MÁS LECCIONES DE LA ELECCIÓN BRITÁNICA
Mi último artículo sobre las elecciones británicas, que me servían como excusa para reflexionar sobre el comportamiento de los electores en los distintos países –y, sí, para afirmar que, a mi juicio, el electorado se muestra más maduro en las democracias anglosajonas- ha suscitado algunos comentarios críticos, siempre bienvenidos. Abundaré un poco más en el tema.
Un anónimo comentarista critica mi elogio al electorado americano, cuya actitud resumía yo en aquello de “no se cambia al comandante en jefe en mitad del conflicto”. Mi amable corresponsal dice entiende que mi argumento es poco sólido y, más aún, dice que los argumentos en mi blog (no sé si se refería al post en particular o al conjunto de la bitácora) tienen en nivel de los de Federico J. Losantos –o sea, el demagogo mayor del Reino, según algunos-. Bien es verdad que el lector me decía que esperaba que mejore, o sea que me concede, al menos, una oportunidad. Por supuesto, nada que objetar al juicio del lector, que usa su libertad de expresión como yo la mía, es decir como le da la gana, claro.
Naturalmente, la frase que empleaba es sólo eso, una frase. Y, como tal, no permite más que dar los perfiles básicos de una idea. No es de extrañar, claro, que el lector no encuentre mucha solidez argumental en una frase hecha. Pero, fíjense, sin ánimo de ofender, creo que mi comentarista no ha entendido a qué me refería. Decía en mi post que la frase es de difícil comprensión para los europeos –que la encuentran, incluso, ridícula-. Tal parece. Porque mi corresponsal, ante la palabra “conflicto”, piensa de inmediato en Irak. En ese sentido, ¿por qué no habría de destituirse al comandante en jefe si las cosas no van bien?... Pues porque el “conflicto” al que yo me refería es, más bien, la cuestión, mucho más amplia y general, de la seguridad de los Estados Unidos, tema que allí preocupa mucho y del que Irak es sólo un capítulo. No se trataba, pues, de decidir quién podía salir más airoso del avispero iraquí sino, más bien, quién estaba más capacitado para afrontar la cuestión global de la seguridad. Y los americanos pensaron que Bush.
Y pensaron eso porque los republicanos tienen planes para afrontar el problema. Planes tontos, insensatos, irrealizables, burdos... pero planes, en definitiva. Planes que pasan por la extensión de la democracia –único régimen capaz de garantizar la seguridad- a zonas del mundo donde hoy no existe (y, sí, es posible que esa extensión no se haga siempre –más bien casi nunca- por medio de la sola acción diplomática). Ideas quizá erróneas, pero claras. El senador Kerry fue incapaz de mostrar alternativa sólida alguna. Y perdió por eso. La política exterior americana puede ser equivocada, pero al menos es conocida en sus líneas principales, es decir, que es posible, mediante un cierto esfuerzo intelectual, adoptar por un momento sus puntos de vista, aunque no se compartan. Entonces, la frase de marras cobra todo su sentido.
Y es que, y ya voy hilando con conclusiones más generales, pocas cosas hay peores que la incertidumbre. Es verdad que, en ocasiones, todas las alternativas pueden ser indeseables –y, entonces, hay una crisis profunda del sistema, como ocurre en Argentina y en otros lugares de Sudamérica: sencillamente, el sistema político no produce recambios presentables). También es cierto que el electorado puede verse abocado muchas veces a optar por el mal menor. Y es verdad que, asimismo en ocasiones, el cambio por el cambio puede parecer la opción más razonable, pero eso raramente será cierto. Se habla, a menudo, de la virtud que en sí misma comporta la alternancia; pero la verdad es que, normalmente, la alternancia termina siendo necesidad.
No hay gobiernos que lo hagan todo bien (como, en general, tampoco los hay que lo hagan todo mal). Y por eso el juicio del elector es un juicio complicado, sobre todo si no pretende basarlo en un conjunto de apriorismos, fobias y filias. Es complicado porque la elección suele conllevar la aceptación de cosas que pueden no gustar, a fin de poder obtener al menos una parte de las que sí gustan.
