CREER O NO CREER: UN DILEMA INADMISIBLE
Si tuviera que resumir la nota más característica, a mi juicio, de este año largo de José Luis Rodríguez, el Esdrújulo, sería, sin duda sería el deslizamiento definitivo de la política española –que nunca gozó de un nivel glorioso en sus debates, para qué engañarnos- hacia un tremendo grado de irracionalidad.
El presidente parece encontrarse cómodo en un discurso trufado de palabrería hueca, conceptos vagos y términos-comodín, que ha terminado por contaminar la totalidad del lenguaje político y que, básicamente, contribuye a dividir el espectro en dos tramos: los que creen en él y los que no.
Rodríguez parece haber renunciado por completo al esfuerzo de explicarse. Vive a gusto con sus contradicciones –que se pusieron de manifiesto, en el reciente debate sobre el estado de la Nación, no ya por los ajenos, sino también los por propios-, que no le pasan, según parece y de momento, factura, y se limita a despachar las cuestiones espinosas con una sonrisa que enmarca, por lo común, una frase hecha o un aserto (como ese de que la paz no tiene precio político pero la política puede contribuir) que parece destinado a causar perplejidad, a abonar la leyenda propia entre sus partidarios y, quién sabe si intencionadamente, a soliviantar los ánimos y crear irritación en campo contrario.
Apuntan observadores bien informados que el duro discurso de Rajoy el otro día en el Hemiciclo tenía como finalidad básica ponerse en sintonía con su parroquia. Si eso es cierto, cabe concluir que la parroquia está bastante cabreada. Y esto no parece suscitar ningún tipo de reacción en ZP que no sea conminar a esa parroquia a calmarse y no exagerar. Parece darle igual que los parroquianos de Rajoy sean, en números redondos, la mitad, sobre poco más o menos, de los totales.
El ejemplo más claro de lo que digo es, una vez más, la lucha antiterrorista. El presidente parece querer iniciar un camino que es, como mínimo, para mover al escepticismo más absoluto (mediando, además, una moción en el Congreso que merece inscribirse en la antología del absurdo).
En primer lugar, y aunque la teoría es sólo teoría, se apresta el gobernante a romper, si la ocasión le es propicia, la vieja máxima, que hoy mismo nos recuerda Ferlosio, de que no se debe llevar al Estado al trance de tener que negociar con quienes ejercen la violencia, siquiera porque eso supone, de una forma u otra, dar un mínimo de legitimidad a una violencia que no es la propia (nótese que negociar implica, como prius lógico, absolutamente necesario, reconocer en el otro el mínimo de la capacidad de interlocución), lo cual es la misma negación del derecho, que se basa en que la violencia es monopolio absoluto del propio Estado. Es cierto que es este un dogma que ha conocido muchas excepciones y que el gobernante puede decidir romper si con ello pretende alcanzar un bien mayor (recuérdese, por cierto, que la idea de bien no está tan relacionada con la de “paz” como con la de “justicia”), pero deberá ser en todo momento consciente de que su decisión es gravísima.
En segundo lugar, y en el terreno de las realidades prácticas, la experiencia española, ya larga y dura, extremadamente dura, enseña que las contrapartes, el mundo abertzale y, en general, el mundo nacionalista, no son dignos de la más mínima confianza. Esto es aplicable tanto al capítulo de la lucha antiterrorista como al más amplio de las reformas territoriales, del que el primero, por más que se quiera, no se halla enteramente disociado. La idea del pacto, de la negociación, no es nueva en nuestro país. A veces, con frecuencia, se olvida el enorme esfuerzo y las grandes concesiones que esta sociedad ha hecho ya . Quien venga a pedir un esfuerzo adicional no puede, sencillamente, presentarse como el poseedor de una varita mágica, capaz de enderezar, por su sola virtud, lo que otros no pudieron. No estamos para que se nos venga a contar que es posible obtener duros a peseta. Ya no.
Tercero y, posiblemente, más importante. Nadie serio discute que la política antiterrorista vigente ha funcionado, y funcionado como nunca antes. Si siempre incumbe la carga de la prueba al que hace una nueva propuesta, tanto más cuando se pretende abandonar una senda que, lleve o no al final, lleva a algún sitio. ¿Estamos, realmente, como para lujos de este tipo?
Pues bien, todas estas inquietudes quedan sin respuesta o, peor, tienen una respuesta vaga e incoherente con el propio planteamiento de la pregunta. Por lo común, los defensores del Presidente, bien afirman su derecho a intentar sus propias soluciones –lo cual no es sino recalcar una obviedad que nada añade al asunto- bien lo fían todo a una confianza unas veces ciega y otras veces más matizada. Un “a ver dónde nos conduce” que, honradamente, está fuera de lugar a estas alturas y en el asunto que nos ocupa. También está del todo fuera de lugar, como hacen no pocos, afirmar que el PP exagera porque, al fin y al cabo, aquí no ha pasado nada... todavía.
