FERBLOG

domingo, diciembre 31, 2006

SOBRE LA ALOCUCIÓN DE AYER

Los lectores de esta bitácora -o de Debate 21- saben que no acostumbro a publicar en ella las colaboraciones que envío al diario Hispalibertas. Como excepción, adjunto el texto que acabo de remitir a la redacción del periódico, en la idea de que algún lector puedo tener que no lo sea también del maravilloso invento de Manel Gozalbo & Cía.

Como se puede imaginar, el motivo de tan particular comportamiento es que, en una fecha como hoy, interesa que la opinión de uno quede perfectamente clara (dentro de lo claras que uno tiene sus opiniones, claro).

"UNA DECEPCIÓN

Disculpándome por la autocita, ayer,
en otro lugar [este mismo blog], aventuraba, antes de conocer las sucesivas declaraciones de los responsables políticos, que ante José Luis Rodríguez Zapatero se abrían, simplificando, dos cursos de acción: perseverar en lo que algunos entendemos como un tremendo error o volver a una política antiterrorista fundada en las bases del llorado pacto, aunque esto último podría requerir por su parte un gesto de grandeza, como el de dejar paso, previa renuncia, a otra persona de su partido con más credibilidad.

No negaré que sorprendido, recibí complacido sus primeras y firmes palabras. Creí de veras –sobre todo sabiendo que había tomado la iniciativa de informar a Rajoy- que se avenía a intentar recomponer los consensos y a dar por finiquitada la enésima ingenuidad de nuestra democracia. Las –llamémoslas- respuestas a las preguntas de los periodistas se encargaron de limitar el entusiasmo. El Presidente introducía las necesarias gotas de ambigüedad para quitar hierro a su firmeza inicial y, como acostumbra, dejar sus posturas políticas en la nebulosa.

A estas horas –cuando aún no se sabe nada de la suerte de esos dos ciudadanos oficialmente “desaparecidos” y que hay quien no se recata en dar por muertos-, pensadas y repensadas sus palabras, tengo la convicción contraria: Zapatero hizo cuanto pudo por salvar el “proceso” dentro de los estrechos márgenes de maniobra que le ha dejado la banda asesina. Un ejercicio que, además de irresponsable, cabe tachar de miserable por nadar y guardar la ropa en un contexto imposible.

¿Qué otro valor podemos darle a esa insistencia en el término “suspensión”? Zapatero reiteró, una y otra vez, que, ahora –y los adverbios importan- no se dan las condiciones exigidas en la resolución del Congreso de los Diputados. Obviamente, no se puede hablar, ni siquiera desde el optimismo antropológico, de que ETA esté dando muestras de querer abandonar la violencia (dicho sea de paso, tanto ayer como anteayer, el Presidente negó, una vez más, de modo implícito, la cualidad de “violencia” a las algaradas callejeras y las extorsiones, que no han cesado en ningún momento). Esto satisface a los que desean ser satisfechos.

Pero lo cierto es que cabe otra lectura, que es, en suma, la de que la precitada resolución sigue vigente y, por tanto, que ETA es dueña de reactivar el “proceso” cuando y como quiera, quizá mediante el anuncio de otro “alto el fuego” –si bastó una vez como prueba de convicción, ¿por qué no ha de bastar otra?-. Si la resolución parlamentaria fue una insensatez sin precedentes, porque equivalía a poner los tiempos políticos en manos de la banda criminal, ya cuando fue formulada, pretenderla vigente ahora es, a mi humilde juicio, un error de dimensiones descomunales.

Ayer mismo, Rubalcaba insistía en la “irracionalidad” de los terroristas. No es cierto que el ministro piense que son irracionales, si por irracionalidad hay que entender carencia de toda lógica –si no, ¿qué sentido tendría siquiera plantear un “proceso de diálogo” con ellos?-. El ministro no tiene otra vía para dar explicación a lo, aparentemente, inexplicable o, más bien, el pudor le impide reconocer públicamente lo que, sin duda, ha de pensar. ETA no ha enviado un comunicado de ruptura formal, como acostumbra, porque no quiso. Porque no ha querido someter al Presidente del Gobierno a la humillación –bastante lleva ya- de tener que dar por “suspendido” lo que otros han dado por roto. ETA hizo ayer una impúdica exhibición de fuerza con los resultados apetecidos, precisamente. Lo lamento, pero lo pienso así, y me barrunto que Rubalcaba y otras gentes en el campo socialista también. Rubalcaba, que tiene experiencia en estas lides, sabe cómo se va a leer esto en el mundo de la banda terrorista. No puede estar, por tanto, satisfecho.

El Presidente del Gobierno debió hacer ayer lo que han hecho todos los presidentes antes que él: dar por agotado su turno –ése que, tan insistentemente y, probablemente, con razón, se reclama para todos los presidentes de la democracia- para cometer un error. A diferencia de todos los anteriores, él se niega, sin embargo, a aceptar la evidencia. Todos se equivocaron, Zapatero es, además, contumaz.

Lo que empezó como una reconfortante muestra de firmeza enseguida se tornó una decepción sin precedentes. Como el de Mikel Buesa y otros muchos, mi juicio no puede ser sino muy severo. Zapatero se ha mostrado y se muestra políticamente incompetente. Además, cabe ya legítimamente dudar de cuáles son sus coordenadas morales. Como otros muchos españoles, creo que ayer se inhabilitó plenamente para seguir ocupando su magistratura. Otros habrá en su partido dispuestos y capaces. Que dé paso, cuanto antes.
"

sábado, diciembre 30, 2006

REFLEXIONES APRESURADAS

Escribo unos minutos antes de las comparecencias anunciadas de Mariano Rajoy y del ministro del Interior (¿dónde está el presidente del Gobierno o cuál es su concepto de acontecimiento suficientemente trascendente como para motivar su salida a la palestra?), sin tener, lógicamente, ni la menor idea de lo que van a decir. Tanto mejor: tenemos los últimos minutos de tranquilidad para pensar por nosotros mismos antes de que empiece la previsible catarata de mezquindades y descalificaciones mutuas.

Cada cual juzgue por sí mismo, ya digo, pero lo que acaba de suceder es perfectamente coherente con el planteamiento de ETA y pone de manifiesto lo que algunos venimos denunciando y las palabras apuntan con claridad: lo que para el Gobierno es un “proceso de paz”, para el mundo euskonazi es un “proceso político”. Y el gran error de José Luis Rodríguez Zapatero ha sido –está siendo- pensar que puede hallarse un término medio entre ambos.

ETA acaba de enviar un mensaje claro: ZP tiene que elegir entre involucrarse en el proceso con las pertinentes concesiones o salvar la cara ante la sociedad española. Lo que la banda criminal le dice al Gobierno es que no hay término medio ni tercera situación posible. No hay, en este caso, preámbulo ni giro estilístico que valga. ETA no quiere una reforma del estatuto de Guernica. Quiere su pura y simple abolición.

Supongo que, a estas alturas del viaje, sólo los ingenuos se sorprenderán de descubrir que las bandas terroristas son maximalistas. Ellos sí creen en procesos con “vencedores y vencidos”, y no hace falta decir quiénes creen que deben ser los vencedores. Todas las iniciativas de solución, y ha habido unas cuantas, se estrellan siempre en la misma pared que forman los dos términos que, como las columnas del templo, sustentan la demencia del terrorismo vasco desde hace cuarenta años: autodeterminación y territorialidad.

