EL LIBERALISMO Y SUS CONTRADICCIONES
Alberto Recarte habla hoy, en Libertad Digital, sobre sus aparentes contradicciones como liberal. De hecho, termina preguntándose si él es liberal, liberal-conservador, neoconservador o conservador a secas. Se pregunta, por ejemplo, si tiene sentido que un liberal esté en contra del tipo único del impuesto sobre la renta, de las balanzas fiscales (de las subvenciones entre autonomías, por tanto), de la intervención americana en Irak y, en fin, de otras muchas cosas.
Desde luego, yo le diría al amigo Recarte que, para empezar, la contradicción es bastante inherente a la condición humana; que es muy saludable poner en cuestión, de forma continua, las propias convicciones y, desde luego, que el liberalismo –como yo lo entiendo, al menos- no es una fe. Ni siquiera es una ideología, en el más estricto sentido del término. Quien quiera explicaciones totales de la realidad hará bien en apuntarse a alguna Iglesia, a un partido nacionalista o a algún otro extremismo con respuestas para todo.
Más en general, las palabras de Recarte llaman mi atención sobre todas esas visiones simplistas, reduccionistas, economicistas de los liberales y el liberalismo. Según estas visiones, los liberales son unos señores muy raros, que van por el mundo diciendo que todo tiene que ser privado, que hay que “dejar hacer, dejar pasar” y que están en contra de casi todo lo que el común de los mortales acepta como normal y deseable. Si se da el paso adicional de tildar estas actitudes de inmorales, el camino está expedito para hacer de la palabra “liberal” un insulto –cosa en extremo paradójica, pero común, al menos en el país que inventó el vocablo, o sea este-, sobre todo acompañado del tiznante prefijo “neo” (lo del “neo” añade a los horrores de la ideología en sí, el matiz del muerto viviente, del monstruo ya superado que resurge de sus cenizas).
El liberalismo político va mucho más allá que el liberalismo económico, desde luego –y empleo ambos vocablos como valores entendidos-. Y si el liberalismo político tiene una idea-fuerza es la preservación de la libertad humana. Una libertad que, por otra parte, se realiza en el plano concreto y que nunca es un valor absoluto. El liberalismo, sobre todo el liberalismo inspirado en la práctica política inglesa, es en esencia posibilista y pragmático. En este sentido, hay que estar preparados para entender que la vida es elección. El mantenimiento a ultranza de ciertas convicciones puede conducir al paradójico resultado de un menor nivel del libertad, lo cual es contradictorio con las propias bases del liberalismo. Y esto puede no ser obvio.
¿Acaso un País Vasco independiente no podría constituir un paraíso fiscal que obligara a España a rebajar sus tipos tributarios? Pues no. No al precio de que muchos conciudadanos tengan que vivir en un régimen racista, podrido de nazis y, por tanto, sufriendo en su libertad mermas muy superiores a las que se derivan del régimen impositivo, por ejemplo.
El debate sobre las balanzas fiscales, por ejemplo, tiene el pequeño inconveniente de ser irracional y demagógico. Malo es, sin duda, tener unas regiones permanentemente subsidiadas por otras, pero mucho peor es tener un sistema político que no opera conforme a criterios de racionalidad. Desde un enfoque genuinamente liberal, importa más, mucho más, la eventualidad de que, cada día, estamos gobernados menos por la razón y más por la demagogia que las posibles ineficiencias fiscales del sistema.
No son liberales las soluciones a los problemas que pasen por retorcer el estado de derecho. Sencillamente, es peor el remedio de que la enfermedad. Como he dicho alguna vez –y tomo prestado el ejemplo de Rodríguez Braun-, es infinitamente preferible un estado ávido de recursos pero constreñido por el derecho como Dinamarca que una cleptocracia sin freno como Argentina. Es preferible en algunos aspectos, sin duda, la muy intervencionista Suecia que la insufrible mezcolanza entre lo público y lo privado que alguien ha tenido la desvergüenza de calificar de “capitalismo español”.
El régimen chino, al menos en ciertas zonas, se está convirtiendo en un régimen de laissez faire, laissez passer. Pero eso sigue siendo una dictadura monstruosa. Una dictadura salvaje en la que se legaliza el lucro personal es un régimen repulsivo, no un régimen liberal.