Este es, sin ningún género de dudas, el asunto más grave de todos. Pero es que este esquema se reproduce en otras áreas de mucha relevancia. Sin ir más lejos, en el debate territorial, ya convertido en debate constitucional –se quiera o no, porque hay propuestas que no pueden ser discutidas en otra clave y, por tanto, o son propuestas neoconstituyentes, o son simples provocaciones-. Pero hay muchos más ejemplos de esta especie de “brainstorming” permanente del que algunos pretenden que puede obtenerse una síntesis positiva.
Aun concediendo –aunque sólo sea por cuestiones estadísticas- la posibilidad de que esa síntesis pueda alcanzarse en algún caso, el proceso es, lisa y llanamente, inadmisible. No se puede hacer de la política un monumento a la irracionalidad, al ensayo y error. No se puede, no se debe, conducir un país que se pretenda civilizado con un arsenal de conceptos de límites difusos, fungibles, adaptando cada día el lenguaje a las circunstancias.
No es admisible, en definitiva, que un presidente del Gobierno coloque, de manera continuada, a una sociedad en la tesitura de creer o no creer. Por supuesto que los dirigentes políticos están investidos de una confianza que les autoriza a tomar decisiones que pueden ser, perfectamente, contrarias al sentir mayoritario. Pero están en la obligación inexcusable de explicarlas, tanto más cuanto más difíciles sean.
Explicar no es convencer, por supuesto, y puede ocurrir que el político, tras dar cuentas, no recabe apoyos. Pero nada le exime de intentar articular un discurso que revista un mínimo de lógica. Y eso hoy no sucede.
El presidente parece encontrarse cómodo en un discurso trufado de palabrería hueca, conceptos vagos y términos-comodín, que ha terminado por contaminar la totalidad del lenguaje político y que, básicamente, contribuye a dividir el espectro en dos tramos: los que creen en él y los que no.
Rodríguez parece haber renunciado por completo al esfuerzo de explicarse. Vive a gusto con sus contradicciones –que se pusieron de manifiesto, en el reciente debate sobre el estado de la Nación, no ya por los ajenos, sino también los por propios-, que no le pasan, según parece y de momento, factura, y se limita a despachar las cuestiones espinosas con una sonrisa que enmarca, por lo común, una frase hecha o un aserto (como ese de que la paz no tiene precio político pero la política puede contribuir) que parece destinado a causar perplejidad, a abonar la leyenda propia entre sus partidarios y, quién sabe si intencionadamente, a soliviantar los ánimos y crear irritación en campo contrario.
Apuntan observadores bien informados que el duro discurso de Rajoy el otro día en el Hemiciclo tenía como finalidad básica ponerse en sintonía con su parroquia. Si eso es cierto, cabe concluir que la parroquia está bastante cabreada. Y esto no parece suscitar ningún tipo de reacción en ZP que no sea conminar a esa parroquia a calmarse y no exagerar. Parece darle igual que los parroquianos de Rajoy sean, en números redondos, la mitad, sobre poco más o menos, de los totales.
El ejemplo más claro de lo que digo es, una vez más, la lucha antiterrorista. El presidente parece querer iniciar un camino que es, como mínimo, para mover al escepticismo más absoluto (mediando, además, una moción en el Congreso que merece inscribirse en la antología del absurdo).
En primer lugar, y aunque la teoría es sólo teoría, se apresta el gobernante a romper, si la ocasión le es propicia, la vieja máxima, que hoy mismo nos recuerda Ferlosio, de que no se debe llevar al Estado al trance de tener que negociar con quienes ejercen la violencia, siquiera porque eso supone, de una forma u otra, dar un mínimo de legitimidad a una violencia que no es la propia (nótese que negociar implica, como prius lógico, absolutamente necesario, reconocer en el otro el mínimo de la capacidad de interlocución), lo cual es la misma negación del derecho, que se basa en que la violencia es monopolio absoluto del propio Estado. Es cierto que es este un dogma que ha conocido muchas excepciones y que el gobernante puede decidir romper si con ello pretende alcanzar un bien mayor (recuérdese, por cierto, que la idea de bien no está tan relacionada con la de “paz” como con la de “justicia”), pero deberá ser en todo momento consciente de que su decisión es gravísima.
En segundo lugar, y en el terreno de las realidades prácticas, la experiencia española, ya larga y dura, extremadamente dura, enseña que las contrapartes, el mundo abertzale y, en general, el mundo nacionalista, no son dignos de la más mínima confianza. Esto es aplicable tanto al capítulo de la lucha antiterrorista como al más amplio de las reformas territoriales, del que el primero, por más que se quiera, no se halla enteramente disociado. La idea del pacto, de la negociación, no es nueva en nuestro país. A veces, con frecuencia, se olvida el enorme esfuerzo y las grandes concesiones que esta sociedad ha hecho ya . Quien venga a pedir un esfuerzo adicional no puede, sencillamente, presentarse como el poseedor de una varita mágica, capaz de enderezar, por su sola virtud, lo que otros no pudieron. No estamos para que se nos venga a contar que es posible obtener duros a peseta. Ya no.