La muerte de Franco, la transición política y la amnistía del 76 pusieron sobradamente de manifiesto que ni la democracia ni cualquier solución “dentro” de un marco político español eran suficientes. Los que aceptaron ese planteamiento hace tiempo que lo dejaron ya. En ETA no hay más que un destilado, tras sucesivas decantaciones, de lo más podrido de los peores “ismos” del siglo XX.

La banda criminal está, pura y simplemente, chantajeando al Gobierno. A mi modesto entender, la bomba de la T4 es la cabeza de caballo que recuerda que el tiempo para legalizar Batasuna se está agotando, que es hora de entregar las contrapartidas pactadas, prometidas o intuidas, que tanto da. Es hora de que ETA vea realizadas sus expectativas máximas, sencillamente porque no conciben otro resultado posible de una “negociación”. “Negociar” es un verbo que significa que “tú me das lo que pido, al contado o a plazos”. Y yo, evidentemente, abandono mis prácticas criminales no tanto como concesión como por falta de objetivos.

Esto es lo que se ve desde fuera. Me imagino que el Presidente tendrá más datos. En todo caso, y también desde fuera, se abren distintas vías.

La primera, y puede resultar tentadora, es someterse al chantaje y, en efecto, dar un impulso al “proceso” –quizá lo más obvio es facilitar a Batasuna la patente electoral-. Si el Presidente actúa así, espero que esté mentalmente preparado para tener que ceder absolutamente todo, porque si aún cree en la posibilidad de un acuerdo “a lo ERC”, temo que se trataría de una actitud suicida.

La alternativa es retornar a los parámetros de la política antiterrorista previa a la “tregua”. Al entendimiento con el PP –se requiere, claro es, un esfuerzo de generosidad por parte de Rajoy- y a la única estrategia que, con evidentes sufrimientos, ha probado su eficacia: acoso policial y judicial, asfixia financiera y expulsión del marco político de todos aquellos que no sean capaces de desmarcarse claramente de la violencia.

Lo malo es que ni una ni otra alternativas aparecen ya como claras, puras y simples. A medida que el tiempo pasa, y como es natural, Zapatero se va cerrando trayectorias posibles. La perseverancia en una ruta que se adivina cada día más incierta –si es que sigue abierta a estas horas- augura un viaje solitario, no ya porque la sociedad española no comparta los objetivos finales –habría que hacérselos tragar- sino porque el descontento es creciente en el propio socialismo y los medios adictos tampoco pueden empeñar su credibilidad en un apoyo a ultranza (como ejemplo, en la edición en Internet de El País se dice que “una furgoneta estalla”, “en nombre de ETA” –o sea, ETA no comete atentados, sino que se limita a reivindicar explosiones espontáneas de vehículos- ¿hasta cuándo puede seguir así el diario de Prisa?).

Pero tampoco puede ZP aspirar a presentarse como el hijo pródigo en la casa común de la democracia para ser acogido en un “todos unidos de nuevo”. No es fácil, porque si su credibilidad está dañada en su propio bando, es virtualmente inexistente en el contrario. Suena imposible pero, si de veras tiene interés en que el diálogo vuelva a fluir, quizá debería ir a ver a Mariano Rajoy, previa parada en la Zarzuela para presentar su dimisión al Rey. Que sea Maria Teresa Fernández de la Vega quien intente restañar las heridas. Creo que tiene más posibilidades de lograrlo.

Y ahora, sí, voy a ver qué dice el ministro. Quizá se dignen a contarnos algo. Maldita sea ETA, malditos los que la apoyan, malditos los que la toleran, malditos los indiferentes y malditos los curas que la bendicen.

viernes, diciembre 29, 2006

BOTÓN DE MUESTRA

No ha habido que esperar mucho para que la realidad práctica nos demuestre dónde nos han podido conducir la insensatez y frivolidad de algunos, en necesario maridaje con la desvergüenza y cobardía de otros.

Según se sabe, el Poder Central anda intentando nada más y nada menos que la machada de que los niños (y las niñas, claro, no se me vaya a enfadar nadie) reciban, en su más tierna infancia, un poquito más de enseñanza de lengua castellana. Se trata de pasar de dos a tres horas semanales. Entre la gente con dos dedos de frente que vive en comunidades monolingües o bilingües sin virus nacionalista, lo que produce pasmo es, más bien, enterarse de que los críos –muchos de los cuales tienen el castellano como lengua materna- han de aprender correctamente el español con una carga docente tan mínima.

Pero así son las cosas. A los nacionalistas catalanes, es decir, a todos los partidos excepto el PP, Ciudadanos y una tímida fracción del PSC, les parece, además de un atentado a las competencias autonómicas, una andanada contra la línea de flotación del sistema. Ernest Maragall causó, por cierto, un gran revuelo cuando admitió que lo de ampliar un poquito el crédito horario, igual tenía fundamento, por aquello de que da la sensación de que muchos niños no están alcanzando la competencia prevista en lengua castellana. Es evidente que no se trata tanto de que el catalán sea la lengua que hay que promover como que el castellano es el idioma a batir. Los nacionalistas no tendrían, con toda probabilidad, mayor inconveniente en que ambos, castellano y catalán, fueran preteridos por el sueco.

No obstante, no es éste el debate que interesa señalar.

Lo verdaderamente relevante es que, leídos los artículos 111 y 131 del Nuevo Estatuto de Cataluña, hay base jurídica más que sólida para argüir que nuestro bienintencionado Gobierno ha podido cometer un exceso reglamentario. Por tanto, y aunque parece que, en el fondo, pueda estar de acuerdo con la medida, el Ejecutivo de Montilla no puede sino oponerse. Es su obligación, como será obligación de los tribunales de justicia, en su caso, anular el decreto, porque el Estatuto es una Ley Orgánica que, como todas, goza de presunción de constitucionalidad hasta que el Tribunal Constitucional diga otra cosa. Serán nulas de pleno derecho todas las normas de rango inferior que contravengan la ley.

Esto es el abecé del derecho, pero conviene insistir en ello, porque el caso nos ofrece un precioso botón de muestra de lo que algunos hemos venido denunciando hace tiempo: el Estado no tiene medios para imponer lo que es percibido por muchos, dentro y fuera de Cataluña, como de sentido común.

Se dirá, no sin razón, que, al fin y al cabo, poco debería importar quién ostente la competencia. Si se percibe que la necesidad existe –si, verdaderamente, los Ernest Maragall y demás creen de veras que los niños de la comarca del Besòs andan cojos de castellano, o de cualquier otra materia- lo que debe hacer el Gobierno catalán es proveer la solución. Debería ser el propio Montilla quien decretara las horas de castellano que se precisen o quien tomase las decisiones procedentes para tapar con urgencia el hueco que se detecta.

Pero todos sabemos que el “mejor cuanto más autogobierno” incuestionado, en la práctica, hace a las sociedades rehenes de los políticos locales. Es vana la esperanza, desde luego, de que los nacionalistas, por iniciativa propia, atiendan la demanda de castellano que pueda existir o hagan verdaderos esfuerzos porque los niños sean igualmente competentes en ambas lenguas –porque, sencillamente, no lo desean así, quieren, y a ello se aplican, que el castellano tenga en Cataluña estatus de lengua extranjera, que se emplee únicamente cuando, por causa de fuerza mayor, se haya de viajar a algún país hispanoparlante, como España, por ejemplo- pero tampoco cabe esperar que Montilla o quienquiera que le suceda al frente del PSC haga nada que moleste a sus socios, actuales o potenciales. La educación de los niños catalanes no vale una bronca, me temo, para el recién estrenado Presidente.

