LECCIONES DEL TRIPARTITO
Una vez que Esquerra –en el colmo del delirio, sólo superado por las contradicciones de Izquierda Unida, en su día, respecto al Plan Ibarretxe- ha anunciado que pedirá el voto negativo al proyecto de Estatuto de Cataluña, parece que el esperpento toca a su fin. En realidad, nunca se sabe, porque las cosas absurdas no obedecen a ningún tipo de lógica interna comprensible, y no hay que descartar que Maragall –ese hombre tan cercano a la realidad que cree que las hipotecas andan por el siete por ciento- se empeñe en seguir adelante. Será un arrastrarse hacia ninguna parte, porque el experimento ha fracasado. El “govern catalanista i d’esquerres” ha resultado ser un fiasco. Demasiado ha durado.
Así pues, es posible que nos encaminemos hacia un adelanto electoral en Cataluña. Un proceso apasionante, en el que se abren muchas incógnitas, empezando por quién habrá de ser el cabeza de lista del PSC, y siguiendo por cómo maniobrará cada uno. Es obvio que el PSC tendrá que resolver sus contradicciones internas, pero no lo es menos que, si alguien se juega el ser o no ser, ése es el PP, con posibles repercusiones sobre todo el proyecto político nacional del Partido. Imagino que Artur Mas estará satisfecho. Tiene todo a su favor para volver a San Jaime.
Tanto si eso sucede con un gobierno convergente en solitario, como si ocurre a base de apoyos –sin descartar el escenario de “gran coalición” que es el que más complace a muchos socialistas de Madrid- se habrá perdido una oportunidad histórica para Cataluña. La ocasión de demostrar que otra Cataluña es posible. Al igual que sucede en el País Vasco, el que Cataluña recupere los niveles de dinamismo y apertura de antaño, el que salga de una vez del ensimismamiento empobrecedor en el que se halla sumida y opte, de nuevo, al liderazgo en España y a un puesto relevante entre las regiones europeas más adelantadas pasa, inexorablemente, porque el nacionalismo –la ideología nacionalista, y no sólo algunas de sus siglas- sea enviado a la oposición durante una larga temporada.
El disparate del tripartito no sólo ha traído una legislatura de mal gobierno sino que, lo que resulta más grave, ha borrado del campo de lo posible, y para muchos años, un escenario de auténtica renovación, que Cataluña –y España, claro- necesita desesperadamente, aunque sólo sea por higiene. Esto, y un estatuto impresentable que habrá que esforzarse en vender como un gran éxito –habrá que seguir diciendo cuánto clamó la sociedad catalana por él, pese a que un resultado en el que la suma de noes, blancos y abstenciones supere, y no por poco, a los síes, aparece como más probable cada día-, es su herencia.
Si saltamos de las claves estrictamente catalanas a las nacionales –nacionales españolas, quiero decir, que esta es otra contribución impagable, la de haber convertido el lenguaje jurídico y político en un galimatías-, los perfiles son aún más inquietantes. Porque el fracaso del tripartito es una prueba de lo que da de sí la política del “todos contra la derecha” como único norte.
El tripartito, recordemos, era algo más que un simple gobierno para Cataluña. Era la experiencia piloto de una nueva forma de hacer política, de una idea tan cardinal en el zapaterismo como que todo, absolutamente todo es aceptable, excepto el Partido Popular. Sólo el PP es antisistema. Los demás –Batasuna incluida, por supuesto, en cuanto callen las armas- son potenciales socios. El experimento se repitió en Galicia y está destinado a repetirse en Euskadi, en cuanto sea posible. Va de suyo, claro, que lo mismo sucederá a cualquier otro nivel y en cualquier otro lugar, por esperpéntica que sea la pareja de baile.
Pero, como muy bien ha dicho, en ocasiones, nuestro Presidente del Gobierno, la política tiene su propia lógica. Lo que ocurre es que no es, a menudo, la misma que él cree conocer. A la postre, incluso en España, las ideas terminan importando. Se exige un mínimo nivel de compatibilidad entre programas y personas si se pretende construir algo más que una simple mayoría. Esto es muy difícil de entender para quien, en suma, no tiene ni las más mínimas nociones de qué es, en realidad, el sistema democrático liberal, ni interés en tenerlas. El arte de la gobernación no es el de construir mayorías, sino el de construir mayorías con sentido.
Imagino que es ilusorio pretender que, a la vista de lo sucedido en Cataluña, Rodríguez Zapatero se pare a pensar. A reflexionar, a más de diez minutos vista, sobre su forma de hacer política. A buen seguro, no lo hará, porque su objetivo en la vida no es desarrollar ningún tipo de proyecto, sino asegurar que, pase lo que pase, el Partido Socialista gobernará siempre – el ente gobernado le da más igual, se conoce.