Aceptar alternativas inmaduras por el mero hecho de ser “lo otro” es un error, sólo justificable porque en el gobernante se acumulen deméritos que anulen su aptitud para seguir, que lo conviertan en una suerte de “mal absoluto”. El electorado británico tuvo anteayer, ante sí, una elección difícil, en el sentido de que no había lugar al entusiasmo. Se presentaba, de un lado, un premier desgastado. Desgastado, sí, por una guerra que emprendió contra su opinión pública –aunque con el respaldo de los Comunes, sabedores de la necesidad de honrar la “privilegiada relación”, no sólo por lealtad, sino por interés- pero también por multitud de debates y problemas, los propios que genera la gobernación de una sociedad tan compleja como la británica (inmigración, Europa, impuestos...) a lo largo de diez años. Nada por lo que lanzar las campanas al vuelo, seguro. Pero es que, enfrente, se presentaba un partido, el Tory que, sencillamente, no ha sido capaz de hacer una transición –no un simple cambio de líder, al estilo PSOE-; un partido que no se aclara, por ejemplo, sobre un tema tan trascendente como las relaciones con la Unión Europea.
Toda la prensa británica razonaba del mismo modo: Blair no es perfecto, pero la elección sólo puede ser una. El primer ministro está desgastado, pero, desde luego, no encarna el “mal absoluto” y su programa sigue funcionando. Quizá los tories tengan algo más que ofrecer la próxima vez.
A tenor de los sondeos, así razonaban, hasta fecha próxima al trágico atentado terrorista del 11M, también los españoles, al menos suficientes españoles como para proporcionar al entonces gobierno una mayoría –quizá no una mayoría suficiente, pero eso es otra cuestión-. Juzgaban o parecían juzgar que, no obstante sus evidentes carencias, el proyecto tenía continuidad.
Pero sobre todo juzgaban o parecían juzgar que la alternativa no estaba madura y, toda vez que la situación no requería “cambio por el cambio”, no parecía oportuno darle entrada aún. Los acontecimientos de esos días de marzo, y la llegada masiva a las urnas de electores que suelen luego desentenderse del curso de la política “ordinaria” cambiaron completamente el panorama.
Que el socialismo gobernante no tiene las cosas claras es a todas luces evidente. El mismo jueves, en un programa de debate, Diego López Garrido era incapaz de esbozar las líneas de un proyecto en muchos terrenos. Al cabo de un año, todo siguen siendo eslóganes vacíos. La cuestión nacional, por ejemplo –el tema sobre el que más se habla y se escribe hoy en España- se despachó diciendo que es intención del Gobierno “profundizar en el estado autonómico”. Así, sin más y sin aclaraciones de ningún tipo. La financiación autonómica, al parecer, va a resolverse en una sesión de brainstorming entre presidentes de comunidades, porque el gobierno carece de modelo propio –o lo mantiene bajo siete llaves- lo que, en la práctica, equivale a decir que carece de modelo de estado.
Tampoco parece ninguna prisa por hacer algo, a la vista de los nubarrones que se ciernen en el horizonte de la aún próspera economía nacional. No hay respuestas, para nada. Y quien pregunta encuentra eso, una colección de vaguedades. Ansias infinitas de paz y diálogo, derechos de ciudadanía y profundización en diversas cosas. En fin... cinco leyes en un año.
Pero los españoles no pueden llamarse a engaño. No es lícito decir, a estas alturas, “Zapatero nos engañó”. Porque nada de esto estaba oculto. Es cierto que, a diferencia de ERC, pongamos por caso (en este país, a menudo, los más coherentes son los más extremistas – claro que en el extremismo es siempre más fácil ser coherente), el PSOE no manifestó a las claras qué camino quería seguir, pero eso, en una fuerza política que se presenta como candidata a la gobernación del país es toda una declaración de principios.
