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miércoles, mayo 31, 2006

Y LA NACIÓN, ¿QUÉ TAL?

¿Cuál es el estado de la Nación real?, ¿qué tal se bandea el “concepto discutido y discutible” este de cuarenta y bastantes millones de almas? Pues podemos decir que el como de costumbre. Un estado de tensa calma. Porque los problemas mudan, pero la preocupación permanece. Es verdad que antes teníamos padecimientos de pobres, y ahora tenemos inquietudes de ricos, pero el caso es que Juan Español –Español por parte de padre y Responsable por parte de madre- ha de tener siempre la mosca detrás de la oreja. Antes era por alcanzar la prosperidad, tan esquiva, ahora por no perder la alcanzada.

Algunas cuitas son viejas. Lo de los pisos, por ejemplo. Ya me dirán ustedes cuándo han estado asequibles. Otras son genuinamente nuevas, como la de la inmigración. Aprender a convivir con gente de otras latitudes, oír lenguas tan diferentes por las calles... toda una novedad. Las cosas van bien, sí, pero no podemos evitar un runrún, un no sé qué o, quizá, el simple vértigo de que las cosas van demasiado deprisa. De que todos sepamos que nuestro crecimiento es tan alto como endeble de fundamentos.

En aquellos más dados a la reflexión, la intuición toma más cuerpo. Se ponen apellidos a los problemas. Sabemos que el problema real de nuestro país, lo que en estos momentos nos impide dar el paso de la definitiva incorporación a la primera división, es una democracia deficiente. Los viejos usos franquistas, tan bien perpetuados por la sucesión de socialismo y tecno-democracia cristiana que nos ha gobernado, que se no se resignan a irse por el sumidero de la historia. Sin duda, el progreso está sujeto a la ley de los rendimientos marginales decrecientes, y por eso lleva tanto o más tiempo dar el pasito que separa a esta democracia fuera de punto de las grandes naciones que la sima que nos distancia ya de los menos aventajados.

Nuestros padres y abuelos pueden estar satisfechos de lo que hicieron, porque sin duda fueron grandes cosas. De hecho, pintaron casi todo el cuadro, y nos legaron la obra casi, casi terminada. ¿Eran conscientes de que nos iba a costar tanto esfuerzo dar esa esquiva pincelada final? Siempre es ese último toque el que lleva a los pintores a la desesperación, lo que separa la obra auténticamente terminada del boceto, todo lo perfilado que se quiera, pero boceto al cabo.

Así las cosas, lo único que se pide de la clase política es que contribuya a ese esfuerzo, simplemente no destruyendo. ¿Algo de lo que se ha visto y oído en el Congreso permite abrigar esperanzas? ¿Algo permite intuir que la política va a colaborar?

Más bien no. Por enésima vez, Zapatero renunció a explicarse, a presentar una hoja de ruta que justifique, siquiera sea en forma de buenas intenciones, todo un rosario de iniciativas a las que es difícil encontrar un norte. Es cierto que, como le espetó Rajoy, el Presidente divide a los españoles. Y, sobre todo, divide en dos grandes grupos: los que tienen fe en él y los que no. Grosso modo, por paradójico que parezca, analistas de uno y otro signo no andan tan distantes en el análisis y la valoración de los hechos. No es verdad que en el terreno de las ideas estemos en el más absoluto disenso. Nadie es capaz de dar cumplida razón de los porqués de multitud de iniciativas, nadie es capaz de ver cuál es el objetivo final tras las reformas estatutarias, tras una política exterior que a duras penas cabe calificar de tal o, en fin, de un proceso de negociación que parece aventurarse sin signo alguno definitivo de que las cosas han cambiado.

La discrepancia está, pues, en el juicio. Hay quien, a la vista de todo lo anterior, opta por el optimismo y, bien decide dar un cheque en blanco al Presidente, bien se consuela con frases del tipo “no llegará la sangre al río”. Otros, claro, extraen, extraemos consecuencias bien diferentes. Quien no da una explicación razonable en democracia puede que, simplemente, no la tenga o, dicho de otro modo, esperar algo bueno de un sinsentido no pasa de ser un ejercicio de puro y simple voluntarismo.

Frente a esto, una derecha de la que tampoco cabe esperar milagros, porque apenas sabe encontrar su sitio bajo el sol. Hay quien dice, no sin razón, que era ya algo imprevisible que Rajoy llegara hasta aquí en un estado no catatónico. No ha sido, me temo, gracias a los méritos del Partido. Afortunadamente para Mariano Rajoy, ahí fuera, donde no abrigan las moquetas de Génova,13, donde no moran los asesores áulicos del centro, hay todo un complejo de intereses, personas y medios que se resiste a morir, que no quiere permitir que esto vuelva a ser un paseo militar para el priísmo.

Agrupaciones, fundaciones y asociaciones de lo más variopinto, diarios impresos y de internet, bglos y bloggers y, por qué no, también algunos demagogos que han demostrado que ciertas cosas no son privativas de la izquierda han tomado la bandera de una mitad de la sociedad civil que se resiste a ser arrasada. La jauría ladra bestialmente, irritada, enfurecida por esta determinación de sobrevivir. Pero esa determinación, hoy por hoy, no viene de la clase política.

Diríase, en suma, que la Nación hace lo que puede por resistir, por continuar su vida, sin ayuda de unos, y a pesar de otros.

martes, mayo 30, 2006

UNA VEZ MÁS: NO CON MI DINERO

Me había propuesto no hablar de ello, entre otras cosas porque ya dio buena cuenta del asunto Isabel San Sebastián en su atinado artículo “Rosas Fétidas”, que ha circulado por internet en estos días. Pero no lo puedo resistir, lo siento.

Me refiero, como los lectores ya saben, a la iniciativa de las titiriteras de regalar “rosas por la paz”, a... Jone Goiricelaya, por ejemplo. Ellas saben que esto es obsceno, y es innecesario que se recuerde que toda esta patulea de malnacidas, a lo largo de su carrera no ha tenido un solo minuto para mandar un mensaje de consuelo a una víctima del terrorismo. ¿Saben por qué? Aventuraré una teoría.

En primer lugar porque no es verdad que odien a los terroristas, como todo ser humano bien nacido. Muy al contrario, en el fondo, les admiran. No lo pueden confesar en público –porque ya es un mal rollo-, pero así es. La izquierda progre no puede evitar una fascinación turbadora. La imagen que los demás encontramos execrable, ellos la ven romántica. Porque son los terroristas la única y verdadera vanguardia. Los que realmente “se atreven”, los “osados”, los “audaces”. Si miras para otro lado, si te quedas en la parafernalia de los videos grabados en lenguaje pseudopolítico, en toda esa palabrería sin sentido, escupida bajo el amparo de banderas inexistentes de países imaginarios, puedes llegar a olvidar los cuerpos sin vida, las mutilaciones, las lágrimas de las madres... Sólo queda el gallardo gudari. Se mean en los pantalones cuando son detenidos, pero son los héroes de toda la progresía. En el fondo lo son, sí. Nuestro pecado de juventud, ¿no es cierto?¿quién puede, en suma, mirarles con malos ojos?

Porque, además, a todas estas miserables les han dicho tantas veces que representan a la “cultura” que las muy imbéciles se lo han creído. Ignorantes hasta la náusea, creen que hay algo “político”, un “discurso” en la sarta de disparates que profieren los amigos de Jone Goiricelaya. Hace falta ser gilipollas, sí, pero es que estamos hablando de una gente que construye todo su universo intelectual a base de estupideces parecidas. Cuando Zapatero te parece Kennedy, Arnaldo Otegi, alias “el Gordo” te parece Michael Collins.

Y no han apoyado nunca a las víctimas porque no les gustan. Porque les dan asco. Porque creen que se lo merecen. Por españoles y por fachas. Hay mucho hijo e hija (hoy sí que me apunto a la cruzada contra el plural inclusivo) de la gran puta que cree que lo único que no se puede ser en esta vida es de derechas. Todo lo demás, es lícito. Jone Goiricelaya es una tía mucho más fashion que todas esas viudas sin recursos –y con una pinta infame-. Seguro que Jone Goiricelaya, en sus ratos libres –cuando no prepara la defensa de “el Gordo” y su banda- va al cine en versión original. Es una tía como hay que ser. Es una filoterrorista, pero no es de derechas. Con eso basta.

Además es que esta manada de indeseables se siente, así, “rompedora”, “transgresora”. Como el cretino de Pepe Rubianes cagándose “en la puta España”. ¿Es rompedor darle una rosa a Jone Goiricelaya? ¿Hace falta valor para cagarse “en la puta España”? ¿Es muy “transgresor” mearse en la tapia de una Iglesia, cocinar un Cristo? Hace falta ser impotente mental para creer que tiene mérito nadar a favor de corriente. No, señora Bardem y compañía. Valor hace falta para plantarse con una bandera española en el bulevar de San Sebastián –como hicieron Savater y compañía- mientras la piara de bestias te mira torvamente, quedándose con tu cara. Valor, sin ir tan lejos –espero- tienen quienes en Cataluña se atreven a decir que el rey va desnudo, quienes no pueden hablar con libertad sin que los nuevos fascistas azucen a sus crías para que tiren dentelladas. Lo suyo tiene un nombre, señora. En Cuba, y en otros sitios, lo llaman ser un comemierda.

Traigo todo esto a colación no para desahogarme –que también-, sino para hacer, una vez más, por enésima vez, una petición: no con mi dinero. Estas señoras serían muy dueñas de hacer lo que quisieran, salvo porque la mayoría de ellas trabajan, cuando trabajan, gracias a mis impuestos, que no a los de Jone Goiricelaya –porque Goiricelaya y sus amigos son todos insolventes, o eso dicen, y los insolventes no pagan impuestos.

Hasta no hace mucho, con nuestro dinero mataban a nuestros conciudadanos. Ahora sólo nos insultan y ofenden la memoria de nuestros muertos. Es un avance, qué duda cabe, pero ya está bien. Es hora de que esto acabe. Insisto. No con mi dinero.

Si el Partido Popular gana alguna vez las elecciones –cosa difícil mientras milite en él cierta gente que sigue pensando que “meterse con la gente del espectáculo no es rentable”- espero que la partida presupuestaria destinada a dar de comer a esta jauría se aplique a fines más útiles y, sobre todo, que generen más consenso entre los españoles.
¿Venganza, represalias? No. Simple respeto al electorado.

No con mi dinero. No con mi dinero. Lo repetiré, y saldré a manifestarme con unos cuantos miles de amigos. Romperemos unos cuantos escaparates y robaremos un jamón en el Corte Inglés. Aunque sólo sea por saber qué se siente siendo “transgresor”.

domingo, mayo 28, 2006

¡A MÍ LA GUARDIA CIVIL!

Una encuesta, de estas totalmente acientíficas que pululan por las ediciones electrónicas de los periódicos, mostraba que, en el grupo de referencia –los lectores del medio, claro-había una amplia mayoría contraria a que los agentes de la Guardia Civil se desplegaran en Cataluña para contribuir a paliar la ola de robos que asuela algunas localidades de aquella zona.

Cosas veredes, la gente sangra por la herida y responde con un primario “que se busquen la vida”. Totalmente inaceptable, desde luego, porque los catalanes tienen tanto derecho como los demás a ser protegidos, incluso de la ineptitud de sus propios gobiernos. Hay quien anda preguntándose qué pensarán los guardias –que, por lo visto, están en prácticas- de tener que ir a dar el callo a un sitio donde, tan manifiestamente, no se les quiere, salvo para que se entiendan con algún albanés que, obviamente, no habla catalán y es muy violento. Tengo para mí que no pensarán nada. Como llevan doscientos años haciendo, irán donde les toque, por un sueldo miserable, a vivir en condiciones muy duras. Supongo que, bajo la calorina jiennense, ya les enseñan que lo de “Todo por la Patria” lleva consigo el aguantar a una verdadera legión de soplapollas, imbéciles y frustrados, muchos de los cuales, ante la visión de un tricornio, son presa de los malos recuerdos que les traía la foto en el aparador de su casa, de su padre dándose la mano con Franco tras alguna cacería –muchas casas de los barrios bien de Barcelona, por ejemplo, están llenas de fotos de esas, ni más ni menos que las de otras ciudades españolas-. Se hace el petate, y punto, ya digo, incluso a sabiendas de que lo probable es que, cuando los tipos de turno estén entre rejas –o se hayan mudado a otras comunidades autónomas lo que, a decir de la indecente consejera Tura, termina con el problema- vuelvan a echarles como si fueran un ejército de ocupación.

