NO ES EL NACIONALISMO
Ahora toca echar pestes de ERC. Se les llama de todo, empezando por irresponsables, y de ahí para arriba. Como si ERC tuviera, en exclusiva, la culpa de que el tripartito catalán haya resultado un desastre.
En general, cada vez es más corriente el discurso contra unos nacionalismos que amenazan con desmembrarnos el país. El nacionalismo, se dice a izquierda y a derecha, es poco menos que el cáncer de nuestra democracia. Hagan la prueba. Si, en una tarde de cañas, quieren ustedes suscitar el consenso a ambos lados del espectro, carguen contra los nacionalismos. Verán como todo el mundo conviene en que, sea ERC, sea el PNV, sea CiU, sean todos en unión, son la raíz de todos nuestros males. Si serán desestabilizadores, que acaban de cargarse el gobierno de Cataluña.
Y el caso es que el nacionalismo merece lo que de él se dice, y probablemente más. Una desdicha que padece nuestro país –algo así como la sequía-, un dato de nuestra realidad política que está ahí, representa lo que representa y, evidentemente, no cesa de dar quebraderos de cabeza. Pero tampoco conviene sacar las cosas de contexto, si no queremos terminar pareciéndonos a estos cónyuges que, ante la palmaria infidelidad, cargan contra el tercero en discordia. El tercero tiene su responsabilidad, qué duda cabe, pero no es, ni mucho menos, la principal.
El drama catalán y sus múltiples ramificaciones tienen un actor principal, y es el Partido Socialista. En particular, el Presidente del Gobierno. Si, ayer, el Senado dio curso a una ley que puede resultar desastrosa –como reconocen tirios y troyanos- ello se debió, antes que nada, a la aquiescencia de un Partido Socialista que lo apoyó, por supuesto sin la más mínima fisura.
El problema de España no está en quienes la atacan, sino en quienes, supuestamente, han de defenderla. El nacionalismo –y mucho más el independentismo de ERC- ha sido, casi siempre, transparente como el cristal. La táctica de los nacionalistas, sencilla, por otra parte, no puede resultar novedosa tras más de treinta años de aplicarla incesantemente. Ya nadie puede llamarse a engaño. En el caso de los independentistas, mucho menos aún, ya que tienen el buen gusto, que les honra, de proclamar a los cuatro vientos cuáles son sus objetivos y sus procedimientos.
El problema principal de España es una izquierda no ya carente de ideas sino, sobre todo, carente por completo de principios –hasta ahora, sólo políticos, y desde que empezó la aventura vasca, cabe cuestionarse seriamente si también morales-, cuya capacidad desestabilizadora, bajo la égida de un Presidente como Zapatero, se ha vuelto prácticamente infinita. Nadie está “acosando” a nuestro país, nadie le está amenazando o, al menos, no existe ningún “alguien” externo a quien echar la culpa. El epicentro de esta sensación de caos asienta sus reales en el Palacio de la Moncloa.
Dondequiera que vaya España, no va a golpes de impulso externo, ni impelida por fuerzas superiores. Va por su propia voluntad, si por tal hemos de entender el deseo de quienes, en estos momentos, ostentan la capacidad decisoria en los órganos rectores de nuestra vida colectiva.
Es completamente cierto que, incluso instalado en una mayoría, un Gobierno puede no estar en condiciones de ir adonde le apetecería. Pero no lo es menos que ningún Gobierno puede ser llevado, sin su aquiescencia, donde no quiere ir. Quien piense lo contrario, me temo que se engaña.
El nacionalismo puede desear fervientemente deshacer este país y tirar por la borda el mejor momento de nuestra historia. Puede desear fervientemente que nos suicidemos como nación, aunque ello suponga, objetivamente, una desgracia para todos los españoles, incluidos, por supuesto, aquellos en cuyo supuesto beneficio se abrigan esas intenciones. Y puede aplicarse con denuedo, con tesón y con inteligencia. Pero es completamente imposible que ese objetivo se consiga sin la concurrencia culposa, por acción u omisión, sin la colaboración irresponsable, de los grandes partidos nacionales y, especialmente, de la izquierda. Lo grave, pues, no es que el nacionalismo persista en la prosecución de su interés, sino que esté hallando la colaboración de uno de los dos pilares que sustentan nuestro sistema de partidos.
