CAMBIOS CONSTITUCIONALES: SÓLO PEDIMOS TRANSPARENCIA
Los constitucionalistas suelen decir que los textos constitucionales están divididos en “partes dogmáticas” y “partes orgánicas”. Mientras las partes dogmáticas consisten, por lo común, en declaraciones solemnes y reconocimientos de derechos (en el caso de la Constitución española de 1978, tal como examinamos en su momento, hay ahí más cosas tales como “valores”, “principios superiores” o, en general, mandatos de diverso grado de abstracción dirigidos al legislador ordinario) las partes orgánicas atienden a lo que tradicionalmente venía siendo la función de la norma suprema: la organización de los poderes constituidos, la arquitectura institucional básica del estado, en definitiva. Según afirman también los teóricos y parece de sentido común, ambas partes no se sitúan en idéntico plano, sino que existe una subordinación de la parte orgánica a la dogmática.
En efecto, no debe olvidarse en ningún momento que el estado democrático liberal de derecho es un estado “para”. Los derechos reconocidos (que cabe discutir qué naturaleza tienen, pero este no es el caso ahora) son ideas-fuerza, informadoras de toda la estructura a cuya definición se aplica la parte orgánica. Así, por tomar un ejemplo simple y antológico a la vez, el principio de división de poderes no tiene sentido per se, sino como protector de la libertad individual, como garante de la necesaria limitación del poder.
Pues bien, como queda dicho y como no podía ser de otro modo, la Constitución española de 1978 no es excepción a esta regla. A la protección y desarrollo de los derechos, principios y valores contenidos en los primeros títulos de nuestra Norma Suprema se orienta todo el resto del texto. La organización de los poderes constituidos y la relación entre ellos. Se da la circunstancia, además, de que en atención a la consagración de ciertos principios relativos a la pluralidad de España, a su carácter de nación compleja –aunque nación única a efectos jurídicos y políticos, conviene no olvidarlo- dicha organización de los poderes constituidos reviste en nuestro país una dimensión territorial. En efecto, la Constitución española implanta un Estado que, sobre los tres poderes montesquinianos, superpone una estructura multinivel en función del territorio –que no afecta por igual a los tres, así, mientras el ejecutivo está descentralizado en tres niveles, el legislativo sólo lo está en dos y el judicial es único; es también único el “órganos de cierre” del sistema: el Tribunal Constitucional-.
Toda esta prolija introducción, que no hace sino recalcar lo obvio para muchos, me sirve para destacar una idea fundamental, que es fácil perder de vista en los debates de estos días: las comunidades autónomas españolas son un órgano constituido más del estado español y, por tanto, como todos los demás órganos a través de los que el constituyente único, el pueblo español, decidió organizar su vida colectiva, existen, son y sólo deben existir y ser para la más plena realización de los principios constitucionales básicos, superiores, sin duda, a las normas de organización. Las comunidades autónomas españolas no preexistían al Texto de 1978, del que traen causa única, y sólo en función de él tienen entidad. Lo mismo las “nacionalidades históricas” que las humildes comunidades meramente administrativas. Esto es así, y se siente. El momento para discutirlo fue la ponencia de 1978 y... volverlo a discutir requiere una ponencia igual.
Pues bien, de lo anterior se sigue que la distribución competencial del Título VIII –manejable muy al gusto de los sucesivos gobiernos merced al malhadado artículo 150.2- no es una especie de menú, al antojo de negociadores. Existen límites, y muy claros, no disponibles, desde luego, para ningún presidente autonómico iluminado, pero tampoco para ninguna conferencia de presidentes atiborrada de talante (dicho sea de paso, he aquí otro pequeño monumento al esperpento continuado zetapero: se pretende residenciar un debate con trascendencia constitucional evidente en un órgano que cabe calificar de aconstitucional, como mínimo).
