¿EL FIN JUSTIFICA LOS MEDIOS?
La entrevista del cicloturista más famoso de Llodio con el representante oficial de la camada de hienas que sigue dictando los destinos del País Vasco merece un lugar destacado en la historia El gobierno de la Nación lo ve como “un contratiempo” o algo bastante antiestético, pero tampoco algo para rasgarse las vestiduras, parece, porque no se conoce que este chico de León, el de las ansias infinitas de paz, tenga previsto cambiar su agenda con el cicloturista.
Ya es grave, en sí, que el máximo representante ordinario de un estado democrático en su comunidad autónoma se reúna, con luz y taquígrafos, concediéndole honores de interlocutor privilegiado, con el vocero de una banda criminal y jefe de un partido ilegalizado, precisamente, por su identidad con esa banda criminal (Isabel San Sebastián nos recordaba, no hace mucho, quién es Arnaldo Otegi, y es que, en nuestro acorchamiento moral, parece que lo hemos olvidado – pregúntenle a Gabriel Cisneros, que él sabrá dar razón). Pero lo es mucho más por lo que representa, por la impudicia con la que se muestra, a las claras, que Batasuna está en el ajo, dando recados de ETA para que el ciclista los lleve a la Moncloa, para el gran consentidor que allí espera.
La Izquierda asiste con cierto desdén a lo que consideran un despliegue de teatralidad excesiva por parte de víctimas, asociaciones, periodistas o representantes de la derecha. Desdén que no esconde un cierto menosprecio por la incapacidad que algunos muestran para lo que, desde siempre, se ha denominado “hacer política”. En lugar de decir que es el momento de mandar los valores a hacer puñetas, la Izquierda y el Nacionalismo suelen decir que es la hora de “los audaces” o la hora de “hacer política”. La hora en la que el fin justifica los medios. La hora de buscar las soluciones definitivas, de encontrar nuestro Stormont –como si no nos quedara ya lejos, Stormont-. Y nos miran a los demás, pobres cerriles sin cintura, agarrados al derecho como si fuera la tabla definitiva de salvación.
Cabría decir a toda esa gente que no se ufane tanto. Al fin y al cabo, lo que dicen ya lo propuso un tal Nicolás Maquiavelo hace quinientos años. Fue él el que dijo que el superior interés del Estado lo justifica todo. Incluso cambiar paz por justicia. Conste que el florentino pensaba siempre, en última instancia, en el bien de la comunidad, a la que el príncipe sirve, en última instancia. Tengo mis dudas de que esto suceda hoy, por cierto.
Pero es que, desde entonces, mucho es lo que se ha hecho por embridar al poder político, por marcarle unos claros cauces. Algunos seguimos pensando que eso es un avance y que no se debe retroceder. El derecho tiene que seguir marcando los límites. No es admisible, en democracia, que nadie tenga “planes secretos” o “ideas geniales” para solucionar los problemas, que exijan cheques en blanco para jugar libremente con los límites. Creo que fue Bobbio el que afirmó que, si por algo se caracteriza la democracia es por reducir al mínimo el ámbito de lo secreto, el ámbito de lo que no se puede contar. ¿Qué recado lleva el ciclista en su morral? ¿Bajo qué pactos está ETA dispuesta a concedernos la libertad condicional? ¿Cuánto va a padecer la justicia para que el de León consiga su paz?
No deja de resultarme en extremo paradójico que quienes se desgañitaron en las calles clamando contra la guerra de Irak, que basaban sus argumentos, en última instancia, en que el fin no justifica los medios –en realidad, tampoco estaban de acuerdo con el fin, pero no iban a decir a las claras que Sadam les caía simpático-, sean ahora los mismos que, con ese aire de superioridad intelectual –el aire del que “sabe”, del listillo de vuelta de todo- dicen que ha llegado la hora de los audaces y la hora de hacer política. ¿Ahora, pues, sí, el fin justifica los medios?
¿Dónde quedó esa sensibilidad por el derecho internacional? ¿O es que las claras y rotundas leyes patrias valen menos y son menos derecho que los vaporosos tratados internacionales y los acuerdos de las Asambleas de la ONU, respaldados por su buen centenar y medio de dictadores?