Quien quiera creer lo contrario, que lo siga creyendo. Allá cada cual, pero no parece muy inteligente persistir en el autoengaño. De cara a las –ahora parece que sí- próximas elecciones catalanas, muchos prevendrán contra una Esquerra “que ya ha demostrado de lo que es capaz”. Cualquier observador mínimamente avisado hubiera sido capaz de barruntárselo, me temo. La realidad es que la desdichada legislatura vivida en Cataluña lo que realmente ha demostrado es de lo que es capaz la izquierda que aún se dice española.
En general, cada vez es más corriente el discurso contra unos nacionalismos que amenazan con desmembrarnos el país. El nacionalismo, se dice a izquierda y a derecha, es poco menos que el cáncer de nuestra democracia. Hagan la prueba. Si, en una tarde de cañas, quieren ustedes suscitar el consenso a ambos lados del espectro, carguen contra los nacionalismos. Verán como todo el mundo conviene en que, sea ERC, sea el PNV, sea CiU, sean todos en unión, son la raíz de todos nuestros males. Si serán desestabilizadores, que acaban de cargarse el gobierno de Cataluña.
Y el caso es que el nacionalismo merece lo que de él se dice, y probablemente más. Una desdicha que padece nuestro país –algo así como la sequía-, un dato de nuestra realidad política que está ahí, representa lo que representa y, evidentemente, no cesa de dar quebraderos de cabeza. Pero tampoco conviene sacar las cosas de contexto, si no queremos terminar pareciéndonos a estos cónyuges que, ante la palmaria infidelidad, cargan contra el tercero en discordia. El tercero tiene su responsabilidad, qué duda cabe, pero no es, ni mucho menos, la principal.
El drama catalán y sus múltiples ramificaciones tienen un actor principal, y es el Partido Socialista. En particular, el Presidente del Gobierno. Si, ayer, el Senado dio curso a una ley que puede resultar desastrosa –como reconocen tirios y troyanos- ello se debió, antes que nada, a la aquiescencia de un Partido Socialista que lo apoyó, por supuesto sin la más mínima fisura.
El problema de España no está en quienes la atacan, sino en quienes, supuestamente, han de defenderla. El nacionalismo –y mucho más el independentismo de ERC- ha sido, casi siempre, transparente como el cristal. La táctica de los nacionalistas, sencilla, por otra parte, no puede resultar novedosa tras más de treinta años de aplicarla incesantemente. Ya nadie puede llamarse a engaño. En el caso de los independentistas, mucho menos aún, ya que tienen el buen gusto, que les honra, de proclamar a los cuatro vientos cuáles son sus objetivos y sus procedimientos.
El problema principal de España es una izquierda no ya carente de ideas sino, sobre todo, carente por completo de principios –hasta ahora, sólo políticos, y desde que empezó la aventura vasca, cabe cuestionarse seriamente si también morales-, cuya capacidad desestabilizadora, bajo la égida de un Presidente como Zapatero, se ha vuelto prácticamente infinita. Nadie está “acosando” a nuestro país, nadie le está amenazando o, al menos, no existe ningún “alguien” externo a quien echar la culpa. El epicentro de esta sensación de caos asienta sus reales en el Palacio de la Moncloa.
Dondequiera que vaya España, no va a golpes de impulso externo, ni impelida por fuerzas superiores. Va por su propia voluntad, si por tal hemos de entender el deseo de quienes, en estos momentos, ostentan la capacidad decisoria en los órganos rectores de nuestra vida colectiva.
Es completamente cierto que, incluso instalado en una mayoría, un Gobierno puede no estar en condiciones de ir adonde le apetecería. Pero no lo es menos que ningún Gobierno puede ser llevado, sin su aquiescencia, donde no quiere ir. Quien piense lo contrario, me temo que se engaña.
El nacionalismo puede desear fervientemente deshacer este país y tirar por la borda el mejor momento de nuestra historia. Puede desear fervientemente que nos suicidemos como nación, aunque ello suponga, objetivamente, una desgracia para todos los españoles, incluidos, por supuesto, aquellos en cuyo supuesto beneficio se abrigan esas intenciones. Y puede aplicarse con denuedo, con tesón y con inteligencia. Pero es completamente imposible que ese objetivo se consiga sin la concurrencia culposa, por acción u omisión, sin la colaboración irresponsable, de los grandes partidos nacionales y, especialmente, de la izquierda. Lo grave, pues, no es que el nacionalismo persista en la prosecución de su interés, sino que esté hallando la colaboración de uno de los dos pilares que sustentan nuestro sistema de partidos.
