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domingo, abril 23, 2006

CATALUÑA: DE PARÍS A BUENOS AIRES

Me ha costado cerca de una semana recomponer el gesto y volver a lucir mi cara de tonto-contribuyente habitual, y no la que se me quedó tras conocer la dizque crisis de gobierno de Maragall. Será que uno no ha conseguido alcanzar ese punto de cinismo –esperemos que sea eso- que, por lo que se ve, ha anidado en la sociedad catalana, y aún se pasma por ciertas cosas. En realidad, si bien se mira, no deja de ser un suma y sigue, un “más difícil todavía” en este desbarajuste que atiende por Gobierno de la Generalitat No hace mucho, en una columna de prensa, Arcadi Espada presentaba una especie de cronología de hitos notables desde el venturoso advenimiento de Maragall a la presidencia. Sin más comentarios, el solo relato de los eventos, se convierte en una antología del disparate, desde la entrevista de Perpiñán hasta las sucesivas crisis abortadas, pasando por el tres por ciento y, cómo no, el monumento a la estupidez de la corona de espinas. Cuesta hacerse a la idea de que no han pasado ni tres años.

No sé si muchos catalanes son conscientes de ello, pero Cataluña es un mito para muchos otros españoles. Para la derecha tradicional, es el arquetipo de región hacendosa y bien gestionada, poblada por gente trabajadora y de orden, perenne lección para el resto del país. El tradicional respeto y la fama de gente sensata se tornan rendida admiración cuando llegamos al campo de la izquierda.

Nuestros progres siguen enganchados a aquella Cataluña –en realidad, Cataluña como trasunto de la Barcelona aventajada que permitía, pars pro toto, ignorar al resto del país, ése resto que, andando el tiempo, nutriría el voto conservador de CiU- más europea que los demás, aunque sólo fuere por razones geográficas. La ciudad de los prodigios, capaz de mantener un hilo de vitalidad intelectual, deslumbraba a los casposos –así se veían ellos, al menos- habitantes de la triste llanura mesetaria.

La mezcla de ambas tradiciones daba la imagen de una sociedad en la que la sensatez y el buen sentido eran, sin duda, las señas globales de identidad, con su punta de lanza de modernidad. Un país sin rival en el triste espectáculo de la Península Ibérica en la que se hermanaban los dictadores. Por supuesto, Cataluña era algo así como la víctima número uno del statu quo –nunca su beneficiaria, ¿verdad?- y estaba, por ello, destinada a ser norte y guía en el viaje que estaba a punto de comenzar.

Probablemente nunca esta imagen correspondió a ninguna Cataluña real, más allá de unas cuantas calles del Ensanche barcelonés. Lo cierto es que la verdadera historia de Cataluña y España permiten, cuando menos, introducir múltiples matices en este halagüeño cuadro. No es verdad que Cataluña haya sido un centro de modernidad, salvo que se tenga un concepto muy estrecho de qué es la modernidad. Cataluña ha sido moderna y europea en el mismo sentido en que la movida madrileña puede ser calificada de hito cultural, es decir, sólo para los muy estrechos patrones de un país atrasado todo él y sin referencias reales.

Lo mismo puede decirse respecto al famoso sentido común . Un conocido mío dice, con buen criterio, que no se sabe muy bien quién inventó aquello del seny, porque no había excesivas trazas de que semejante estado de espíritu hubiera predominado de manera significativa en la historia catalana. Rauxa si la ha habido, y a raudales. Quizá fue, como tantas otras veces, el Franquismo el que extendió la especie, quizá porque a la dictadura no podía parecerle sino una muestra de señero buen sentido el entusiasmo o, cuando menos, la aceptación acrítica que cierta alta burguesía catalana mostró para con un régimen que la favoreció hasta extremos difíciles de exagerar – o que, en todo caso, se pretende oportunamente ocultar.

Con todo, los mitos son mitos, y tampoco tiene excesivo sentido desmontarlos. Pero tampoco sostenerlos. Olvidémonos de la historia y centrémonos en el presente. ¿Puede alguien, aún, encontrar en Cataluña signos de alguna capacidad de liderazgo?

Hoy por hoy, Cataluña es la Francia de nuestro mapa autonómico. Un país que parece haber abdicado por completo de cualquier clase de responsabilidad para con el conjunto y estar dispuesto a dilapidar la prosperidad de la que aún disfruta y, con ellas, sus posibilidades de ser, ahora sí, punta de lanza de una modernidad real. Cuando, por fin, España apunta maneras de país integrado en el mundo, conforme a unos estándares medianamente normales, Cataluña decide enrocarse.

Pablo Sebastián comentó no hace mucho, en una cadena de televisión, a mi juicio con acierto que, mientras nos hacemos cruces con el esperpento marbellí –que, en el fondo, a nadie extraña, tras muchos años de deriva- ignoramos (¿conscientemente?) que el auténtico Celtiberian show está, hoy por hoy, en la Barcelona elegante y –cada vez menos- cosmopolita. Marbella es la anécdota, Cataluña la categoría. Repásense las hemerotecas de los últimos años y se compondrá el cuadro. Los aficionados a coleccionar aguafuertes, esperpentos y deformidades, raramente encontrarán en otras regiones españolas supuestamente más proclives, perlas como las que cada día brinda esa ERC a la que, por lo visto, todos tratan de domesticar. No hay, en el panorama español, un personaje como Maragall, y es dudoso que pueda llegar a haberlo.

Nicolas Sarkozy tuvo el buen sentido y el raro valor, en mitad de la crisis que asoló las banlieue el pasado otoño, de recordar a los franceses que quizá era hora de bajar los humos y, con cierta humildad, mirar alrededor –incluso más allá del Pirineo, ¿por qué no?-, extraer las lecciones oportunas de quienes, en suma, estaban y están obteniendo mejores resultados, preguntarse por qué y sacar las conclusiones pertinentes.

El tiempo ha demostrado más que sobradamente que Maragall no es el Sarkozy de los catalanes, sino todo lo contrario. Más bien, es su Kirchner. Alguien que está dispuesto no a abolir el nacionalismo –la enfermedad subyacente- sino a perfeccionarlo y, en unión de los nacionalistas tradicionales, transmutarlo en una suerte de peronismo a la catalana, del que no haya escapatoria posible. Al igual que en el desdichado país austral, la respuesta a la demagogia populista es sólo más demagogia populista.

Así las cosas, los catalanes pueden tener que pechar con un serio riesgo: el de pasar de ser nuestros franceses a ser nuestros argentinos. Alguien dijo una vez que Barcelona era “el París del sur”. Bien puede ser, si se descuidan, que acabe siendo “el Buenos Aires del norte”.

3 Comments:

  • Espléndido.

    By Anonymous Anónimo, at 1:58 p. m.  

  • Yo diría aún más: formidable.

    By Blogger Hans, at 2:37 p. m.  

  • españoles mal agradecidos, nosotros le abrimos los brazos cuando lo necesitaron, los tomamos como miembros de nuestra familia hicimos nuestro pais junto a ustedes, italianos y franceses.. y ahora hablan de buenos aires como si fuera algo bajo, te invito a recorrer sus calles y ver su arquitectura, sus paisajes, mas aun si solo pudieras ver un poco de la argentina verias que tenemos paisajes que ni siquiera sueñan ustedes, si algun dia como decis llegan a ser la buenos aires del norte tendrian que sentirse orgullosos como me sient yo de ser porteño y argentino

    By Blogger ledes, at 12:35 p. m.  

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