Al final, como siempre en las democracias imperfectas, el ámbito de lo secreto se amplia, dividiendo el mundo en dos campos: el de los que saben y el de los que no. El de aquellos, pobres, que creen que los libros de reglas describen el juego y el de los que están al cabo de la calle y conocen que las reglas más importantes no están en el libro.
Qué asco.
Ya es grave, en sí, que el máximo representante ordinario de un estado democrático en su comunidad autónoma se reúna, con luz y taquígrafos, concediéndole honores de interlocutor privilegiado, con el vocero de una banda criminal y jefe de un partido ilegalizado, precisamente, por su identidad con esa banda criminal (Isabel San Sebastián nos recordaba, no hace mucho, quién es Arnaldo Otegi, y es que, en nuestro acorchamiento moral, parece que lo hemos olvidado – pregúntenle a Gabriel Cisneros, que él sabrá dar razón). Pero lo es mucho más por lo que representa, por la impudicia con la que se muestra, a las claras, que Batasuna está en el ajo, dando recados de ETA para que el ciclista los lleve a la Moncloa, para el gran consentidor que allí espera.
La Izquierda asiste con cierto desdén a lo que consideran un despliegue de teatralidad excesiva por parte de víctimas, asociaciones, periodistas o representantes de la derecha. Desdén que no esconde un cierto menosprecio por la incapacidad que algunos muestran para lo que, desde siempre, se ha denominado “hacer política”. En lugar de decir que es el momento de mandar los valores a hacer puñetas, la Izquierda y el Nacionalismo suelen decir que es la hora de “los audaces” o la hora de “hacer política”. La hora en la que el fin justifica los medios. La hora de buscar las soluciones definitivas, de encontrar nuestro Stormont –como si no nos quedara ya lejos, Stormont-. Y nos miran a los demás, pobres cerriles sin cintura, agarrados al derecho como si fuera la tabla definitiva de salvación.
Cabría decir a toda esa gente que no se ufane tanto. Al fin y al cabo, lo que dicen ya lo propuso un tal Nicolás Maquiavelo hace quinientos años. Fue él el que dijo que el superior interés del Estado lo justifica todo. Incluso cambiar paz por justicia. Conste que el florentino pensaba siempre, en última instancia, en el bien de la comunidad, a la que el príncipe sirve, en última instancia. Tengo mis dudas de que esto suceda hoy, por cierto.
Pero es que, desde entonces, mucho es lo que se ha hecho por embridar al poder político, por marcarle unos claros cauces. Algunos seguimos pensando que eso es un avance y que no se debe retroceder. El derecho tiene que seguir marcando los límites. No es admisible, en democracia, que nadie tenga “planes secretos” o “ideas geniales” para solucionar los problemas, que exijan cheques en blanco para jugar libremente con los límites. Creo que fue Bobbio el que afirmó que, si por algo se caracteriza la democracia es por reducir al mínimo el ámbito de lo secreto, el ámbito de lo que no se puede contar. ¿Qué recado lleva el ciclista en su morral? ¿Bajo qué pactos está ETA dispuesta a concedernos la libertad condicional? ¿Cuánto va a padecer la justicia para que el de León consiga su paz?
No deja de resultarme en extremo paradójico que quienes se desgañitaron en las calles clamando contra la guerra de Irak, que basaban sus argumentos, en última instancia, en que el fin no justifica los medios –en realidad, tampoco estaban de acuerdo con el fin, pero no iban a decir a las claras que Sadam les caía simpático-, sean ahora los mismos que, con ese aire de superioridad intelectual –el aire del que “sabe”, del listillo de vuelta de todo- dicen que ha llegado la hora de los audaces y la hora de hacer política. ¿Ahora, pues, sí, el fin justifica los medios?
¿Dónde quedó esa sensibilidad por el derecho internacional? ¿O es que las claras y rotundas leyes patrias valen menos y son menos derecho que los vaporosos tratados internacionales y los acuerdos de las Asambleas de la ONU, respaldados por su buen centenar y medio de dictadores?
Al final, como siempre en las democracias imperfectas, el ámbito de lo secreto se amplia, dividiendo el mundo en dos campos: el de los que saben y el de los que no. El de aquellos, pobres, que creen que los libros de reglas describen el juego y el de los que están al cabo de la calle y conocen que las reglas más importantes no están en el libro.
Qué asco.
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