Imagino que algunos de los que contestan a la encuesta pensarán que hay otras partes del país –la Sierra de Madrid o la Comunidad Valenciana, sin ir más lejos- donde también se está pasando un mal rato, y que también padecen una acusada escasez de agentes del orden, sobre todo porque, a diferencia de Cataluña, carecen de una policía propia. En fin, diatribas que no hacen al caso. No hay por qué discutir sobre la escasez, y es evidente que la seguridad de los ciudadanos es igualmente prioritaria en todas partes.

Ahora bien, conviene reflexionar un poco sobre lo que ya hace tiempo que algunos venimos denunciando. Bien está que el gobierno de la Nación cumpla su deber de garantizar a todos los españoles, vivan donde vivan, sus derechos constitucionales. Pero eso no significa que los gobiernos regionales puedan irse de rositas. No hace mucho, se produjo en Cataluña el despliegue de la policía autonómica, sin ahorrar, por supuesto, gestos de desdén hacia los cuerpos nacionales, que abandonaron el Principado sin una palabra de agradecimiento. ¿Y bien?

Tirando por elevación, la clase política catalana –como sus homólogas en todas las regiones- no cesa de pedir más y más competencias. Han hecho un nuevo estatuto porque el viejo era “manifiestamente insuficiente”. Pero el caso es que esos estatutos “manifiestamente insuficientes” han dado a los gobiernos regionales un volumen de competencias enorme. Algunos, incluso, han querido hacerse cargo de la seguridad ciudadana. ¿Dónde está la dación de cuentas? ¿Dónde la responsabilidad? Piden más dinero, y me parece muy bien pero, ¿qué se hizo de los ríos de millones que ya pasaron por sus manos? La policía propia, ¿era para garantizar la seguridad de los ciudadanos o para que alguien se diera el gusto de vestirla con uniformes de diseño?

Es posible que en el futuro inmediato, una vez que el funcionariado sepa catalán, y sobre todo catalán, haya que importar jueces que se sepan la ley de enjuiciamiento criminal para desatascar los juzgados o registradores de la propiedad capaces de calificar a derechas un documento, sin crear una zapatiesta. ¿Tampoco sucederá nada, entonces?

Los gobiernos pueden ser buenos o malos y eso, normalmente, no se sabe a priori, hasta que no se abre el melón. Pero, afortunadamente, existen los mecanismos de responsabilidad que sirven para enderezar el rumbo de los gobernantes desubicados o, en última instancia, para deshacerse de los incompetentes. Pues bien, es evidente que esos mecanismos están funcionando muy deficientemente en el caso de los gobiernos autonómicos españoles, cómodos en su papel de eternos reivindicantes.

Ante una circunstancia extraordinaria –el incendio de Guadalajara, por ejemplo- cumple al consejero autonómico de turno pedir raudo ayuda al Gobierno, y compete a éste último dársela. Pero cuando se ha cometido un gravísimo error de gobierno, cual puede ser el de desplegar una policía insuficientemente preparada, expulsando a quienes estaban en mejor posición para prestar el servicio –aun sin saber catalán-, la conducta anterior, igualmente exigible, ha de ir seguida de la dimisión irrevocable de los responsables.

Pero no, me temo que, una vez más, hemos hecho una aportación genuina a la teoría política y jurídica. Un sistema en el que las competencias, los honores y los parabienes viajan hacia las capitales autonómicas, pero las responsabilidades permanecen clavadas en Madrid, como el reloj de la Puerta del Sol. Prodigioso.

Bueno, visto así no parece difícil ser consejero de lo que sea en un gobierno regional. Tu principal deber será el de elegir el color de los uniformes de tu policía y redactar convenientemente los manuales de adoctrinamiento político –en lengua vernácula, por supuesto-. Por lo demás, basta con gritar “¡a mí la Guardia Civil!”. Oye, y van. Pobre del ministro, como no vayan.

jueves, mayo 25, 2006

LA ASIGNATURA DE RELIGIÓN

Parece que, recién llegada al cargo de ministra de Educación, Mercedes Cabrera se enfrenta al espinoso tema de la asignatura de religión. Creo que ya ha habido reuniones con el Episcopado y volverá a haberlas en breve. A sabiendas de que lo que voy a decir no gustará a algunos de mis lectores habituales, he de decir que, en este asunto, me encuentro mucho más cerca del Gobierno –lo que, sin duda, es simple casualidad, porque el Gobierno no suele tener ninguna razón particular para estar en ningún sitio- que en otros temas.

¿Ha de ser la religión (entendiendo por tal la formación en doctrina católica o en cualquier otra) una asignatura evaluable igual que las demás? A mi juicio, en absoluto. Intentaré explicar por qué, por si a alguien le interesa.

Ya he comentado en otras ocasiones que, en mi opinión, la única función genuinamente pública en el sistema educativo es la expedición de títulos, la evaluación de conocimientos y su certificación erga omnes. Cualquier ciudadano debe tener derecho a que sus saberes sean evaluados conforme a un baremo igual para todos, sea cual sea el proceso que haya seguido para acumularlos (sé que suena exótico en estos tiempos, pero creo que, si existe algún derecho irrenunciable en materia educativa, ése es el derecho a ser examinado en pruebas libres, iguales para todos y, por supuesto, organizadas por una instancia independiente). Ni que decir tiene que esto no tiene por qué conducir a no ya a que el estado monopolice la prestación educativa, sino ni tan siquiera a que tome parte en ella a través de una red pública.

Ningún estado ni poder público que se reclame respetuoso con la libertad de conciencia está capacitado para evaluar creencias ni opiniones. Se trata de una imposibilidad a radice, absoluta. Se sigue, por tanto, que quienes piden una religión evaluable como las demás asignaturas o bien están sugiriendo que tal evaluación sea delegada por el Estado en otras instancias, o bien piden un imposible. En mi opinión, el Estado no debe delegar su función de evaluación ni puede –en el sentido más profundo del término- evaluar la aptitud de un sujeto en materia de creencias.

En suma, el origen del problema reside en que el saber religioso no es, en absoluto, un saber similar a los demás que forman el currículo. Es algo cualitativamente diferente y tampoco veo muy lógico que su impartición siga métodos similares. Antes al contrario, y aunque esto no sea objeto de comentario habitual, me temo que una de las razones de que tantos españoles formados en la religión católica –una de las muchas- estemos hoy distanciados de la práctica ha sido, precisamente, la incorporación de esa formación religiosa a nuestro currículo en forma de asignatura ordinaria.

En la medida en que, guste o no, nuestro Estado es aconfesional pero no laico, esto es, en la medida en que las creencias religiosas de la población no pueden ser del todo indiferentes a los Poderes Públicos, sino que estos han de procurar su protección –España, a diferencia de otros Estados, está obligada a tener una política en materia religiosa que ha de ir más allá del mero registro de asociaciones- y tomarlas en consideración, ningún inconveniente debería haber para que los padres que lo soliciten puedan obtener formación religiosa –a cargo del correspondiente ministro o persona que la confesión respectiva considere apta- en el mismo centro. Por otra parte, es sobradamente conocido que puede haber centros en los que la religiosidad sea el eje vertebrador de un ideario –esto es, trascienda el adoctrinamiento en forma de asignatura para impregnar todos los órdenes de la vida-. Pero de esto no se sigue, en absoluto que la religión haya de convertirse en evaluable. Ni tampoco que haya que disponer alternativas para quienes no deseen ser adoctrinados en una religión.

Si los obispos, con buen juicio, temen que la pérdida del aval curricular o la existencia de alternativas más cómodas perjudicará la asistencia a clase o el aprovechamiento de los estudiantes, ese es su problema. Los demás nada podemos hacer para remediarlo. La fuerza del título público no puede extenderse a saberes que nada tienen de científicos, literarios o artísticos ni, por tanto, de evaluables. Dicho sea con todos los respetos, pero con toda intención, la media entre la nota de matemáticas y la de religión es un contradiós.

En otro orden de cosas, y entrando ya en cuestiones más prácticas, me parece lamentable que este debate centre la atención hasta el punto de convertirse poco menos que en el nudo gordiano de la educación en España. Por desgracia, me temo que la preocupación de los monseñores sobre el tema se limita a esto. Y no sé si al PP le ocurre tres cuartos de lo mismo. Da la sensación de que, mientras unos quieren analfabetos a secas, otros quieren analfabetos de comunión diaria.

En el desastre educativo español, los conciertos y la religión no son más que un grano en el desierto. Un grano que consume muchas fuerzas, que bien podrían ir destinadas a atacar los cimientos del problema. Pero esto sólo parece preocupar, una vez más, a esa “tercera España” que sale siempre perdedora.

lunes, mayo 22, 2006

LA CUENTA, POR FAVOR

Se leen y escuchan comentarios diversos sobre la intervención del Presidente del Gobierno, este fin de semana, en el País Vasco. Muy en su estilo, su señoría “ha anunciado que va a anunciar”, y para unos ha estado tibio en tanto que otros piensan que tampoco había ninguna prisa – sobre todo cuando sólo han pasado unos días desde que el ministro del Interior, al que hay que suponer bien informado (si no por ministro, sí por ser vos quien sois) manifestó su falta de confianza en las buenas intenciones de la banda terrorista.

Sinceramente, todos estos debates me parecen estériles. Da un poco igual si vamos deprisa o despacio. Una vez más, me temo que el personal no termina de calar al presidente del Gobierno. Las cosas irían muy deprisa, sí, si estuviéramos ante un gobierno con responsabilidad que, sin desaprovechar, desde luego, la ocasión (¿ocasión que él mismo ha creado?, ¿ETA es demandante u oferente?), acometería este proceso con la cautela propia de una operación de desminado. Ayer mismo, Ramírez editorializaba en el Mundo acerca de su comentario de la semana pasada en Vitoria. Ahora la paz, dentro de veinte años, la política.

Suena infinitamente más razonable y, qué duda cabe, sería lo deseable. Tanteo, cautela, prudencia... Pero José Luis tendría que volver a nacer para conducirse así. Unas mínimas concesiones, puede, pero no más. De sobra sabe él donde quiere ir, e irá contra viento y marea.

Además, ¿acaso no lo sabemos ya todos? ¿A qué viene esta especie de “duda metódica” que nos asalta? Supongo que es el temor a ser tachados de aguafiestas. “Vamos a esperar, a ver”. A ver, ¿qué?

Se busca que ETA deje las armas a cambio de alteraciones en el marco político del Estado. Cuán profundas sean esas alteraciones es lo que está por ver. Así que ya está bien de “beneficios de la duda” o de “expectativa”. Ya está bien de afirmar que “no habrá precio político” –es de agradecer que el Presidente, este fin de semana, quitara de una vez la razón a quienes siguen sosteniendo semejante tontería-.

El plan ZP, su originalidad y sus posibilidades de éxito, todo hay que decirlo, la diferencia con los procesos anteriores pasan por ahí. José Luis está dispuesto a hacer cosas si callan las armas. Y esas cosas no se refieren sólo a los presos. Es, sí, la vía inexplorada. Esto, y no lo que hicieron los gobiernos anteriores será, en rigor, “negociar” con ETA. Habrá que ver ahora qué es lo que ETA se aviene a ceder –sinónimo de “negociar” que ETA jamás ha conjugado, hasta la fecha-.

Es del género tonto seguir preguntándose qué va a suceder. Salvo que ETA no quiera, salvo que sean tan bestias que lo echen todo por la borda, lo que va a suceder es que se va a abrir, como un melón, todo el encaje jurídico-político del País Vasco (y Navarra, por supuesto). en España. Me temo que quien diga lo contrario miente.

Así pues, dejémonos de circunloquios y exijámosle al Presidente que diga, de una vez por todas, hasta dónde está dispuesto a llegar –porque todos sabemos ya que está más que dispuesto a ir a algún sitio-. Preguntémonos a nosotros mismos qué estamos dispuestos a ceder.

Ya comenté en otro momento que preguntarse si se desea la paz es una obviedad, salvo entre gente muy mal nacida. Lo importante es el precio. Habría que preguntar, pues, a los entusiastas, a los que aún piensan que el Presidente “va despacio”, qué es lo que están dispuestos a ceder para que vaya más deprisa.

