LOS COSTES DE LA INCERTIDUMBRE
Al parecer, el ministro Solbes –el ministro cuya misión principal es hacer que el gobierno parezca sensato, recuerden- ha dicho que la tensión autonómica puede perjudicar a la economía. Esto, además de ser una obviedad, ya había sido apuntado por las agencias de calificación crediticia internacionales. Sin embargo, así dicha, la afirmación es algo engañosa.
Que España es un país con una superabundancia de tarados cuyo número no hace sino crecer lo sabía todo el mundo, aquende y allende nuestras fronteras –bueno, claro, al menos los que por obligación profesional o devoción personal van algo más allá de los tópicos del sol y las tapas-. Nuestro país presenta, en ese sentido, una clara desventaja frente a otros, en tanto es portador de un virus (el de la imbecilidad balcanizante). Pero la incidencia final de la enfermedad depende tanto de los factores genéticos como del tratamiento adecuado.
A decir de los voceros de la Izquierda y adláteres, con Aznar, esto estaba a punto de irse literalmente al garete. La intolerancia, ensoberbecimiento y mal talante de nuestro muy castellano presidente estaba llevando las cosas a un punto de no retorno, obligando (sic) al cicloturista más famoso de Llodio a lanzarse pendiente abajo y soliviantando los ánimos a orillas del Mediterráneo (zona norte), donde se requerían sobredosis de seny para aguantar la tensión. Pero hete aquí que, con todo ese nefasto panorama, es ahora y no entonces cuando los agentes económicos se preocupan de veras.
Obviando la posibilidad de que las “fuerzas del capital” protejan a la derecha –esta es otra estupidez muy extendida, como si las “fuerzas del capital” protegieran a alguien-, quizá hay que concluir que, toda vez que la enfermedad no era un secreto para nadie, a lo mejor lo que hay es disconformidad con el nuevo tratamiento.
Para empezar, la credibilidad de una política tiene dos componentes: su coherencia interna y la credibilidad de quien la promueve. Así, si José Mª Aznar (o Felipe González, que al caso me vale, y muy bien, como ejemplo), afirmaban, pongamos por caso, a propósito del caso vasco, que “se iba a cumplir la ley” (frase que, pese a ser parca en palabras, encierra en sí todo un programa), en primer lugar la política parecía en sí sensata -contra lo que pueda parecer y contra lo que algunos quieren hacer ver, cumplir la ley suele ser la alternativa más juiciosa- y el tipo tenía credibilidad, entre otras cosas porque estaba respaldado por una amplia mayoría. Frente a esta situación, ni ZP parece tener las ideas claras ni, desde luego, puede permitirse el lujo de tenerlas, por lo menos en cierto sentido.
Como muy bien decía algún autor afamado, no es lo mismo gobierno estable que gobierno fuerte. El gobierno ZP es estable, toda vez que aúna votos suficientes como para que nadie piense seriamente en descabalgarle, pero hay que ser muy iluso para creerse que es fuerte. Quien, desde luego, no se lo cree son los observadores internacionales.
En primer lugar, claro, está la incertidumbre. En palabras de Diego López Garrido es objetivo de la legislatura “profundizar en el estado autonómico”. Ciertamente, dicho así, no es mucho pero, aunque siempre cabe la esperanza de que, dejando pasar la legislatura, no haya nada que hacer (por ejemplo, porque los triunviros catalanes se peleen entre ellos), conjugando lo confuso del enunciado con la debilidad parlamentaria del que habla –y, en general, con la visión de la jugada, que dirían nuestros cronistas deportivos-, no suena a nada bueno.
Se está diciendo a los que nos observan desde más allá de nuestras fronteras que nuestro país, sabedor de que tiene en su seno poco menos que el germen de su autodestrucción, y no contento con los resultados hasta la fecha, quiere perseverar en el camino andado. Ciertamente, no podría reprochar a nadie que concluyera que los españoles somos gente bastante rara.
Las “tensiones autonómicas” no se han generado, precisamente, por falta de voluntad del estado de descentralizarse –y creo que las racanerías que, sin duda, ha podido haber en el camino no invalidan el argumento- sino, más bien, por una manifiesta falta de lealtad constitucional (la Bundestreue alemana, ¿recuerdan?) por parte de algunas comunidades autónomas. Este argumento ni se menciona y, en ausencia de esa lealtad, la “profundización en el estado autonómico” no cabe entenderla sino como un deshilvanarse mayor de una tela de por sí ya muy desgastada. Vamos, como recetar a un griposo un paseíto de buena mañana, a veintitrés grados bajo cero.
