente, como viene siendo característico, por ejemplo, de los partidos demócrata-cristianos europeos (y de otras instituciones de diverso pelaje). Esto por lo que hace a los efectos ad extra.
Pero es que, además, ad intra, la Iglesia es una asociación de adscripción voluntaria, cuyos miembros convienen en aceptar las directrices de la Jerarquía y en seguir los dictados morales establecidos. Así, cuando la Iglesia dice que el matrimonio de los homosexuales es inmoral se refiere, naturalmente, a la moral que a Ella le compete dictar y que no vincula sino a quienes voluntariamente aceptan ser vinculados. Y esto es compatible, además, con que el feligrés sea, además, diputado en Cortes, al que en ningún caso se le pide que deje de lado sus creencias –porque sería algo tan tonto como pretender que fuera apolítico-. Asiste a la Iglesia el pleno derecho de apelar a la conciencia de esos diputados e intentar informar el sentido de su voto, no en tanto que miembros del Parlamento, sino en tanto que católicos. Es claro que, dada la ovejuna lealtad que caracteriza al parlamentario español, las apelaciones a su conciencia tienen mucho menos poder de convicción que las instrucciones, que estilo quarterback, imparte el portavoz de turno, pero esto es otro cantar.
Hasta aquí todo normal, por más que los que –probablemente por una profunda confusión entre lo que nuestro país es y lo que quisieran que fuese- querrían una Iglesia silente, se escandalicen.
Lo que ya no es tan normal ni aceptable es que la Iglesia se deslice hacia otros terrenos, más propios del Gobierno Vasco, como son los de incitar a la ruptura del orden constitucional.
No es, por ejemplo, procedente, como extensión de esa apelación a la conciencia, promover el incumplimiento de una ley por quienes están obligados a aplicarla. Se puede proponer, si así se quiere, el reconocimiento de un derecho de objeción de conciencia –que, hoy por hoy, no existe- o promover el uso del camino más obvio para su reconocimiento o, incluso, para la derogación de la ley, que es el recurso al Tribunal Constitucional (naturalmente, de acuerdo con lo que otras veces he manifestado sobre el particular, me parecería del todo lógico que el matrimonio homosexual fuera recurrido, puesto que servidor piensa que es inconstitucional). Existen muchas diferencias entre opinar sobre una ley que se propone –que es lo que hace el diputado mediante su voto- y aplicarla cuando ya es ley, que es lo que hace el funcionario público, sometido a su imperio y a la jerarquía normativa. Aunque parezca modular algo la postura, no creo que sea corrección suficiente el que, a un tiempo, se invite a los afectados a aceptar la oportuna sanción disciplinaria, porque el promover una conducta ilícita es en sí mismo inaceptable, con independencia de sus efectos.
Pero, sobre todo, es del todo improcedente la apelación al Rey para que niegue su sanción a la ley de marras. Dicha apelación sólo puede hacerse desde un profundo desconocimiento de nuestro sistema constitucional. Desconozco cuál es el sistema belga, pero traer a colación el precedente de Balduino está fuera de lugar, porque la conducta pretendidamente ejemplar que se reseña es, probablemente, lo único que Balduino no hizo de ejemplar en su vida. Antes al contrario, su conducta fue del todo inaceptable.
La sanción del Rey es, por lo demás, un acto debido, un residuo de una capacidad de veto que hoy ya no existe y que, en puridad, no debería tener lugar. Es imposible hallar en la sanción real el más mínimo resquicio de voluntad. Ni siquiera aporta perfección, en sentido estricto, al acto legislativo, porque este es pefectísimo en tanto sale de las Cortes Generales (y tiene, por tanto, todos los atributos de la ley). Todo lo más, cabe entender la sanción como la orden formal de publicación –en el sentido más material del término-. Por tanto, ¿qué sentido tiene apelar a la conciencia del monarca? Si el Rey se negara a sancionar una ley, debería ipso facto dejar de ser Rey –y no por 36 horas, sino para siempre-. Provocaría una crisis constitucional no resoluble, quizá, sino mediante la abolición de la monarquía (sí, no se piense que exagero: el precedente obligaría, quizá, a regular el supuesto de que el Rey dejara de sancionar la ley, lo cual lleva a la implosión de la institución).
En su día, la Sala Primera del Supremo, cuando sintió invadidas sus competencias por el Constitucional, apeló “al poder arbitral del Rey”. Naturalmente, los magistrados del Supremo sabían de sobra que nada podía hacer el Rey al respecto, pero era una forma perfectamente constitucional de hacer manifiesto su descontento (paradójicamente, ese “poder arbitral”, concretado en nada, se hace efectivo con sólo mencionarlo). Clamaban al Rey, como quien clama al cielo, llamando la atención sobre su problema. Lógicamente, no se les pasó por la cabeza pretender que el Rey negara, por ejemplo, su firma a los nombramientos de los magistrados rivales. Eso es pretender la subversión del orden constitucional.