Solo el Estado, solo el poder distante cuenta, en ocasiones, con la libertad suficiente para, si se quiere paradójicamente, hacerse indiferente a las mezquindades y miserias locales. Solo el Estado, el poder “de Madrid” –y vale el argumento, trasladado de ámbito, para “Barcelona” o para “Bruselas”-, está en grado de atender un interés general absolutamente huérfano de auxilios en su “ámbito natural”.

El Gobierno de Zapatero despreció esta reflexión –como desprecia, en general, toda reflexión- porque nada significan para ellos ni el derecho ni el medio y largo plazo. Se trataba de salir adelante “como sea”, de dar a Cataluña “un” estatuto, el que fuera. Poco importa que ese estatuto coadyuve o no, no ya a la mejor gobernación de Cataluña, lo que es muy dudoso, sino a la mejor gobernación de España en su conjunto, como correspondería a su estatus de ley básica del Estado –porque un estatuto de autonomía, y más el principal de todos, no es una ley cualquiera, sino una ley fundamental, para la comunidad cuyos destinos va a regir y para todas las demás-. Esta fuera de duda que esto último no va a suceder, simplemente porque ni tan siquiera se buscó como objetivo.

No sé si Zapatero tiene el estatuto que quería –tengo para mí que le resultaba bastante indiferente- pero, ciertamente, tiene uno coherente con sus premisas de partida (ninguna, si mal no recuerdo).

La cuestión no es nueva. Ya el Partido Popular tuvo que tragarse sus buenas intenciones con la malhadada ley del suelo, que el Tribunal Constitucional hubo de parar –en cumplimiento de una ya insensata distribución competencial-. De esos barros, estos lodos. Como suele suceder, semejante aviso no dio lugar a ninguna clase de reflexión, salvo los típicos clamores en el desierto. Muy al contrario, se decidió perseverar en la línea que condujo a semejantes dislates.

El panorama es claro: existirán diecisiete sistemas educativos diferentes y al menos tres de ellos no garantizarán, a buen seguro, el dominio de la lengua común (el vasco, el catalán y el gallego); no se pondrá nunca coto a la corrupción urbanística; se romperá –o se seguirá rompiendo- la unidad de mercad; y un largo etcétera. No es ninguna profecía apocalíptica. Es, simplemente, que las cosas suelen desarrollarse conforme a sendas predecibles. Esos resultados nada tendrán de extraordinario sino que, muy al contrario, serán el efecto natural y previsible de un sistema desquiciado. Nadie deberá llamarse a engaño.

Y, la verdad, no sé por qué sigo insistiendo en lo que ya sabe todo el mundo e importa un carajo a más de la mitad.

martes, diciembre 26, 2006

EL REY REINÓ, CREO

El Rey reafirmó en su mensaje de Nochebuena cosas como que “España es una gran nación” y, por supuesto, que nuestra Constitución está plenamente vigente y que la solución a nuestros problemas ha de encontrarse, necesariamente, dentro de ella.

Es comprensible que, dependiendo de las posiciones políticas en las que cada uno se ubique, esas palabras, y otras por el estilo, puedan no caer bien. Lo que difícilmente debería poder suceder es que sorprendan. Si llama la atención que el Rey de España subraye la validez de la piedra angular del ordenamiento jurídico español y, por consiguiente, del pacto político sobre el que ésta se asienta, es que algo va mal. ¿Qué puede haber de raro en que el Monarca se reafirme en los principios en los que, al fin y al cabo, se asienta su propia legitimidad?

Pretender que el Rey dé por finiquitado el pacto constitucional implica un verdadero absurdo lógico. Que se sepa, hasta la fecha, solo José Luis Rodríguez Zapatero y el Lehendakari Ibarretxe son capaces de corroer los cimientos del edificio que fundamenta su propia posición política e institucional. Si se quiere, en el caso del Rey, hay un grado más de dependencia, en tanto la Corona ve condicionada su propia existencia a la subsistencia del marco del 78.

No sé si en la Real Casa han caído ya en la cuenta, pero sería hora. La Corona será, con poco lugar a dudas, la gran perdedora de un cambio no controlado. Las demás instituciones cambiarán, posiblemente, de forma. El Trono dejará de existir. Si, tras mucho meditar, Don Juan Carlos I y sus colaboradores han concluido que el vínculo entre Su Majestad y la Nación es algo más que meramente simbólico, vamos bien. En el debate neoconstituyente, el Rey solo puede estar de un lado, por razones jurídicas, por razones políticas e, incluso, por puro instinto de supervivencia.

Y bien está que las dos fuerzas políticas con capacidad de constituir gobierno se limiten a acusar recibo y a darse por enteradas.

Nada debería haber, insisto, de extraordinario en el discurso del Rey. Lo hay, empero. Lo hay porque no es difícil, a poco que se siga la actualidad, intuir que las palabras regias sobre la vigencia del modelo construido en la Transición tienen poco de retóricas y mucho de oportunas. El Rey subraya la validez de los pactos no solo por costumbre, sino por necesidad. Y temo que llega tarde.

Llega tarde su Majestad para mantener incólume el modelo del 78 (o del 78-83, para ser más precisos), porque ese modelo ya ha recibido una serie de andanadas bajo la línea de flotación, y se hunde irremisiblemente. En lo puramente jurídico, el desdichado estatuto de Cataluña –y sus múltiples hijuelos- ha abierto auténticos boquetes en el entramado que tan trabajosamente fueron armando los legisladores y el Tribunal Constitucional, boquetes que, más pronto que tarde, requerirán cirugía invasiva para su reparación. En lo puramente político, la deserción del Partido Socialista, o de la parte de él que está al mando, de los consensos fundamentales del sistema convierte los pactos en una ficción.

Importa poco, en realidad, quién dio el primer paso. Lo único cierto es que, por su propia definición, el consenso exige que todos los partícipes en el mismo lo reputen vigente. Basta que una parte, con razón o sin ella, se sienta no vinculada para que sea preciso elaborar uno nuevo. La situación en España, hoy, es esa. Insisto en que lo de menos es la búsqueda de culpables –personalmente, opino que la raíz del problema estriba en la conducta irresponsable del presidente del Gobierno, con toda probabilidad magnificada por un Partido Popular escasamente cooperador, pero esto no es más que mi opinión-, lo de más es el desencuentro. Un desencuentro al que la Nación española malamente puede sobrevivir.

Así pues, aunque sea tarde, bien hace la Corona en lanzarse al campo de la defensa de la Constitución.

Ya digo que no creo que sea posible sostener que el modelo constitucional sigue vigente. No, desde luego, en términos estrictamente jurídicos, ya que las nuevas normas de reparto territorial del poder han operado una mutación constitucional de calado. Tampoco en términos políticos.

Lo que sí es posible, creo, es reencauzar la situación “dentro” de la Constitución. Porque modelos constitucionales hay muchos, lo que no quiere decir que todos lo sean. La vía de solución, no nos cansaremos de repetirlo, es la apertura de un proceso constituyente formal –comprendo que la sola perspectiva sea suficiente para aterrar en Zarzuela-, del que nada habría que temer si es cierto que esta sociedad confía en sí misma, cosa que no tiene motivos para no hacer.

No estamos en 1975. Los militares están en sus cuarteles, venturosamente, y sí existen algunas ideas básicas en las que es posible hallar el acuerdo de la inmensa mayoría de los españoles –incluso, probablemente, de los que a priori se estimarían irreductibles-. Tampoco se precisa volver el país del revés. Simplemente, se trata de aprender de la experiencia y actualizar aquello que exige ser actualizado. Las propuestas de Mariano Rajoy –diga lo que diga la nulidad intelectual que atiende por Pepiño- pueden ser, cuando menos, un punto inicial de discusión.

