¿UN FDP ESPAÑOL?
De nuevo, domingo. La actualidad viene marcada por el referéndum francés, sin duda, pero ese será tema de la semana entrante. Aprovechemos la tranquilidad para retomar asuntos que se nos han ido quedando pendientes esta semana que termina.
En contestación a la entrada “Alemania, Europa”, el amigo Luis (Desde el Exilio) hacía mención del buen papel que puede jugar allí el FDP, o sea los liberales. Es verdad. Así ha sido en ocasiones anteriores. Los liberales, por sí mismos, no son gran cosa –no somos gran cosa en ningún sitio, eso es cierto-, pero en coalición, normalmente con la CDU son un elemento dinamizador de primer orden. A menudo se olvida que el gran político alemán de la época más reciente, y el verdadero continuador de la generación de estadistas que representaron Adenauer, Erhardt y compañía fue Hans Dietrich Genscher.
El FDP es, creo, un gran activo de la política alemana, del mismo modo que los Verdes son un gran pasivo. Es difícil hacer, pues, un juicio general sobre los partidos bisagra. A veces son catalizadores de políticas mejores, a veces potenciadores del desastre.
La pregunta que me viene a la cabeza –como, supongo, a muchos otros liberales españoles- es, ¿por qué aquí no? Uno siente la tentación de pensar que, si fuesen posibles, cuando menos, gobiernos de coalición con los liberales, ni el PP estaría totalmente entregado a su alma más democristiana-conservadora, ni, quizá, el PSOE tendría por qué haber tomado la deriva delirante por la que hoy se desliza –aunque, inciso, tengo para mí que esa deriva no viene forzada en exclusiva por el esperpéntico repertorio de socios que tiene, sino por la indefinible personalidad de su líder-. ¿Podrían, podríamos, pues, los liberales desempeñar algún papel más en la política española que el de pepitos grillos en diarios electrónicos, blogs y, ocasionalmente, alguna columna periodística con solera?
La verdad es que lo dudo. Y ello por dos razones fundamentales.
La primera, una razón de fondo. Los liberales son pocos en casi todas partes, pero en España somos poquísimos –quizá sólo en Francia hay menos, pero es que allí el estatismo es la religión de estado, el verdadero galicanismo es la pasión por el estado, sea en versión gaullista, sea en versión socialista-. Y la configuración del espectro político no nos deja mucho sitio. Es, en parte, consecuencia del sistema electoral, como diré luego, pero no sólo.
El debate político en España es de un nivel muy bajo. Tanto, que apenas permite matices. En los últimos tiempos, merced al zapaterismo, incluso está perdiendo todo tinte de racionalidad, a fuerza de introducir en el discurso, de manera continuada, conceptos vacíos, sinsentidos e ideas informes. Es muy difícil que, en este clima, prospere, siquiera mínimamente, ninguna propuesta que, por liberal, habrá de ser diferente a lo que se estila.
Por otra parte, es difícil exagerar hasta qué punto es intolerante el pensamiento único en España, y lo proscrita que está la diferencia. No hace mucho, me decía un amigo, en un comentario, que no entendía por qué, por ejemplo, los que se oponen –con respetable fundamento- a un estado de autonomías más desarrollado, o incluso a la propia existencia del estado de las autonomías, no se dejaban oír. Pues, evidentemente, porque es muy difícil hacerse oír si se discrepa de la corriente mayoritaria. El ámbito de la discrepancia tolerada es estrecho.
Tiene, en fin, el liberalismo muy mala prensa en nuestro país. Cuarenta años de franquismo y quince de socialismo –con ocho de derecha conservadora y bastante acomplejada en medio- no son, desde luego, el mejor caldo de cultivo para el desarrollo de un discurso de la libertad y la responsabilidad personales.
Cuando se presentó a aquellas elecciones presidenciales en las que fue rival de Fujimori, sus asesores le decían a Vargas Llosa que hiciera el favor de no decir la verdad. Que, simplemente, le prometiera al pueblo jauja y, después, aplicara las políticas de saneamiento económico que el país necesitara, sin más. Vargas Llosa se negó, se negó a ejercer esa especie de neodespotismo ilustrado, y se empeñó en decirle a la gente lo que la gente no quería oír. Fujimori ganó, claro, y procedió exactamente como los asesores de Vargas Llosa aconsejaban. Diríase, pues, que el pueblo peruano estaba dispuesto a soportar padecimientos sin cuento, pero no a que se le hablara de ello.
Con las naturales diferencias, la España y la Europa contemporáneas son parecidas a aquel Perú. Mal caldo de cultivo para un discurso liberal.