Las cautelas del proceso obedecen muy probablemente tanto a su dificultad intrínseca como a que no va a ser fácil llevar a los españoles por ese sendero. Al final, todos los caminos conducen al mismo sitio: hay dos formas de solucionar los problemas de España. Una, resolverlos, otra, pura y simple, que dejen de serlo “de España”.

Así que, por favor, dejémonos de monsergas y dígasenos cuanto antes a cuánto asciende la factura política. A partir de ahí, que cada uno evalúe dónde habrán de estar sus apoyos y sus querencias.

domingo, mayo 21, 2006

MONTENEGRO COMO PRECEDENTE

Interesante análisis de Mira Milosevich, profesora del Instituto Ortega y Gasset, sobre el referéndum de Montenegro (véase aquí) y sus más que probables ecos en España –no sé por qué digo “probables”, hoy mismo, en otro diario, Juanjo arrima al ascua su sardina-.

De las reflexiones de Milosevich se deduce que el proceso que viene teniendo lugar en la ex Yugoslavia, del que el referéndum montenegrino no es más que otro episodio y, sin duda, no el último, es un verdadero sinsentido. El proceso de fraccionamiento de una estado más o menos viable en una pléyade de repúblicas pequeñas e inestables es un puro disparate. Lo que ocurre es que todo es relativo, claro, y vistas las formas que, hasta fecha reciente, han tenido los pueblos balcánicos de solventar sus diferencias, el recurso a un procedimiento incruento, aunque sea para hacer una soberana tontería, ha de ser saludado con alegría.

El proceso, por lo demás, está expresamente contemplado en la Constitución de la república que, al menos mientras escribo esto –son las 16.30 y hay posibilidades de que algún lector se asome a este artículo con una realidad diferente- siguen formando Serbia y Montenegro. Diversas cláusulas en los muy complejos encajes de bolillos jurídicos que rigen hoy la zona posibilitan fenómenos similares en el futuro inmediato con respecto a Kosovo, por ejemplo, y cabe albergar dudas sobre la futura integridad de Bosnia Herzegovina. En suma, puede considerarse que todo el status balcánico tiene un carácter provisional –salvo una Eslovenia que, arribada ya al seguro puerto de la UE y próxima al euro, no parece tener motivos para inquietarse por la estabilidad de sus fronteras.

Ni que decir tiene que el proceso está marcado por la característica asimetría que suele presidir estas cosas, es decir, si gana el “sí”, Montenegro iniciará su aventura en solitario pero, si gana el “no” habrá otra consulta en tres años. Un prodigio de inteligencia política, vamos.

Milosevich ha caído en la cuenta de que son de esperar reflejos en España. Algunos querrán ver en el referéndum montenegrino, y están viendo ya, de hecho, la prueba del nueve de que estas cosas son posibles en Europa, esto es, que es falaz el argumento de que Europa no permitiría que semejante cosa ocurriera en España, por ejemplo. Conste que hubo quien, en efecto, manejó estas ideas en el referéndum de la Constitución Europea, invitándonos a apoyar el engendro de Giscard porque suponía un aval de nuestras fronteras.

Los Otegi y compañía van un poquito deprisa, me temo. Como bien apunta la profesora Milosevich, una cosa es Europa en sentido amplio y otra bien diferente la UE. Cabría matizar, por otra parte, que una cosa son ciertas zonas de Europa y otra bien diferente las regiones occidentales, en las que las fronteras han sido grosso modo, estables durante quinientos años.

El episodio yugoslavo o la desintegración de la Unión Soviética no pueden ser tomados como precedentes para fenómenos similares en Occidente, por una multitud de razones. La primera y más evidente es que, salvo las repúblicas caucásicas, los estados nacidos de la desintegración de las potencias comunistas fueron, ya en su día, estados independientes. Algunos, hasta miembros de la ONU. Por tanto, los procesos secesionistas –y sin que esto venga, en absoluto, a avalar su razonabilidad- reintegran, más que crean ex novo.

En otro orden de cosas, el status quo yugoslavo no deja de ser el precipitado inestable de un conflicto bélico, o una colección de ellos, aún no resuelto. Esta es la razón de que la constitución de Serbia y Montenegro prevea expresamente la secesión, cosa que no hace casi ninguna otra en el mundo. Afortunadamente, el actual mapa de España no deriva de una guerra interétnica, aunque algunos piensen lo contrario, y solo los alucinados como Maragall pueden pensar que nuestro sistema constitucional nació con vocación de transitoriedad (otra cosa es que esté mal diseñado).

Así pues, rige en este rincón del mundo en el que, pese a su evidente incomodidad (alguno parece que querría ver la Concha bañada por el Báltico o el Adriático), han ido a caer los vascos, en toda su plenitud, el principio de estabilidad de las fronteras. Los estados europeos, como todos los signatarios del Tratado de las Naciones Unidas, están obligados a respetar la integridad territorial de los demás estados y a no favorecer operaciones secesionistas, por lo demás poco convenientes a sus intereses.

Sí que es cierto, no obstante, que conviene no sobrevalorar estas cuestiones. Es evidente que la Unión Europea apoyará al estado español en su intento por preservar su integridad territorial y que ningún estado europeo tiene mayor interés en que España se desintegre –sobre todo mientras esté regida por tipos como Zapatero que ya ponen de su parte lo que pueden para que nuestro país no sea un competidor serio para nadie.

Pero –y la experiencia de Perejil algo enseña de esto, a muy pequeña pero significativa escala- tampoco la UE va a impedir, sin más, el suicidio de los españoles. Si nos empeñamos en tirarnos por un barranco, nadie va a impedírnoslo. Si alguna vez la preservación de la integridad territorial de España y su estabilidad fueron un objetivo estratégico por el que mereciera la pena desarrollar algún tipo de actuación positiva –no meramente avalar las acciones de los propios gobiernos españoles-, me temo que ese tiempo pasó.

Nuestro vecino del norte, sin ir más lejos, sabría muy bien cómo hacer frente al “problema vasco”, incluso en el supuesto de que el País Vasco español se proclamase independiente y con Navarra anexionada (de hecho, obsérvese cómo la reivindicación de Iparralde tiene un tono mucho menos elevado, proporcional a la blandura que se espera encontrar en el interlocutor).A quien intente romper la unidad de la república francesa le esperan la ilegalización –por ese solo hecho- y la cárcel, estímulos todos ellos más que suficientes como para que el secesionismo no cruce los Pirineos.

Es obvio que los demás europeos prefieren la estabilidad al caos, y que lo último que querrían es tener otros Balcanes en el extremo occidental. Pero la historia demuestra que meterse en querellas estúpidas no da buenos resultados. Por tanto, no cabe esperar que nadie venga a salvarnos de nuestra propia imbecilidad.

sábado, mayo 20, 2006

MONTENEGRO Y EL DERECHO A DECIDIR

No parece tener excesivo sentido pararse a analizar las diferencias entre el País Vasco y Montenegro. Por extensión, tampoco deberíamos perder el tiempo en desmenuzar las relaciones entre la ex república yugoslava y el resto de los restos de aquel naufragio y sus disimilitudes con la ya muy larga convivencia entre los territorios del País Vasco y las demás tierras de España.

No merece la pena detenerse mucho, en primer lugar porque, con carácter general y por fortuna para los vascos, las diferencias con los montenegrinos saltan a la vista. Y en el terreno estrictamente político, amén de que no hay esfuerzo más cansino y poco remunerador que el de demostrar lo evidente, porque ello nos conduciría a los archiconocidos argumentos de corte jurídico-racional que para algunos son innecesarios, por obvios y para otros también, porque jamás los van a atender. Si de lo que se trata es de probar que el nacionalismo es una ideología irracional, trufada de ficciones y construida a base de mitos, es poco lo que de original podemos aportar.

Si me interesa el tema del referéndum de secesión montenegrino es porque tengo la sensación, no sé si bien fundada, de que hay un número significativo de personas de buena fe, en principio nada sospechosas de connivencia con el nacionalismo, que suelen sentirse inermes ante el argumento del “derecho a decidir”. Hay mucha gente que, sí, piensa que la independencia del País Vasco debería ser sometida a una consulta (dejemos aparte los que, sencillamente, están tan hartos del asunto que creen que cualquier medio es bueno para terminar con esto) y que, cualquiera que sea el sustrato racional del nacionalismo, lo cierto es que es un dato y, al fin y a la postre, existe gente que, por las razones que sea, cree que Euskadi y España son cosas diferentes.

Este tipo de actitudes suelen estar enraizadas en concepciones procedimentales de la democracia, en la sacralización de la urna y el principio de la mayoría. Hay quien cree que, en efecto, si un número significativo de ciudadanos vascos desea la independencia de su territorio y así lo expresa, es completamente antidemocrático negarse a aceptarlo.

Concedida la petición de principio, nuestros biempensantes y los nacionalistas se enzarzan en cuestiones, sin duda importantes, pero en última instancia de detalle, como que, por ejemplo, la consulta no se puede realizar en un clima de violencia, o en ausencia de igualdad de oportunidades o cuál es el nivel de adhesiones necesario para que pueda tomarse con confianza la muy difícilmente reversible decisión de quebrar un estado varias veces centenario.

Pues bien, niego la mayor. Más allá de que el País Vasco no tenga nada que ver con Montenegro, Québec, Irlanda o Eslovaquia –asunto en el que, insisto, no creo que merezca la pena extenderse- no creo que exista en ningún caso ese supuesto derecho de los vascos a ser consultados, por muy antidemocrático que suene.

En primer lugar, carece de ningún tipo de apoyo en derecho internacional, por supuesto. No existe ningún derecho de los pueblos a la secesión, siempre que, como es el caso, existan marcos políticos en los que es plenamente posible el disfrute de todos los derechos individuales y colectivos reconocidos (por cierto que, en caso contrario, tampoco es propio hablar de “derecho a la secesión” sino de puro y simple derecho de resistencia). Pero ya digo que esto hace poco al caso, porque si de derecho se tratara no habríamos arrastrado el problema durante tanto tiempo.

Es un infantilismo –muy propio del nacionalismo o, ya digo, de concepciones peligrosas, por elementales, de la democracia- confundir el derecho a desear con el derecho a tener. Pretender que la mera existencia de nuestras aspiraciones políticas genere un derecho a verlas hechas realidad y una correlativa obligación erga omnes, para todos los demás, de permitir que eso suceda es algo bastante absurdo.

Puede ser, si se quiere, un hecho incuestionable que un número muy significativo de vascos –o de catalanes, o de andaluces- piensan que ellos forman una “realidad nacional” (supongamos, por un momento, que supiéramos lo que significa tal cosa) diferenciada hasta el punto de ser incompatible con la condición de español. En efecto, eso es un dato –por cierto tan relevante o no como el de que existe otro número nada desdeñable de vascos, catalanes, etc., que no piensan eso, ni mucho menos-. En la medida en que se trata de una idea, ipso facto, se halla protegida por una serie cautelas. Ha de ser respetada y, en la medida de lo posible, atendida o compatibilizada con otras, tenida en cuenta. Pero extraer de ahí que existe un derecho a que la realidad política varíe, de forma dramática además, media un trecho nada fácil de andar.

Ni la idea en sí, ni el número de personas que la sustentan genera, per se, derecho alguno exigible de manera unilateral. Lamentablemente, cuando nacemos lo hacemos en una realidad jurídico-política que existe, también, como dato ajeno a nosotros, y que no tenemos más remedio que comenzar aceptando. Sólo a partir de ahí será posible construir algo con sentido.

Los Otegi de turno –y mucha otra gente- cree que el planteamiento que acabo de exponer conduce de manera irremisible a la violencia. El razonamiento, aceptado por mucho biempensante, ya digo es: “puesto que no es posible conseguirlo por las buenas, habrá que exigirlo por las malas”. Nuevo error. Y error terrible, además. De nuevo, el espejismo de la urna, el principio de la mayoría hace que semejante aserto parezca muy diferente a “como deseo firmemente ese objeto y no puedo comprarlo ni nadie puede obligar al dueño a vendérmelo tendré que robarlo” o, “como deseo a esa persona y ella no acepta mi solicitud tendré que coartar su libertad sexual”. Pues unos y otros razonamientos son esencialmente iguales. No sólo confundo mis deseos con el derecho a hacerlos realidad, sino que me arrogo, además, el derecho de realizarlos por la fuerza. Más bien, puede ser que, en función de las circunstancias, no me quede más remedio que aguantarme, pasarme sin la cosa o tener que olvidar a esa persona. Porque nada en el mundo, ni siquiera lo legítimo de mi deseo, obliga al dueño de la cosa o a la persona requerida a facilitarme lo que busco.

