FERBLOG

domingo, mayo 07, 2006

¿QUIÉN TEME A TITA CERVERA?

En la derecha acomplejada –la derecha cagapoquito, que diría Cela- andan muy preocupados por el penúltimo rifirrafe entre el Alcalde de Madrid y la Presidenta de la Comunidad, a cuenta de los árboles del Paseo del Prado y la estelar aparición de Tita Cervera, convertida en Lady Godiva del ecologismo urbano.

No sé muy bien quién lleva razón en este asunto, ni me interesa en exceso. Sí me interesa, una vez más, la reacción de ciertos medios de la derecha que, como el preso del chiste, recriminan a sus compañeros de celda que bajen la voz, “que nos van a echar”. Aterrados, reclaman unidad, no sea que, inmisericorde, el votante popular vaya a castigar el disenso con la severidad que acostumbra. Han asumido que el votante de derechas ve como una jaula de grillos lo que el votante de izquierdas, en sus propias filas, valora como sano pluralismo.

Personalmente, empiezo a estar más que harto de todos estos derechosos de toda la vida que, en el fondo, no tienen más remedio que tragar con lo que la izquierda diga porque saben que son lo que son. En el fondo, son ellos mismos los que están más que convencidos de que carecen, por completo, de legitimidad moral alguna. Sí, probablemente hay una derecha que, como afirma la izquierda, no ha asumido la esencia de la democracia, pero harán bien en buscarla entre los que piden “moderación” todo el día.

La piden no porque estén convencidos, me temo, de que es mejor, sino porque piensan, vaya usted a saber por qué, que para ser aceptada por el votante español, la derecha tiene que disimular (¿quizá porque se consideran ellos mismos como los representantes más adecuados de esa derecha?). En este sentido, hay que reconocer que Ruiz Gallardón es su hombre, puño de acero en guante de seda, derecha rancia y tradicional so capa de populismo con tintes de progresismo comme il faut. Frente al desbarajuste de la izquierda, la derecha de Gallardón, Vocento, Arriola y compañía promete lo de siempre: buena gestión y pocas ideas.

Efectivamente, hay un pleito en la derecha española que dista de estar cerrado y, lo siento mucho, es preciso cerrar antes de cualquier otra consideración –y si ello implica perder Madrid, o lo que sea, pues angelitos al cielo-. La pugna Aguirre-Gallardón sirve perfectamente como escenificación de ese pleito. Y, hasta la fecha, se ve lo que se ve: la prensa, los medios conservadores –y los autodenominados progresistas, claro- están con Gallardón, las bases del Partido Popular de Madrid, abrumadoramente con Aguirre. La Presidenta de la Comunidad es muy querida, además, en la blogosfera liberal. Ella es la prueba del nueve de que un discurso firme puede existir –su pieza del 2 de mayo fue, sencillamente, soberbia- sin tener por qué coincidir con el de la COPE.

A mi juicio, los Aguirre y Vidal Quadras han captado mucho mejor que la legión de meapilas sobrerrepresentada entre los consejeros áulicos de Rajoy el drama de la derecha española y su única vía de salvación: un discurso fuerte, ideológicamente cargado y muy enraizado en los valores tradicionales del liberalismo. Por usar una imagen gráfica, la derecha no tiene más remedio que encadenarse a la Nación y a los derechos individuales, porque el naufragio del país será su propio naufragio.

Parece que hay a quien le cuesta ver que, bajo esa aparente inanidad, la izquierda está lanzando una ofensiva sin precedentes. El dadaísmo que preside el proceso puede dificultar su cabal comprensión, pero es un error mortal el minusvalorar los peligros. La carencia de líneas ideológicas claras que define al socialismo de zapatero puede hacerlo intelectualmente menos atractivo, pero en absoluto menos dañino. Es más, es ese planteamiento del “no-principio como principio” lo que, en el fondo, termina por poner en jaque todo el sistema político-institucional de nuestro país. La izquierda, con la inestimable colaboración de los nacionalistas, ha decidido acometer la demolición del consenso constitucional del 78. La circunstancia de que nadie sepa a ciencia cierta por qué pretenden sustituirlo no resta un ápice de gravedad a lo anterior, y debería ser, de por sí, estímulo más que suficiente para que la derecha respondiera con una alternativa que, necesariamente, ha de ser polémica.

Porque, sea cual sea el punto de destino –que, ya digo, es más que probable que no sea conocido ni siquiera por los principales impulsores de la implosión del sistema actual-, vayamos hacia una monarquía confederal, hacia la Tercera República o hacia la pura y simple anarquía, lo que está fuera de duda es que no hay ningún papel reservado a la derecha en esos planes, más allá del de mera comparsa, simple coartada de un pluralismo aparente destinado a convivir con el más absoluto monolitismo ideológico.

No nos cansaremos de repetirlo. Rajoy debe comparecer ante la opinión pública con la propuesta de una reforma constitucional que, como mínimo, sitúe los debates en su foro adecuado, obligue a algunos a despojarse de las caretas y dé igualdad de armas a todas las opciones. Las líneas básicas de esa reforma han de ser el reforzamiento del Estado –cuando menos, la fijación definitiva de los términos de la estructura territorial de España y los diferentes niveles del poder- y la recuperación del papel cardinal de la persona, del ciudadano, a cuyo servicio están la Constitución, y la totalidad del ordenamiento jurídico. No se trata de ningún exotismo, sino de transitar por las juiciosas líneas apuntadas por el Consejo de Estado, en aquel informe cuyos promotores decidieron ignorar olímpicamente. Sólo el desquiciamiento que caracteriza a la política española puede hacer ver como radicales unos planteamientos tan preñados de sentido común.

Entiendo que haya quien se muestre aterrado ante esta perspectiva, porque una vez que se da voz a todos, una vez que se abre un debate constituyente de verdad y no un simulacro interesado y dirigido, pueden ponerse en riesgo muchas cosas –entonces, sí, no hay límites-. Corona, Iglesia, atavismos forales... todo ello sometido, ¿por qué no? a discusión leal y abierta. A algunos les da sarpullido, claro. Prefieren la “moderación”, supongo que en la seguridad de que siempre habrá, en el nuevo sistema, un ministerio de la oposición al que acogerse.

La derecha española no puede seguir instalada en un sistema en el que sus opciones de gobernar estén fiadas, exclusivamente, a la incompetencia de la izquierda. No puede seguir jugando al mantenimiento del status quo, pretendiendo que la superlegitimidad de la izquierda vaya desapareciendo con el tiempo hasta que, en dos o tres generaciones, el terreno se haya nivelado. Y no puede porque la propia izquierda ya es perfectamente consciente de que esa superlegitimidad se está erosionando poco a poco. La razón que anima el proceso de cuestionamiento del consenso del 78 no es la insatisfacción de fondo con el mismo –es más, la mayor parte de la gente sensata de izquierdas conviene en que, con todos sus defectos, es lo mejor que hemos tenido nunca-, sino que ese sistema ha dejado de garantizar la hegemonía perpetua de la izquierda. Son demasiadas, ya, las voces discordes, hay una generación completa que no cree en la superioridad moral de la izquierda porque sí y a la que no se puede motejar de franquista sin caer en el más absoluto de los ridículos.

Ya digo, ante un panorama de progresiva igualdad de armas, la izquierda sólo tenía dos opciones. O rearmarse ideológicamente –participar en el nuevo juego de acuerdo con las reglas- o intentar desnivelar de nuevo las cosas. Obviamente, ha optado por lo segundo.