Reitero mi conclusión. Si el electorado elige guiarse por unos criterios determinados, no puede luego llamarse a andanas. El electorado español pudo elegir, quizá entre males, pero pudo elegir. Y eligió esto, claro está. Con perdón por la comparación, con los partidos políticos, con la clase política en general, sucede lo mismo que con la telebasura: no se sabe muy bien qué es causa de qué, no se sabe muy bien si la televisión embrutece o sólo responde a las demandas de una teleaudiencia que ya viene embrutecida de casa.
Es posible que, en el mercado electoral, tenga cierta aplicación la ley de Say y toda oferta termine creando su propia demanda, pero tengo para mí que es más cierto que son los electores quienes, en última instancia, modelan a los partidos. Si el electorado no exige, si el electorado tolera, si es consentidor, en definitiva, los aparatos de los partidos carecen por completo de incentivos para mejorar, para cambiar y para desarrollar propuestas mínimamente coherentes.
El partido conservador británico, por ejemplo, sabe a esta hora que tiene que hacer aún más cambios. No le va a bastar con esperar, como no le bastó con esperar, en su día, al laborismo, que hubo de hacer un viaje ideológico descomunal, hasta sincronizarse con la sociedad a la que pretendía servir. Si no hace algo más que cambiar caras, volverá a estrellarse. Dentro de cinco años le espera un examinador riguroso. Si quiere, puede presentarse con unas ansias infinitas de paz, que eso no estorba, pero más le vale aderezarlas con algunas ideas sobre impuestos, inmigración, infraestructuras, educación, sanidad, el euro... O eso, o se empadronan todos en Marbella y lo intentan aquí, que correrán mejor suerte.
Un anónimo comentarista critica mi elogio al electorado americano, cuya actitud resumía yo en aquello de “no se cambia al comandante en jefe en mitad del conflicto”. Mi amable corresponsal dice entiende que mi argumento es poco sólido y, más aún, dice que los argumentos en mi blog (no sé si se refería al post en particular o al conjunto de la bitácora) tienen en nivel de los de Federico J. Losantos –o sea, el demagogo mayor del Reino, según algunos-. Bien es verdad que el lector me decía que esperaba que mejore, o sea que me concede, al menos, una oportunidad. Por supuesto, nada que objetar al juicio del lector, que usa su libertad de expresión como yo la mía, es decir como le da la gana, claro.
Naturalmente, la frase que empleaba es sólo eso, una frase. Y, como tal, no permite más que dar los perfiles básicos de una idea. No es de extrañar, claro, que el lector no encuentre mucha solidez argumental en una frase hecha. Pero, fíjense, sin ánimo de ofender, creo que mi comentarista no ha entendido a qué me refería. Decía en mi post que la frase es de difícil comprensión para los europeos –que la encuentran, incluso, ridícula-. Tal parece. Porque mi corresponsal, ante la palabra “conflicto”, piensa de inmediato en Irak. En ese sentido, ¿por qué no habría de destituirse al comandante en jefe si las cosas no van bien?... Pues porque el “conflicto” al que yo me refería es, más bien, la cuestión, mucho más amplia y general, de la seguridad de los Estados Unidos, tema que allí preocupa mucho y del que Irak es sólo un capítulo. No se trataba, pues, de decidir quién podía salir más airoso del avispero iraquí sino, más bien, quién estaba más capacitado para afrontar la cuestión global de la seguridad. Y los americanos pensaron que Bush.
Y pensaron eso porque los republicanos tienen planes para afrontar el problema. Planes tontos, insensatos, irrealizables, burdos... pero planes, en definitiva. Planes que pasan por la extensión de la democracia –único régimen capaz de garantizar la seguridad- a zonas del mundo donde hoy no existe (y, sí, es posible que esa extensión no se haga siempre –más bien casi nunca- por medio de la sola acción diplomática). Ideas quizá erróneas, pero claras. El senador Kerry fue incapaz de mostrar alternativa sólida alguna. Y perdió por eso. La política exterior americana puede ser equivocada, pero al menos es conocida en sus líneas principales, es decir, que es posible, mediante un cierto esfuerzo intelectual, adoptar por un momento sus puntos de vista, aunque no se compartan. Entonces, la frase de marras cobra todo su sentido.