Entiendo que los ejemplos que aduzco son suficientemente expresivos de la idea de fondo: la existencia de los otros o, simplemente, de la realidad circundante como límite insoslayable, barrera a mis supuestos derechos. Y esto es completamente independiente de factores tales como el número de los que reivindican. De hecho, siempre se ha dicho, con razón, que lo que se concede a los vascos no habría por qué negárselo a los alaveses, o lo que se da a los catalanes no habría por qué negárselo a los araneses. En realidad, el mismo argumento que sustenta el “derecho a decidir” de los vascos sustenta el de los habitantes de cualquier villa o pueblo. Mejor aún, el mismo argumento que sustenta la negativa sirve para todos los casos.

Y, por cierto, algunos deberían ir refinando sus comparaciones. Empezamos por Québec, seguimos por Irlanda, luego Lituania y ahora Montenegro... En fin.

viernes, mayo 19, 2006

EL LEMA

Una cosa deberíamos agradecer al socialismo catalán, y es el habernos proporcionado un ejemplo útil cuando tengamos que responder a la pregunta de qué es el fascismo. Normalmente, una respuesta mínimamente acabada a semejante cuestión requiere un largo excurso por la historia de las ideas, y se echa de menos algún referente contemporáneo del que tirar, ahora que la cartelería guerracivilista sólo puede verse en exposiciones del Instituto Cervantes y que de la Italia de los años veinte tampoco queda mucho material.

Y es que el famoso lema, por llamarlo de algún modo, elegido por el PSC para su campaña del referéndum condensa en pocas palabras (el PP utilizará tu NO contra Cataluña) los rasgos más señeros de la propaganda genuinamente fascista: simplificación hasta la caricatura, demonización del adversario, identificación de lo propio con lo general, explotación del miedo... En fin, un destilado de basura que no debería ser tolerado por la Administración Electoral y que retrata a sus promotores.

No se trata de una ocurrencia extemporánea provocada por un más que comprensible miedo al fracaso de la iniciativa estatutaria. Si así fuera, podría atribuirse a la indigencia mental del responsable de turno de la campaña. No es así porque no se trata de un hecho aislado. Antes al contrario, se inscribe en una línea que ya ha conocido muchos precedentes; el famoso doberman fue uno muy sonado pero, a mí, el más antológico me pareció aquel de “ser de izquierdas es no ser de derechas” (y como ser de izquierdas es lo mismo que ser bueno, y todos queremos ser buenos en la vida pues, ya sabes....). Este es el nivel de complejidad con el que operan estos tíos, así de simple.

El lema resulta repugnante, y dice mucho del clima que se vive en la Cataluña actual, pero mucho más repugnantes resultan las justificaciones en los líderes nacionales del Partido. Sin ir más lejos, el inefable López Garrido dice que tiene “un fondo de verdad” (que el mínimo Puig –ya saben, el que se baña en piscinas ajenas con el carné de diputado en la boca- diga que “el PP se lo ha buscado”, o que Esquerra emplee esos argumentos entra dentro de lo previsible), reforzando la impresión de que, hay quien, al ir a trabajar, la decencia la deja en casa.

Hay quien compara el, digamos, aserto del lema con las opiniones que vierten los responsables del PP y que a muchos les parecen absolutamente fuera de tono –“España se rompe”, “España se balcaniza”-. Aun cuando debiera ser innecesario, porque los que establecen semejantes comparaciones son perfectamente conscientes de que son falaces, cabe puntualizar: ese tipo de juicios no han sido, ni mucho menos, privativos del PP (Alfonso Guerra mismo se encarga de decir cosas parecidas – otra cosa es que no tenga lo que hay que tener para sostener sus propias opiniones en foros donde hacerlo conlleva algún riesgo) y son eso, opiniones, juicios de valor, exagerados o no, pero en ningún caso lemas electorales, producto de una supuesta reflexión que implica un salto cualitativo de increíbles proporciones, tanto más desvergonzado cuanto que, además, coincide con un solapamiento inaceptable entre la campaña de partido desarrollada por el PSC y la campaña institucional desde el Gobierno de la Generalidad. Desde luego, en el PP se han empleado palabras gruesas a menudo, con razón o sin ella pero, que se sepa, jamás se ha hecho una cosa semejante. En realidad, si bien se mira, en el lema hay poco nuevo, porque la idea del PP como enemigo de Cataluña ha sido repetida hasta la extenuación por el socialnacionalismo catalán; lo genuinamente nuevo es que hayan dar el paso de convertir el exabrupto en el leitmotiv de lo que, se supone, es el hito consagrador de su gestión como gobierno autonómico, sin el mínimo de disimulo habitual que, aun mientras se causan estragos en la ética, exige rendir tributo a una cierta estética.

Otro aspecto interesante de la cuestión es que el dichoso lema da la medida del respeto del PSC por sus electores. Al emplear esta técnica despreciable –ya digo, fascista en sentido estricto-, saben que pueden provocar dos reacciones: la primera es, cuando menos, la incomodidad de la gente más sensible, a la que esto no puede parecerle bien, la segunda, por el contrario, es la pasión agitada de la quien no tiene más clave mental que la de la “caña a la derecha”. Como no creo que tengan la menor intención de ahuyentar a sus propios votantes, parece evidente que piensan que el segundo grupo es más numeroso que el primero.

No es de extrañar que a algunos nos parezca que el socialismo está, hace muchos años, instalado en la ofensa sistemática a la inteligencia. Me temo que han concluido que hay poca inteligencia que ofender, lo cual no deja de ser una impresión, si no lógica sí comprensible en quien, cualesquiera que sean los desmanes que venga cometiendo, recibe siempre, una y otra vez, el apoyo de sus electores.

Hay quien reprocha al PSC que no haga campaña en positivo, es decir, que ni se moleste en explicar las bondades de este estatuto cuyo apoyo reclama –si bien de un modo peculiar, a través de un sofisticado razonamiento del tipo “si votas no, eres un c...” (inciso: creo que deberían completar el eslogan con un recordatorio, en letra algo más pequeña, algo así como “vota sí, gilipollas”, no vaya a ser que alguno se pierda en la profundidad silogística del mensaje)-. Esto puede ser cualquier cosa menos sorprendente.

En primer lugar, difícilmente vas a hacer campaña a favor de algo en lo que no crees y que, en muchos casos, ni has leído. En segundo lugar, es más que probable que, escarbando, escarbando, alguien –sobre todo algún charnego desconfiado- caiga en la cuenta de que el estatuto igual no le beneficia y, tercero, ¿por qué molestarse en explicar nada a un votante del que se tiene un concepto como el que se deduce del mensaje elegido? Si piensas que tus votantes son sensibles a este tipo de lenguaje no les motivas, los azuzas.

El Partido Popular deberá buscar el amparo de los tribunales. Es lo lógico, pero así no resolverá nunca el problema de fondo.

Nuestro problema es que necesitamos una izquierda democrática. Hay que parar esto. Por higiene. Por decencia.

jueves, mayo 18, 2006

ELLOS NO DESCANSAN

Alrededor del zapaterismo hay un cierto aire cómico. El esperpento en que se ha convertido nuestro día a día, el dadaísmo político, el sinsentido sistemático, todo esto tiene un algo de comedia que no es posible ignorar. Máxime si se mezcla con esa actitud buenista que induce mucho a confusión. Vamos que, si nos descuidamos, podríamos terminar riéndonos de las gracias de lo que, a fin de cuentas, son unos chicos algo despistados.

Pero nada más lejos de la realidad. La era ZP no sólo no ha corregido la vena priísta de ese complejo político-mediático que forma la única izquierda realmente existente, sino que la ha exacerbado. El zapaterismo es, no nos engañemos, algo peor que el felipismo. Se pasa del primero al segundo mediante la remoción de los últimos frenos morales.

En este sentido, algunos harían bien en caer en la cuenta de a qué se están enfrentando, sobre todo porque los últimos acontecimientos no invitan a la tranquilidad. El procesamiento y condena de los policías que detuvieron indebidamente a dos militantes del Partido Popular no les ha sentado nada bien. No por el hecho en sí, claro –no es que les importe la suerte de los agentes encarcelados, ni que alberguen reservas sobre la calidad jurídica de la sentencia- sino por lo que tiene de rebelión de la justicia. Si el Poder Judicial era, ha sido siempre, delenda, por su resistencia a aceptar la teoría de la unidad absoluta del poder y la mayoría como principio legitimador de la ocupación plena del mismo (de todas sus fuentes y manifestaciones), mucho más cuando se permite el lujo de dar semejantes disgustos.

Hay más signos, claro. ¿Otra muestra de talante? El eslogan de campaña que pretenden emplear en el referéndum de Cataluña. Algo así como “el PP utilizará tu NO contra Cataluña”. De mal gusto, barriobajero y, posiblemente, ilegal. Pero, en todo caso, marca de la casa. Sólo puede sorprender a quienes muestran, a estas alturas, una capacidad infinita para ser sorprendidos.

Y es que, aunque buena parte del PP parezca no haberse dado cuenta todavía, estamos en mitad del partido. Y esto es la final. En estos momentos, nos estamos jugando nada menos que el modelo de democracia para los próximos, bastantes, años. El PSOE, lisa y llanamente, no quiere que la derecha representada por el PP forme parte de ese futuro, y va a aplicarse con todas sus fuerzas a lograrlo. A partir de ahí, cualquier cosa es posible. Hay quien gusta de ver en Rubalcaba el rostro de este planteamiento. Creo que es exagerar. El ministro del Interior es pieza indispensable del entramado, pero no es más que eso, su cara y ojos. Se trata de algo mucho más hondo. Se trata de una actitud enraizada en el Partido, en sus cuadros y en su militancia. Una convicción profunda sobre la existencia de una especie de derecho de propiedad inalienable sobre la democracia española. Buena parte de ese mundo cree, a pies juntillas, que el discrepante –sea votante de la derecha, juez en ejercicio, periodista o humilde blogger- es antidemocrático por el mero hecho de serlo.

Insisto en que nada es casual. Así como el recrudecimiento de la ofensiva nacionalista ha venido a coincidir, nada sorprendentemente, con el agotamiento del proceso estatutario –esto es, con la realización plena de los estatutos, con la finalización del proceso de transferencias y, por tanto, con la apertura de una fase caracterizada por la necesidad de gestionar y de hacerse responsable de lo gestionado, en detrimento de la reivindicación y el victimismo- y con ciertos acontecimientos internacionales de relevancia (inciso: otro día hablamos de Montenegro y algunos antecedentes), el impulso decidamente neopriísta del socialismo obedece al agotamiento del modelo de la Transición, desde el punto de vista de la izquierda.

Lo hemos comentado en otras ocasiones. La Transición española dejó, en efecto, un país “sociológicamente de izquierdas”, esto es, un país profundamente franquista en las mentalidades y en lo social –por tanto, con increíble facilidad para transitar sin tensiones hacia el modelo de estado del socialismo-, carente de cultura democrática y presto a conceder a la supuesta oposición (los de los 40 años de vacaciones, a decir del PCE) la vitola de tarro de las esencias de la verdadera legitimidad. Pero esto –siquiera por elementales razones biológicas- no puede durar siempre, y la mayoría absoluta del Partido Popular fue un aviso demasiado fuerte como para ignorarlo. La alternancia política es, para la mentalidad de algunos, un hecho ya de por sí indeseable, con lo que una mayoría reforzada del contrario les produce un entusiasmo perfectamente descriptible.

Pueden ser muchas cosas, pero no tontos. Y son del todo conscientes de que los fundamentos de la hegemonía socialista se han ido erosionando, entre otras cosas por el simple paso del tiempo. Dejada a sus propias fuerzas y sin sobresaltos, existía –aún existe, gracias al Cielo- el riesgo de que España evolucionara hacia una democracia de alternancia normal, con una dialéctica izquierda-derecha también normal. Un escenario intolerable y que se pretende evitar, por todos los medios. El socialismo español es jugador de ventaja (como tantos otros en este país) y no quiere, bajo ningún concepto, verse en una competencia con igualdad de armas.