Lo que los mercados internacionales, los operadores económicos y, desde luego, muchos españoles esperan de un gobierno no es que continúe buscando la satisfacción de unos permanentes insatisfechos, sino que cierre un modelo de estado que permita superar, de una vez por todas, el debate de la identidad y deje fuerzas para menesteres mucho más útiles. Un modelo de estado, claro, que no suponga dinamitarlo (no sé, a estas alturas, puede haber quien piense que la ausencia de modelo es un modelo).
El gobierno de ZP, cual bombero pirómano, no sólo no apaga fuegos, sino que los atiza, prometiendo a diestro y siniestro y creando expectativas incluso donde no las hay. Es posible que, en su ingenuidad, nuestro talantoso primer ministro –al que no le debió quedar hueco en la agenda para esas pocas tardes que Sevilla necesitaba para ponerle al día- no se haya dado cuenta de que las boutades no son gratis. Que ya no es sólo el secretario general de un importante partido político, sino el presidente del gobierno de una nación que, además de ser el laboratorio de sus experimentos, es una de las diez economías más grandes del planeta y, por tanto, que le observa mucha gente.
Es antidemocrático, sí, pero posible, que el presidente se niegue a hacernos la merced, a los que le padecemos por imperativo del carnet de identidad, de explicarnos, siquiera someramente, qué es lo que tiene en la cabeza. Pero otros no tienen por qué soportar semejante trato, porque su dinero es soberano, y no tienen por qué prestárselo a un prestatario que ni siquiera desvela sus proyectos –pese a los preocupantes indicios de que son descabellados y están contraindicados para las dolencias del paciente-, o no tienen por qué prestárselo tan barato. Cada gesto suyo cuenta. Cada palabra. Cada vez que se hace fotos flanqueado por banderas republicanas catalanas, cada vez que promete estatutos, honores y gloria a cuanto idiota identitario se le pone a tiro, cada vez que realiza sus esperpénticas intervenciones... jueces severos anotan y puntúan. Y la factura la pagamos los españoles.
Que España es un país con una superabundancia de tarados cuyo número no hace sino crecer lo sabía todo el mundo, aquende y allende nuestras fronteras –bueno, claro, al menos los que por obligación profesional o devoción personal van algo más allá de los tópicos del sol y las tapas-. Nuestro país presenta, en ese sentido, una clara desventaja frente a otros, en tanto es portador de un virus (el de la imbecilidad balcanizante). Pero la incidencia final de la enfermedad depende tanto de los factores genéticos como del tratamiento adecuado.
A decir de los voceros de la Izquierda y adláteres, con Aznar, esto estaba a punto de irse literalmente al garete. La intolerancia, ensoberbecimiento y mal talante de nuestro muy castellano presidente estaba llevando las cosas a un punto de no retorno, obligando (sic) al cicloturista más famoso de Llodio a lanzarse pendiente abajo y soliviantando los ánimos a orillas del Mediterráneo (zona norte), donde se requerían sobredosis de seny para aguantar la tensión. Pero hete aquí que, con todo ese nefasto panorama, es ahora y no entonces cuando los agentes económicos se preocupan de veras.
Obviando la posibilidad de que las “fuerzas del capital” protejan a la derecha –esta es otra estupidez muy extendida, como si las “fuerzas del capital” protegieran a alguien-, quizá hay que concluir que, toda vez que la enfermedad no era un secreto para nadie, a lo mejor lo que hay es disconformidad con el nuevo tratamiento.
Para empezar, la credibilidad de una política tiene dos componentes: su coherencia interna y la credibilidad de quien la promueve. Así, si José Mª Aznar (o Felipe González, que al caso me vale, y muy bien, como ejemplo), afirmaban, pongamos por caso, a propósito del caso vasco, que “se iba a cumplir la ley” (frase que, pese a ser parca en palabras, encierra en sí todo un programa), en primer lugar la política parecía en sí sensata -contra lo que pueda parecer y contra lo que algunos quieren hacer ver, cumplir la ley suele ser la alternativa más juiciosa- y el tipo tenía credibilidad, entre otras cosas porque estaba respaldado por una amplia mayoría. Frente a esta situación, ni ZP parece tener las ideas claras ni, desde luego, puede permitirse el lujo de tenerlas, por lo menos en cierto sentido.