Un ejemplo permitirá aclarar lo dicho. Hay quien puede pensar que el hecho de que el tribunal superior de justicia de turno en determinada comunidad autónoma agote las instancias judiciales en dicho territorio es materia técnica, disponible y, por ende, dependiente del tamaño de las gónadas de los negociadores o de las apreturas que, en cada momento, padezca el gobierno central de turno. En esta lógica, cabría suponer que los que nos oponemos, lo hacemos porque somos unos centralistas de tomo y lomo, nacionalistas españoles que pretendemos impedir el desarrollo del legítimo autogobierno. Puede que haya algo de todo lo anterior, pero es que hay algo más.
Veamos, el artículo 1 de nuestra Constitución propugna, como valor superior de nuestro ordenamiento, el de la “justicia”. El 14 dice que todos los españoles son iguales ante la ley, el 24 consagra el derecho a la tutela judicial efectiva y, por último, el 9 nos protege de la arbitrariedad, merced a la seguridad jurídica. Pues bien, en términos prácticos, eso se traduce en la siguiente necesidad lógica: la parte orgánica ha de diseñarse de manera tal que todos seamos juzgados por un juez independiente y, además, conforme a criterios uniformes.
A tal fin se consagran dos elementos fundamentales: la unidad del Poder Judicial, único poder no descentralizado (organizado territorialmente para su mejor funcionamiento, que no es lo mismo) y el rol del Tribunal Supremo como tribunal de casación, con jurisdicción en todo el territorio nacional. La función casacional, ahí es nada, consiste en vigilar el “pequeño detalle” de que el derecho se aplica de manera uniforme (no es una instancia más, de revisión de los hechos – que eso es también un derecho fundamental, que se garantiza de otras maneras). Aun siendo legos en derecho podremos concluir fácilmente que: esa función casacional es básica para la existencia de una tutela judicial efectiva y que la función casacional, o se extiende a todo el ámbito de aplicación del derecho en cuestión, o no sirve para nada (de hecho, los tribunales superiores de justicia ostentan funciones casacionales en relación con el derecho foral, que no extiende su ámbito más allá de una comunidad autónoma, y a veces ni eso).
El ejemplo permite ilustrar cómo la atribución al TS de esa función en exclusiva es una necesidad lógica del sistema. Por tanto, quien pretende romper ese estado de cosas, con toda probabilidad, lo que busca es romper la unidad del derecho. Y eso es inconstitucional.
El otro día traíamos a colación otro ejemplo muy actual, el de la economía y la hacienda. Cualquier sistema de financiación que haga no ya imposible, sino sustancialmente más difícil la aplicación del principio de solidaridad – otrosí, trasunto económico del principio de igualdad: los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones se encuentren donde se encuentren- es inconstitucional de pleno. Así lo ratifique la conferencia de presidentes, la Asamblea de la ONU o el tribunal de las aguas de Valencia.
Todo esto no es evidente o, al menos, no tiene por qué serlo si se actúa con el oportuno disimulo. Se dirá que, en estas condiciones, es muy complicado hablar de reformas estatutarias sin derivar en un debate sobre la Constitución. Y es que así es, demonio. ¿Cómo podría ser de otro modo? Hay preguntas que no tienen una respuesta objetiva, sino que dependen de una serie de asunciones previas. Y es, naturalmente, cierto que las pretensiones de cierta gente –legítimas, por lo menos en algunos casos, delirantes muchas veces, pero legítimas- no tienen cabida en el actual esquema. Esquema que, ni que decir tiene, es modificable.
Lo que los ciudadanos podemos y debemos exigir a quien proponga un cambio constitucional es que lo diga. Quien pretenda que la Constitución del 78 es maravillosa (o suficiente) y, al tiempo, pretenda quitarle al TS sus funciones casacionales, por ejemplo, o tiene una soberbia empanada mental o, lisa y llanamente, miente. Y mentir no está bien, espero que en esto convengamos todos. ¿Es mucho pedir que haya transparencia, al menos en esto?
El primer requisito para un debate fructífero es que tenga lugar en sede adecuada. Y en España existe un significativo riesgo de que esto no sea así. A mí, por lo menos, eso de la conferencia de presidentes me mosquea. Un rato.