Rubalcaba y su gente no descansan. No pueden descansar, para su desgracia. Aun podrido de gallardones y arriolas, el Partido Popular se niega a disolverse como un azucarillo, se niega a asumir su papel de comparsa –el que durante muchos, muchos años, correspondió a los otros partidos mexicanos distintos del PRI- y se resiste como gato panza arriba. Muestra, además, un suelo electoral bastante berroqueño. Da trabajo. Pero esto es lo de menos. Lo de más es que existe todo un coro de discrepantes a los que está siendo muy difícil acallar. Toda una parte de la sociedad española ha ganado su emancipación, tras mucho esfuerzo, y no se resigna a perderla. Empieza a haber, incluso, quien desde la izquierda dice que ya está bien de tanto esperpento, quien no quiere seguir comulgando con ruedas de molino.

Por todo ello, si son siempre de temer, ahora lo son mucho más. Porque se están jugando el pan nuestro de cada día. Se están jugando el futuro. Si el socialismo es expulsado otra vez del poder, ni siquiera la estupidez infinita de mucha derecha con síndrome de Estocolmo les salvaría. Se cae el tinglado. Como la carroza de cenicienta, el régimen deja de ser tal. El PSOE se vuelve un simple partido, El País un simple periódico, la SER una simple cadena de radio, Jueces para la Democracia una simple asociación judicial –por lo demás un tanto marginal y ya muy sobrerrepresentada- y, el Jesús del Gran Poder un señor más en la nómina de ricachones.

Mucho más listo que sus oponentes, Rubalcaba no descansa. No se deja seducir por cantos de sirena. Sabe que la cosa no está resuelta, ni mucho menos. Por eso se emplea a fondo. Él sí que sabe.

lunes, mayo 15, 2006

PERIPECIAS DE UNA MESA

Leo hoy, en ABC, la columna de Juan Velarde Fuentes. Y me llena de tristeza. El profesor no habla hoy de asuntos económicos, presupuestarios, ni cuenta sus cuentos del abuelo cebolleta de la época del Plan de Estabilización. Nos cuenta el viejo economista las peripecias... de una mesa.

La Real Academia de Ciencias Morales y Políticas ha salvado del vertedero, por lo visto, una mesa carente de cualquier valor estético y, desde luego, de imposible catalogación como antigüedad. Han salvado, pues, un pedazo de madera que su propietaria, creo que la Universidad Autónoma de Madrid, pensaba tirar a la basura. Como los señores académicos peinan todos canas, pensarán ustedes que ya chochean o que sufren síndrome de Diógenes. Nada de eso, el asunto se explica si tenemos en cuenta que la mesa en cuestión era la de trabajo de don José Castañeda Chornet. Obviamente, al lector joven o no versado en la intrahistoria de la ciencia económica española, el nombre nada le dice. Pero a los académicos sí, claro, porque fue maestro de casi todos ellos. El mueble tiene, entonces, un alto valor sentimental para toda una generación de economistas venerables.

Aunque su nombre va cayendo en el olvido, creo no exagerar si digo que José Castañeda fue el introductor, en España, de una ciencia económica de método riguroso. De hecho, fue el primer catedrático que explicó una materia tan innovadora como la “teoría económica”. Quienes han conocido ya unas ciencias económicas plenamente consolidadas, con facultades propias –y atestadas de alumnos, por lo demás- harían bien en recordar que, a finales de los cuarenta, la única aproximación posible, en nuestro país, a la economía era a través de la carrera de derecho. Algo que hoy nos parece tan elemental como el aparato matemático del marginalismo –con unas pocas derivadas parciales aquí y allá que parecen palotes de párvulo al lado del fastuoso aparato de cálculo que rodea hoy a la disciplina- era completamente inasequible para la mayoría de los estudiantes. De hecho, Castañeda –aconsejado por otro ilustre, Flores de Lemus- hubo de procurarse el necesario utillaje por el nada cómodo método de cursar, de cabo a rabo, la titulación de ingeniero superior industrial, cosa que hizo, por cierto, con premio extraordinario.

El tránsito de aquella asignatura apendicular en los planes de derecho a una economía autónoma y con métodos medianamente modernos fue obra de toda una generación de estudiosos españoles ilustres, de los que Castañeda fue maestro. Temido por su rigor y su altísima exigencia, sus discípulos –a alguno de los cuales he tenido el gusto de conocer- le respetaban y hablaban con veneración de sus “lecciones de teoría económica” –probablemente, el primer libro de economía científica digno de tal nombre escrito en España, por un autor español.

Comprendo, pues, la tristeza de Velarde y sus compañeros. Me entristezco por ellos y, cómo no, me entristezco por todos nosotros.

Me entristece profundamente la incapacidad española para el reconocimiento. Es verdad, claro, que ni Castañeda ni ninguno de sus discípulos fueron candidatos al Premio Nobel. Jamás hicieron una aportación original. Pero no se les debería escatimar el mérito –como a otros colegas de otras disciplinas- de haber conseguido elevar la universidad española, en mitad de las mayores dificultades, a un rango homologable al de otros países, quizá no punteros, pero sí algo más decentes. Hacer eso, no obstante, implica tener que reconocer que, en un ambiente francamente hostil para la creación científica, no todo fue páramo o, cuando menos, hubo quien se aplicó con tesón a roturar tanta tierra inculta. Luego vendrían los “genios” fascinados por la autogestión yugoslava y la ideologizadísima universidad de los setenta y los ochenta, por lo visto mucho más “creativa”.

Objetivos humildes, pero transmitidos con rigor. Porque lo que no se tenía en medios, se suplía con trabajo (¿alguien se imagina qué sucedería si, hoy, un catedrático recomendara a su doctorando que supliera sus lagunas ¡cursando una ingeniería superior!?). Cuentan que Castañeda fue uno de los muchos catedráticos “juzgados” en la época revolucionaria (¿?) de nuestra universidad (con especial frecuencia, dada su severidad académica). Como representante “del régimen” fue sometido a las pertinentes inquisitorias de un alumnado soliviantado. Los que, apeándose del apriorismo, aceptaron el combate dialéctico con el profesor –que el aceptaba gustoso sin más límite que la corrección en las maneras- hubieron, cuando menos, de reconocerle una solvencia intelectual suficiente para salir con bien del trance.

Y es que entonces, como ahora, la fuerza de las ideas de más de uno tiembla ante una simple pizarra. Basta, para desarmar algunas pretendidamente lúcidas construcciones intelectuales que se solicite una explicación, sin dar nada por supuesto ni conceder nada a priori. Entonces, como ahora, el mundo se dividía en dos tipos de personas, las que pretenden convencer y las que pretenden adoctrinar. Para las primeras están las universidades, para las segundas, las Iglesias y los partidos políticos.

Velarde y compañía dieron por bien empleados los sufrimientos para obtener aprobados y buenas calificaciones en memorias y exámenes. Y agradecen, hoy, al profesor, que se las hiciera pasar canutas, que impusiera filtros exigentes. Sólo un imbécil redomado puede pretender que es mejor enseñante el que menos exige.

Hoy, en el país de ZP, de la insolvencia, de la falta de rigor, de la ofensa continuada a la inteligencia y de el desdén por cuanto implique esfuerzo, no hay lugar para el recuerdo. Por simple incomprensión.

domingo, mayo 14, 2006

EL LIBERALISMO TIENE POCA ELECCIÓN

De nuevo los comentaristas de esta bitácora se muestran como una fuente inagotable de inspiración. Ayer mismo, en respuesta a mi artículo, a su vez fundado en unas palabras de Arcadi Espada, un corresponsal, que se declara militante socialista, me deja alguna indicación sobre flecos pendientes.

De entrada, me deja una dirección (ésta) donde puede leerse un tan largo como interesante artículo –que les recomiendo efusivamente-, escrito por él mismo, que viene a demostrar que sí existen, en el seno de la izquierda, autocrítica y formas alternativas de ver las cosas. Al menos, su escrito revela una gran honestidad intelectual (y, por ello, puede el autor estar seguro de que, al menos un servidor, seguirá sus trabajos con atención en el futuro). En realidad, nadie duda de que tales reflexiones se hacen, y de que hay, en los partidos de izquierda –en el PSOE en particular- corrientes más o menos articuladas de opinión, discrepantes del discurso oficial.

El problema es, claro, el nulo peso específico que esas corrientes parecen tener a la hora de conformar la política real de los partidos. No dudo de la existencia de gente que se autoproclama de izquierda y que nada tiene de nihilista, ni tiene tampoco sus patrones morales trastocados. Pero lo cierto es que, hoy por hoy, esa gente no tiene fuerza suficiente para hacerse oír, me temo.

Pero mi comentarista lanza también preguntas, a la que es necesario responder si se quiere mantener la misma honradez que se está exigiendo a la otra parte. Dice, con buen juicio, que también otra derecha es posible, y que sobre esto lee poco. Afirma también que si compleja es la convivencia entre socialdemócratas, socialistas y demás fauna que anida en la izquierda, qué puede decirse del cóctel de liberales, conservadores y otros bichos que se acogen a las siglas de la derecha. Me he ocupado otras veces de este asunto, pero sí, creo que una presentación equilibrada del tema requiere echar la vista a la derecha.

Y hay que empezar dándole la razón en lo que la tiene. La mezcla que, más o menos, atiende por voto del Partido Popular puede ser explosiva. Desde el punto de vista liberal, que es el que a mí me toca, he de decir que, en efecto, hay tensiones que se me hacen malamente soportables en políticas, actitudes y principios abanderados por el PP.

En alguna otra ocasión he comentado que los liberales, a falta de alternativas políticas propias, como tanta otra gente, no tenemos más remedio que inclinarnos por uno de los dos grandes partidos a la hora de votar. De un tiempo a esta parte, la adscripción del voto liberal al PP se viene dando por hecha, como algo absolutamente necesario. En realidad, no es así, y si esto sucede es porque el Partido Socialista ha abandonado –si es que alguna vez lo tuvo- todo interés por esta parroquia. Pero, en realidad, y puestos a elegir entre males, la convivencia con una socialdemocracia mínimamente cabal no tendría por qué ser más complicada que la que suele darse con un conservadurismo de corte demócrata cristiano – que es la corriente dominante en el Partido Popular, no nos engañemos.

La experiencia de los ocho años del PP probó que, a la hora de la verdad, el compromiso de esta fuerza política con la igualdad, la libertad y la propiedad no va mucho más allá de la que muestran unos socialistas constreñidos por cierta lógica de los mercados internacionales. Un mejor gobierno, una mejor gestión, sí, pero no ideas radicalmente diferentes.

Por añadidura, los liberales laicos tenemos, con el alma conservadora del PP, una cuita difícilmente resoluble, la relativa al papel de la Iglesia, su magisterio y la influencia de éste en la vida pública, que puede generar conflictos complejos.

En materia de política exterior, otro de los grandes terrenos de posible divergencia entre modelos, la historia demuestra que la socialdemocracia española es capaz de cierto atlantismo, quizá no de convicción, pero sí de hechos y, en todo caso, suficiente para ser capaces de ubicar racionalmente a España en el mapa.

En suma, la orientación hacia el PP tiene bastante de natural, sí, pero no tiene por qué ser “contra viento y marea” ni el voto liberal tiene por qué ser un voto cautivo. Digamos que, en condiciones normales, Rajoy y sus muchachos deberían trabajárselo, al menos.

El problema es que estas no son circunstancias normales. Creo que no se le escapa a nadie –los socialistas más reflexivos incluidos- que el actual contexto no nos deja mucho margen a la elección. Cualesquiera que sean nuestras cuitas con la derecha realmente existente, las circunstancias nos colocan inequívocamente a su lado, por dos razones.

La primera es que no hay, en estos momentos, una alternativa socialdemócrata, sino un algo indefinible marcado por el nihilismo más absoluto. Un gobierno malo de solemnidad, cuyo nivel de respeto por el derecho está bajo mínimos y que, en el aspecto exterior, está abonado a un tercermundismo que, directamente, nos saca del mundo civilizado –amén, claro, de sospechosos, muy sospechosos quereres con países que no cabe calificar de amigos de España-. Un gobierno del “como sea” que no es ya que no comparta valores liberales, sino que es su antípoda.

Frente al derecho como marco inalienable, el derecho como medio maleable. Frente a la igualdad de oportunidades, una nueva oleada de iniciativas destinadas a la igualdad de resultados. El exacerbo de la manipulación, la intervención y, en fin, la falta de respeto más absoluta hacia la media docena de ideas, no más, que los liberales consideramos imprescindibles para que un régimen político –sea cual sea el gobierno que lo encabece circunstancialmente- pueda considerarse digno.