Tercero y, posiblemente, más importante. Nadie serio discute que la política antiterrorista vigente ha funcionado, y funcionado como nunca antes. Si siempre incumbe la carga de la prueba al que hace una nueva propuesta, tanto más cuando se pretende abandonar una senda que, lleve o no al final, lleva a algún sitio. ¿Estamos, realmente, como para lujos de este tipo?
Pues bien, todas estas inquietudes quedan sin respuesta o, peor, tienen una respuesta vaga e incoherente con el propio planteamiento de la pregunta. Por lo común, los defensores del Presidente, bien afirman su derecho a intentar sus propias soluciones –lo cual no es sino recalcar una obviedad que nada añade al asunto- bien lo fían todo a una confianza unas veces ciega y otras veces más matizada. Un “a ver dónde nos conduce” que, honradamente, está fuera de lugar a estas alturas y en el asunto que nos ocupa. También está del todo fuera de lugar, como hacen no pocos, afirmar que el PP exagera porque, al fin y al cabo, aquí no ha pasado nada... todavía.
Este es, sin ningún género de dudas, el asunto más grave de todos. Pero es que este esquema se reproduce en otras áreas de mucha relevancia. Sin ir más lejos, en el debate territorial, ya convertido en debate constitucional –se quiera o no, porque hay propuestas que no pueden ser discutidas en otra clave y, por tanto, o son propuestas neoconstituyentes, o son simples provocaciones-. Pero hay muchos más ejemplos de esta especie de “brainstorming” permanente del que algunos pretenden que puede obtenerse una síntesis positiva.
Aun concediendo –aunque sólo sea por cuestiones estadísticas- la posibilidad de que esa síntesis pueda alcanzarse en algún caso, el proceso es, lisa y llanamente, inadmisible. No se puede hacer de la política un monumento a la irracionalidad, al ensayo y error. No se puede, no se debe, conducir un país que se pretenda civilizado con un arsenal de conceptos de límites difusos, fungibles, adaptando cada día el lenguaje a las circunstancias.
No es admisible, en definitiva, que un presidente del Gobierno coloque, de manera continuada, a una sociedad en la tesitura de creer o no creer. Por supuesto que los dirigentes políticos están investidos de una confianza que les autoriza a tomar decisiones que pueden ser, perfectamente, contrarias al sentir mayoritario. Pero están en la obligación inexcusable de explicarlas, tanto más cuanto más difíciles sean.
Explicar no es convencer, por supuesto, y puede ocurrir que el político, tras dar cuentas, no recabe apoyos. Pero nada le exime de intentar articular un discurso que revista un mínimo de lógica. Y eso hoy no sucede.
1 Comments:
En España, históricamente, nunca ha habido tendencia al pacto, sino que tan sólo lo han considerado una tregua o acuerdo temporal, nunca definitivo. Al cabo de un tiempo, nuevo enfrentamiento. Ejemplos: el abrazo de Vergara, 1839; el pacto de San Sebastián, 1930; el pacto de Toledo, 1995; el pacto antiterrorista, 2000; la Constitución Española, 1978, el más importante de todos, que ahora la izquierda y el separatismo, antiliberales ambos, quieren mandar a hacer gárgaras en el aspecto territorial, sin modificar, por supuesto, el amplísimo intervencionismo de "los poderes públicos" reflejado en aquél texto. Todos los arriba citados fueron en su momento "pactos" que posteriormente, han demostrado (o están a punto de hacerlo) ser papel mojado. No tenemos sociedad civil (o al menos, lo suficientemente amplia) que pueda actuar en primera fila, sin delegar, una vez sí y otra también, en los partidos políticos. Por último, cito un llamado Pacto que, en mi opinión, no lo era: el "Pacto" de la Moncloa, 1977. Un acuerdo así hubiera debido de adoptarse exclusiva y libremente entre patronal y sindicatos, sin intervención alguna de Gobierno y partidos políticos. Pero exclusivamente no pudo ser, si tenemos en cuenta que UGT había sido favorecida desde el gobierno Suárez, con el fin de evitar un monopolio sindical comunista de CCOO, correa de transmisión del PCE; en cuanto a la patronal CEOE, presidida entonces por Ferrer Salat, estaba igualmente cogida con alfileres en más de un 90% con dinero público, exceptuando quizás el Fomento del Trabajo (patronal catalana). Y libremente tampoco acudieron; UGT y CEOE, por lo dicho anteriormente, y CCOO, con Marcelino Camacho contrario en un principio, por orden expresa de Santiago Carrillo. Se trató, por tanto, de un "pacto" absolutamente falseado, cuyas consecuencias, en los cinco años siguientes, hasta 1982, fueron terribles: 1.900.000 parados, añadiendo además, desde 1980, el no menos funesto Estatuto de los trabajadores. Resumiendo: para llegar a pactos de verdad, hacen falta: sociedad civil, ética democrática, claridad y transparencia con respecto al objetivo final perseguido. ¿Concurren en España tales elementos?
By Anónimo, at 7:06 p. m.
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