Por desgracia, lo probable es que las vías civilizadas y con un mínimo de anticipación sean, por enésima vez, ignoradas por unos políticos insensatos, incultos y sectarios –la maldición española de la falta de solvencia intelectual y patriotismo sincero de las clases dirigentes, que se resiste a abandonarnos-. Como han anticipado gentes con buenas entendederas, ello solo conseguirá que las reformas sean inevitables y lleguen, además, de forma abrupta. Sin pensar, vamos, siguiendo la marca de la casa. Sin ir más lejos, las reformas territoriales pueden hacer que el estado en su conjunto se torne inviable. Seguro que se precisarán más ejemplos de descoordinación como el de los desdichados incendios de Guadalajara, o agravios comparativos y discusiones a cara de perro entre los que tienen sus inversiones garantizadas y los que no. Pero, al final, alguien exigirá que se reparen los desaguisados. Y lo hará impulsado por la indignación y el ánimo de revancha, para variar.

Estamos a tiempo. Es probable que el Rey estuviera, en el fondo, haciendo una apelación a que todo siga igual. Al fin y al cabo, es normal, porque el Trono pesa, y es lógico que se quiera asentar sobre suelo firme. Pero las palabras del Monarca son inspiradoras, creo.

Nadie sabe definir con precisión qué es reinar en una monarquía constitucional. Solo sé que Juan Carlos I viene haciéndolo desde hace treinta años, por desgracia no siempre con la misma intensidad ni con el mismo acierto. Creo que esta Nochebuena, el Rey reinó.

¿FELIZ SOLSTICIO?

Las fiestas religiosas que, con el tiempo, han devenido también civiles llevan a nuestros progres al paroxismo de la estupidez. Si resultan patéticos y esperpénticos a lo largo del año, cuando llegan las fechas navideñas, les entra el baile de San Vito de la tontería. La cosa no se limita a desnaturalizar imágenes e iluminaciones –no vaya a ser que, vagamente, recuerden contenidos religiosos- o a felicitar las fiestas con tarjetas anodinas y carentes de todo contenido que, remotamente, pueda asociarse a la imaginería cristiana (inciso: en descargo de los tontos del culo que promueven estas cosas, hay que decir que siempre se les puede encontrar una utilidad, así, mientras que antaño un tarjetón navideño sólo era utilizable en Navidad –no era cosa de mandarle a nadie, en agosto, una preciosa Adoración de los Pastores-, ahora, los que sobren pueden usarse para felicitar el cumpleaños a alguien en abril). En el verdadero colmo de la imbecilidad, los hay que empiezan a decir que, en estas fechas, celebramos el solsticio de invierno.

Curiosamente, Adolf Hitler y sus muchachos fueron pioneros en esto de repaganizar fiestas religiosas. Creo que lo del solsticio, en particular, les gustaba mucho. Debía sonarles más germánico y es que, ciertamente, los habituales deseos de paz, prosperidad y bienestar casaban poco con el ideario hitleriano. Se conoce que lo mismo le ocurre a cierta izquierda española. Hay que ser gilipollas.

Me van ustedes a perdonar, pero, puestos a entender, comprendería a los objetores absolutos que, en la idea de que no hay nada que celebrar, se plantaran –para sorpresa del guardia de seguridad- en la oficina el día 25. Lo que no entiendo es al cretino que, para poder seguir quedándose en casa, tiene necesidad de inventarse estupideces semejantes.

Elvira Lindo, hace pocos días, en El País, recordaba muy juiciosamente lo que no debería ser más que una obviedad pero que, visto lo visto, viene al pelo. Sencillamente, que el respeto a los símbolos no implica comunión con ellos, que la capacidad simbólica de los objetos está en íntima relación con la percepción de cada uno –y son, somos, muchos los que, frente al referente religioso experimentamos, más bien, ecos de la niñez-. Añadiría yo que, puestos a buscar lecturas laicas, quizá fuera conveniente ver en la Navidad la efeméride de lo que auténticamente fue el inicio de la mayor revolución que vieron los siglos. La idea de que todos los hombres son libres e iguales por ser hijos de un mismo Dios –la idea-fuerza básica del cristianismo- sencillamente, puso fin al mundo antiguo. El resto de la historia, en Occidente, bien puede explicarse como el empeño de llegar a la realización práctica, aún no lograda, de semejante postulado.

La anécdota de la imbecilidad progre no es más que eso, una anécdota. La Navidad no dejará de serlo porque media docena de cretinos feliciten “el solsticio” –me temo que sin saber muy bien lo que esto significa-. Pero se enmarca bien en la categoría del más grave problema que afronta Europa en estos momentos, problema al que Ramón Pérez Maura aludía no hace mucho en tercera del ABC: la crisis de identidad provocada por la degeneración del paradigma socialdemócrata.

La izquierda europea está perdida en su laberinto, acaudillada por nulidades intelectuales como Zapatero. Su armazón ideológica se está disolviendo en un precipitado informe de “pensamiento débil” en el que los elementos accidentales se vuelven esenciales. Todo el discurso en torno al multiculturalismo se reduce, en general, a estupideces como la fiesta del solsticio, del mismo modo que las políticas de igualdad se reducen a listas paritarias. La izquierda parece incapaz de pensar un problema de manera mínimamente seria y, por eso mismo, se limita a negar que los problemas existan. ¿Acaso no es otra la finalidad de la “fiesta del solsticio” que la de descristianizar la Navidad y, por tanto, hacerla aceptable para “todos y todas”?

El problema, como apuntaba Pérez Maura, es que la crisis de la izquierda se vuelve crisis del sistema no solo porque la izquierda es una parte esencial del mismo, sino porque el paradigma socialdemócrata, en Europa, se halla constitucionalizado. Su crisis es una crisis general. Desde hace cuarenta años, la izquierda dicta en Europa lo que es correcto y lo que no lo es. Impuso buena parte de sus postulados en la arquitectura del estado de bienestar y retuvo para sí el derecho de dictar qué es “lo moderno” y qué es “el progreso”.

Pues bien, esa izquierda es incapaz de gobernarse a sí misma. Llega a muestras de insustancialidad como las que venimos glosando. No puede ser referente de nada.

El debate izquierda-derecha es la salsa de la democracia, su eje vertebrador y lo que le da sentido como régimen político. Creo no exagerar un ápice si digo que el futuro de Europa como continente –de España como nación ya ni hablamos- va indisolublemente unido a la recuperación de una izquierda intelectualmente solvente. Desde otras perspectivas políticas, haría falta ser un indigente mental para creer que semejante grado de postración en el otrora adversario tiene algo de ventajoso.

Es algo que aquí, en España, suena de lo más extraño, pero la dignidad de la política se funda en la posibilidad de sostener un debate de ideas con algo de contenido. Sólo ese debate puede producir algo digno de ser tenido en cuenta.

Pues bien. No es posible debatir absolutamente nada con los que felicitan el solsticio de invierno, por razones obvias.

Ellos sabrán.

domingo, diciembre 17, 2006

HACE TIEMPO QUE MERECE LA CENSURA

En su Tercera de hoy, José Antonio Zarzalejos afirma llegada la hora de que José Luis Rodríguez Zapatero se enfrente a una moción de censura. Según el director de ABC, el Gobierno que encabeza el leonés no inspira ya confianza en sectores muy amplios de la sociedad, y los últimos acontecimientos –formación de gobierno en Cataluña y ley de la memoria histórica- han puesto de manifiesto que no goza de unos apoyos parlamentarios claros e inequívoco. De hecho, algunos dirigentes de la izquierda han aprovechado el tema de la ley sobre la memoria para declarar amortizado su vínculo con el Gobierno.