El segundo problema, relacionado con el primero, es el sistema electoral español. Digo yo que, algún día, habría que hablar de este tema en serio. Sencillamente, porque la realidad ha resultado no ser como los constituyentes preveían. Su sistema electoral –en realidad, buena parte de la arquitectura constitucional- estaba encaminado a la formación de gobiernos estables, porque se temían que la menesterosa situación del gobierno Suárez iba a ser la regla general. Desde luego, a la vista de la sopa de siglas que eran las Cortes del 77, nadie podría reprocharles esa conclusión.
Pero no fue así. Desde entonces, las mayorías absolutas han sido tanto o más corrientes que las mayorías relativas y, finalmente, los grandes beneficiarios del sistema han sido los nacionalismos –que casi desaparecerían del mapa con el simple cambio de que el mínimo necesario de votos, tres por cien, se exigiera a nivel nacional y no provincial (cambio que, hoy por hoy, es inconstitucional)-. Las coaliciones y los pactos de legislatura, que no son malos en sí mismos, se vuelven poco deseables porque los partidos nacionales están condenados a entenderse con quienes no son leales al sistema.
Las víctimas del sistema son los “terceros en discordia”, naturalmente. El caso de Izquierda Unida es paradigmático, pero cabe suponer que lo mismo le sucedería a un partido liberal, en el dudoso supuesto de que consiguiera, de entrada, los apoyos necesarios para hacer una campaña digna.
En resumidas cuentas, la idea es atractiva, sin duda. Y creo que, además, sería muy bueno para España. Un partido liberal medianamente fuerte podría ser un agente dinamizador y, además, un garante de estabilidad –estabilidad sin necesidad de desmontar nada a cambio-. Pero conviene no engañarse. Estamos tan lejos de nuestro FDP como Madrid de Berlín.
En contestación a la entrada “Alemania, Europa”, el amigo Luis (Desde el Exilio) hacía mención del buen papel que puede jugar allí el FDP, o sea los liberales. Es verdad. Así ha sido en ocasiones anteriores. Los liberales, por sí mismos, no son gran cosa –no somos gran cosa en ningún sitio, eso es cierto-, pero en coalición, normalmente con la CDU son un elemento dinamizador de primer orden. A menudo se olvida que el gran político alemán de la época más reciente, y el verdadero continuador de la generación de estadistas que representaron Adenauer, Erhardt y compañía fue Hans Dietrich Genscher.
El FDP es, creo, un gran activo de la política alemana, del mismo modo que los Verdes son un gran pasivo. Es difícil hacer, pues, un juicio general sobre los partidos bisagra. A veces son catalizadores de políticas mejores, a veces potenciadores del desastre.
La pregunta que me viene a la cabeza –como, supongo, a muchos otros liberales españoles- es, ¿por qué aquí no? Uno siente la tentación de pensar que, si fuesen posibles, cuando menos, gobiernos de coalición con los liberales, ni el PP estaría totalmente entregado a su alma más democristiana-conservadora, ni, quizá, el PSOE tendría por qué haber tomado la deriva delirante por la que hoy se desliza –aunque, inciso, tengo para mí que esa deriva no viene forzada en exclusiva por el esperpéntico repertorio de socios que tiene, sino por la indefinible personalidad de su líder-. ¿Podrían, podríamos, pues, los liberales desempeñar algún papel más en la política española que el de pepitos grillos en diarios electrónicos, blogs y, ocasionalmente, alguna columna periodística con solera?
La verdad es que lo dudo. Y ello por dos razones fundamentales.
La primera, una razón de fondo. Los liberales son pocos en casi todas partes, pero en España somos poquísimos –quizá sólo en Francia hay menos, pero es que allí el estatismo es la religión de estado, el verdadero galicanismo es la pasión por el estado, sea en versión gaullista, sea en versión socialista-. Y la configuración del espectro político no nos deja mucho sitio. Es, en parte, consecuencia del sistema electoral, como diré luego, pero no sólo.
El debate político en España es de un nivel muy bajo. Tanto, que apenas permite matices. En los últimos tiempos, merced al zapaterismo, incluso está perdiendo todo tinte de racionalidad, a fuerza de introducir en el discurso, de manera continuada, conceptos vacíos, sinsentidos e ideas informes. Es muy difícil que, en este clima, prospere, siquiera mínimamente, ninguna propuesta que, por liberal, habrá de ser diferente a lo que se estila.
Por otra parte, es difícil exagerar hasta qué punto es intolerante el pensamiento único en España, y lo proscrita que está la diferencia. No hace mucho, me decía un amigo, en un comentario, que no entendía por qué, por ejemplo, los que se oponen –con respetable fundamento- a un estado de autonomías más desarrollado, o incluso a la propia existencia del estado de las autonomías, no se dejaban oír. Pues, evidentemente, porque es muy difícil hacerse oír si se discrepa de la corriente mayoritaria. El ámbito de la discrepancia tolerada es estrecho.