Quien quiera creer lo contrario, que lo siga creyendo. Allá cada cual, pero no parece muy inteligente persistir en el autoengaño. De cara a las –ahora parece que sí- próximas elecciones catalanas, muchos prevendrán contra una Esquerra “que ya ha demostrado de lo que es capaz”. Cualquier observador mínimamente avisado hubiera sido capaz de barruntárselo, me temo. La realidad es que la desdichada legislatura vivida en Cataluña lo que realmente ha demostrado es de lo que es capaz la izquierda que aún se dice española.
4 Comments:
Fer, eres la monda, :-)))
¿Ni siquiera después del rechazo radical de ERC eres capaz de admitir que el Estatut ha quedado limpio como una patena?, ¿pero es que tú nunca rectificas, nunca te equivocas, siempre son los demás los que analizan mal las cosas?, ¿donde venden lo que te tomas para tener esa estruendosa superioridad moral? ¿cómo puedes hablar de autoengaño de los demás tú que mantienes que el Estatut es en esencia el mismo que salió de Catauña?, ¿no hay ni una sola palabra al hecho de que ERC y el PP van a votar lo mismo?, ¿nada?
Perdón por existir, claro, eso siempre...
Saludos de un cagapoquito
By Anónimo, at 11:31 p. m.
No cesa de reiterarse la tesis de que el Estatuto catalán tal y como ha salido del Congreso es «impecablemente constitucional». Confiado en la veracidad de tal afirmación, he decidido asomarme a los artículos de dicho texto que tratan del «Poder Judicial en Cataluña», con el fin de comprobar si, efectivamente, durante la tramitación parlamentaria se han corregido los excesos que se contenían en el documento original. Y he de decir que, desafortunadamente, no se puede sostener que haya sido así en absoluto.
La primera discordancia con la Constitución se encuentra en el primero de los preceptos dedicados a esa materia: el art. 95.2 proclama que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña es el órgano judicial en que culminan los procesos iniciados en dicha Comunidad, «de acuerdo con la Ley Orgánica del Poder Judicial y sin perjuicio de la competencia reservada al Tribunal Supremo para la unificación de doctrina». Con esa referencia se está interfiriendo en las competencias propias del Supremo, que sólo puede fijarlas la Ley Orgánica del Poder Judicial (arts. 122.1 y 149.1.6ª de la Constitución). Ello es así porque con ese inciso se está limitando la supremacía del Supremo respecto del Tribunal Superior de Cataluña a esa única materia, cuando perfectamente las leyes procesales pueden atribuir a aquél otros recursos extraordinarios o incluso procesos en primera instancia, lo que, de seguir siendo así, colisionaría con la afirmación estatutaria. La referencia previa a lo dispuesto en la Ley Orgánica del Poder Judicial que se contiene en el Estatuto hubiera podido evitar la inconstitucionalidad si no se concretara después la competencia concreta del Supremo que se excepciona: pero como no es así, existe una evidente extralimitación de la norma autonómica en relación con lo previsto en la Constitución.
En segundo lugar, también resulta de dudosa constitucionalidad la preceptiva intervención del «Consejo de Justicia de Cataluña» en los nombramientos del presidente del Tribunal Superior de Cataluña y de los de cada una de sus salas (art. 95.5 y 6), por cuanto supone una limitación a la facultad de nombramiento de los miembros del poder judicial que la Constitución atribuye al CGPJ (art. 122.2 de la Constitución).
Pero quizá la mayor colisión con el texto constitucional se produce en relación con el nuevo órgano que se crea en el Estatuto denominado «Consejo de Justicia de Cataluña». Dicho órgano se afirma que «es el órgano de gobierno del Poder Judicial en Cataluña» (art. 97). Esta afirmación es indiscutiblemente contraria a la Constitución, pues el art. 122.2 de dicho texto proclama con absoluta claridad que el órgano de gobierno del Poder Judicial es el CGPJ, por lo que no cabe dividir territorial ni funcionalmente esa competencia, que viene directamente atribuida por la Constitución. El poder judicial es único (art. 122.1 de la Constitución), y su órgano de gobierno también ha de serlo. Las matizaciones que el Estatuto incorpora a continuación de la tajante afirmación arriba señalada (que el Consejo autonómico actúa como órgano desconcentrado del CGPJ y que su creación se hace sin perjuicio de las competencias de éste último) no sirven para evitar la clara vulneración constitucional.