Y hará mal, porque los riesgos son inmensos. No ya por buen sentido o por decencia, ni por patriotismo, sino por simple caridad –aunque sólo sea por cariño hacia los españoles, que alguno conocerá que le importe-, debería pararse a pensar. Intentar hacer algo medianamente serio con un partido como Esquerra suele conducir a malos resultados, a la vista está, y a situaciones de delirio –que, por qué no decirlo, tienen su gracia, a veces-. Pero reproducir el experimento con Batasuna, por ejemplo, puede ser suicida.
Avisado está.
Así pues, es posible que nos encaminemos hacia un adelanto electoral en Cataluña. Un proceso apasionante, en el que se abren muchas incógnitas, empezando por quién habrá de ser el cabeza de lista del PSC, y siguiendo por cómo maniobrará cada uno. Es obvio que el PSC tendrá que resolver sus contradicciones internas, pero no lo es menos que, si alguien se juega el ser o no ser, ése es el PP, con posibles repercusiones sobre todo el proyecto político nacional del Partido. Imagino que Artur Mas estará satisfecho. Tiene todo a su favor para volver a San Jaime.
Tanto si eso sucede con un gobierno convergente en solitario, como si ocurre a base de apoyos –sin descartar el escenario de “gran coalición” que es el que más complace a muchos socialistas de Madrid- se habrá perdido una oportunidad histórica para Cataluña. La ocasión de demostrar que otra Cataluña es posible. Al igual que sucede en el País Vasco, el que Cataluña recupere los niveles de dinamismo y apertura de antaño, el que salga de una vez del ensimismamiento empobrecedor en el que se halla sumida y opte, de nuevo, al liderazgo en España y a un puesto relevante entre las regiones europeas más adelantadas pasa, inexorablemente, porque el nacionalismo –la ideología nacionalista, y no sólo algunas de sus siglas- sea enviado a la oposición durante una larga temporada.
El disparate del tripartito no sólo ha traído una legislatura de mal gobierno sino que, lo que resulta más grave, ha borrado del campo de lo posible, y para muchos años, un escenario de auténtica renovación, que Cataluña –y España, claro- necesita desesperadamente, aunque sólo sea por higiene. Esto, y un estatuto impresentable que habrá que esforzarse en vender como un gran éxito –habrá que seguir diciendo cuánto clamó la sociedad catalana por él, pese a que un resultado en el que la suma de noes, blancos y abstenciones supere, y no por poco, a los síes, aparece como más probable cada día-, es su herencia.
Si saltamos de las claves estrictamente catalanas a las nacionales –nacionales españolas, quiero decir, que esta es otra contribución impagable, la de haber convertido el lenguaje jurídico y político en un galimatías-, los perfiles son aún más inquietantes. Porque el fracaso del tripartito es una prueba de lo que da de sí la política del “todos contra la derecha” como único norte.
El tripartito, recordemos, era algo más que un simple gobierno para Cataluña. Era la experiencia piloto de una nueva forma de hacer política, de una idea tan cardinal en el zapaterismo como que todo, absolutamente todo es aceptable, excepto el Partido Popular. Sólo el PP es antisistema. Los demás –Batasuna incluida, por supuesto, en cuanto callen las armas- son potenciales socios. El experimento se repitió en Galicia y está destinado a repetirse en Euskadi, en cuanto sea posible. Va de suyo, claro, que lo mismo sucederá a cualquier otro nivel y en cualquier otro lugar, por esperpéntica que sea la pareja de baile.
Pero, como muy bien ha dicho, en ocasiones, nuestro Presidente del Gobierno, la política tiene su propia lógica. Lo que ocurre es que no es, a menudo, la misma que él cree conocer. A la postre, incluso en España, las ideas terminan importando. Se exige un mínimo nivel de compatibilidad entre programas y personas si se pretende construir algo más que una simple mayoría. Esto es muy difícil de entender para quien, en suma, no tiene ni las más mínimas nociones de qué es, en realidad, el sistema democrático liberal, ni interés en tenerlas. El arte de la gobernación no es el de construir mayorías, sino el de construir mayorías con sentido.
Imagino que es ilusorio pretender que, a la vista de lo sucedido en Cataluña, Rodríguez Zapatero se pare a pensar. A reflexionar, a más de diez minutos vista, sobre su forma de hacer política. A buen seguro, no lo hará, porque su objetivo en la vida no es desarrollar ningún tipo de proyecto, sino asegurar que, pase lo que pase, el Partido Socialista gobernará siempre – el ente gobernado le da más igual, se conoce.
Y hará mal, porque los riesgos son inmensos. No ya por buen sentido o por decencia, ni por patriotismo, sino por simple caridad –aunque sólo sea por cariño hacia los españoles, que alguno conocerá que le importe-, debería pararse a pensar. Intentar hacer algo medianamente serio con un partido como Esquerra suele conducir a malos resultados, a la vista está, y a situaciones de delirio –que, por qué no decirlo, tienen su gracia, a veces-. Pero reproducir el experimento con Batasuna, por ejemplo, puede ser suicida.
Avisado está.
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