Pero la segunda razón es que la distancia con la izquierda no es, en estos momentos, estrictamente política. Es moral. Porque, más allá de las concretas actuaciones, que pueden ser buenas, malas o malísimas, el socialismo, la izquierda realmente existente, está faltando al compromiso ético que sustenta el edificio de nuestra democracia. El proceso de demolición –que no reforma, porque la noción de “reforma”, con consenso o sin él, exige, con necesidad lógica, un punto claro de destino que, me temo, es inexistente- del consenso del 78 se realiza desde la traición más profunda a sus principios, con voluntad excluyente.

El liberalismo no puede colaborar con la instauración de un régimen cuyo único norte es que, pase lo que pase, gobiernen siempre los mismos –salvo episodios anecdóticos de alternancia que habrían de servir como fachada-, porque eso es su misma negación. La idea cardinal del liberalismo es que el poder ha de estar limitado para proteger lo auténticamente importante, que es la libertad individual. ¿Cómo podríamos, entonces, conformarnos con unas fuerzas políticas que aspiran, ni siquiera muy veladamente, a que su poder no se limite nunca, y están dispuestas a hacer “lo que sea” para lograrlo?

En suma, admito que “otra derecha es posible”. Pero me temo que –más allá de aspectos estéticos- ese será un debate de futuro. Hoy por hoy, no podemos elegir.

sábado, mayo 13, 2006

¿OTRA IZQUIERDA ES POSIBLE?

“...
La-izquierda-nos-ha-decepcionado. Es muy pedagógico comprobar que sólo la izquierda dispone de esta caja B. Un fondo reservado. La derecha se equivoca. O roba. O mata. O corrompe. La izquierda sólo decepciona. Todos los errores y los delitos de la izquierda son desviaciones. La izquierda, la de verdad, la del fondo (del armario y de armario) nunca puede ser juzgada. Es por completo inaprensible.

Desde 1980, fecha de llegada al trono del Honorable Jordi Pujol, han pasado 26 años. Y ni un solo día sin que los atónitos profesionales dejaran de reconocer que la izquierda está en otra parte. Ya está bien de fantasmas. La izquierda, hoy, la izquierda realmente existente, es esto. Este fracaso. Estos ministros en la tierra. Este Monte Carmelo.”


Las palabras no son mías, aunque las suscribo enteramente. Tampoco son de Revel, o de Rodríguez Braun, o de Juaristi, ni de Jiménez Losantos. No provienen de ningún bloguero liberal o fuente por el estilo.

Son palabras de Arcadi Espada (El Mundo del 12 de mayo de 2006). Y son especialmente valiosas porque Espada se considera a sí mismo, creo, un hombre de izquierda.

Valiosas porque son una muestra de decencia inhabitual. Es verdad que ha hecho falta pasar por el esperpento del tripartito, por el colapso de los valores para que esto suceda. Pero aquí lo tenemos. El paso era inevitable, supongo. Lo exige la lógica y quienes no lo dan es porque son incapaces de imponerse a sus propios prejuicios. No es posible abordar con un mínimo de honradez lo que ha sucedido, lo que está sucediendo, en Cataluña y en España y que la izquierda salga, por enésima vez, intacta, de rositas.

Al tiempo, si se quiere paradójicamente, las palabras de Espada llevan en sí su propia negación. Sí, la izquierda que hay, la de la sonrisa boba de Zapatero, la del buenismo idiota, la inmoral de Zabaleta, la artera de Rubalcaba o, en fin, el languideciente batiburrillo de Izquierda Unida son la izquierda realmente existente. No hay más. O sí. Ahí están estas palabras para demostrar que otra izquierda existe o, cuando menos, es posible.

Porque la autocrítica es, casi siempre, el primer paso para volver a construir. La izquierda española necesita desesperadamente repensarse (y aun en esto le lleva cierta ventaja a la derecha, que tiene todavía que pensarse por vez primera). Y el primer paso es volverse democrática, rechazar el modelo priísta. Rechazar, en suma, el engendro que hoy representa el Partido Socialista –y que nace, conviene no olvidarlo, de la “pérdida de la ilusión” que representó el Felipismo-. Porque de la autocrítica nacerá también el respeto al otro, seguro.

Por supuesto, la izquierda nihilista, la amoral, la desvergonzada, proclamará que, en realidad, Espada “ha dejado de ser de izquierdas”. Como, supongo, lo han dejado ya de ser Savater, Díez, Boadella, Azúa y tantos y tantos. Esa izquierda tiene un interés desesperado en continuar siendo, de veras, la izquierda realmente existente, la única.

El “proyecto Ciutadans” tiene muchas lecturas y muchas posibles derivaciones. Es posible que su recorrido se agote en su espacio natural. Imagino que será lo probable si no consigue estructurarse y si los promotores iniciales no pasan el testigo a otras gentes. Pero puede ser también muchas otras cosas.

Es posible que sea el germen de una izquierda moralmente rearmada, que reclame, de nuevo, para el ciudadano, el espacio político que le corresponde. La oposición al nacionalismo –el leit motiv del experimento- no lo es sólo en tanto que fuerza desmembradora sino, sobre todo, en tanto que fuerza reaccionaria. Y esa es la diferencia básica con otras oposiciones.

No se trata, en este caso, de España o Cataluña, de España o País Vasco. Se trata de modernidad, apertura, libertades, ciudadanía frente a reacción, anquilosamiento, clientelismo, cerrazón. Se trata de un proyecto político de mucho más alcance que el mero “no”.

Y, ¿saben lo que les digo? Me atrae, me atrae mucho más que las propuestas de un Partido Popular carente de ideas. Es posible, es seguro que haya un mundo de discrepancias de distinto orden entre esa izquierda que estos señores quieren representar y mi concepción del liberalismo –que, como valor entendido, adscribo a la derecha-. Pero creo también que existe mucho campo para la coincidencia. Las discrepancias que, ya digo, las hay, podrían aparcarse. Antes con Espada que con Zarzalejos, créanme.

No sé si soy representativo de algo más que de mí mismo –quiero suponer que alguien habrá que piense como yo-, pero creo que sigue habiendo un espacio importante para un consenso fundamental en la sociedad española. Hay mucho hueco para un proyecto construido en torno al ciudadano. Mucho sitio para entenderse y mucho tiempo para discrepar, más tarde, sobre cosas normales. Hace falta, para ello, que algunos se nieguen a acompañar al líder, que no crucen el abismo moral que los demás no podemos cruzar. Porque ahí no nos podemos encontrar. Si hacerle carantoñas a Jone Goiricelaya es nuestro destino, es mucho mejor abandonar el barco.

Pero si otra izquierda es posible, otra España también lo es.

viernes, mayo 12, 2006

EL RECHAZO DE ERC NO HACE BUENO EL ESTATUTO

Un comentarista, a propósito de mi artículo de ayer, me dirige las siguientes preguntas y apostillas:

...
Ni siquiera después del rechazo radical de ERC eres capaz de admitir que el Estatut ha quedado limpio como una patena?, ¿pero es que tú nunca rectificas, nunca te equivocas, siempre son los demás los que analizan mal las cosas?, ¿donde venden lo que te tomas para tener esa estruendosa superioridad moral? ¿cómo puedes hablar de autoengaño de los demás tú que mantienes que el Estatut es en esencia el mismo que salió de Catauña?, ¿no hay ni una sola palabra al hecho de que ERC y el PP van a votar lo mismo?, ¿nada?
...

Conste que la observación se realiza con cariño y buen humor, lo que la hace especialmente de agradecer. Más allá de las imputaciones ad hominem que cada cual es muy libre de realizar, sí hay algunas cosas que me interesa matizar.

¿Por qué habríamos de concluir del “rechazo radical” de ERC que el estatuto “ha quedado limpio como una patena? En primer lugar, el “rechazo radical” ha sido, más bien, un peaje que algunos –que estaban muy por la labor de actuar de modo más tibio- han debido pagar a una estructura asamblearia y muy radicalizada, acostumbrada a las manifestaciones grandilocuentes, pero esto no importa.

Lo que importa es que, entre un texto rechazable por ERC y un estatuto “limpio como una patena” –si se prefiere, “híperconstitucional”, en léxico rubalcabiano- puede mediar, y de hecho media un gran trecho. Comprendo que los señores de Esquerra estén insatisfechos con la Ley, por hallarla manifiestamente insuficiente, pero esto que ellos encuentran escaso presenta, de entrada, serias dudas de constitucionalidad en aspectos graves. Obviando la cuestión del Preámbulo –sobre cuya juridicidad podríamos discutir (mi opinión personal es que, en un texto de esta naturaleza, la juridicidad es plena, y nada tiene que ver con una simple exposición de motivos – como muy bien saben, claro, quienes lo redactaron), el texto está salpicado de posibles inconstitucionalidades. Cito unas cuantas, a vuelapluma: deber de conocer el catalán y discriminación del castellano en todo lo tocante al régimen lingüístico (posible infracción del artículo 14, entre otros); funciones del Síndic de Greuges y preterición del Defensor del Pueblo; régimen competencial (fijación de techos competenciales al Estado, siquiera por vía indirecta, en un estatuto de autonomía), régimen del Poder Judicial en Cataluña...

Por si lo anterior no bastara –y aunque es evidente que muchos parecen haber asumido ya que una ley es buena por el sólo hecho de ser constitucional-, se trata de una ley mala de solemnidad, auténticamente insoportable para un liberal, que da pie a un intervencionismo casi infinito. Además es engorrosa y su estilo de redacción es un auténtico monumento al lenguaje vacuo, plúmbeo, insufrible, que causa estragos en el catalán y en el castellano –y aquí sí que no hay discriminación alguna, ambas lenguas salen igualmente mal paradas.

Finalmente, es una pésima norma porque es un semillero de discordias. Su plena realización requiere modificaciones importantes en piezas básicas del ordenamiento jurídico con las que difícilmente convivirá en armonía.

Ojalá fuese cierto que el rechazo de ERC bastara para convertir un texto legislativo en impecable. Por desgracia, no es así.

Tampoco la coincidencia entre el PP y ERC en el sentido del voto merece mucha glosa, me temo. Es posible que haya quien quiera sacar consecuencias políticas de esta circunstancia, pero no deja de ser un ejercicio de pura y simple demagogia. Todo el mundo sabe que la coincidencia en el “no” obedece a motivos muy distintos, por no decir diametralmente opuestos. Es verdad, sí, que hay gente a la que el mero hecho de compartir algo –aunque sea un adverbio- con el adversario le preocupa. Ahora es ERC (sus dirigentes, más bien) la que no quiere votar “no” porque ello implica “coincidir con el PP”; en el referéndum de la Constitución Europea, hubo gente que afirmó que el PP no podía propugnar el “no” porque “coincidiría con ERC”. Igual de tontamente sospechosas pueden ser ciertas coincidencias en el bando del “sí”, digo yo. Pero esta pregunta no se la hace nadie, y mejor, porque es una bobada.

Todo lo anterior no empece, en efecto, para que haya que admitir que el texto final y el borrador del Parlamento de Cataluña son muy diferentes. No recuerdo haber afirmado lo contrario pero, si no lo hice antes, lo hago ahora, en letras igual de gordas y en el mismo sitio, como mandan las rectificaciones bien hechas.

En otro orden de cosas, yo me equivoco, como todo hijo de vecino, y rectifico cuando no tengo más remedio – también como todo hijo de vecino. Por otra parte, cada cual es libre de pensar lo que quiera y, en este sentido, no tendríamos por qué ocuparnos del comentario que se me hace sobre la rectificación. Lo que no puedo dejar pasar es la comparación implícita. En primer lugar, porque que me equivoque yo no le importa a casi nadie, y que se equivoquen el gobierno catalán o el gobierno español sí, pero sobre todo porque aquí no se ha “equivocado” nadie.

Siento mucho no poder compartir esta piadosa interpretación por la cual todo esto ha sido una funesta “cadena de errores” que termina en una “monumental decepción”.

Cuando Pasqual Maragall decidió suscribir un pacto de legislatura con un partido antisistema –con el respaldo de su entonces protegido y después Presidente del Gobierno- no sólo sabía perfectamente lo que se jugaba, sino que lo hizo, incluso, contra el parecer de algunos compañeros de partido que, más prudentes, hubieran preferido otras alianzas más presentables.