Sentado lo anterior, toda la regulación que se contiene en el Estatuto en relación con el citado Consejo de Justicia de Cataluña resulta inconstitucional, incluso cuando se admitiera que se pueden crear órganos «desconcentrados» de gobierno del poder judicial. Porque el Estatuto se lanza a atribuirle competencias, cuando el gobierno de los Juzgados y Tribunales, por un lado, y el del poder judicial en su conjunto, deben regularse por medio de la Ley Orgánica del Poder Judicial (art. 122.1 y 2 de la Constitución). Tan es así que el propio Estatuto fija las atribuciones del citado Consejo «conforme a lo previsto en la Ley Orgánica del Poder Judicial», cuando en la actualidad no existen ni ese órgano ni esas atribuciones. Aun cuando se creara en un futuro, siempre podría suprimirse con una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (con lo que en los Estatutos se contemplaría un órgano que no existe, porque, y esto es la clave, no puede ni debe ser creado ni regulado por una norma estatutaria, al tratarse de una regulación de carácter estatal).
En los preceptos siguientes, de nuevo aparecen regulaciones de difícil -más bien imposible- encaje con el texto constitucional: así, la propuesta o convocatoria directa de oposiciones y concursos para cubrir plazas de jueces en Cataluña por parte de la Generalitat o el Consejo de Justicia catalán puede vulnerar la reserva que el art. 122.2 de la Constitución establece en relación con la ley orgánica y con las competencias del CGPJ; o la competencia normativa en relación con el personal no judicial de la Administración de Justicia -que alcanza, ni más ni menos, al proceso de selección, promoción, provisión de puestos y formación de sus integrantes-, lo que choca con el art. 122.1 de la Constitución; o unas etéreas competencias en materia de Justicia de Paz y Proximidad, que se oponen al principio de unidad jurisdiccional (art. 117.5) y a la reserva legal a favor de la Ley Orgánica del Poder Judicial (art. 122.1) que prevé el texto constitucional.
Da la impresión de que el Estatuto catalán no se ha limitado a mencionar y desarrollar las competencias de Cataluña en materia de Administración de Justicia, sino que ha pretendido regular un verdadero poder judicial propio, con su tribunal supremo (el Tribunal Superior de Justicia), su fiscal general (el de dicho Tribunal), sus órganos judiciales específicos (de Paz y de Proximidad), su órgano de gobierno de los jueces que allí desempeñan su función (el Consejo de Justicia) y el control próximo y último tanto del personal jurisdicente (a través de dicho Consejo y del dominio de los concursos y oposiciones) como del no jurisdicente (reservándose la determinación legal de su estatuto jurídico). Leyendo los preceptos del Estatuto, y comparándolos con los de la Constitución, resulta evidente que el modelo plasmado por aquél no se ajusta en absoluto a lo que pretendió el constituyente cuando configuró un poder judicial único e idéntico para todo el Estado, algo que, por cierto, no hizo movido por una posición centralista o antiautonómica, sino por salvaguardar los derechos y libertades de todos los españoles.
By Anónimo, at 10:43 a. m.
Es llamativo que el argumentario de los trolles partidosocialistas se limite al ataque ad hominem.
A usted le deben tener algún respeto puesto que sólo le acusan de soberbia, los demás somos ignorantes, ultraderechistas, enemigos de la democracia... en fin, el talante revolucionario.
By Anónimo, at 10:49 a. m.
Una vez más de acuerdo con V. de la cruz al punto, Don Fer. Mi acuerdo se extiende en esta ocasión también al comentarista Sr. Banacloche Palao -que no sé si es el ilustre procesalista o alguien que se vale de su nombre como nick- que glosa con acierto otra de las palmarias inconstitucionalidades contenidas en el redactado del Estatut.
En todo caso, lo que debería preocuparnos es si
a) Se va a promover la incostitucionalidad de todos y cada uno de los extremos en que a mi juicio concurre esa circunstancia, y
b) Si el Tribunal Constitucional va a tener los arrestos suficientes -de los que suele carecer- para hacer gala cumplida de su supuesta independencia.
En cuanto a anónimo/(soi-dissant, no pretendo ofender)cagapoquito: ¿dónde ves tú "estruendosa superioridad moral" en el aserto de Fer?
By Hans, at 8:01 p. m.
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