Creo que las contradicciones de Recarte no son tales. Más bien, cuando opina que la intervención en Irak fue correcta o cuando cree que el debate sobre las balanzas fiscales está fuera de lugar está mostrándose como liberal genuino: está demostrando que sabe diferenciar los objetivos inmediatos de los objetivos últimos.
Desde luego, yo le diría al amigo Recarte que, para empezar, la contradicción es bastante inherente a la condición humana; que es muy saludable poner en cuestión, de forma continua, las propias convicciones y, desde luego, que el liberalismo –como yo lo entiendo, al menos- no es una fe. Ni siquiera es una ideología, en el más estricto sentido del término. Quien quiera explicaciones totales de la realidad hará bien en apuntarse a alguna Iglesia, a un partido nacionalista o a algún otro extremismo con respuestas para todo.
Más en general, las palabras de Recarte llaman mi atención sobre todas esas visiones simplistas, reduccionistas, economicistas de los liberales y el liberalismo. Según estas visiones, los liberales son unos señores muy raros, que van por el mundo diciendo que todo tiene que ser privado, que hay que “dejar hacer, dejar pasar” y que están en contra de casi todo lo que el común de los mortales acepta como normal y deseable. Si se da el paso adicional de tildar estas actitudes de inmorales, el camino está expedito para hacer de la palabra “liberal” un insulto –cosa en extremo paradójica, pero común, al menos en el país que inventó el vocablo, o sea este-, sobre todo acompañado del tiznante prefijo “neo” (lo del “neo” añade a los horrores de la ideología en sí, el matiz del muerto viviente, del monstruo ya superado que resurge de sus cenizas).
El liberalismo político va mucho más allá que el liberalismo económico, desde luego –y empleo ambos vocablos como valores entendidos-. Y si el liberalismo político tiene una idea-fuerza es la preservación de la libertad humana. Una libertad que, por otra parte, se realiza en el plano concreto y que nunca es un valor absoluto. El liberalismo, sobre todo el liberalismo inspirado en la práctica política inglesa, es en esencia posibilista y pragmático. En este sentido, hay que estar preparados para entender que la vida es elección. El mantenimiento a ultranza de ciertas convicciones puede conducir al paradójico resultado de un menor nivel del libertad, lo cual es contradictorio con las propias bases del liberalismo. Y esto puede no ser obvio.
¿Acaso un País Vasco independiente no podría constituir un paraíso fiscal que obligara a España a rebajar sus tipos tributarios? Pues no. No al precio de que muchos conciudadanos tengan que vivir en un régimen racista, podrido de nazis y, por tanto, sufriendo en su libertad mermas muy superiores a las que se derivan del régimen impositivo, por ejemplo.
El debate sobre las balanzas fiscales, por ejemplo, tiene el pequeño inconveniente de ser irracional y demagógico. Malo es, sin duda, tener unas regiones permanentemente subsidiadas por otras, pero mucho peor es tener un sistema político que no opera conforme a criterios de racionalidad. Desde un enfoque genuinamente liberal, importa más, mucho más, la eventualidad de que, cada día, estamos gobernados menos por la razón y más por la demagogia que las posibles ineficiencias fiscales del sistema.
No son liberales las soluciones a los problemas que pasen por retorcer el estado de derecho. Sencillamente, es peor el remedio de que la enfermedad. Como he dicho alguna vez –y tomo prestado el ejemplo de Rodríguez Braun-, es infinitamente preferible un estado ávido de recursos pero constreñido por el derecho como Dinamarca que una cleptocracia sin freno como Argentina. Es preferible en algunos aspectos, sin duda, la muy intervencionista Suecia que la insufrible mezcolanza entre lo público y lo privado que alguien ha tenido la desvergüenza de calificar de “capitalismo español”.
El régimen chino, al menos en ciertas zonas, se está convirtiendo en un régimen de laissez faire, laissez passer. Pero eso sigue siendo una dictadura monstruosa. Una dictadura salvaje en la que se legaliza el lucro personal es un régimen repulsivo, no un régimen liberal.
Creo que las contradicciones de Recarte no son tales. Más bien, cuando opina que la intervención en Irak fue correcta o cuando cree que el debate sobre las balanzas fiscales está fuera de lugar está mostrándose como liberal genuino: está demostrando que sabe diferenciar los objetivos inmediatos de los objetivos últimos.
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