Dios juzgará en el Cielo, pero en la tierra se aplican las leyes de los hombres... leyes que dan a la Iglesia fórmulas más ortodoxas para avalar la rectitud de su postura.
5 Comments:
Estoy de acuerdo en casi todo con lo que escribes, pero quiero decir lo siguiente:
-El Rey debe sancionar las leyes, la Constitución así lo dice "El Rey sancionará...", no hay posibilidad de que no quiera hacerlo, si no lo hiciera lógicamente las Cortes deberían promover una reforma constitucional para salvar estas situaciones, pues si el Rey no sanciona incurriría en desobediencia constitucional cuyas consecuencias serían imprevisibles.
-Sin embargo la Constitución si le otorga al Rey un poder moderador y de arbitraje, aunque no concretá su ejercicio, sus límites, etc. Por tanto disiento contigo de que no pudiera haber actuado cuando se produjo el conflicto entre el Constitucional y el Supremo. Es verdad que si hubiera moderado la disputa se hubiera creado un precedente extraño, por así decirlo "otro órgano judicial" no previsto en las Leyes.
-Por último dices No es, por ejemplo, procedente, como extensión de esa apelación a la conciencia, promover el incumplimiento de una ley por quienes están obligados a aplicarla. Espinosa afirmación la tuya. En términos generales te doy la razón, incluso en términos religiosos se podría recordar lo que dijo Cristo: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", pero hay situaciones en las que un Estado excesivamente regulador acaba chocando con las diferentes confesiones, en cuyo caso el individuo ¿qué debe hacer? la verdad no lo sé, depende de cada uno y de cada caso, pero a mí personalmente no me parece descabellado optar por tu fe si la ley invade tus creencias.
El Estado debería de ocuparse de muy pocos asuntos, para evitar ir chocando con unos y con otros por un exceso de celo regulador.
By José, at 5:28 p. m.
José María:
Sí, ciertamente la conciliación entre conciencia y deber impuesto por la ley puede no ser fácil. Pero sigo creyendo que, con carácter general, debe proclamarse el principio de que las leyes están para ser cumplidas.
Por supuesto, estoy de acuerdo en tu afirmación final: el estado debería abstenerse de invadir de forma continua cosas que pertenecen al ámbito de la moral privada, y dejar de poner a la gente en un brete.
Pero eso se llama talento político. Legislar bien, no sólo conforme a derecho, sino conforme a las sensibilidades de unos y otros. Tomarlas en cuenta, en definitiva.
Saludos
By FMH, at 6:31 p. m.
Del diccionario de la rae:
aconfesional.
1. adj. Que no pertenece o está adscrito a ninguna confesión religiosa. Estado, partido aconfesional
laico, ca.
(Del lat. laĭcus).
1. adj. Que no tiene órdenes clericales. U. t. c. s.
2. adj. Independiente de cualquier organización o confesión religiosa. Estado laico. Enseñanza laica.
Supongo que cuando se habla de estado laico, nos referimos a la segunda acepción y no la primera. No se que problema hay con que se pueda considerar España como un Estado independiente de cualquier organización o confesión religiosa.
By Anónimo, at 7:12 p. m.
Copypaste:
Con independencia del significado estricto de "aconfesional" y "laico", las palabras tienen un uso más o menos aceptado comúnmente en los textos sobre política y constitucionalismo.
Me refería, por tanto, a ambas palabras en sentido, más o menos, técnico.
El vocablo "laico", por más que pueda ser, en sentido estricto, un sinónimo de "aconfesional" es un vocablo "cargado" políticamente y, por supuesto, quienes lo usan suelen hacerlo con plena conciencia.
Por lo demás, sólo me interesaba como forma de introducir lo que, pienso, es el tratamiento constitucional del hecho religioso.
Saludos,
F
By FMH, at 9:12 a. m.
La duda que me queda es si la palabra venía ya cargada de significado o está cargándose ahora.
Por otro lado creo que el artículo 16.3 da contenido de colaboración con las diferentes iglesias.
Tener otro tipo de consideración hacia las creencias ( nominales ) de los ciudadanos a la hora de legislar nos hubiese llevado a absurdos como no tener la posibilidad de divorciarnos o incluso contraer matrimonio cívil. Eso o examinar sin prejuicios las creencias de la ciudadanía, es decir, más allá de la cartilla de bautismo.
Sobre la objeción de conciencia en funcionarios: Ser funcionario es tan voluntario o más que ser católico, y por tanto la postura de la objeción en este caso sería parecida a la del militar profesional que no quisiese ir a la guerra por razones de conciencia. No se parece ni por el forro a la objeción de conciencia al servicio militar.
Un saludo
By Anónimo, at 1:24 p. m.
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