SOBRE LA NATURALEZA DE LOS ESPERPENTOS
Al hilo de los temas que trata hoy en su Rueda de la Fortuna, Jesús Cacho propone una reflexión en forma de imagen que ha llamado poderosamente mi atención. Dice que quizá Calígula no estuviera tan loco cuando nombró senador a su caballo. Y no le falta razón.
De siempre, hemos aprendido a considerar ese gesto, ese monumento al desprecio por toda lógica, desprecio por los demás seres humanos, como el culmen de las aberraciones de un engendro que ocupa, aún hoy, un lugar destacado en la historia del despotismo y la infamia. Pues bien, apunta Cacho que quizá el problema pudiera estribar en que Incitatus tampoco destacara tanto entre sus compañeros. Al fin y al cabo, pudiera ser que el nivel de degeneración del Senado fuese tal que el equino compusiera un digno padre de la patria, no menos digno, en cualquier caso, que sus colegas bípedos. Se invierten así los términos y resulta que el emperador no nombra a su caballo para despreciar al Senado, sino que nombra al bruto porque el Senado se ha hecho despreciable.
Y es que, en definitiva, ¿qué sentido tiene el escándalo cuando toda lógica es ya inaplicable? El esperpento sólo es esperpento en la medida en que haya alguna realidad no esperpéntica con el que confrontarlo, ¿no? Al fin y al cabo, puesto que la esencia de los demás seres nos es, según tantos filósofos, radicalmente inaccesible, si son molinos o gigantes es, en buena medida, cuestión de consenso. Para que el jaco esté fuera de lugar en la noble casa del Senado, habrá que saber distinguir ésta de una cuadra.
Pues bien, cuando una sociedad abjura del sentido común y se acostumbra a ver su presente poblado de las bizarrías más absurdas, poco margen queda para poder calificar comportamientos como desviados o no conformes a la regla. Y el rasgo más destacado de la sociedad española en esta hora es, precisamente, ese, que está acostumbrándose al tráfico corriente de entes, ideas y seres dignos de poblar El Jardín de las Delicias del Bosco, sin ningún tipo de reacción.
Se está acostumbrando, para empezar, a manejar argumentos incoherentes entre sí como si eso fuera lo más normal del mundo, es decir, ya no exige rigor alguno en el discurso, si es que alguna vez lo exigió. Álvaro Delgado Gal dice hoy en ABC que le llama la atención cómo buena parte de la Izquierda, por ejemplo, pretende que es posible una “profundización (se entiende que sustantiva) en el estado autonómico” sin que se resienta la cohesión de España como todo. Comenta que esta misma semana, sin ir más lejos, la alcaldesa de Córdoba –persona destacada en Izquierda Unida- planteaba como compatible el avanzar hacia el estado confederal y el mantenimiento de un alto grado de solidaridad.
Y lo chocante es que esas afirmaciones no parecen producir ningún tipo de perplejidad, en mucha gente. Lo mínimo que se le debería pedir a quien afirme que semejantes cosas son compatibles es que explique cómo. La evidencia es que lo hecho hasta ahora ya ha debilitado gravemente los lazos comunes, ¿cómo es posible, pues, pensar que perseverar en ese camino va a volver a reforzarlos?
No me preocupa, no obstante, la cuestión concreta. Lo preocupante es la facilidad con la que, en este país, se puede armar un discurso que no resista el más mínimo análisis y ponerlo en circulación, a bombo y platillo, sin reacciones significativas.
Como también es preocupante el nivel de acomodo que la sociedad española muestra con la circunstancia de que la ley no se cumpla. A fecha de hoy, hay varias sentencias firmes de los tribunales sobre temas importantes sin cumplir, y esto parece haberse incorporado sin problemas a nuestro paisaje cotidiano. Más aún, se toleran cosas como que el presidente del Gobierno diga, a propósito de la famosa sentencia del caso Antena 3, que “algo habrá que hacer”, para que dicha sentencia no se cumpla. Y lo proclama con luz y taquígrafos, sencillamente, porque no siente ningún pudor, porque no termina de ver la gravedad de lo que afirma; es decir, porque se aproxima a la cuestión desde el punto de vista del ciudadano medio.
Y es que, en España, como en otros lugares, cunde la idea de que las normas, los reglamentos, las leyes, tienen un carácter manifiestamente nominal, que están para ser cumplidas siempre que ese cumplimiento no ocasione males mayores –lo que es un mal mayor queda, por supuesto, tan a juicio del usuario como el decidir qué es procedente o no cumplir del Código de la Circulación- o, simplemente, inconvenientes. En un país donde los defraudadores fiscales se ufanan de ello (un amigo mío, extranjero, me dice que, por supuesto, la gente defrauda en todas partes, pero sólo en España ha visto a alguien proclamarlo con orgullo en un restaurante abarrotado), ¿puede extrañar que el presidente del Gobierno apunte razones de conveniencia para cumplir o no cumplir una sentencia?