Ya hace algún tiempo, antes de la aprobación del estatuto de Cataluña, algunos reclamábamos la conveniencia de la moción de censura no por razones de oportunidad parlamentaria, sino por simples cuestiones de ética y principios. Rodríguez viene mostrándose, desde poco después de asumir su magistratura, como una persona muy escasamente capaz de llevarla a cabo, y esto no solo no ha cambiado con el curso de los meses, sino que, antes al contrario, puede decirse que el presidente ha ido profundizando en la misma línea. Una línea de desdén por los consensos básicos de la sociedad española, de insensibilidad hacia los que no piensan como él y, sobre todo, de escasa contención en el empleo de sus facultades.

A mi juicio, sencillamente, el gobierno socialista viene excediéndose en su mandato –no desde el punto de vista jurídico, ya que, salvo excepciones, está habilitado para hacer lo que hace-, llevando al país a unos debates que nadie anunció que fueran a abrirse. En este sentido, la mayor falta de Rodríguez Zapatero es habernos introducido, de hecho, en un proceso neoconstituyente –que, con elevada probabilidad, deberá desembocar, antes o después, en un proceso constituyente en sentido estricto, aunque solo sea por restaurar equilibrios elementales- que no era esperable ni podía deducirse, creo, de sus promesas electorales. No sé si, como hace el New York Times, puede calificarse al presidente de “radical”, pero sí sé que no se le puede calificar como un político preparado para la gobernación de un estado democrático altamente desarrollado.

Ignoro –porque confieso que ya no sé cuáles son sus convicciones personales, si es que tiene alguna- si es un “izquierdista”. Sé que no se desempeña con competencia. No parece haber entendido cabalmente cuál es el rol del gobierno en un país como España. De otro modo, no puede comprenderse su aparente menosprecio por activos tan importantes como la estabilidad o el crédito internacional del país. La exhibición de frivolidad, ignorancia, recurso a naderías vacuas, falta de tacto y carencia de peso político a la que hemos asistido en estos años –y cuyo último episodio es la desdichada respuesta de las “tres tes”, auténtico monumento a la inanidad intelectual presidencial- no tiene parangón en el mundo desarrollado pero, por supuesto, tampoco en la historia reciente de España.

Por todo ello, hace tiempo que el PP debió hacer uso de la herramienta que le proporciona la Constitución, y cuyo fin real –habida cuenta de que no es posible, habitualmente, derribar al gobierno con ella- es provocar un debate de totalidad, in extenso, sobre la situación política del país.

Zarzalejos tiene razón, no obstante, en una cosa y es que, por si todo lo anterior fuese insuficiente, hay ahora muchos motivos para dudar de que el gobierno sea sólido desde un punto de vista de simple aritmética parlamentaria. Hemos comentado en otras ocasiones que otro de los grandes errores de Zapatero ha sido el comportarse como si la muy coyuntural –en algunos puntos hasta incomprensible- mayoría que le diera la investidura representara, de veras, un bloque auténticamente cohesionado, una mayoría absoluta dotada de orden y sentido.

Un mínimo análisis hubiera servido para demostrar que no era, ni es, así. El único nexo de unión entre la amalgama de posturas e intereses que conforma la mayoría -y que, probablemente, conduciría una moción de censura al fracaso- es el “no PP”. Bien pudiera ser ajustado, desde un cierto punto de vista, afirmar que, en rigor, no es tanto que en España gobierne el PSOE como que no gobierna el PP. De nuevo, sin duda, esto es un planteamiento legítimo y hasta tiene algún sentido último –es posible que, electores y diputados, incapaces de conciliar sus puntos de vista sobre lo que desean, sí puedan acordar lo que no desean- pero muy difícilmente puede ser algo sobre lo que edificar aventuras políticas audaces.

La mezcla empieza a descomponerse, como no podía ser de otro modo. Y todo apunta, salvo sorpresas, a que esa descomposición deberá llevar la legislatura a un pronto desenlace.

Un “político del siglo XX”, en el papel de Zapatero, hubiera enfocado la legislatura como un período de transición, intentando nadar entre la necesidad de ofrecer una imagen equilibrada –entre revelarse digno del puesto, en suma- y una aritmética parlamentaria compleja. Si esa papeleta se hubiera solventado con acierto, es probable que hoy estuviéramos en puertas de una mayoría mucho más amplia, toda vez que los rivales se han mostrado muy poco competentes. Un político maduro para el cargo hubiese comprendido que la sociedad española es enormemente dinámica, mucho más equilibrada de lo que algunos quieren hacer ver, y no necesita de impulsos mesiánicos.

El aprendiz de brujo anda entrampado por sus propios hechizos. La censura hace tiempo que se la merece.

sábado, diciembre 09, 2006

Y MÁS SOBRE LA LAICIDAD

Mi artículo de ayer sobre el asunto de la laicidad ha generado un pequeño cruce de comentarios que evidencian, como no podía ser de otro modo, que el asunto es polémico. Como para consenso y ansias infinitas de paz ya están otros, me propongo avivar un poco más el debate, a ver si entre todos somos capaces de generar un intercambio de ideas de cierta altura –o, por el contrario, ponemos de manifiesto que, no obstante nuestras diferencias, casi todos los que paramos por esta casa somos españoles y ya se sabe...-. Para regocijo de algunos y sorpresa de otros, igual me toca romper hoy alguna lanza a favor del Gobierno.

Retomando el hilo, ¿existe o no una “ofensiva laicista” contra los católicos? De entrada, como bien apunta algún comentarista, el “laicismo” es una opción religiosa como otra cualquiera, aunque no sé muy bien si sus perfiles están definidos. Quizá deberíamos, mejor, denominarlo “agnosticismo militante”, aunque tampoco sé si el término más ajustado es el de “anticatolicismo”. ¿El Gobierno de Zapatero es anticatólico? Supongamos que sí, y ahora, veamos cuáles son las consecuencias.

De entrada, lo primero que se me ocurre decir es que es plenamente legítimo promover el laicismo –o el anticatolicismo, entendido como credo o pseudocredo-, y es perfectamente válido que un partido político redacte sus programas partiendo de esa concepción del mundo. De la misma manera que nadie pretende que la democracia cristiana se apee de su apellido y a todo el mundo le parece de lo más normal que, cuando está en el poder, dicte leyes concordes con sus principios fundacionales, no veo por qué una organización política de inspiración diferente no podrá hacer lo mismo cuando, por mor de la alternancia democrática, llegue su turno. Del mismo modo que a nadie le extrañó en su día, pongamos por caso, que el PP no fuera muy proclive a facilitar la investigación con células madre, no veo por qué habría de llamar la atención que el PSOE actuara de modo diverso. El Estado, como tal, es aconfesional, pero los partidos políticos no tienen por qué serlo.

Los límites, tanto en uno como en otro caso, están meridianamente claros: ni unos ni otros pueden atentar contra la libertad religiosa de quienes no piensen como ellos, sean mayoría o minoría ni traspasar los umbrales marcados por el Constituyente para la política legislativa. Frente a la traída y llevada “abrumadora mayoría social” que reclama la Iglesia Católica, el socialismo gobernante puede exhibir su –en este caso contante y sonante- mayoría parlamentaria (mayoría que, por cierto, y por simple aritmética, debe incluir a mucha, mucha gente de la que la Iglesia reclama como de los suyos). La noción de “agresión” es, por cierto, muy peligrosa. Reiteradamente, los católicos han proclamado sentirse “agredidos” por determinadas medidas de este Gobierno, insinuando con ello que no deberían ser puestas en práctica. Es posible que esas medidas sean una falta de tacto, pero ni son ilegítimas ni, desde luego, suponen un atentado contra la libertad religiosa.