Cuando el PSC suscribió, íntegramente, el Pacto del Tinell, sabía perfectamente que ello implicaba cerrar las puertas al consenso con el principal partido de la oposición, que era consciente y absolutamente preterido, no sólo en Cataluña, sino en toda España. Sabía, en otras palabras, que eso era, y es, un torpedo contra la línea de flotación del sistema del 78.

Cuando los diputados del PSC votaron el estatuto del 30 de septiembre, sabían de sobra que enviaban a Madrid un texto inconstitucional, e impresentable (entonces más inconstitucional que impresentable, ahora más impresentable que inconstitucional - ¿mejor así?). Lo sabían en Barcelona y lo sabían en Madrid, entre otras cosas porque cuentan con multitud de asesores muy competentes para demostrárselo.

Cuando el Presidente del Gobierno desencalla la negociación del Estatuto, sabe que lo hace para dar vía libre a un texto jurídicamente cuestionable y posiblemente contrario al interés general de España. Y sabe que, en todo caso, el acuerdo que alcanza es letal para la estabilidad del gobierno de Cataluña. Sabe también que es absolutamente imposible que el texto –que ha sido preparado, con plena conciencia, al margen del PP y, de hecho, contra el PP- obtenga, ni de lejos, el grado de consenso que obtuvo el Estatuto de Sau, con lo que es imposible que se cumpla la más importante de las condiciones que él mismo se autoimpuso. Sabe, pues, que ha mentido, y mentido a todo el mundo. Mintió, por supuesto, a aquellos a los que les prometió aceptar el estatuto que se aprobara en Barcelona (cabe decir, en su descargo, que quizá pudiera esperar que de Barcelona llegara algo aceptable, aunque esto es muy difícil de conciliar con su propia intervención al respecto) pero, sobre todo, mintió a aquellos a los que prometió que el resultado sería constitucional, ampliamente consensuado y bueno para el interés general.

Por último, no contentos con todo lo anterior, los socialistas se aplican a repetir el experimento allá donde tengan ocasión.

Admitamos que todo lo anterior es, sí, una cadena de errores, si por “error” hemos de entender lo que se hace de modo incorrecto, lo que no conduce a un resultado positivo. Lo que no podemos admitir es que el “error” obedezca a imprevistos, que sea fortuito y, por tanto, que sea excusable. No de toda la cadena, al menos.

Así pues, lo siento. No afirmo que el Estatuto sea idéntico al proyecto original –y reconozco mi error si así lo sostuve en algún momento-, pero no puedo aceptar que esté “limpio como una patena” ni, desde luego, el rechazo de ERC es, a mi juicio, prueba de que eso sea así. Yo me equivoco, como todo el mundo, los políticos también pero no hay, en este caso, error inconsciente. Allá cada cual si lo quiere excusar.

jueves, mayo 11, 2006

NO ES EL NACIONALISMO

Ahora toca echar pestes de ERC. Se les llama de todo, empezando por irresponsables, y de ahí para arriba. Como si ERC tuviera, en exclusiva, la culpa de que el tripartito catalán haya resultado un desastre.

En general, cada vez es más corriente el discurso contra unos nacionalismos que amenazan con desmembrarnos el país. El nacionalismo, se dice a izquierda y a derecha, es poco menos que el cáncer de nuestra democracia. Hagan la prueba. Si, en una tarde de cañas, quieren ustedes suscitar el consenso a ambos lados del espectro, carguen contra los nacionalismos. Verán como todo el mundo conviene en que, sea ERC, sea el PNV, sea CiU, sean todos en unión, son la raíz de todos nuestros males. Si serán desestabilizadores, que acaban de cargarse el gobierno de Cataluña.

Y el caso es que el nacionalismo merece lo que de él se dice, y probablemente más. Una desdicha que padece nuestro país –algo así como la sequía-, un dato de nuestra realidad política que está ahí, representa lo que representa y, evidentemente, no cesa de dar quebraderos de cabeza. Pero tampoco conviene sacar las cosas de contexto, si no queremos terminar pareciéndonos a estos cónyuges que, ante la palmaria infidelidad, cargan contra el tercero en discordia. El tercero tiene su responsabilidad, qué duda cabe, pero no es, ni mucho menos, la principal.

El drama catalán y sus múltiples ramificaciones tienen un actor principal, y es el Partido Socialista. En particular, el Presidente del Gobierno. Si, ayer, el Senado dio curso a una ley que puede resultar desastrosa –como reconocen tirios y troyanos- ello se debió, antes que nada, a la aquiescencia de un Partido Socialista que lo apoyó, por supuesto sin la más mínima fisura.

El problema de España no está en quienes la atacan, sino en quienes, supuestamente, han de defenderla. El nacionalismo –y mucho más el independentismo de ERC- ha sido, casi siempre, transparente como el cristal. La táctica de los nacionalistas, sencilla, por otra parte, no puede resultar novedosa tras más de treinta años de aplicarla incesantemente. Ya nadie puede llamarse a engaño. En el caso de los independentistas, mucho menos aún, ya que tienen el buen gusto, que les honra, de proclamar a los cuatro vientos cuáles son sus objetivos y sus procedimientos.

El problema principal de España es una izquierda no ya carente de ideas sino, sobre todo, carente por completo de principios –hasta ahora, sólo políticos, y desde que empezó la aventura vasca, cabe cuestionarse seriamente si también morales-, cuya capacidad desestabilizadora, bajo la égida de un Presidente como Zapatero, se ha vuelto prácticamente infinita. Nadie está “acosando” a nuestro país, nadie le está amenazando o, al menos, no existe ningún “alguien” externo a quien echar la culpa. El epicentro de esta sensación de caos asienta sus reales en el Palacio de la Moncloa.

Dondequiera que vaya España, no va a golpes de impulso externo, ni impelida por fuerzas superiores. Va por su propia voluntad, si por tal hemos de entender el deseo de quienes, en estos momentos, ostentan la capacidad decisoria en los órganos rectores de nuestra vida colectiva.

Es completamente cierto que, incluso instalado en una mayoría, un Gobierno puede no estar en condiciones de ir adonde le apetecería. Pero no lo es menos que ningún Gobierno puede ser llevado, sin su aquiescencia, donde no quiere ir. Quien piense lo contrario, me temo que se engaña.

El nacionalismo puede desear fervientemente deshacer este país y tirar por la borda el mejor momento de nuestra historia. Puede desear fervientemente que nos suicidemos como nación, aunque ello suponga, objetivamente, una desgracia para todos los españoles, incluidos, por supuesto, aquellos en cuyo supuesto beneficio se abrigan esas intenciones. Y puede aplicarse con denuedo, con tesón y con inteligencia. Pero es completamente imposible que ese objetivo se consiga sin la concurrencia culposa, por acción u omisión, sin la colaboración irresponsable, de los grandes partidos nacionales y, especialmente, de la izquierda. Lo grave, pues, no es que el nacionalismo persista en la prosecución de su interés, sino que esté hallando la colaboración de uno de los dos pilares que sustentan nuestro sistema de partidos.

Quien quiera creer lo contrario, que lo siga creyendo. Allá cada cual, pero no parece muy inteligente persistir en el autoengaño. De cara a las –ahora parece que sí- próximas elecciones catalanas, muchos prevendrán contra una Esquerra “que ya ha demostrado de lo que es capaz”. Cualquier observador mínimamente avisado hubiera sido capaz de barruntárselo, me temo. La realidad es que la desdichada legislatura vivida en Cataluña lo que realmente ha demostrado es de lo que es capaz la izquierda que aún se dice española.

lunes, mayo 08, 2006

TODAS LAS RESPONSABILIDADES

Los agentes de policía involucrados en el “caso Bono” han sido condenados –en primera instancia- a severas penas de cárcel e inhabilitación. La ausencia de lesiones espectaculares o daños visibles puede hacer pensar que los magistrados se han excedido en su rigor. No es así, porque los delitos por los que se condena son especialmente graves. De hecho, uno de los escenarios más aterradores a los que se puede enfrentar un ciudadano es el de que se vuelva contra él, sin motivo, el aparato punitivo y represor del Estado. No hay violencia más intolerable que la ejercida contra el particular inocente por el ente en quien, como todos, delegó el monopolio del uso de la fuerza. No hay desproporción más infamante ni abuso de fuerza igual (de hecho, creo que no hay, por ejemplo, alegato más gráfico contra la capital que el de imaginarse a un mismo, sin culpa ninguna, en espera de ejecución; por lo mismo, quienes piensan, o pensamos –a veces con cierta razón- que las penas de prisión son muy cortas, haríamos bien en imaginarnos a nosotros mismos enviados a presidio sin haber cometido ningún delito).

Hasta aquí la historia penal. Los policías quebrantaron la ley y, salvo que de su derecho a una segunda instancia se derive otra cosa, habrán de pagar por ello conforme a lo que la ley prescriba. Con carácter general, este sería también el fin de la historia en la mayoría de otros supuestos de detención ilegal o, en general, de abuso por parte de los funcionarios de cualquier ramo de la autoridad de la que se hallan investidos y que, por desgracia, pueden suceder y suceden.

Sin embargo, éste asunto en particular no puede acabar así. Y no puede por su innegable trasfondo político. Hubo quien, en su día, no tuvo empacho en sacar tajada del asunto. Quien quiso ensuciar con el estigma de la violencia la legítima indignación de las víctimas del terrorismo. Pensemos, por un momento, que las cosas sí hubieran sucedido como se dijo inicialmente. Pensemos que las detenciones hubieran estado justificadas porque, en efecto, unos cuantos incontrolados –tan poco representativos de su grupo como los agentes condenados del suyo- hubieran agredido o intentado efectivamente agredir a Bono, a Díez o a quien fuera. Pensemos, sí, que esas personas hubiesen sido juzgadas y condenadas.

¿Acabaría la polémica enseguida? Es más, ¿soslayaría alguien la condición de militantes del Partido Popular de los agresores? Me temo que no. Es más, es harto probable que el propio PP, sin tan siquiera respetar la presunción de inocencia, hubiese procedido a sancionar disciplinariamente a sus afiliados, con tal de hacer frente, de alguna manera, a la catarata de improperios que se le hubiera podido venir encima.

Tengo para mí que –a Dios gracias- los policías no suelen ir por el mundo deteniendo a personas inocentes –tampoco los comisarios suelen ordenar su detención-. No es éste un delito que se cometa por amor al arte, en general. Suele haber un móvil. A menudo las ganas de complacer a un jefe celoso, con ganas de hacer méritos.

Es muy evidente que las responsabilidades penales acaban donde acaban, y no dan un paso más. Y no lo es menos que, justo donde terminan las responsabilidades penales, suelen comenzar las políticas. Sería muy de desear que la misma Cámara que promovió la reprobación del ministro Trillo –no digo que inmerecidamente- por las negligencias que condujeron a la muerte en accidente de sesenta y tantos militares españoles mostrara idéntica diligencia reprendiendo a los que, con su conducta poco reflexiva, pudieron coadyuvar a que se lesionaran los derechos fundamentales de dos ciudadanos.

No es un asunto baladí, insisto. La detención ilegal a cargo de funcionarios públicos reviste tintes de extrema gravedad –por eso el Código es severo- como, en general, sucede con toda desviación de poder.

Siempre es grave que se violenten los derechos de las personas, pero lo es mucho más cuando se emplea la irresistible fuerza del Estado. De hecho, puede decirse, sin exagerar, que un estado es de derecho, precisamente, porque estas cosas, cuando suceden, son anécdota. El abuso de los derechos fundamentales es la esencia misma de las dictaduras.

Como mínimo, pues, se requieren cumplidas explicaciones. O cumplidas disculpas. Sí les digo que es poco probable. Por enésima vez –y van unas cuantas- los brazos ejecutores purgarán todas las culpas. Es probable, incluso, que alguno de los jefes políticos de los funcionarios castigados se permita sacar pecho. Hacer leña del árbol caído para recordar que nuestro Estado de derechos no sólo funciona, sino que lo hace como nunca.

domingo, mayo 07, 2006

¿QUIÉN TEME A TITA CERVERA?

En la derecha acomplejada –la derecha cagapoquito, que diría Cela- andan muy preocupados por el penúltimo rifirrafe entre el Alcalde de Madrid y la Presidenta de la Comunidad, a cuenta de los árboles del Paseo del Prado y la estelar aparición de Tita Cervera, convertida en Lady Godiva del ecologismo urbano.