En efecto, no debe olvidarse en ningún momento que el estado democrático liberal de derecho es un estado “para”. Los derechos reconocidos (que cabe discutir qué naturaleza tienen, pero este no es el caso ahora) son ideas-fuerza, informadoras de toda la estructura a cuya definición se aplica la parte orgánica. Así, por tomar un ejemplo simple y antológico a la vez, el principio de división de poderes no tiene sentido per se, sino como protector de la libertad individual, como garante de la necesaria limitación del poder.
Pues bien, como queda dicho y como no podía ser de otro modo, la Constitución española de 1978 no es excepción a esta regla. A la protección y desarrollo de los derechos, principios y valores contenidos en los primeros títulos de nuestra Norma Suprema se orienta todo el resto del texto. La organización de los poderes constituidos y la relación entre ellos. Se da la circunstancia, además, de que en atención a la consagración de ciertos principios relativos a la pluralidad de España, a su carácter de nación compleja –aunque nación única a efectos jurídicos y políticos, conviene no olvidarlo- dicha organización de los poderes constituidos reviste en nuestro país una dimensión territorial. En efecto, la Constitución española implanta un Estado que, sobre los tres poderes montesquinianos, superpone una estructura multinivel en función del territorio –que no afecta por igual a los tres, así, mientras el ejecutivo está descentralizado en tres niveles, el legislativo sólo lo está en dos y el judicial es único; es también único el “órganos de cierre” del sistema: el Tribunal Constitucional-.
Toda esta prolija introducción, que no hace sino recalcar lo obvio para muchos, me sirve para destacar una idea fundamental, que es fácil perder de vista en los debates de estos días: las comunidades autónomas españolas son un órgano constituido más del estado español y, por tanto, como todos los demás órganos a través de los que el constituyente único, el pueblo español, decidió organizar su vida colectiva, existen, son y sólo deben existir y ser para la más plena realización de los principios constitucionales básicos, superiores, sin duda, a las normas de organización. Las comunidades autónomas españolas no preexistían al Texto de 1978, del que traen causa única, y sólo en función de él tienen entidad. Lo mismo las “nacionalidades históricas” que las humildes comunidades meramente administrativas. Esto es así, y se siente. El momento para discutirlo fue la ponencia de 1978 y... volverlo a discutir requiere una ponencia igual.
Pues bien, de lo anterior se sigue que la distribución competencial del Título VIII –manejable muy al gusto de los sucesivos gobiernos merced al malhadado artículo 150.2- no es una especie de menú, al antojo de negociadores. Existen límites, y muy claros, no disponibles, desde luego, para ningún presidente autonómico iluminado, pero tampoco para ninguna conferencia de presidentes atiborrada de talante (dicho sea de paso, he aquí otro pequeño monumento al esperpento continuado zetapero: se pretende residenciar un debate con trascendencia constitucional evidente en un órgano que cabe calificar de aconstitucional, como mínimo).
Un ejemplo permitirá aclarar lo dicho. Hay quien puede pensar que el hecho de que el tribunal superior de justicia de turno en determinada comunidad autónoma agote las instancias judiciales en dicho territorio es materia técnica, disponible y, por ende, dependiente del tamaño de las gónadas de los negociadores o de las apreturas que, en cada momento, padezca el gobierno central de turno. En esta lógica, cabría suponer que los que nos oponemos, lo hacemos porque somos unos centralistas de tomo y lomo, nacionalistas españoles que pretendemos impedir el desarrollo del legítimo autogobierno. Puede que haya algo de todo lo anterior, pero es que hay algo más.
Veamos, el artículo 1 de nuestra Constitución propugna, como valor superior de nuestro ordenamiento, el de la “justicia”. El 14 dice que todos los españoles son iguales ante la ley, el 24 consagra el derecho a la tutela judicial efectiva y, por último, el 9 nos protege de la arbitrariedad, merced a la seguridad jurídica. Pues bien, en términos prácticos, eso se traduce en la siguiente necesidad lógica: la parte orgánica ha de diseñarse de manera tal que todos seamos juzgados por un juez independiente y, además, conforme a criterios uniformes.