Un buen ejemplo lo tenemos en la cuestión del matrimonio homosexual, rechazado no ya por los católicos, sino por todas las confesiones que en España son relevantes. Portavoces de la propia Iglesia tuvieron, en su día, la prudencia de fundamentar su oposición en razones de orden cultural y jurídico –que un servidor compartía, por cierto-, sabedores de que los argumentos de orden estrictamente religiosos eran inválidos en el contexto de un debate como aquel.

Que este Gobierno no está en sintonía con los católicos es obvio. Y, si hemos de creer a algunas personas, ello debería conducir a su remoción en las próximas elecciones, porque me temo que la postura de los socialistas al respecto no es ningún secreto y, quien vota por ellos buscando una política inspirada en principios cristianos yerra gravemente. También es evidente que este Gobierno ha tomado decisiones que deben desagradar a los católicos –y a fieles de otros credos-. Pero, de un lado, esas decisiones son legítimas –al menos si circunscribimos la cuestión al debate religioso- y, sobre todo, no suponen menoscabo alguno de los derechos de los católicos o su libertad religiosa.

En cuanto a la problemática de los símbolos, creo que la Iglesia Católica peca aquí de incomprensión. A mi juicio, el Gobierno hace lo que debe retirando los símbolos religiosos de los centros públicos. Naturalmente, esto es extensivo a los símbolos de todas las religiones, sin excepción –y, sí, el Gobierno mina su credibilidad al aplicar políticas ortodoxas a la Iglesia Católica mientras es todo laxitud con otros credos, señaladamente con el islámico-. La Iglesia Católica, u otras organizaciones próximas a ella, cuentan con pleno derecho a promover la creación de centros de enseñanza, hospitales u otros centros de servicios asistenciales que, por supuesto, estarán confesionalmente orientados. A nadie debe extrañar, por tanto, que un crucifijo presida las estancias, pongamos por caso, de un albergue regentado por monjas cristianas –ni siquiera en el caso de que reciba fondos públicos para su sostenimiento, que ese es otro debate-. En centros promovidos y sostenidos exclusivamente por instancias estatales (de cualquier grado), la presencia de un símbolo religioso es improcedente. Conviene recordar que la ausencia de símbolos no es un signo de laicismo, sino de laicidad o de aconfesionalidad. Negar la presencia del crucifijo o de la estrella de David en una escuela pública no implica realizar afirmación alguna sobre las religiones que simbolizan, sino, antes al contrario, proclamar la absoluta incompetencia del Estado para entrar en semejantes cuestiones.

El mismo razonamiento cabe aplicar, mutatis mutandi, a la enseñanza de las religiones en la escuela. Algunos sostenemos que la religión –la doctrina religiosa- no es, ni puede ser nunca, una disciplina evaluable en el seno de la escuela pública. Es verdad que el modelo de relaciones iglesias-Estado vigente en España puede obligar al Estado a facilitar el acceso de los respectivos ministros de culto a los recintos escolares –siempre con carácter voluntario y si los padres así lo desean- para impartir doctrina o celebrar ritos. Pero el Estado, sencillamente, no es competente para evaluar el grado de progreso del niño en la respectiva doctrina y, como tampoco debería aceptar nunca evaluaciones ajenas (algunos pensamos que el Estado no debe ostentar el monopolio de la enseñanza, pero sí el de la evaluación, ya que creemos que existe un derecho del ciudadano a ser examinado y a obtener títulos y patentes – cualquiera que sea la manera en que haya podido adquirir sus conocimientos), solo se puede concluir que la asignatura de religión –entendida como doctrina, no como asignatura humanística destinada a un estudio científico de algo tan evidentemente humano como es el hecho religioso y su desenvolvimiento en la historia- no puede ser tenida en cuenta de cara a la obtención de grados académicos reconocidos por los Poderes Públicos. La circunstancia de que el 95 % de los padres opten por reclamar religión Católica para sus hijos no refuta la validez del argumento. Es más, aunque todos, absolutamente todos los niños, por voluntad paterna, estuvieran matriculados en religión Católica –o en otra cualquiera- ello no haría al Estado ni un gramo más competente para entrar a valorar sus progresos en la materia.

Naturalmente, lo dicho vale no solo para la religión Católica, sino para todas las demás religiones y formas de indoctrinamiento, incluidas sospechosas “educaciones para la ciudadanía” que, salvo que se limiten a un curso de derecho constitucional para preescolares y al código de la circulación, habrían de reputarse, a mi juicio, inconstitucionales.

Por último, temo que la realidad desmiente algunos tópicos. El Gobierno y la Iglesia dialogan bastante más de lo que parece. Incluso llegan a acuerdos con relativa frecuencia. Nada hay, claro está, en contra de que así sea, y ojalá cundiera el ejemplo. Iglesia y Gobierno son, si no antípodas ideológicos, sí representantes de posturas legítimamente alejadas. En el terreno de los principios, a la Iglesia no le cabe sino aguantar –ciertamente no en silencio- hasta que haya otro Ejecutivo más afín a sus tesis. Al Gobierno, a su vez, no le queda otra que aceptar el modelo que el Constituyente le impuso y que deriva de los Acuerdos con la Santa Sede. Pero ni ese modelo ni esos Acuerdos le obligan a renunciar a sus ideas ni le pueden impedir agotar el margen de maniobra que la Constitución y las leyes le ofrecen para el desarrollo de su propio proyecto.

A menudo, y de modo juicioso, desde posiciones confesionales –no solo, necesariamente, cristianas- se conmina al Gobierno a que tome en la debida consideración el hecho de que las creencias de la población, o de parte de ella, están ahí, y desempeñan un papel. Ciertamente, el Gobierno asume un importante riesgo si decide desafiar esas creencias. También, a veces, habría que recordar a quienes representan esas posturas que la legitimidad del Gobierno no es presupuesta ni abstracta, sino que deriva de un concreto resultado electoral. Hoy por hoy, no es sostenible que “una mayoría” de españoles estén en contra de las políticas gubernamentales.

Si por algo se ha caracterizado el Gobierno Zapatero hasta la fecha es por excederse en el uso de sus atribuciones y por ir más allá de lo que cabe entender como el mandato ordinario de los electores. Pues bien, la política religiosa puede ser calificada de imprudente o atontolinada, pero no pertenece, creo, a ese amplio grupo de excesos.

viernes, diciembre 08, 2006

LAICIDAD Y RELACIONES IGLESIA-ESTADO

Como el turrón, hay cuestiones que vuelven de año en año a ocupar el centro de la palestra, generalmente para no resolverse nunca. El tema de la laicidad o el laicismo –no son lo mismo, creo- es una de esas cuestiones. Lástima que, siendo asunto tan serio, llegue tan marcado por la frivolidad y la banalidad que, de un tiempo a esta parte, pone la Izquierda en todo cuanto toca.

Se quejan eclesiásticos y otra gente interesada de que el Gobierno viene impulsando una “ofensiva laicista”. Como en casi todo lo que hace el Gobierno hay en esto mucho de ruido y poco de nueces. La manifiesta incapacidad de la escuadra zapateril para plantear un debate en términos medianamente serios convierte en exagerados los temores de algunos. Pero, en fin, supongamos que sí, supongamos que haya gente descontenta con el actual tratamiento que, en nuestro Estado, recibe el hecho religioso.