Las patologías citadas no son exclusivamente españolas, por supuesto, pero sí parecen genuinas sus manifestaciones estéticas más groseras. La entrevista de Otegi con el Lehendakari, por ejemplo, no tiene parangón en ningún otro lugar del mundo civilizado; ni siquiera en países que son, incluso, menos escrupulosos que el nuestro. Pero, ¿acaso no es una consecuencia lógica del estado de cosas? El Lehendakari dirá, con razón, que no tiene él por qué ser más hipócrita que todos los que siguen reconociendo que su contertulio es pieza imprescindible en el ajedrez vasco –por tanto, que su formación esté ilegalizada es un detalle que habrá que soslayar de algún modo-.
En un país donde un terrorista peligroso ha podido presidir una comisión parlamentaria de derechos humanos, ¿quién se atreve a negarle a Incitatus un escaño por Álava, por ejemplo? ¿por el solo hecho de que es un caballo? Es evidente que diferencias más graves con el común de los mortales se soslayan con cierta comodidad (como la precitada del diputado vasco, que se diferencia del noble bruto en el noble). Incitatus da coces, pero nunca es adrede, y no sabe hablar, al igual, según quedó acreditado, que muchos diputados en la Asamblea de Madrid.
Y lo paradójico es que eso sí sería un escándalo, ¿verdad? Y quien lo propusiera pasaría por loco, supongo. Lo cual no deja de ser curioso. ¿Cuáles son los límites del esperpento? Porque resulta chocante que la progresía, el pensamiento débil, critica los valores tradicionales por arbitrarios pero, ¿cuáles son los nuevos? ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, decir que la familia tradicional “ya no es el modelo” y negarse después a dar carta de naturaleza a otros (como la familia poligámica)?
O hay lógica o no la hay, pero no puede haber una lógica parcial. Si el Lehendakari recibe a Otegi, yo no pago impuestos. ¿Alguien puede explicarme por qué este razonamiento no es válido? ¿alguien puede decirme por qué tengo que respetar unas leyes que no obligan a todos por igual? Y, por favor, no me contesten que mi discurso es demagógico o absurdo, porque tampoco entiendo porque mis absurdeces, como las de cualquier otro hijo de vecino, son más ridículas que las de cualquiera.
Incitatus no socava ningún cimiento, créanme. Sólo se apacienta mansamente allí donde no destaca.
De siempre, hemos aprendido a considerar ese gesto, ese monumento al desprecio por toda lógica, desprecio por los demás seres humanos, como el culmen de las aberraciones de un engendro que ocupa, aún hoy, un lugar destacado en la historia del despotismo y la infamia. Pues bien, apunta Cacho que quizá el problema pudiera estribar en que Incitatus tampoco destacara tanto entre sus compañeros. Al fin y al cabo, pudiera ser que el nivel de degeneración del Senado fuese tal que el equino compusiera un digno padre de la patria, no menos digno, en cualquier caso, que sus colegas bípedos. Se invierten así los términos y resulta que el emperador no nombra a su caballo para despreciar al Senado, sino que nombra al bruto porque el Senado se ha hecho despreciable.
Y es que, en definitiva, ¿qué sentido tiene el escándalo cuando toda lógica es ya inaplicable? El esperpento sólo es esperpento en la medida en que haya alguna realidad no esperpéntica con el que confrontarlo, ¿no? Al fin y al cabo, puesto que la esencia de los demás seres nos es, según tantos filósofos, radicalmente inaccesible, si son molinos o gigantes es, en buena medida, cuestión de consenso. Para que el jaco esté fuera de lugar en la noble casa del Senado, habrá que saber distinguir ésta de una cuadra.
Pues bien, cuando una sociedad abjura del sentido común y se acostumbra a ver su presente poblado de las bizarrías más absurdas, poco margen queda para poder calificar comportamientos como desviados o no conformes a la regla. Y el rasgo más destacado de la sociedad española en esta hora es, precisamente, ese, que está acostumbrándose al tráfico corriente de entes, ideas y seres dignos de poblar El Jardín de las Delicias del Bosco, sin ningún tipo de reacción.
Se está acostumbrando, para empezar, a manejar argumentos incoherentes entre sí como si eso fuera lo más normal del mundo, es decir, ya no exige rigor alguno en el discurso, si es que alguna vez lo exigió. Álvaro Delgado Gal dice hoy en ABC que le llama la atención cómo buena parte de la Izquierda, por ejemplo, pretende que es posible una “profundización (se entiende que sustantiva) en el estado autonómico” sin que se resienta la cohesión de España como todo. Comenta que esta misma semana, sin ir más lejos, la alcaldesa de Córdoba –persona destacada en Izquierda Unida- planteaba como compatible el avanzar hacia el estado confederal y el mantenimiento de un alto grado de solidaridad.
Y lo chocante es que esas afirmaciones no parecen producir ningún tipo de perplejidad, en mucha gente. Lo mínimo que se le debería pedir a quien afirme que semejantes cosas son compatibles es que explique cómo. La evidencia es que lo hecho hasta ahora ya ha debilitado gravemente los lazos comunes, ¿cómo es posible, pues, pensar que perseverar en ese camino va a volver a reforzarlos?