A tal fin se consagran dos elementos fundamentales: la unidad del Poder Judicial, único poder no descentralizado (organizado territorialmente para su mejor funcionamiento, que no es lo mismo) y el rol del Tribunal Supremo como tribunal de casación, con jurisdicción en todo el territorio nacional. La función casacional, ahí es nada, consiste en vigilar el “pequeño detalle” de que el derecho se aplica de manera uniforme (no es una instancia más, de revisión de los hechos – que eso es también un derecho fundamental, que se garantiza de otras maneras). Aun siendo legos en derecho podremos concluir fácilmente que: esa función casacional es básica para la existencia de una tutela judicial efectiva y que la función casacional, o se extiende a todo el ámbito de aplicación del derecho en cuestión, o no sirve para nada (de hecho, los tribunales superiores de justicia ostentan funciones casacionales en relación con el derecho foral, que no extiende su ámbito más allá de una comunidad autónoma, y a veces ni eso).
El ejemplo permite ilustrar cómo la atribución al TS de esa función en exclusiva es una necesidad lógica del sistema. Por tanto, quien pretende romper ese estado de cosas, con toda probabilidad, lo que busca es romper la unidad del derecho. Y eso es inconstitucional.
El otro día traíamos a colación otro ejemplo muy actual, el de la economía y la hacienda. Cualquier sistema de financiación que haga no ya imposible, sino sustancialmente más difícil la aplicación del principio de solidaridad – otrosí, trasunto económico del principio de igualdad: los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones se encuentren donde se encuentren- es inconstitucional de pleno. Así lo ratifique la conferencia de presidentes, la Asamblea de la ONU o el tribunal de las aguas de Valencia.
Todo esto no es evidente o, al menos, no tiene por qué serlo si se actúa con el oportuno disimulo. Se dirá que, en estas condiciones, es muy complicado hablar de reformas estatutarias sin derivar en un debate sobre la Constitución. Y es que así es, demonio. ¿Cómo podría ser de otro modo? Hay preguntas que no tienen una respuesta objetiva, sino que dependen de una serie de asunciones previas. Y es, naturalmente, cierto que las pretensiones de cierta gente –legítimas, por lo menos en algunos casos, delirantes muchas veces, pero legítimas- no tienen cabida en el actual esquema. Esquema que, ni que decir tiene, es modificable.
Lo que los ciudadanos podemos y debemos exigir a quien proponga un cambio constitucional es que lo diga. Quien pretenda que la Constitución del 78 es maravillosa (o suficiente) y, al tiempo, pretenda quitarle al TS sus funciones casacionales, por ejemplo, o tiene una soberbia empanada mental o, lisa y llanamente, miente. Y mentir no está bien, espero que en esto convengamos todos. ¿Es mucho pedir que haya transparencia, al menos en esto?
El primer requisito para un debate fructífero es que tenga lugar en sede adecuada. Y en España existe un significativo riesgo de que esto no sea así. A mí, por lo menos, eso de la conferencia de presidentes me mosquea. Un rato.
1 Comments:
Ok, pero eso de que las constituciones son fruto de la suma de voluntades individuales originarias y que son un modo de declarar y defender sus derechos (We the People...) y no de reconocerlos a quien no los tendría de otros modo, no casa con la tradición constitucional europea mucho más estatalista que la anglo-americana.
Eso se nota con la Constitución Europea que ha supuesto una vuelta definitiva a la tradicicón de la constitución octroyée, sólo que en lugar de Luis o Fernando XI o XVI, pues está Chirac o Giscard.
La reforma constitutcional tal y como aquí se plantea tampoco es una demanda de abajo-arriba sino un capricho de arriba al que los demás diremos amén.
¿Transparencia? "¿Para qué", diría Maragall, ingeniero social, "si esto es cosa mía?"
Al final daremos gracias a nuestros líderes por todo.
By apfner, at 4:58 p. m.
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