De entrada, convendría precisar algunas cuestiones, para su cabal entendimiento. Contra lo que insinúan algunos egregios jerarcas de la Iglesia Católica, la laicidad del Estado nada tiene que ver con construir un estado como algo opuesto a Dios. No se trata de “prescindir de Dios”, sino de acotar cuál ha de ser la dimensión público-estatal de la religión, que es cosa diferente. Es verdad que hay quien confunde los términos o, en el colmo de la simplificación, reduce la cuestión a algo mucho más concreto, que es cuál ha de ser el rol de la Iglesia Católica que, pese a su importancia, no deja de ser una Iglesia bien particular.

Laico es un Estado que opta por diferir completamente las cuestiones religiosas a la esfera jurídico-privada. No se trata, en absoluto, de promover actitudes antirreligiosas o promover el agnosticismo –en sí mismo, claro, una toma de postura también particular ante el hecho religioso- sino, lisa y llanamente, de separar por completo dicho hecho de las estructuras estatales. Cada cual será libre de profesar y manifestar las creencias que tenga por convenientes –dentro, claro, de ciertos límites impuestos por el orden público y que, dicho sea de paso, distan de estar pacíficamente establecidos (este es, de hecho, uno de los grandes debates de nuestro tiempo, ausente en España porque andamos enredados en cosas mucho más trascendentes, como las selecciones deportivas autonómicas)- pero esta es materia en la que el Estado, en tanto que organización, ni entra ni puede entrar. En un estado laico –el arquetipo es Francia y, probablemente, a muchos nos gustaría que así fuese España- cualquier manifestación religiosa está vedada a las estructuras estatales.

Pero no es este el modelo que impera en nuestro país. Nuestra Constitución impone a los poderes públicos que den algún tipo de tratamiento al hecho religioso, que ese hecho forme parte de las políticas del Estado, que no puede limitarse a ignorarlo. Lo que ocurre es que, en esa operación, el Estado deberá mostrar una neutralidad absoluta, sin primar a ninguna religión en particular. Por eso, estamos en un Estado denominado aconfesional, que no laico. Nuestro país sí tiene política religiosa.

Ya digo que, en línea de principio, uno preferiría la laicidad absoluta del Estado, el diferimiento pleno de la cuestión religiosa a la esfera privada –desde luego, dentro del mayor de los respetos para con todas las confesiones-. Ahora bien, dicho esto, y si prescindimos por un instante de lo que tenga que ver con la Iglesia Católica, sobre lo que volveremos más tarde, hay que reconocer que el modelo español de tratamiento del hecho religioso –que, insisto, ha de existir por imperativo constitucional- es muy correcto, e incluso cabría calificarlo de modélico. El Estado ha establecido con las confesiones más relevantes no católicas (evangélica, musulmana y hebrea) relaciones de cooperación, en cuya virtud esas confesiones ven reconocidos ciertos derechos importantes, como la protección de sus lugares de culto o de sus símbolos sagrados y sus ministros gozan de la posibilidad de acceder a centros de titularidad estatal para prestar asistencia religiosa. Los niños judíos, por poner un ejemplo, pueden ser educados en su fe en la misma escuela, sin necesidad de acudir a la sinagoga, por la vía de conceder al rabino el derecho de entrada al centro escolar para impartir doctrina (circunstancia, ya digo, imposible en un Estado laico, en el que el niño habría, necesariamente, de desplazarse al templo). Se reconocen también efectos civiles de diferente orden al matrimonio celebrado según el rito en cuestión (algo también imposible en Estados laicos, en los que el matrimonio ha de celebrarse, necesariamente, ante la autoridad civil para ganar validez a esos efectos).

Nada de lo anterior excede el marco de lo razonable, creo, y puede entenderse como una buena transacción entre quienes piensan que el Estado no puede permanecer del todo ajeno al hecho religioso y quienes creemos lo contrario.

La distorsión llega, cómo no, de la mano de la Iglesia Católica. Iglesia que es diferente, en primer lugar, por el mero dato de ser la abrumadoramente mayoritaria, pero también por la circunstancia de haber sido la confesión privilegiada en España desde que existe el estado moderno. La Iglesia estaba ahí cuando se firmó la Constitución –de hecho, así como el Rey es la única persona a la que se cita por su nombre, la Iglesia Católica es la única organización citada por el suyo en el texto constitucional- y, además, se desenvuelve bajo el ropaje singular de una forma paraestatal, de un sujeto de derecho internacional público capaz de alcanzar acuerdos de pleno valor jurídico con los Estados, de tú a tú (como los vigentes de 1979).

A menudo, ya digo, la discusión sobre la laicidad envuelve un añejo debate sobre la consumación de una separación Iglesia-Estado que se considera mal terminada. Es obvio que la Constitución cerró este debate a través de una transacción –vigentes aún los recuerdos de la desdichada polémica sobre la “cuestión religiosa” y el artículo 26 de la Constitución del 31 que lastraron innecesariamente el devenir de la República y de los cuarenta años de confesionalidad del Estado franquista- que, como tantos otros, no satisfizo las expectativas de mucha gente. Más allá de que la Iglesia Romana represente, en el marco del tratamiento del hecho religioso, una singularidad formal, lo que resulta de todo punto obvio, hay que preguntarse, y esta es la cuestión principal, si de ese trato se deriva una ruptura del principio de igualdad.

En rigor –e, insisto, más allá de que pudiera gustarnos que el tratamiento de la cuestión religiosa, en general, fuera diferente para todas las religiones- lo que debería preocuparnos es eso. ¿Es tratada la Iglesia Católica de modo diferente (no entro ya en si ventajoso o desventajoso, que al caso es igual)? Conviene no dejarse engañar por la circunstancia de que la Iglesia Católica esté mucho más presente en la vida española de lo que lo están las demás confesiones, porque esto es natural por la simple fuerza de los números. La pregunta puede entenderse mejor si la singularizamos: ¿trata el Estado español a un judío, o un musulmán, de modo diferente a un católico? Por supuesto que ninguno de ellos es violentado en sus creencias, pero no se trata de eso sino, más bien, de si encuentra en el Estado el mismo grado de cooperación -puesto que, insistimos, este es el modelo elegido-.

Desconozco a ciencia cierta la respuesta. Existe, sin ningún género de dudas, una diferencia que es la financiera. La Iglesia Católica, a fecha de hoy, sigue financiándose mayoritariamente con cargo a las arcas públicas. Espero que nadie ignore que la cuantía que “voluntariamente se destina” a la sufragación de las necesidades de la Iglesia se detrae del monto del impuesto pagado por lo que en rigor, el fiel, más que hacer una aportación, predetermina el destino de una partida presupuestaria. El Estado no es un mero agente recaudador, sino que ha arbitrado una fórmula de financiación a través de los tributos.

A mi juicio, desde luego, la solución no es, como me parece haber oído a algún ministro, extender la opción a las demás confesiones –lo que estaría bien, de todos modos, en tanto subsista el sistema- sino que la Iglesia pase a autofinanciarse, sin perjuicio de que, como sucede en Alemania, el Estado pueda hacerle de recaudador.

