Y LA NACIÓN, ¿QUÉ TAL?
Algunas cuitas son viejas. Lo de los pisos, por ejemplo. Ya me dirán ustedes cuándo han estado asequibles. Otras son genuinamente nuevas, como la de la inmigración. Aprender a convivir con gente de otras latitudes, oír lenguas tan diferentes por las calles... toda una novedad. Las cosas van bien, sí, pero no podemos evitar un runrún, un no sé qué o, quizá, el simple vértigo de que las cosas van demasiado deprisa. De que todos sepamos que nuestro crecimiento es tan alto como endeble de fundamentos.
En aquellos más dados a la reflexión, la intuición toma más cuerpo. Se ponen apellidos a los problemas. Sabemos que el problema real de nuestro país, lo que en estos momentos nos impide dar el paso de la definitiva incorporación a la primera división, es una democracia deficiente. Los viejos usos franquistas, tan bien perpetuados por la sucesión de socialismo y tecno-democracia cristiana que nos ha gobernado, que se no se resignan a irse por el sumidero de la historia. Sin duda, el progreso está sujeto a la ley de los rendimientos marginales decrecientes, y por eso lleva tanto o más tiempo dar el pasito que separa a esta democracia fuera de punto de las grandes naciones que la sima que nos distancia ya de los menos aventajados.
Nuestros padres y abuelos pueden estar satisfechos de lo que hicieron, porque sin duda fueron grandes cosas. De hecho, pintaron casi todo el cuadro, y nos legaron la obra casi, casi terminada. ¿Eran conscientes de que nos iba a costar tanto esfuerzo dar esa esquiva pincelada final? Siempre es ese último toque el que lleva a los pintores a la desesperación, lo que separa la obra auténticamente terminada del boceto, todo lo perfilado que se quiera, pero boceto al cabo.
Así las cosas, lo único que se pide de la clase política es que contribuya a ese esfuerzo, simplemente no destruyendo. ¿Algo de lo que se ha visto y oído en el Congreso permite abrigar esperanzas? ¿Algo permite intuir que la política va a colaborar?
Más bien no. Por enésima vez, Zapatero renunció a explicarse, a presentar una hoja de ruta que justifique, siquiera sea en forma de buenas intenciones, todo un rosario de iniciativas a las que es difícil encontrar un norte. Es cierto que, como le espetó Rajoy, el Presidente divide a los españoles. Y, sobre todo, divide en dos grandes grupos: los que tienen fe en él y los que no. Grosso modo, por paradójico que parezca, analistas de uno y otro signo no andan tan distantes en el análisis y la valoración de los hechos. No es verdad que en el terreno de las ideas estemos en el más absoluto disenso. Nadie es capaz de dar cumplida razón de los porqués de multitud de iniciativas, nadie es capaz de ver cuál es el objetivo final tras las reformas estatutarias, tras una política exterior que a duras penas cabe calificar de tal o, en fin, de un proceso de negociación que parece aventurarse sin signo alguno definitivo de que las cosas han cambiado.
La discrepancia está, pues, en el juicio. Hay quien, a la vista de todo lo anterior, opta por el optimismo y, bien decide dar un cheque en blanco al Presidente, bien se consuela con frases del tipo “no llegará la sangre al río”. Otros, claro, extraen, extraemos consecuencias bien diferentes. Quien no da una explicación razonable en democracia puede que, simplemente, no la tenga o, dicho de otro modo, esperar algo bueno de un sinsentido no pasa de ser un ejercicio de puro y simple voluntarismo.
Frente a esto, una derecha de la que tampoco cabe esperar milagros, porque apenas sabe encontrar su sitio bajo el sol. Hay quien dice, no sin razón, que era ya algo imprevisible que Rajoy llegara hasta aquí en un estado no catatónico. No ha sido, me temo, gracias a los méritos del Partido. Afortunadamente para Mariano Rajoy, ahí fuera, donde no abrigan las moquetas de Génova,13, donde no moran los asesores áulicos del centro, hay todo un complejo de intereses, personas y medios que se resiste a morir, que no quiere permitir que esto vuelva a ser un paseo militar para el priísmo.
Agrupaciones, fundaciones y asociaciones de lo más variopinto, diarios impresos y de internet, bglos y bloggers y, por qué no, también algunos demagogos que han demostrado que ciertas cosas no son privativas de la izquierda han tomado la bandera de una mitad de la sociedad civil que se resiste a ser arrasada. La jauría ladra bestialmente, irritada, enfurecida por esta determinación de sobrevivir. Pero esa determinación, hoy por hoy, no viene de la clase política.
Diríase, en suma, que la Nación hace lo que puede por resistir, por continuar su vida, sin ayuda de unos, y a pesar de otros.