Como muy bien decía algún autor afamado, no es lo mismo gobierno estable que gobierno fuerte. El gobierno ZP es estable, toda vez que aúna votos suficientes como para que nadie piense seriamente en descabalgarle, pero hay que ser muy iluso para creerse que es fuerte. Quien, desde luego, no se lo cree son los observadores internacionales.
En primer lugar, claro, está la incertidumbre. En palabras de Diego López Garrido es objetivo de la legislatura “profundizar en el estado autonómico”. Ciertamente, dicho así, no es mucho pero, aunque siempre cabe la esperanza de que, dejando pasar la legislatura, no haya nada que hacer (por ejemplo, porque los triunviros catalanes se peleen entre ellos), conjugando lo confuso del enunciado con la debilidad parlamentaria del que habla –y, en general, con la visión de la jugada, que dirían nuestros cronistas deportivos-, no suena a nada bueno.
Se está diciendo a los que nos observan desde más allá de nuestras fronteras que nuestro país, sabedor de que tiene en su seno poco menos que el germen de su autodestrucción, y no contento con los resultados hasta la fecha, quiere perseverar en el camino andado. Ciertamente, no podría reprochar a nadie que concluyera que los españoles somos gente bastante rara.
Las “tensiones autonómicas” no se han generado, precisamente, por falta de voluntad del estado de descentralizarse –y creo que las racanerías que, sin duda, ha podido haber en el camino no invalidan el argumento- sino, más bien, por una manifiesta falta de lealtad constitucional (la Bundestreue alemana, ¿recuerdan?) por parte de algunas comunidades autónomas. Este argumento ni se menciona y, en ausencia de esa lealtad, la “profundización en el estado autonómico” no cabe entenderla sino como un deshilvanarse mayor de una tela de por sí ya muy desgastada. Vamos, como recetar a un griposo un paseíto de buena mañana, a veintitrés grados bajo cero.
Lo que los mercados internacionales, los operadores económicos y, desde luego, muchos españoles esperan de un gobierno no es que continúe buscando la satisfacción de unos permanentes insatisfechos, sino que cierre un modelo de estado que permita superar, de una vez por todas, el debate de la identidad y deje fuerzas para menesteres mucho más útiles. Un modelo de estado, claro, que no suponga dinamitarlo (no sé, a estas alturas, puede haber quien piense que la ausencia de modelo es un modelo).
El gobierno de ZP, cual bombero pirómano, no sólo no apaga fuegos, sino que los atiza, prometiendo a diestro y siniestro y creando expectativas incluso donde no las hay. Es posible que, en su ingenuidad, nuestro talantoso primer ministro –al que no le debió quedar hueco en la agenda para esas pocas tardes que Sevilla necesitaba para ponerle al día- no se haya dado cuenta de que las boutades no son gratis. Que ya no es sólo el secretario general de un importante partido político, sino el presidente del gobierno de una nación que, además de ser el laboratorio de sus experimentos, es una de las diez economías más grandes del planeta y, por tanto, que le observa mucha gente.
Es antidemocrático, sí, pero posible, que el presidente se niegue a hacernos la merced, a los que le padecemos por imperativo del carnet de identidad, de explicarnos, siquiera someramente, qué es lo que tiene en la cabeza. Pero otros no tienen por qué soportar semejante trato, porque su dinero es soberano, y no tienen por qué prestárselo a un prestatario que ni siquiera desvela sus proyectos –pese a los preocupantes indicios de que son descabellados y están contraindicados para las dolencias del paciente-, o no tienen por qué prestárselo tan barato. Cada gesto suyo cuenta. Cada palabra. Cada vez que se hace fotos flanqueado por banderas republicanas catalanas, cada vez que promete estatutos, honores y gloria a cuanto idiota identitario se le pone a tiro, cada vez que realiza sus esperpénticas intervenciones... jueces severos anotan y puntúan. Y la factura la pagamos los españoles.
1 Comments:
Lo gracioso de los ministros de ZP, Solbes incluido, es que hablan como si estuvieran en la oposición.
By Coase, at 9:40 a. m.
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