Y es que, y ya voy hilando con conclusiones más generales, pocas cosas hay peores que la incertidumbre. Es verdad que, en ocasiones, todas las alternativas pueden ser indeseables –y, entonces, hay una crisis profunda del sistema, como ocurre en Argentina y en otros lugares de Sudamérica: sencillamente, el sistema político no produce recambios presentables). También es cierto que el electorado puede verse abocado muchas veces a optar por el mal menor. Y es verdad que, asimismo en ocasiones, el cambio por el cambio puede parecer la opción más razonable, pero eso raramente será cierto. Se habla, a menudo, de la virtud que en sí misma comporta la alternancia; pero la verdad es que, normalmente, la alternancia termina siendo necesidad.
No hay gobiernos que lo hagan todo bien (como, en general, tampoco los hay que lo hagan todo mal). Y por eso el juicio del elector es un juicio complicado, sobre todo si no pretende basarlo en un conjunto de apriorismos, fobias y filias. Es complicado porque la elección suele conllevar la aceptación de cosas que pueden no gustar, a fin de poder obtener al menos una parte de las que sí gustan.
Aceptar alternativas inmaduras por el mero hecho de ser “lo otro” es un error, sólo justificable porque en el gobernante se acumulen deméritos que anulen su aptitud para seguir, que lo conviertan en una suerte de “mal absoluto”. El electorado británico tuvo anteayer, ante sí, una elección difícil, en el sentido de que no había lugar al entusiasmo. Se presentaba, de un lado, un premier desgastado. Desgastado, sí, por una guerra que emprendió contra su opinión pública –aunque con el respaldo de los Comunes, sabedores de la necesidad de honrar la “privilegiada relación”, no sólo por lealtad, sino por interés- pero también por multitud de debates y problemas, los propios que genera la gobernación de una sociedad tan compleja como la británica (inmigración, Europa, impuestos...) a lo largo de diez años. Nada por lo que lanzar las campanas al vuelo, seguro. Pero es que, enfrente, se presentaba un partido, el Tory que, sencillamente, no ha sido capaz de hacer una transición –no un simple cambio de líder, al estilo PSOE-; un partido que no se aclara, por ejemplo, sobre un tema tan trascendente como las relaciones con la Unión Europea.
Toda la prensa británica razonaba del mismo modo: Blair no es perfecto, pero la elección sólo puede ser una. El primer ministro está desgastado, pero, desde luego, no encarna el “mal absoluto” y su programa sigue funcionando. Quizá los tories tengan algo más que ofrecer la próxima vez.
A tenor de los sondeos, así razonaban, hasta fecha próxima al trágico atentado terrorista del 11M, también los españoles, al menos suficientes españoles como para proporcionar al entonces gobierno una mayoría –quizá no una mayoría suficiente, pero eso es otra cuestión-. Juzgaban o parecían juzgar que, no obstante sus evidentes carencias, el proyecto tenía continuidad.
Pero sobre todo juzgaban o parecían juzgar que la alternativa no estaba madura y, toda vez que la situación no requería “cambio por el cambio”, no parecía oportuno darle entrada aún. Los acontecimientos de esos días de marzo, y la llegada masiva a las urnas de electores que suelen luego desentenderse del curso de la política “ordinaria” cambiaron completamente el panorama.
Que el socialismo gobernante no tiene las cosas claras es a todas luces evidente. El mismo jueves, en un programa de debate, Diego López Garrido era incapaz de esbozar las líneas de un proyecto en muchos terrenos. Al cabo de un año, todo siguen siendo eslóganes vacíos. La cuestión nacional, por ejemplo –el tema sobre el que más se habla y se escribe hoy en España- se despachó diciendo que es intención del Gobierno “profundizar en el estado autonómico”. Así, sin más y sin aclaraciones de ningún tipo. La financiación autonómica, al parecer, va a resolverse en una sesión de brainstorming entre presidentes de comunidades, porque el gobierno carece de modelo propio –o lo mantiene bajo siete llaves- lo que, en la práctica, equivale a decir que carece de modelo de estado.