Tiene, en fin, el liberalismo muy mala prensa en nuestro país. Cuarenta años de franquismo y quince de socialismo –con ocho de derecha conservadora y bastante acomplejada en medio- no son, desde luego, el mejor caldo de cultivo para el desarrollo de un discurso de la libertad y la responsabilidad personales.
Cuando se presentó a aquellas elecciones presidenciales en las que fue rival de Fujimori, sus asesores le decían a Vargas Llosa que hiciera el favor de no decir la verdad. Que, simplemente, le prometiera al pueblo jauja y, después, aplicara las políticas de saneamiento económico que el país necesitara, sin más. Vargas Llosa se negó, se negó a ejercer esa especie de neodespotismo ilustrado, y se empeñó en decirle a la gente lo que la gente no quería oír. Fujimori ganó, claro, y procedió exactamente como los asesores de Vargas Llosa aconsejaban. Diríase, pues, que el pueblo peruano estaba dispuesto a soportar padecimientos sin cuento, pero no a que se le hablara de ello.
Con las naturales diferencias, la España y la Europa contemporáneas son parecidas a aquel Perú. Mal caldo de cultivo para un discurso liberal.
El segundo problema, relacionado con el primero, es el sistema electoral español. Digo yo que, algún día, habría que hablar de este tema en serio. Sencillamente, porque la realidad ha resultado no ser como los constituyentes preveían. Su sistema electoral –en realidad, buena parte de la arquitectura constitucional- estaba encaminado a la formación de gobiernos estables, porque se temían que la menesterosa situación del gobierno Suárez iba a ser la regla general. Desde luego, a la vista de la sopa de siglas que eran las Cortes del 77, nadie podría reprocharles esa conclusión.
Pero no fue así. Desde entonces, las mayorías absolutas han sido tanto o más corrientes que las mayorías relativas y, finalmente, los grandes beneficiarios del sistema han sido los nacionalismos –que casi desaparecerían del mapa con el simple cambio de que el mínimo necesario de votos, tres por cien, se exigiera a nivel nacional y no provincial (cambio que, hoy por hoy, es inconstitucional)-. Las coaliciones y los pactos de legislatura, que no son malos en sí mismos, se vuelven poco deseables porque los partidos nacionales están condenados a entenderse con quienes no son leales al sistema.
Las víctimas del sistema son los “terceros en discordia”, naturalmente. El caso de Izquierda Unida es paradigmático, pero cabe suponer que lo mismo le sucedería a un partido liberal, en el dudoso supuesto de que consiguiera, de entrada, los apoyos necesarios para hacer una campaña digna.
En resumidas cuentas, la idea es atractiva, sin duda. Y creo que, además, sería muy bueno para España. Un partido liberal medianamente fuerte podría ser un agente dinamizador y, además, un garante de estabilidad –estabilidad sin necesidad de desmontar nada a cambio-. Pero conviene no engañarse. Estamos tan lejos de nuestro FDP como Madrid de Berlín.
4 Comments:
El problema del liberalismo en España no es solo los 40 años de Franco los 15 del Psoe y los 8 de Aznar.Si miras el siglo anterior, el XIX,el liberalismo solo goberno 10 años...
By Anónimo, at 4:35 p. m.
Lamentablemente tienes razón Fernando. Las perspwectivas de que en España surja un movimiento político liberal al estilo del FDP son ciertamente remotas. Una pena. Tu apreciación sobre el FDP germano y sus "efectos" en la política del país son, por otra parte, muy acertadas.
By Luis I. Gómez, at 7:22 a. m.
No es necesario un partido liberal ( que en el momento que tocara poder dejaría de serlo ) sino que bastaría con modificar el sistema electoral.
Una política no liberal y proteccionista le valdría a algún político del psoe/nazionalista para ganar algún escaño en Extremadura, Sevilla, Vizcaya etc. pero en grandes ciudades como Málaga, Madrid o Barcelona lo del per suena a cachondeo y no importa tanto de donde viene el tomate o la patata sino su costo; por ello pienso que se liberalizaría bastante el perfil de los políticos.
By Anónimo, at 12:00 p. m.
El FDP no es tan liberal como les gusta aparecer..
El partido FDP me ha desilusionado varias veces: De sus ideas liberales y, en un país tan protecionado del estado como Alemania, radicales no queda mucho a penas que estén en poder. Ellos también tienen sus clientes, sus grupos de la sociedad que protecionan de demasiado libertad y demasiado mercado, p ej los abogados y los medicos.
Cada vez cuando se trataba de cortar beneficios por estos grupos bien situados en Alemania la FDP votó en contra libertad.
Éso siempre será el problema de un partido liberal en Europa, ya que estan enraízados en grupos sociales: Qué es más facil identificar los disventajas de su política por ciertos grupos que los benficios por la sociedad.
By Anónimo, at 1:05 p. m.
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