Sin duda lo que no viene a cuento es, en esta materia, citar el precedente republicano. Pocas cosas hicieron más por el naufragio de la República –puede que solo el golpe de Estado de Franco, de hecho- que la estéril polémica, alimentada por un prurito profesoril, generada a destiempo sobre la cuestión religiosa. Bien es verdad que aquella Iglesia se alzaba como un auténtico contrapoder, monopolista en la educación y, por tanto, cuando aún quedaban muchos años para el Vaticano II –por tanto, cuando la doctrina evangélica de la separación del poder temporal aún distaba de estar clara para la jerarquía eclesiástica- la Santa Madre se erigía como un imponente obstáculo para la modernidad –rol que, dicho sea de paso, había venido desempeñando durante todo el siglo XIX, como muralla frente a la que se estrellaron generaciones de liberales españoles-. Pero uno debe saber elegir cuándo presentar sus batallas, si tiene la más mínima aspiración de ganarlas.

Lo mismo vale para el mundo contemporáneo, ahora que, por fin, los curas están en sus iglesias.

domingo, diciembre 03, 2006

Y RAJOY HABLÓ DE POLÍTICA

Cuentan las crónicas que ayer Rajoy habló de política. El hecho merece destacarse, por inhabitual. Ya se sabe que los dirigentes del PP son muy dados a enrocarse en un irritante repertorio de frases hechas que, normalmente, emplean para darse un digno pasar sin pisar charcos (“tiene que haber sentido común”, “hay que ocuparse de lo que interesa a la gente”, “ahora no toca”, “toca lo que toca y lo que no toca, no toca, mire usted”). Pecan, en suma, de lo mismo que los de enfrente, pero en otro estilo.

Pero ayer no, ayer –como en otras escasas pero relevantes ocasiones- Rajoy entró en materia. Desgranó una serie de puntos para una eventual reforma constitucional –catorce, en total- y dijo estar dispuesto a proponérselos al PSOE post-Zapatero. Se da por hecho, con toda lógica, que el acuerdo sería imposible bajo la égida del actual dirigente socialista, aunque solo sea porque el contenido de las propuestas de Rajoy –que es el que cabía esperar- resulta del todo contradictorio con la línea política del gobierno ZP. Y no es menos cierto que, si hablamos del PSOE, la cosa ya no es tan evidente. De hecho, no cabe duda de que hay señalados dirigentes socialistas que se apuntarían gustosos a una mesa de diálogo sobre los asuntos a los que Rajoy aludió.

El elenco de puntos peca de imprecisión y dista de lo que podría ser una propuesta de reforma digna de tal nombre. Es, más bien, un repertorio de temas sobre los que, piensa el presidente del PP, habría que meditar y, luego, actuar. Pero el denominador común es, ya digo, el esperable: el reequilibrio de la estructura territorial de Estado, con un refuerzo de las instituciones comunes. Es mucha la técnica jurídica que habría que aplicar para traducir eso en un conjunto de propuestas de enmienda, máxime si han de estar soportadas –como no puede ser de otra manera- por el consenso, para ser presentadas a los españoles.

Modestamente, solo puedo saludar la iniciativa de Mariano Rajoy. Me parece la fórmula más civilizada para salir del guirigay en el que estamos inmersos.

En primer lugar porque, como mucha gente ha ido poniendo de manifiesto, no se trata tanto de que no pueda haber debate hasta sobre las cosas más sagradas como de que ese debate ha de darse en la sede precisa. Solo quienes desconfían profundamente de este país y sus gente, o quienes no están dispuestos a aceptar lealmente el resultado tienen razones para temer una discusión por los cauces legalmente previstos, en la que todos tengan primero voz y más tarde voto. En este sentido, y ya que todo el mundo anda quejoso por los achaques del edificio constitucional, reformémoslo, pero aplicando el procedimiento acordado.

Ya en un terreno más personal, estoy de acuerdo con buena parte del fondo de lo que Rajoy propone. Creo sinceramente que en el año 78 se cometieron errores, algunos de ellos de pura técnica, que hay que enmendar. Y creo –no sé con cuánta gente, pero me temo que con bastante- que el sistema adolece de importantes fallos sustantivos. La experiencia enseña que la descentralización del poder, por un lado, ha de ser completa –ha de realizarse plenamente el modelo constitucional, lo que implica un refuerzo del poder municipal- y, por otro, ha de tener límites, a fin de que la arquitectura del poder político sirva a los propósitos para los que fue creada. Todo el aparato del Estado, en sentido amplio, existe con el solo fin de garantizar a los ciudadanos el elenco de derechos que, como pórtico, abre la Constitución Española.

Naturalmente, todo esto es opinable, y debería ser el objeto del debate propuesto.

Ahora bien, dicho todo lo anterior, caben algunas dudas.

La primera es si, en efecto, Mariano Rajoy se atreverá a concurrir a las elecciones con esa propuesta, o con una parecida, o quedará todo en un fuego de artificio y en una arenga para convencidos. Naturalmente que la realización práctica de la propuesta quedará condicionada a la obtención del imprescindible acuerdo con el Partido Socialista –que, para empezar, deberá estar de acuerdo en buscar un acuerdo- y, en este sentido, Rajoy no puede prometer una reforma constitucional. Pero sí puede comprometerse a buscarla y puede, por escrito y ante los electores, en forma de programa electoral, hacer públicas las trazas precisas de cómo querría él que las cosas quedaran al final. Sería muy bueno que, por una vez, el PP se apeara del “sentido común” y se aviniera a decirnos en qué cree que consiste.

La segunda cuestión es hasta qué punto el pontevedrés se halla en posición de hacer propuestas que amenazan con cortar las alas a algunos de los barones de su partido. Un partido político ha de estar fuertemente cohesionado para atreverse a lanzar una propuesta tan seria, porque se juega mucha credibilidad en el envite. No se trata de recurrir a la crítica fácil del cómo se cohonesta este sensato planteamiento neoconstituyente con la desdichada participación del PP en el despropósito en el que se ha convertido esta legislatura. Si a unos y a otros los juzgamos por sus hechos en el último par de años, es como para no salir de casa, así que habría que afrontar el asunto con confianza renovada. Pero no puede dejarse a beneficio de inventario, precisamente, lo que las reformas estatutarias han puesto de manifiesto, es decir, hasta qué punto el PP se halla regionalizado y condicionado por sus estructuras infraestatales.

Finalmente, la hipótesis subyacente: ¿estaría un PSOE post-ZP por la labor? ¿Participaría el partido en un debate que supone la negación de lo hecho hasta ahora? Es difícil saberlo, porque aún no sabemos, ni de lejos, cómo podría ser un socialismo post-Zapatero. ¿Cabe confiar en una vuelta de la sensatez? ¿Querrá el PSOE seguir desempeñando su rol de gran partido nacional? ¿Estará en disposición de hacerlo?

En realidad, un mal escenario, contra lo que pueda parecer, es que todos, PSOE, PP y nacionalistas catalanes decidan que, tras la tempestad, ha de venir la calma o, dicho de otro modo, que se decida no hacer nada. Dejar las cosas como estén el día en que Zapatero abandone la Moncloa. La tentación será fuerte, sin duda, porque el ímpetu reformista del PP se atemperará mucho cuando el candidato esté ya mecido por el arrullo de los árboles del jardín monclovita -ése que parece conducir a los inquilinos del palacete al país de nunca jamás, o a otro que casi nunca es España-. Pero será un grave error. La legislatura ZP está dejándonos muchas enseñanzas, que sería trágico desperdiciar.

Lo dicho. Por fortuna, las dudas empezarán a despejarse enseguida. La primera cita es con el programa electoral del PP. Ahí comenzaremos a ver si, en efecto, la derecha española le toma gusto a la política.