No me preocupa, no obstante, la cuestión concreta. Lo preocupante es la facilidad con la que, en este país, se puede armar un discurso que no resista el más mínimo análisis y ponerlo en circulación, a bombo y platillo, sin reacciones significativas.
Como también es preocupante el nivel de acomodo que la sociedad española muestra con la circunstancia de que la ley no se cumpla. A fecha de hoy, hay varias sentencias firmes de los tribunales sobre temas importantes sin cumplir, y esto parece haberse incorporado sin problemas a nuestro paisaje cotidiano. Más aún, se toleran cosas como que el presidente del Gobierno diga, a propósito de la famosa sentencia del caso Antena 3, que “algo habrá que hacer”, para que dicha sentencia no se cumpla. Y lo proclama con luz y taquígrafos, sencillamente, porque no siente ningún pudor, porque no termina de ver la gravedad de lo que afirma; es decir, porque se aproxima a la cuestión desde el punto de vista del ciudadano medio.
Y es que, en España, como en otros lugares, cunde la idea de que las normas, los reglamentos, las leyes, tienen un carácter manifiestamente nominal, que están para ser cumplidas siempre que ese cumplimiento no ocasione males mayores –lo que es un mal mayor queda, por supuesto, tan a juicio del usuario como el decidir qué es procedente o no cumplir del Código de la Circulación- o, simplemente, inconvenientes. En un país donde los defraudadores fiscales se ufanan de ello (un amigo mío, extranjero, me dice que, por supuesto, la gente defrauda en todas partes, pero sólo en España ha visto a alguien proclamarlo con orgullo en un restaurante abarrotado), ¿puede extrañar que el presidente del Gobierno apunte razones de conveniencia para cumplir o no cumplir una sentencia?
Las patologías citadas no son exclusivamente españolas, por supuesto, pero sí parecen genuinas sus manifestaciones estéticas más groseras. La entrevista de Otegi con el Lehendakari, por ejemplo, no tiene parangón en ningún otro lugar del mundo civilizado; ni siquiera en países que son, incluso, menos escrupulosos que el nuestro. Pero, ¿acaso no es una consecuencia lógica del estado de cosas? El Lehendakari dirá, con razón, que no tiene él por qué ser más hipócrita que todos los que siguen reconociendo que su contertulio es pieza imprescindible en el ajedrez vasco –por tanto, que su formación esté ilegalizada es un detalle que habrá que soslayar de algún modo-.
En un país donde un terrorista peligroso ha podido presidir una comisión parlamentaria de derechos humanos, ¿quién se atreve a negarle a Incitatus un escaño por Álava, por ejemplo? ¿por el solo hecho de que es un caballo? Es evidente que diferencias más graves con el común de los mortales se soslayan con cierta comodidad (como la precitada del diputado vasco, que se diferencia del noble bruto en el noble). Incitatus da coces, pero nunca es adrede, y no sabe hablar, al igual, según quedó acreditado, que muchos diputados en la Asamblea de Madrid.
Y lo paradójico es que eso sí sería un escándalo, ¿verdad? Y quien lo propusiera pasaría por loco, supongo. Lo cual no deja de ser curioso. ¿Cuáles son los límites del esperpento? Porque resulta chocante que la progresía, el pensamiento débil, critica los valores tradicionales por arbitrarios pero, ¿cuáles son los nuevos? ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, decir que la familia tradicional “ya no es el modelo” y negarse después a dar carta de naturaleza a otros (como la familia poligámica)?
O hay lógica o no la hay, pero no puede haber una lógica parcial. Si el Lehendakari recibe a Otegi, yo no pago impuestos. ¿Alguien puede explicarme por qué este razonamiento no es válido? ¿alguien puede decirme por qué tengo que respetar unas leyes que no obligan a todos por igual? Y, por favor, no me contesten que mi discurso es demagógico o absurdo, porque tampoco entiendo porque mis absurdeces, como las de cualquier otro hijo de vecino, son más ridículas que las de cualquiera.
Incitatus no socava ningún cimiento, créanme. Sólo se apacienta mansamente allí donde no destaca.
2 Comments:
El problema es que tácitamente hemos delegado en el Lehendakari la facultad para decidir qué es lo correcto y lo incorrecto. En él, como en tantos otros políticos. Sacralizamos la autoridad.
Eso es algo que ya anticipó el mismísimo Hobbes cuando afirmaba que es justo lo mandado por el simple motivo de que entre los derechos que los hombres habían cedido al soberano para salir del estado de guerra y constituir las sociedades políticas estaba el derecho para apreciar qué es justo e injusto.
Algo así nos ha pasado a nosotros. La democracia no es un método para seleccionar a los gestores de os asuntos comunes, sino un procedimiento para solventar problemas morales y para aplicar modelos de virtud social y personal. Pero hoy las democracias se han moralizado y si la mayoría o los representantes de la mayoría lo dicen, entonces es justo.
By apfner, at 8:09 p. m.
Caligula no nombro senador a su caballo; solo dijo que su caballo podria ser senador (en claro desprecio a los senadores).
By Anónimo, at 10:14 p. m.
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