No sé muy bien quién lleva razón en este asunto, ni me interesa en exceso. Sí me interesa, una vez más, la reacción de ciertos medios de la derecha que, como el preso del chiste, recriminan a sus compañeros de celda que bajen la voz, “que nos van a echar”. Aterrados, reclaman unidad, no sea que, inmisericorde, el votante popular vaya a castigar el disenso con la severidad que acostumbra. Han asumido que el votante de derechas ve como una jaula de grillos lo que el votante de izquierdas, en sus propias filas, valora como sano pluralismo.

Personalmente, empiezo a estar más que harto de todos estos derechosos de toda la vida que, en el fondo, no tienen más remedio que tragar con lo que la izquierda diga porque saben que son lo que son. En el fondo, son ellos mismos los que están más que convencidos de que carecen, por completo, de legitimidad moral alguna. Sí, probablemente hay una derecha que, como afirma la izquierda, no ha asumido la esencia de la democracia, pero harán bien en buscarla entre los que piden “moderación” todo el día.

La piden no porque estén convencidos, me temo, de que es mejor, sino porque piensan, vaya usted a saber por qué, que para ser aceptada por el votante español, la derecha tiene que disimular (¿quizá porque se consideran ellos mismos como los representantes más adecuados de esa derecha?). En este sentido, hay que reconocer que Ruiz Gallardón es su hombre, puño de acero en guante de seda, derecha rancia y tradicional so capa de populismo con tintes de progresismo comme il faut. Frente al desbarajuste de la izquierda, la derecha de Gallardón, Vocento, Arriola y compañía promete lo de siempre: buena gestión y pocas ideas.

Efectivamente, hay un pleito en la derecha española que dista de estar cerrado y, lo siento mucho, es preciso cerrar antes de cualquier otra consideración –y si ello implica perder Madrid, o lo que sea, pues angelitos al cielo-. La pugna Aguirre-Gallardón sirve perfectamente como escenificación de ese pleito. Y, hasta la fecha, se ve lo que se ve: la prensa, los medios conservadores –y los autodenominados progresistas, claro- están con Gallardón, las bases del Partido Popular de Madrid, abrumadoramente con Aguirre. La Presidenta de la Comunidad es muy querida, además, en la blogosfera liberal. Ella es la prueba del nueve de que un discurso firme puede existir –su pieza del 2 de mayo fue, sencillamente, soberbia- sin tener por qué coincidir con el de la COPE.

A mi juicio, los Aguirre y Vidal Quadras han captado mucho mejor que la legión de meapilas sobrerrepresentada entre los consejeros áulicos de Rajoy el drama de la derecha española y su única vía de salvación: un discurso fuerte, ideológicamente cargado y muy enraizado en los valores tradicionales del liberalismo. Por usar una imagen gráfica, la derecha no tiene más remedio que encadenarse a la Nación y a los derechos individuales, porque el naufragio del país será su propio naufragio.

Parece que hay a quien le cuesta ver que, bajo esa aparente inanidad, la izquierda está lanzando una ofensiva sin precedentes. El dadaísmo que preside el proceso puede dificultar su cabal comprensión, pero es un error mortal el minusvalorar los peligros. La carencia de líneas ideológicas claras que define al socialismo de zapatero puede hacerlo intelectualmente menos atractivo, pero en absoluto menos dañino. Es más, es ese planteamiento del “no-principio como principio” lo que, en el fondo, termina por poner en jaque todo el sistema político-institucional de nuestro país. La izquierda, con la inestimable colaboración de los nacionalistas, ha decidido acometer la demolición del consenso constitucional del 78. La circunstancia de que nadie sepa a ciencia cierta por qué pretenden sustituirlo no resta un ápice de gravedad a lo anterior, y debería ser, de por sí, estímulo más que suficiente para que la derecha respondiera con una alternativa que, necesariamente, ha de ser polémica.

Porque, sea cual sea el punto de destino –que, ya digo, es más que probable que no sea conocido ni siquiera por los principales impulsores de la implosión del sistema actual-, vayamos hacia una monarquía confederal, hacia la Tercera República o hacia la pura y simple anarquía, lo que está fuera de duda es que no hay ningún papel reservado a la derecha en esos planes, más allá del de mera comparsa, simple coartada de un pluralismo aparente destinado a convivir con el más absoluto monolitismo ideológico.

No nos cansaremos de repetirlo. Rajoy debe comparecer ante la opinión pública con la propuesta de una reforma constitucional que, como mínimo, sitúe los debates en su foro adecuado, obligue a algunos a despojarse de las caretas y dé igualdad de armas a todas las opciones. Las líneas básicas de esa reforma han de ser el reforzamiento del Estado –cuando menos, la fijación definitiva de los términos de la estructura territorial de España y los diferentes niveles del poder- y la recuperación del papel cardinal de la persona, del ciudadano, a cuyo servicio están la Constitución, y la totalidad del ordenamiento jurídico. No se trata de ningún exotismo, sino de transitar por las juiciosas líneas apuntadas por el Consejo de Estado, en aquel informe cuyos promotores decidieron ignorar olímpicamente. Sólo el desquiciamiento que caracteriza a la política española puede hacer ver como radicales unos planteamientos tan preñados de sentido común.

Entiendo que haya quien se muestre aterrado ante esta perspectiva, porque una vez que se da voz a todos, una vez que se abre un debate constituyente de verdad y no un simulacro interesado y dirigido, pueden ponerse en riesgo muchas cosas –entonces, sí, no hay límites-. Corona, Iglesia, atavismos forales... todo ello sometido, ¿por qué no? a discusión leal y abierta. A algunos les da sarpullido, claro. Prefieren la “moderación”, supongo que en la seguridad de que siempre habrá, en el nuevo sistema, un ministerio de la oposición al que acogerse.

La derecha española no puede seguir instalada en un sistema en el que sus opciones de gobernar estén fiadas, exclusivamente, a la incompetencia de la izquierda. No puede seguir jugando al mantenimiento del status quo, pretendiendo que la superlegitimidad de la izquierda vaya desapareciendo con el tiempo hasta que, en dos o tres generaciones, el terreno se haya nivelado. Y no puede porque la propia izquierda ya es perfectamente consciente de que esa superlegitimidad se está erosionando poco a poco. La razón que anima el proceso de cuestionamiento del consenso del 78 no es la insatisfacción de fondo con el mismo –es más, la mayor parte de la gente sensata de izquierdas conviene en que, con todos sus defectos, es lo mejor que hemos tenido nunca-, sino que ese sistema ha dejado de garantizar la hegemonía perpetua de la izquierda. Son demasiadas, ya, las voces discordes, hay una generación completa que no cree en la superioridad moral de la izquierda porque sí y a la que no se puede motejar de franquista sin caer en el más absoluto de los ridículos.

Ya digo, ante un panorama de progresiva igualdad de armas, la izquierda sólo tenía dos opciones. O rearmarse ideológicamente –participar en el nuevo juego de acuerdo con las reglas- o intentar desnivelar de nuevo las cosas. Obviamente, ha optado por lo segundo.

sábado, mayo 06, 2006

LECCIONES DEL TRIPARTITO

Una vez que Esquerra –en el colmo del delirio, sólo superado por las contradicciones de Izquierda Unida, en su día, respecto al Plan Ibarretxe- ha anunciado que pedirá el voto negativo al proyecto de Estatuto de Cataluña, parece que el esperpento toca a su fin. En realidad, nunca se sabe, porque las cosas absurdas no obedecen a ningún tipo de lógica interna comprensible, y no hay que descartar que Maragall –ese hombre tan cercano a la realidad que cree que las hipotecas andan por el siete por ciento- se empeñe en seguir adelante. Será un arrastrarse hacia ninguna parte, porque el experimento ha fracasado. El “govern catalanista i d’esquerres” ha resultado ser un fiasco. Demasiado ha durado.

Así pues, es posible que nos encaminemos hacia un adelanto electoral en Cataluña. Un proceso apasionante, en el que se abren muchas incógnitas, empezando por quién habrá de ser el cabeza de lista del PSC, y siguiendo por cómo maniobrará cada uno. Es obvio que el PSC tendrá que resolver sus contradicciones internas, pero no lo es menos que, si alguien se juega el ser o no ser, ése es el PP, con posibles repercusiones sobre todo el proyecto político nacional del Partido. Imagino que Artur Mas estará satisfecho. Tiene todo a su favor para volver a San Jaime.

Tanto si eso sucede con un gobierno convergente en solitario, como si ocurre a base de apoyos –sin descartar el escenario de “gran coalición” que es el que más complace a muchos socialistas de Madrid- se habrá perdido una oportunidad histórica para Cataluña. La ocasión de demostrar que otra Cataluña es posible. Al igual que sucede en el País Vasco, el que Cataluña recupere los niveles de dinamismo y apertura de antaño, el que salga de una vez del ensimismamiento empobrecedor en el que se halla sumida y opte, de nuevo, al liderazgo en España y a un puesto relevante entre las regiones europeas más adelantadas pasa, inexorablemente, porque el nacionalismo –la ideología nacionalista, y no sólo algunas de sus siglas- sea enviado a la oposición durante una larga temporada.

El disparate del tripartito no sólo ha traído una legislatura de mal gobierno sino que, lo que resulta más grave, ha borrado del campo de lo posible, y para muchos años, un escenario de auténtica renovación, que Cataluña –y España, claro- necesita desesperadamente, aunque sólo sea por higiene. Esto, y un estatuto impresentable que habrá que esforzarse en vender como un gran éxito –habrá que seguir diciendo cuánto clamó la sociedad catalana por él, pese a que un resultado en el que la suma de noes, blancos y abstenciones supere, y no por poco, a los síes, aparece como más probable cada día-, es su herencia.

Si saltamos de las claves estrictamente catalanas a las nacionales –nacionales españolas, quiero decir, que esta es otra contribución impagable, la de haber convertido el lenguaje jurídico y político en un galimatías-, los perfiles son aún más inquietantes. Porque el fracaso del tripartito es una prueba de lo que da de sí la política del “todos contra la derecha” como único norte.

El tripartito, recordemos, era algo más que un simple gobierno para Cataluña. Era la experiencia piloto de una nueva forma de hacer política, de una idea tan cardinal en el zapaterismo como que todo, absolutamente todo es aceptable, excepto el Partido Popular. Sólo el PP es antisistema. Los demás –Batasuna incluida, por supuesto, en cuanto callen las armas- son potenciales socios. El experimento se repitió en Galicia y está destinado a repetirse en Euskadi, en cuanto sea posible. Va de suyo, claro, que lo mismo sucederá a cualquier otro nivel y en cualquier otro lugar, por esperpéntica que sea la pareja de baile.

Pero, como muy bien ha dicho, en ocasiones, nuestro Presidente del Gobierno, la política tiene su propia lógica. Lo que ocurre es que no es, a menudo, la misma que él cree conocer. A la postre, incluso en España, las ideas terminan importando. Se exige un mínimo nivel de compatibilidad entre programas y personas si se pretende construir algo más que una simple mayoría. Esto es muy difícil de entender para quien, en suma, no tiene ni las más mínimas nociones de qué es, en realidad, el sistema democrático liberal, ni interés en tenerlas. El arte de la gobernación no es el de construir mayorías, sino el de construir mayorías con sentido.

Imagino que es ilusorio pretender que, a la vista de lo sucedido en Cataluña, Rodríguez Zapatero se pare a pensar. A reflexionar, a más de diez minutos vista, sobre su forma de hacer política. A buen seguro, no lo hará, porque su objetivo en la vida no es desarrollar ningún tipo de proyecto, sino asegurar que, pase lo que pase, el Partido Socialista gobernará siempre – el ente gobernado le da más igual, se conoce.

Y hará mal, porque los riesgos son inmensos. No ya por buen sentido o por decencia, ni por patriotismo, sino por simple caridad –aunque sólo sea por cariño hacia los españoles, que alguno conocerá que le importe-, debería pararse a pensar. Intentar hacer algo medianamente serio con un partido como Esquerra suele conducir a malos resultados, a la vista está, y a situaciones de delirio –que, por qué no decirlo, tienen su gracia, a veces-. Pero reproducir el experimento con Batasuna, por ejemplo, puede ser suicida.

Avisado está.