Tampoco parece ninguna prisa por hacer algo, a la vista de los nubarrones que se ciernen en el horizonte de la aún próspera economía nacional. No hay respuestas, para nada. Y quien pregunta encuentra eso, una colección de vaguedades. Ansias infinitas de paz y diálogo, derechos de ciudadanía y profundización en diversas cosas. En fin... cinco leyes en un año.
Pero los españoles no pueden llamarse a engaño. No es lícito decir, a estas alturas, “Zapatero nos engañó”. Porque nada de esto estaba oculto. Es cierto que, a diferencia de ERC, pongamos por caso (en este país, a menudo, los más coherentes son los más extremistas – claro que en el extremismo es siempre más fácil ser coherente), el PSOE no manifestó a las claras qué camino quería seguir, pero eso, en una fuerza política que se presenta como candidata a la gobernación del país es toda una declaración de principios.
Reitero mi conclusión. Si el electorado elige guiarse por unos criterios determinados, no puede luego llamarse a andanas. El electorado español pudo elegir, quizá entre males, pero pudo elegir. Y eligió esto, claro está. Con perdón por la comparación, con los partidos políticos, con la clase política en general, sucede lo mismo que con la telebasura: no se sabe muy bien qué es causa de qué, no se sabe muy bien si la televisión embrutece o sólo responde a las demandas de una teleaudiencia que ya viene embrutecida de casa.
Es posible que, en el mercado electoral, tenga cierta aplicación la ley de Say y toda oferta termine creando su propia demanda, pero tengo para mí que es más cierto que son los electores quienes, en última instancia, modelan a los partidos. Si el electorado no exige, si el electorado tolera, si es consentidor, en definitiva, los aparatos de los partidos carecen por completo de incentivos para mejorar, para cambiar y para desarrollar propuestas mínimamente coherentes.
El partido conservador británico, por ejemplo, sabe a esta hora que tiene que hacer aún más cambios. No le va a bastar con esperar, como no le bastó con esperar, en su día, al laborismo, que hubo de hacer un viaje ideológico descomunal, hasta sincronizarse con la sociedad a la que pretendía servir. Si no hace algo más que cambiar caras, volverá a estrellarse. Dentro de cinco años le espera un examinador riguroso. Si quiere, puede presentarse con unas ansias infinitas de paz, que eso no estorba, pero más le vale aderezarlas con algunas ideas sobre impuestos, inmigración, infraestructuras, educación, sanidad, el euro... O eso, o se empadronan todos en Marbella y lo intentan aquí, que correrán mejor suerte.
3 Comments:
¿Y que cambios deberia hacer el partido conservador?
Parece que ahora los laboristas han copiado su programa y lo aplican de forma light y que a los britanicos les gusta esa copia.
¿Por que no escogen el original?
By Anónimo, at 7:26 p. m.
Estas elecciones son la prueba definitiva de que el resultado de las elecciones del 14-M fueron provocados por los atentados del 11-M.
By Anónimo, at 7:55 p. m.
Sé que es simplificar mucho (demasiado) las cosas, pero cuando un partido de centro-izquierda hace una política de centro-derecha en muchas cosas (y viceversa), tiene muchas posibilidades de conectar electoralmente con "el centro" y ganar elección tras elección. Si Zapatero se aplica el cuento tenemos PSOE para rato; y en las relaciones con Estados Unidos poco a poco lo va haciendo.
Ahora bien, cuando un partido de centro-izquierda hace una política netamente de izquierdas (y viceversa también), como es el caso español por ahora, lo que tendrá será el radicalismo y el enfrentamiento político y social. Es el caso español por ahora. Si Zapatero sigue por esa línea no le doy mucho futuro.
Lo dicho, si Zapatero gira ligeramente a la derecha, seguirá en el poder; si sigue mirando completamente a la izquierda, lo perderá. Aunque, repito, es demasiado simpificador, y hay otros factores también.
By José García Palacios, at 8:09 p. m.
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